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Cortázar, un cronopio en Berkeley

Un libro recoge las clases de Literatura que el escritor impartió en la universidad californiana en 1980 y que permanecían inéditas.

/ 20 de octubre de 2013 / 04:00

“Tienen que saber que estos cursos los estoy improvisando muy poco antes de que ustedes vengan aquí: no soy sistemático, no soy ni un crítico ni un teórico, de modo que a medida que se me van planteando los problemas de trabajo, busco soluciones”. Es cuando menos inquietante que un profesor empiece su primera sesión dirigiéndose a los alumnos de esta guisa. Pero se perdona si el docente es Julio Cortázar. Además, no era exactamente así. El escritor argentino llevaba su aparato de notas y un buen número de libros marcados para dar un curso sobre las claves de su obra entre octubre y noviembre de 1980 en la Universidad de Berkeley.

Qué hace el iconoclasta y antiimperialista autor de Rayuela impartiendo clases en una universidad estadounidense sólo se explica porque se lo ha pedido su viejo amigo Pepe Durand, experto en literatura colonial, con una propuesta que implicaba “trabajar poco y leer mucho”, tanto, que le permitió escribir Botella al mar. Epílogo a un cuento, que Cortázar incluiría en su último libro de relatos, Deshoras. Luego, porque después de rechazar propuestas similares en los 60 y 70 para no dar pábulo a la fuga de cerebros, “habría obtenido un medio permiso de Cuba a pesar del papel norteamericano en la entonces muy convulsa Centroamérica”, apunta Carles Álvarez, encargado de la edición de Clases de Literatura. Berkeley, 1980 (Alfaguara), que llega a las librerías por primera vez gracias a la transcripción de las cintas (“por la calidad, seguramente hechas por un alumno dejando la grabadora en la mesa”) que en 2005 llegaron a manos de la viuda del escritor, Aurora Bernárdez. Carles Álvarez es un buen conocedor de la vida y de la obra de Julio Cortázar: no en vano editó toda su correspondencia y clasificó la famosa cómoda con papeles inesperados del escritor argentino en 2009.

“Si les sirve de algún consuelo, yo estoy más incómodo que ustedes, porque esta silla es espantosa y la mesa…, más o menos igual”, les suelta en la tercera clase. El padre de los cronopios impartirá las ocho sesiones (15 horas) sentado. La declaración de incomodidad también forma parte de cierta pose del profesor: ha decidido que iría de iconoclasta, de forma y fondo. No le dejan dar la clase en el campus debajo de un árbol, “donde pudiéramos hacer un círculo y estar más cerca”, y lamenta que no comparta más tiempo con los alumnos: “Tengo la impresión de ser un dentista que estoy esperando cada media hora a un paciente y el estudiante también se siente un paciente”, dirá. Y eso que dobla su presencia en el despacho que se le habilita, los lunes y los viernes, durante casi tres horas cada vez por las mañanas. “En esa época, Cortázar ya está consagrado hace años y mueve multitudes, 15 personas están haciendo ese mismo año su tesis doctoral sobre él”, apunta Álvarez. Quizá eso explique la alta afluencia de alumnos, próximos al centenar según el editor, con gente procedente en buena parte de América Latina, así como la presencia camuflada de profesores y de algunos críticos.

Con marcada voluntad de ir a contracorriente de los tiempos barthianos o derridanos (“me gustaría usar la palabra estructura, que no uso en el sentido de estructuralismo, o sea de ese sistema de crítica y de indagación con el cual tanto se trabaja en estos días y del cual no conozco nada”, suelta al auditorio el primer día), sin aparente dogmatismo, va exponiendo su corpus todos los jueves, de dos a cuatro de la tarde: primero, una hora de fluida charla, sin digresiones; luego, descanso y 30 minutos finales aproximadamente de preguntas de los alumnos.

Aun debiendo ponerse bastante al nivel de un alumnado veinteañero y mayoritariamente estadounidense —“tuve que bajar el tiro”, le confesó a su mujer Aurora al regreso—, el nivel mostrado por Cortázar es simple en las formas pero profundo en el fondo y con una muestra de conocimientos infinita: demuestra que ha leído a fondo a Gómez de la Serna, Lezama Lima, Payró, a los surrealistas Buñuel y Dalí… “La biblioteca última de Cortázar tenía unos 4.000 títulos, casi todos anotados; en su vida tuvo unos 15.000 libros, leídos todos de verdad”, vuelve a acotar Álvarez.

En clase, Cortázar va soltando claves riquísimas de su trayectoria literaria —su concepto de la fantasía real, el desdoblamiento de sus personajes en el tiempo siempre, la génesis de sus cronopios (en un intervalo de un concierto), la construcción azarosa de la estructura de Rayuela por las callejuelas que dejaban los originales en el suelo…—, siempre con un envidiable sentido del humor que deja más de una vez estupefactos a sus oyentes, que no saben si el profesor bromea o no. Como cuando asegura que si hay tanto muerto en su obra es porque él es “un asesino freudiano”.

“Les dejé una imagen de rojo tal como la que se puede tener en los ambientes académicos de los USA, y les demolí la metodología, las jerarquías profesor/alumno, las escalas de valores…”, reporta a su amigo Guillermo Schavelzon al hacer balance del curso. Pero sudó la camiseta para ello: los alumnos le buscaron las cosquillas sobre Cuba y Fidel Castro, sobre el caso Padilla o su posición ante la que parecía inminente invasión norteamericana de Nicaragua y El Salvador: “Puedes tener toda la seguridad de que no voy a estar esperándolos con un ramo de flores. Toda intervención armada norteamericana en un país latinoamericano es absoluta y totalmente injustificada”. También debe lidiar sobre el uso de la literatura como arma política: un escritor comprometido, sostiene, “debe llevar a una literatura que valga como literatura y que al mismo tiempo contenga un mensaje no exclusivamente literario”.

Cortázar se ha tomado esa estancia en Berkeley como unas vacaciones. Se aloja en un apartamento frente a la bahía de San Francisco. Con los alumnos ha llegado a presentarse a la una de la madrugada a una fiesta de Halloween con peluca y dientes de Drácula a pesar de haber rechazado inicialmente la invitación… Pero la clave de su felicidad se llama Carol Dunlop, segundo gran amor de su vida, 32 años más joven que él, que le acompaña en un periplo de seis meses fuera de París, una receta del escritor para poner distancia tras la ruptura con su segunda compañera. Cortázar tiene ya 66 años, está a cuatro de su muerte; pero lo peor es que seis meses después Carol caerá enferma, muriendo en 1982. Para Álvarez, “esas clases en Berkeley serán para Cortázar el último momento feliz de su vida”.

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Ovejero, la crueldad necesaria

Ovejero atraviesa por una buena racha. El año pasado ganó el  prestigioso premio Anagrama de ensayo con un texto sobre la crueldad, del que se habla en estas notas

/ 24 de marzo de 2013 / 04:00

La sociedad es tan insensible que quizá la única manera de zarandearla es a partir de una cierta crueldad que le haga darse de bruces con sus miserias y su conformismo. A ese tipo de crueldad, justa y necesaria al parecer, es a la que el escritor José Ovejero fija su mirada en La ética de la crueldad, con la que ha ganado el premio Anagrama de ensayo de 2012.

La que es la segunda incursión en el ensayo (tras Escritores delincuentes) arrancó de una conferencia que impartió él mismo en la Universidad de Pensilvania sobre el exceso de la crueldad expresiva en la obra de arte, de la que el propio autor había dejado rastros en novelas como Un mal año para Miki y La comedia salvaje. “Me interesa esa crueldad que nos hace dudar, que rompe con el zapear de nuestra vida, la crueldad que nos saca de la insensibilidad y nos lleva a mirar de otra manera la vida”, dice Ovejero, que califica ese tipo de crueldad de “necesaria, de las que contribuyen a nuestro aprendizaje”.

Si bien Ovejero (Madrid, 1958) aborda ese aspecto en ámbitos como el cine y el teatro (como la obra de Peter Handke Insultos al público), es el peso de esa crueldad en la literatura donde disecciona con mayor profundidad. Para ello, escoge siete novelas que serían a su entender paradigmáticas de esa crueldad necesaria, como son El astillero (Juan Carlos Onetti), Meridiano de sangre (Cormac McCarthy), Auto de fe (Elías Canetti), Historia del ojo (Georges Bataille), Tiempo de silencio (Luis Martín Santos) y dos obras de la Nobel Elfriede Jelinek: Deseo y La pianista.

¿Dónde está la crueldad de estas obras? “Son diferentes; está la de la sexualidad oscura de Bataille a la del relato sangriento de McCarthy, de esas horas de hombres de frontera que dan una nueva mirada sobre la historia de Estados Unidos; o la crueldad más psicológica de Onetti y que demuestra que la literatura cruel no tiene por qué ser sangrienta, sino que puede despojarnos de la fe y esperanza que nos hemos construido para creernos felices; Onetti desengaña al lector y lo confronta, como Jelinek desguaza la sociedad austríaca y sus mentiras”.

Ovejero prefiere esta crueldad que nos enfrenta con esas decepciones vitales (“la literatura generalmente es decepción, no está tan claro que siempre dé consuelo”) a la de “las novelas crueles que no dicen nada, que están vacías” y que en su ensayo coloca bajo el epígrafe de “crueldad no ética”. Ésta la divide entre las que ofrecen crueldad como puro entretenimiento, “tipo Tarantino, que no suelen nunca cuestionar la realidad o, en el fondo, el orden establecido”, y la crueldad moralizante, “tipo infierno renacentista, donde te dicen que si no te sometes a los valores dominantes, te pasará eso: violaciones, infiernos, demonios”.

De esa última barbarie, Ovejero cree que en España hay mucha. “Si me interesa la crueldad es porque soy español: es omnipresente en nuestra cultura y literatura: está en Goya, la novela picaresca, Valle-Inclán, en Cela…, en los toros y en todo tipo de fiestas populares; junto con Japón y China, estamos en el podio; en otros países, como Francia, se dan también casos, pero siempre quedan en la marginalidad, como Sade”.

Ha de ser muy insensible la sociedad para que necesite un tipo de crueldad, aunque sea buena, para removerla moralmente. “Lo que nos hace más insensibles es la repetición constante de imágenes crueles que no te exigen una acción, una respuesta”, mantiene Ovejero, que vincula en parte ese discurso a la situación de crisis económica y social de hoy: “Los parados ya estaban ahí; lo que ocurre es que hay más y los tenemos más cerca, ahora tenemos miedo porque podemos ser nosotros y también somos más conscientes de esa crueldad que se oculta normalmente y que suele tener nuestro beneplácito si los gobiernos no nos hacen partícipes de esas prácticas”.

Ovejero piensa que “hoy existe una mayor aceptación de la crueldad; lo que antes ofendía hoy casi se busca, pero sigue habiendo temas tabú, como el de la pederastia; no sé cuántos editores españoles publicarían hoy Lolita”, dice el galardonado, apostillado por su editor Jorge Herralde: “Y más en estos tiempos de clara contrarreforma”. Crueldades.

También hay una estética de la crueldad

Laura Revuelta – periodista

José Ovejero ganó el Premio Anagrama de Ensayo 2012 con su obra La ética de la crueldad. En esa oportunidad, respondió a algunas preguntas sobre su trabajo que fueron publicadas en el diario madrileño ABC.

—Habla de ética de la crueldad, pero también de una estética de la crueldad. ¿Puede haber belleza en la crueldad?

—No es posible separar totalmente el contenido de la forma. Hay una estética de la crueldad también, porque en la literatura, o en el arte en general, uno no se refiere o se dirige únicamente a la parte intelectual, sino también a las emociones. Entonces, desde el teatro de la crueldad o en tantas novelas o en tantas obras artísticas, estás queriendo llegar al espectador no sólo a través de aquello que le estás contando, sino de todo aquello que le rodea.

—Aunque el eje central del libro es la crueldad en sus muchas variantes éticas y estéticas, dedica un espacio a la cultura del espectáculo. ¿Uno de los males de la sociedad contemporánea es el exceso de entretenimiento?

—Creo que cada sociedad tiene sus males, sus puntos débiles. Yo no querría vivir en una sociedad del siglo XVIII o del siglo XIX, aunque no estuviesen tan entretenidos. Con la evolución, con el progreso, con el bienestar, hay muchas cosas que se consiguen y hay otras que se pierden, y creo que en nuestra sociedad tendemos a buscar la sobreprotección; a evitar el riesgo; a estar entretenidos; a no estar ni muy bien ni muy mal, porque estar muy bien significaría arriesgarse también a que pasasen cosas. Equivale a estar encerrados en nuestras casas viendo la televisión, con el mando a distancia en la mano, y evitar cualquier cosa que duela. Yo estoy convencido de que no puedes llegar a ser feliz sin aceptar también esa parte negativa, el dolor, etcétera. Y tendemos a vivir en esa apatía un poco tibia en la que nada nos puede pasar.

—En esta sociedad de espectáculo y entretenimiento, señala directamente a los escritores que, en buena parte, han perdido ese interés por generar reacciones, por querer actuar en el mundo.

—De manera bastante radical, hay un pasaje del libro en el que digo que la literatura es el opio del pueblo, la famosa frase de Marx sobre la religión. Desde el fracaso de las grandes ideologías, desde el triunfo de la posmodernidad, parece que la literatura ya no tiene ninguna relación con lo real, y yo me niego a aceptarlo. Me niego a ese vivir en la superficie, a que la literatura sea mero juego, mera seducción. No tengo nada en contra, pero me niego a que sólo pueda ser eso. Lo que hago es buscar qué camino nos queda después del fracaso de la novela —digamos— didáctica, ideológica. Cómo puedes seguir hablando sobre lo real y discutiéndolo desde la literatura. Y creo que la crueldad es una de las formas. E intento hacerlo. Me inscribo en esa corriente de la literatura que aún busca un compromiso con lo real, pero no compromiso como adscripción a una ideología política, sino como el intento de cambiar algo desde el arte.

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Ovejero, la crueldad necesaria

Ovejero atraviesa por una buena racha. El año pasado ganó el  prestigioso premio Anagrama de ensayo con un texto sobre la crueldad, del que se habla en estas notas

/ 24 de marzo de 2013 / 04:00

La sociedad es tan insensible que quizá la única manera de zarandearla es a partir de una cierta crueldad que le haga darse de bruces con sus miserias y su conformismo. A ese tipo de crueldad, justa y necesaria al parecer, es a la que el escritor José Ovejero fija su mirada en La ética de la crueldad, con la que ha ganado el premio Anagrama de ensayo de 2012.

La que es la segunda incursión en el ensayo (tras Escritores delincuentes) arrancó de una conferencia que impartió él mismo en la Universidad de Pensilvania sobre el exceso de la crueldad expresiva en la obra de arte, de la que el propio autor había dejado rastros en novelas como Un mal año para Miki y La comedia salvaje. “Me interesa esa crueldad que nos hace dudar, que rompe con el zapear de nuestra vida, la crueldad que nos saca de la insensibilidad y nos lleva a mirar de otra manera la vida”, dice Ovejero, que califica ese tipo de crueldad de “necesaria, de las que contribuyen a nuestro aprendizaje”.

Si bien Ovejero (Madrid, 1958) aborda ese aspecto en ámbitos como el cine y el teatro (como la obra de Peter Handke Insultos al público), es el peso de esa crueldad en la literatura donde disecciona con mayor profundidad. Para ello, escoge siete novelas que serían a su entender paradigmáticas de esa crueldad necesaria, como son El astillero (Juan Carlos Onetti), Meridiano de sangre (Cormac McCarthy), Auto de fe (Elías Canetti), Historia del ojo (Georges Bataille), Tiempo de silencio (Luis Martín Santos) y dos obras de la Nobel Elfriede Jelinek: Deseo y La pianista.

¿Dónde está la crueldad de estas obras? “Son diferentes; está la de la sexualidad oscura de Bataille a la del relato sangriento de McCarthy, de esas horas de hombres de frontera que dan una nueva mirada sobre la historia de Estados Unidos; o la crueldad más psicológica de Onetti y que demuestra que la literatura cruel no tiene por qué ser sangrienta, sino que puede despojarnos de la fe y esperanza que nos hemos construido para creernos felices; Onetti desengaña al lector y lo confronta, como Jelinek desguaza la sociedad austríaca y sus mentiras”.

Ovejero prefiere esta crueldad que nos enfrenta con esas decepciones vitales (“la literatura generalmente es decepción, no está tan claro que siempre dé consuelo”) a la de “las novelas crueles que no dicen nada, que están vacías” y que en su ensayo coloca bajo el epígrafe de “crueldad no ética”. Ésta la divide entre las que ofrecen crueldad como puro entretenimiento, “tipo Tarantino, que no suelen nunca cuestionar la realidad o, en el fondo, el orden establecido”, y la crueldad moralizante, “tipo infierno renacentista, donde te dicen que si no te sometes a los valores dominantes, te pasará eso: violaciones, infiernos, demonios”.

De esa última barbarie, Ovejero cree que en España hay mucha. “Si me interesa la crueldad es porque soy español: es omnipresente en nuestra cultura y literatura: está en Goya, la novela picaresca, Valle-Inclán, en Cela…, en los toros y en todo tipo de fiestas populares; junto con Japón y China, estamos en el podio; en otros países, como Francia, se dan también casos, pero siempre quedan en la marginalidad, como Sade”.

Ha de ser muy insensible la sociedad para que necesite un tipo de crueldad, aunque sea buena, para removerla moralmente. “Lo que nos hace más insensibles es la repetición constante de imágenes crueles que no te exigen una acción, una respuesta”, mantiene Ovejero, que vincula en parte ese discurso a la situación de crisis económica y social de hoy: “Los parados ya estaban ahí; lo que ocurre es que hay más y los tenemos más cerca, ahora tenemos miedo porque podemos ser nosotros y también somos más conscientes de esa crueldad que se oculta normalmente y que suele tener nuestro beneplácito si los gobiernos no nos hacen partícipes de esas prácticas”.

Ovejero piensa que “hoy existe una mayor aceptación de la crueldad; lo que antes ofendía hoy casi se busca, pero sigue habiendo temas tabú, como el de la pederastia; no sé cuántos editores españoles publicarían hoy Lolita”, dice el galardonado, apostillado por su editor Jorge Herralde: “Y más en estos tiempos de clara contrarreforma”. Crueldades.

También hay una estética de la crueldad

Laura Revuelta – periodista

José Ovejero ganó el Premio Anagrama de Ensayo 2012 con su obra La ética de la crueldad. En esa oportunidad, respondió a algunas preguntas sobre su trabajo que fueron publicadas en el diario madrileño ABC.

—Habla de ética de la crueldad, pero también de una estética de la crueldad. ¿Puede haber belleza en la crueldad?

—No es posible separar totalmente el contenido de la forma. Hay una estética de la crueldad también, porque en la literatura, o en el arte en general, uno no se refiere o se dirige únicamente a la parte intelectual, sino también a las emociones. Entonces, desde el teatro de la crueldad o en tantas novelas o en tantas obras artísticas, estás queriendo llegar al espectador no sólo a través de aquello que le estás contando, sino de todo aquello que le rodea.

—Aunque el eje central del libro es la crueldad en sus muchas variantes éticas y estéticas, dedica un espacio a la cultura del espectáculo. ¿Uno de los males de la sociedad contemporánea es el exceso de entretenimiento?

—Creo que cada sociedad tiene sus males, sus puntos débiles. Yo no querría vivir en una sociedad del siglo XVIII o del siglo XIX, aunque no estuviesen tan entretenidos. Con la evolución, con el progreso, con el bienestar, hay muchas cosas que se consiguen y hay otras que se pierden, y creo que en nuestra sociedad tendemos a buscar la sobreprotección; a evitar el riesgo; a estar entretenidos; a no estar ni muy bien ni muy mal, porque estar muy bien significaría arriesgarse también a que pasasen cosas. Equivale a estar encerrados en nuestras casas viendo la televisión, con el mando a distancia en la mano, y evitar cualquier cosa que duela. Yo estoy convencido de que no puedes llegar a ser feliz sin aceptar también esa parte negativa, el dolor, etcétera. Y tendemos a vivir en esa apatía un poco tibia en la que nada nos puede pasar.

—En esta sociedad de espectáculo y entretenimiento, señala directamente a los escritores que, en buena parte, han perdido ese interés por generar reacciones, por querer actuar en el mundo.

—De manera bastante radical, hay un pasaje del libro en el que digo que la literatura es el opio del pueblo, la famosa frase de Marx sobre la religión. Desde el fracaso de las grandes ideologías, desde el triunfo de la posmodernidad, parece que la literatura ya no tiene ninguna relación con lo real, y yo me niego a aceptarlo. Me niego a ese vivir en la superficie, a que la literatura sea mero juego, mera seducción. No tengo nada en contra, pero me niego a que sólo pueda ser eso. Lo que hago es buscar qué camino nos queda después del fracaso de la novela —digamos— didáctica, ideológica. Cómo puedes seguir hablando sobre lo real y discutiéndolo desde la literatura. Y creo que la crueldad es una de las formas. E intento hacerlo. Me inscribo en esa corriente de la literatura que aún busca un compromiso con lo real, pero no compromiso como adscripción a una ideología política, sino como el intento de cambiar algo desde el arte.

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