El 27 de abril pasado ha dejado nuestra tripulación terrestre mi querido amigo y maestro Jesús Urzagasti. En su novela Un hazmerreir en aprietos escribió “el mundo es el peor cliente porque pide todo a cambio de nada, encima uno debe estar en la oscuridad tallando la figura del aprendiz”. No cualquiera dice eso. No cualquiera lo vive. Y él lo hacía sin permitirse siquiera el descabellado lujo de quejarse. ¿De qué se podía quejar? Si en su casa vivía la alegría y eso solamente lo logra el que ha crepitado muchas veces. Me imagino, como también se imaginaba él, que su muerte será el mayor pretexto para que se lea a profundidad su obra. De él se puede decir lo que decía el poeta paceño Jaime Saenz del pintor Arturo Borda, es decir un grande de otro grande: “Arturo Borda como artista y como hombre estaba en posesión de la realidad verdadera, y por lo mismo no esperaba que lo comprendieran ya que sabía que como artista y como hombre el llamado a comprender era él”. Ese era el don del Jesús, comprender. Poblar su mundo con lo mejor de la patria, y volverla una patria para todos.

A esa patria silenciosa la cuidó siempre, era su oro. Uno de los pocos consejos que me dio fue que cuando alguien me diga algo valioso no olvide el nombre del que me lo diga, en especial si se trata de un camionero que viaja por el país. Por algo su sueño de una carrera de Literatura era una carrera ambulante que vaya por todos los departamentos. Y es que estoy seguro de que escribir desde Bolivia es distinto que escribir desde otro país, y no digo que sea más valioso simplemente es distinto. Lo difícil es que a nosotros el castellano ya no nos alcanza para escribir. Convive hace siglos con idiomas más experimentados que han sobrevivido oralmente los más fuertes embates colonizadores. Solamente transformando el castellano podremos acceder a una palabra más apropiada, más decidora.

Jesús Urzagasti nació en 1941 en el Chaco boliviano. Era el mayor de una familia numerosa. Nació en un recodo del monte, en un ojo de agua. En su pueblo no había ni plazas ni iglesias y eso favorecía al mundo secreto que latía a su lado. ¿Cómo se vería el país desde ese confín? Egresado del colegio se fue a Salta a estudiar tornería. Lo estaba haciendo bien hasta que tuvo una serie de misteriosos sueños. Alguien dentro suyo lo estaba conminando a escribir, el verdadero dueño de su libertad. Entonces escribió varias páginas desmenuzando lo inexplicable, las metió en una botella y las enterró en una quebrada de su provincia. Las ofrendó al silencio, pero también a la tierra, al monte. Entonces lo dejó todo y se fue a La Paz. Gracias a un amigo que jugaba en Chaco Petrolero, pasó sus primeras noches en la ciudad del Illimani en calidad de invitado clandestino en las instalaciones del club deportivo.

A los 27 años publicó Tirinea, su primera novela. Tirinea es un paraje ensoñado que Fielkho, el protagonista, añora desde su pequeño cuarto. Tirinea fue un regalo, una puerta. Tuvieron que pasar 13 años para que escribiera su segunda novela: En el país del silencio. La escribió en horas clandestinas en uno de los momentos de mayor zozobra en nuestro país. La escribió acechado por el miedo pero con la mirada clavada en la promesa luminosa que se había hecho a sí mismo, no traicionarse nunca. Y nunca se traicionó.

En el país del silencio parte de la certeza de que este país sabe estar callado en más de 15 idiomas. Y para mí eso lo dice todo. Paradójicamente en la novela el país es la palabra y los interlocutores principales son el otro, el muerto y Jursafú, quien a todas luces tiene nombre de mago. En el país del silencio devela entre muchas otras cosas el significado de la palabra aruskipasipxañanakasakipunirakispawa. Es una palabra aymara, tiene 29 letras y está tallada por múltiples significados y misterios. Se la resguarda como un disco solar en el centro del idioma, y puede traducirse como “estamos obligados a comunicarnos”. Estamos obligados a comunicarnos es uno de los secretos fraternos de esa maravillosa cultura andina. Porque el egoísta, aunque esté rodeado de gente, se siente solo. Estamos obligados a comunicarnos porque sino nunca sabremos quiénes somos.

Ese es el desafió de la literatura de nuestro país, transformarse con él. Todavía perdura la mirada del cronista, que no entiende que el embrujo es su mirada. Que no puede salir de ella. El cronista morirá a medida que nuestra literatura pise la tierra descalza. Cada uno de los idiomas que se hablan en mi país puede inyectarle al castellano sutilezas indecibles, es la única manera de devolverle el poder a la palabra. Tenemos esa idea absurda en la cabeza de que el lenguaje nombra el mundo cuando en realidad lo convoca. Somos magos tristes porque hemos olvidado nuestros poderes, están en nuestra contra. Por eso cuando el miedo pronuncia nuestras palabras, el mundo se llena de miedo. Creo que la escritura es uno de los instrumentos con los que contamos para limpiar la ilusión de las palabras.

Crear es creer, por eso al decir yo creo invoco y convoco. Para eso no basta escribir, la cosa es hacerlo como se debe. Que los logreros abunden o se ufanen no tiene relevancia. El único mérito que puede tener el que escribe es aprender con firmeza lo que la escritura le enseña y le muestra. Porque el que escribe es como diría Jaime Saenz un visitante profundo. No hay escritor, eso es lo primero que se debería entender, pero para que haya escritura es necesario olvidarse de los concursos y acordarse del cuerpo. Escribir es estar al servicio de palabras de origen desconocido que al llegar se tejen con nuestro propio recorrido. Y ahí sí que no hay tu tía. Se necesita ser lo más transparente posible, para no interferir. Nada de hacerse al James Dean, como diría el Jesús.

Jesús Urzagasti practicaba el silencio con la misma destreza que el arte de la conversación, por eso brillaban las palabras en su casa y en su obra y por eso supo afrontar con firmeza cualquier dificultad en la vida. No por nada le encantaba una frase escrita por Kafka en El proceso, “estoy acosado, estoy elegido”. Y es que muchas veces Jesús prefirió pasarla mal a soltar el hilo que lo unía con el centro secreto y clandestino de nuestro país. Y no era raro en él, pues de niño había aprendido el valor de las cosas. Por eso si algún alimento se le ofrecía en dudoso estado él respondía con la practicidad del hombre que acompaña al fuego, “más vale que haga mal a que se eche a perder”. Esas frases talladas delicadamente por el humor, dentro mío inauguraban universos pero sobre todo develaban el país en el que siempre había querido vivir, nuestro país.

Yo lo conocí en una charla que dio en mi universidad, y después cuando fue invitado a darnos un taller de escritura. Aprendimos que había una forma diferente de enfrentar la escritura, una forma más humilde y por lo mismo más poderosa. Cuando acabó la clase me invitó generosamente a su casa. Así conocí su maravilloso hogar, a Zulma su mujer y a sus tres maravillosos hijos. A pesar de que se trataba de un pequeño departamento que seguramente por la cantidad de sombra había sido concebido como un sótano, el sol se las ingeniaba para ingresar por todas partes y con él se develaba un mundo infinito. Durante ese tiempo lo pude visitar cada lunes para tomarnos un huarisñaki y conversar maravillados sobre el país. Los libros, los recuerdos y la música aparecían en la mesa portando enseñanzas de un valor incalculable. Ahí entendí que él era un maestro, y no por las cosas que me enseñaba sin querer hacerlo sino porque me hizo entender que vivir y escribir de esa manera era posible. Tenía yo 22 años y necesitaba iluminar el camino que en ese momento me parecía brumoso, me sigue pareciendo. Si uno ve que se puede, entonces no puede dejar de seguir su camino. Eso me lo dijo él como tantas otras cosas.

Jesús Urzagasti como todo maestro fue delicado y se esforzó mucho en no influenciarme, y esa actitud respetuosa me influenció de por vida. Un día de esos me invitó a mí y a mi amigo Fernando a viajar a su tierra junto a su familia. Ese fue un verdadero viaje iniciático porque escondido en la lejanía vivía el mundo donde había fundado su literatura. Pocos meses antes había publicado la novela El último domingo de un caminante. En ella se cuenta la historia de unos personajes que llegan de la ciudad en camión a una estancia perdida en el Chaco, la estancia Las Conchas de Santos Gallo. Resulta que al noveno día de viaje llegamos a las 06.00 a las Conchas, y así como se describía en la novela que había leído, nos recibió Santos Gallo saliendo de la penumbra. Después carneamos un chivo y nos emborrachamos con vino Toro con hielo, el calor era insoportable.

En la novela se narra también cómo durante ese encuentro entre los urbanos y los rurales se producía una pelea con cuchillo. Yo estaba durmiendo en una hamaca, el extremo calor y el potente vino me habían tumbado. El Jesús me despertó y cuando lo hizo me quedé estupefacto por la pelea que estaba presenciando. Y no me sorprendí por la violencia ni el peligro. Me quedé sorprendido porque todo lo que estaba sucediendo yo lo había leído ya. Y le dije: “Jesús, es igual a tu libro”. Él tenía las manos ensangrentadas porque había alzado el cuchillo que le arrebataron a uno de los forajidos. “Ve, se escribe con sangre”. Con eso lo entendí todo, para devolverle a la palabra su poder de invocación es necesaria la escritura y para que exista esa escritura es necesario entregarlo todo. La vida entera. Tal y como él lo hizo. Eso es escribir con sangre.

Esa tarde chaqueña huimos todos al camión preocupados por los hijos pequeños del Jesús. A pesar de que no estábamos directamente involucrados en el conflicto, nos podía pasar cualquier cosa. La huida se frustró porque el camión era a diésel y para que parta teníamos que empujarlo. No funcionó. Entonces escapamos a una casa vecina. Los forajidos se quedaron rodeando la casa. Ataban cuerdas para colgarnos de los árboles pero no podían entrar por respeto al vecino. Los forajidos simplemente querían al que los había humillado. Era un argentino vecino del lugar. Vivían en la frontera. La pelea se inició cuando tuvo que defender la memoria de su hermana. Para refugiarnos tuvimos que dormir en el establo con el Jesús y su familia, y como en las provincias Dios goza de un maravilloso sentido del humor, permitió que coincidiera la estancia nocturna en el establo con la fecha de Navidad. Era Navidad y yo estaba en un establo con la familia de Jesús. Lo triste fue que meses después nos enteramos de que habían finado al argentino. En los parajes alejados del mundo la vida vale todo o no vale nada. No hay puntos medios. Quizás por eso una noche que el Jesús tuvo una pesadilla y se levantó entumecido por el terror, agarró una lapicera y el libro azul que tenía en la mano, y escribió en la tapa un maravilloso texto. El libro era Un mundo feliz de Aldous Huxley. Y el fragmento después sería parte de su primera novela:

“Aunque las catástrofes se avecinen y tu figura tienda a desaparecer en manos del crimen o de la oscuridad, aunque el mundo se venga abajo con el objeto de no favorecer tu existencia, aunque no haya luz y todos tus pañuelos estén sucios, aunque no hayas leído El mundo como voluntad y representación, aunque ya no queden dudas de tu imbecilidad y de tu pereza y hayas perdido la esperanza de explicarte a ti mismo el extraño desapego que te une al mundo, aunque suceda de golpe y porrazo lo citado y lo no citado por pudor, nunca olvides que por primera, única y última vez eres lo más formidable y maravilloso que habita en este mundo.

Hay paisajes maravillosos en el universo que nadie, ni tú, verá jamás; pero eres tú el sendero único para llegar a esos paisajes: lo ideal sería que te conformes con semejante privilegio y que no desconfíes de tu ceguera, Hay zonas llenas de un encanto especial para el espíritu que se han sublevado de tanto esperar tu presencia. En la lejana Finlandia existen aldeas que han perdido muchas cosas por ti y por ti siguen clamando con una melancólica trompeta cuando cambia la luz del día y no es el atardecer sino la noche lo que ruge en la distancia estremecida de misterio. Pero tú sólo tienes inclinación a vivir en lo desconocido, a saludar con desmesurado respeto a los que perdieron lo mejor de sus vidas en la Guerra del Chaco, mientras te repele todo lo que comienza con la letra W. Tus ojos adquieren la luz de los astros cuando miran objetos curvos en la oscuridad de tu habitación, pero tu sangre circula tranquila, sin remordimientos y no se asombra de tu asombro sino de ti que te crees al margen de su armonioso y silencioso triunfo. Mientras tanto tú paseas de un lado a otro en tu propia jaula. No tienes ideas chicas ni grandes y con todas tus ideas juntas no se podría hacer una idea mediana, por eso seguramente duermes como un cansado excursionista, con la bragueta abierta sin ánimo ya de hacerte crecer los bigotes. Levántate y agradece, antes de que tengas ese olor a ropa guardada en tu cuerpo, agradece por haber venido sin tener nada a un mundo que lo tiene todo, así regresarás con todo al país de la nada y sin haber abierto el pico.”

Cuando el Jesús llegó a la ciudad de La Paz, intrigado por los sueños que le habían mandado a escribir tuvo que dormir muchas noches en el banco de una plaza. Había venido con todo lo que tenía que aquí no alcanzaba para nada. Y cuenta que cuando se dormía pensaba que hay gente que duerme en hoteles de cinco estrellas, mientras él podía dormir en uno de mil estrellas. Seguramente porque miraba el universo con los ojos sanos y entendía que el sol está a la vuelta de la esquina. Él sabía que la vida sólo se manifiesta para el que humildemente puede levantar los ojos en una noche estrellada y refugiarse en la inmensidad de lo que no conoce. Ese es el Jesús, mi amigo muerto. El que nunca dejará de mirarme y al que no puedo darme el lujo de fallar.

Para lo aymaras el pasado está delante, y es lógico porque es lo único que se ve. Ese pasado que miramos va cambiando y transformando los hilos que nos alcanzarán mañana. Una de las frases más maravillosas del Jesús capta con precisión la importancia de esta certeza poética: “El pasado será para siempre imprevisible”. Y así es. Por eso en aquella quebrada donde el Jesús enterró hace años sus primeras páginas, está naciendo un frondoso y majestuoso árbol. El árbol de nuestra tribu. Y por eso en Frondas nocturnas el último poemario que publicó escribió “Sentado en la silla amarilla/con un viejo jarro de barro en las manos/ siento algo intacto en mis adentros/ cuando entre las frondas pasa el tiempo”, palabras que vistas desde aquí, se iluminan para mostrarnos las huellas de su presencia.

(Fragmentos de un texto leído por el autor en el Festival Internacional de Literatura realizado en Córdoba, Argentina, entre el 13 y el 18 de agosto pasado.)