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J. L. Panero, el desencantado

El poeta Juan Luis Panero murió el lunes 16 en Torroella de Montgrí (Girona) víctima de un cáncer.  Nacido en Madrid en 1942, era el mayor de los tres hijos del poeta Leopoldo Panero y protagonista —junto a sus hermanos, Leopoldo María y Michi, fallecido en 2004— del hoy mítico documental de Jaime Chávarri

El desencanto (1976), una demolición en toda regla de los pilares de autoridad y pudor de la familia tradicional española. En aquella película Juan Luis hacía de sí mismo en el papel de esteta decadente, una señal tanto de su literaria afición al fracaso como de su propio destino, porque el viento de la época era más favorable al malditismo de su hermano Leopoldo.

Juan Luis Panero siempre fue un poeta de línea clara, autobiográfico, narrativo, clásico en el mejor sentido de la palabra, cernudiano, borgiano en lo que ese adjetivo tiene de confusión entre literatura y vida. Durante buena parte de su carrera, su obra estuvo relegada por la atención que suscitaba la de su indomable hermano Leopoldo —el loco oficial de las letras hispanas— y por las corrientes neovanguardistas del 68. El giro hacia la claridad que dio la lírica española en los años 80 del siglo pasado contribuyó a rescatar una voz poética que se había iniciado en aquel inefable 1968 con A través del tiempo, que en 1985 recibió el Premio Ciudad de Barcelona por Antes que llegue la noche y que tres años más tarde se convirtió en el primer ganador del Premio Loewe con Galería de fantasmas.

En 1997 la editorial Tusquets publicó su Poesía completa, que incluía seis libros a los que luego se uniría Enigmas y despedidas (1999), otro paso en un camino cada vez más consciente del transcurrir del tiempo, es decir, de la muerte. Fue su último libro de poemas. Pocos meses después apareció Sin rumbo cierto, sus memorias conversadas con el crítico Fernando Valls.

Después de pasar largas temporadas en Latinoamérica, donde trabó amistad con autores como Juan Rulfo u Octavio Paz, Panero se instaló con su mujer en Torroella de Montgrí. De allí apenas salía para coloquios y lecturas en los que declamaba cavernosamente sus poemas, hablaba de su remota infancia en Londres o de sus delirantes años como interno en un colegio de El Escorial. En aquellas salidas últimas se interesaba también por el trabajo de los escritores jóvenes, bebía vino blanco y recibía sin engolar la pose la admiración de lectores para los que ya no era el hijo de ni el hermano de, sino el autor de una obra tan cargada de la literatura de los otros —T. S. Eliot, Cavafis, Cernuda mismo— que resulta absolutamente personal, inconfundible.

“Frente a mí, imperturbables, desveladas, / pasan, en silencio, vida y muerte, / evitando, con un rictus cansado, / este fantasma insomne, este papel en blanco, / esta hoguera apagada que perdura”. Son los versos finales de un poema de su primer libro, pero podrían haberlo sido del último.