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Rivera, Zavaleta y Gisbert, el revés y la trama de la historia

Hace 30 años, en 1983, Silvia Rivera Cusicanqui, en una comunidad rural de Colombia donde la llevó el exilio, escribió un breve libro de menos de 200 páginas al que puso por título Oprimidos pero no vencidos. El título repetía el lema de la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB) fundada cuatro años antes, producto de las luchas kataristas de los 70 que marcaron el resurgimiento del sindicalismo campesino independiente. La obra —subtitulada Luchas del campesinado aymara y quechwa 1900-1980— se publicó en La Paz al año siguiente, en 1984.

El mismo año en el que el libro de Rivera veía la luz, René Zavaleta Mercado, que entonces tenía 47 años,  moría en Ciudad de México —donde había pasado largos años de exilio—, dejando inconcluso el más ambicioso de sus escritos: Lo nacional-popular en Bolivia. El texto  se publicó dos años después en la editorial Siglo XXI de México. (La primera edición boliviana tuvo que esperar hasta 2008.)

Apenas cuatro años antes de la muerte de Zavaleta, en 1980, la arquitecta e historiadora Teresa Gisbert de Mesa, en La Paz, entregaba a la imprenta un libro cuyo título hizo que su editor le advirtiese que iba a ser un obstáculo para su venta: Iconografía y mitos indígenas en el arte. No era, ni mucho menos, el primero que publicaba. Junto a su esposo, el arquitecto José de Mesa, desde los años 50 había investigado sostenidamente la arquitectura y el arte colonial. Sin embargo, esta nueva obra mostraba no sólo a la acuciosa investigadora que ya era, sino también una ensayista de ideas maduras y originales.

Estos tres autores son los más citados en la consulta que hizo La Razón a 28 intelectuales, escritores y artistas sobre los libros que son, en su criterio, los más importantes e influyentes publicados en las últimas tres décadas. (Los resultados amplios de la consulta se muestran y analizan en las páginas 2 y 3 de este mismo suplemento.)

¿Hay algo en común en las tres obras mencionadas? Son muy diferentes entre sí —especialmente, en ese momento, las de Rivera y Zavaleta frente a la de Gisbert—, aunque las une el tiempo en el que nacieron: a principios de los años 80, el momento en que Bolivia vivía la transición de las dictaduras militares a la vida democrática. Pero también es común a estas obras la producción de ideas y conceptos que en las siguientes décadas marcarían algunos de los caminos por los cuales han transitado el conocimiento y la reflexión sobre la historia y la realidad bolivianas.

Oprimidos pero no vencidos resume las luchas campesinas de aymaras y quechuas a lo largo de casi un siglo: 1900 a 1980. La última década de este arco temporal tiene, hacia el final del libro, una atención especial: son los años del surgimiento del katarismo y la ruptura del pacto militar campesino con el que el general Barrientos había prolongado la relación de subordinación de los indígenas al Estado iniciada con la Revolución Nacional de 1952 y la Reforma Agraria.

“Este libro —dice en su respuesta a la consulta el sociólogo Fernando Mayorga— abre un nuevo campo de intelección e investigación sobre un actor emergente en los años setenta del siglo pasado —el campesinado boliviano—, con nuevas herramientas analíticas, y dejando de lado las concepciones clasistas, de raigambre marxista, predominantes en la sociología boliviana y latinoamericana”.

Entre esas nuevas herramientas analíticas están, por ejemplo, los conceptos de “colonialismo interno” —maltratado hoy en sus alcances teóricos y analíticos por el uso político—  y “memoria corta” y “memoria larga”.

Sobre estos últimos, Luis H. Antezana J., en el prólogo a la primera edición del libro de Rivera apunta que se los puede figurar como un “doble código” que está detrás y junto a las acciones campesinas. La memoria corta tiene como referencia la Revolución de 1952 y la Reforma Agraria. La memoria larga, a las luchas indígenas anticoloniales y su símbolo es la figura de Túpac Katari. “Si la memoria corta —dice Antezana— permite una serie de articulaciones con el Estado del 52      —tal el sindicalismo campesino, por ejemplo—, la memoria larga impide perder de vista que los restos del caudillo no han sido aún reunificados, es decir que la ocupación no ha cesado”. Así, en diversos momentos, las luchas campesinas se articulan con la memoria corta o con la memoria larga. El surgimiento del katarismo habría sido la recuperación de ese horizonte histórico más profundo que, además, se relaciona con la identidad indígena.

Hace diez años, en octubre de 2003, Silvia Rivera escribió un extenso prefacio —unas 50 páginas— a una nueva edición de su libro. Ese texto, titulado Mirando el pasado para caminar por el presente y el futuro, es una reflexión crítica de su obra a la luz del rumbo que tomaron  las luchas indígenas y campesinas en el marco de la democracia pactada que se había impuesto en el país desde 1985.   

ZAVALETA. En la obra de René Zavaleta Mercado, los estudiosos convienen en distinguir tres momentos. En el primero su pensamiento prolonga y enriquece los alcances de la ideología del nacionalismo revolucionario, por lo menos tal cual la pensó Carlos Montenegro. A esta época “nacionalista” corresponde su libro El de-sarrollo de la conciencia nacional (1967). El segundo momento se caracteriza por el uso de las herramientas del marxismo, especialmente para el análisis del Estado. El poder dual (1974) es la expresión más acabada —y erudita— de este momento. Finalmente,  está el Zavaleta que lleva el marxismo a sus límites más críticos para abordar el análisis de un objeto complejo: la sociedad boliviana caracterizada por su diversidad histórica y cultural. Aquí a su continuo interés por el Estado y sus mecanismos se suma una particular atención a la formación de las subjetividades      —o, mejor, de la intersubjetividad— precisamente en esas condiciones de diversidad histórica y cultural. Esta última fase de su pensamiento se expresa en Las masas en noviembre (1980) y en su obra inconclusa: Lo nacional-popular en Bolivia.  

“La producción intelectual de René Zavaleta —dice Mayorga— se sintetiza en este libro” que “contiene interesantes aportes para la interpretación de la historia nacional y la caracterización de la sociedad boliviana”. En ese orden, Mayorga destaca las ideas de “sociedad abigarrada” o la de “crisis como método de conocimiento” que ya constituyen —dice— parte del acervo analítico en las ciencias sociales bolivianas. A estos conceptos habría que sumar otros, con los que también se identifica el pensamiento de Zavaleta, como “momento constitutivo” y “democracia como autodeterminación de la masa”.

Más allá de Lo nacional-popular en Bolivia, Mayorga también destaca los escritos de Zavaleta sobre la democracia —“Las masas en noviembre” y “Cuatro conceptos de democracia”— que son, en su criterio, “de una riqueza excepcional por la densidad del lenguaje y su carga interpretativa”. Pero también advierte que en ciertas circunstancias —no sólo en el mundo académico, sino también en el ámbito político— “estos términos son utilizados de manera descriptiva restándole su potencial explicativo, pero constituyen el punto de partida para plantearse preguntas y respuestas sobre nuestra realidad”.

En su argumentación a la consulta, Luis H. Antezana J. acaba preguntándose: “¿Se podrá subrayar suficientemente (una vez más) que el pensamiento de Zavaleta Mercado, en sus distintos periodos, es aún el más atrevido desafío teórico que se ha realizado por estos lares?”.

La ideología del nacionalismo revolucionario, que acabó de imponerse con la Revolución de 1952,  se basa en una oposición tan elemental como eficiente: nacionalismo versus coloniaje. En esa dialéctica, el triunfo de la nación supone la derrota del coloniaje. Y la expresión más acabada del coloniaje en la historia de Bolivia es, por supuesto, la época colonial. De esa manera, ese periodo acabó siendo negado. En esa lógica, al mundo prehispánico sucedió una larga noche —la Colonia— y la luz sólo regresó con la Independencia y la República.

Las investigaciones de Teresa Gisbert —algunas de ellas junto a José de Mesa— reinscribieron el periodo colonial en la historiografía boliviana. Pero lo hicieron dándole una densidad y una complejidad que no habían sido hasta entonces suficientemente conocidas.  

MESTIZO. La puerta de ingreso a ese mundo fue el arte, especialmente la pintura y la arquitectura. Uno de sus primeros aportes, en ese sentido, fue el concepto de “barroco mestizo”. El alcance de esa idea puede medirse, quizás, en el hecho de que hoy es parte del sentido común intelectual para pensar no sólo la historia del arte boliviano sino también sus derivas actuales.

 Con Iconografía y mitos indígenas en el arte, Gisbert fue más allá. Estableció que el proceso del mestizaje fue un camino de ida y vuelta. Es decir que así como las formas del arte llegadas de España se impusieron en el mundo colonial, no es menos cierto que la iconografía y los mitos indígenas penetraron profundamente las representaciones del arte occidental, es decir, las transformaron.

Esa complejidad de la sociedad colonial abarcó un nuevo espacio en su siguiente libro: El jardín de los pájaros parlantes. La imagen del otro en la cultura andina. En sus páginas queda claro que en la sociedad colonial, la presencia del “otro” —judíos, moros, negros— complejizaba de manera sustancial las representaciones de la realidad y del mundo.  En ese sentido, la sociedad colonial andina podría decirse que era también una sociedad abigarrada.

Tres autores —autoras—, tres pensamientos, tres obras. Su importancia e influencia ha sido destacada en la consulta realizada por    La Razón. Queda ahora someterlas a otra prueba: la lectura o la relectura que actualiza esas obras hoy.