Frida y Diego, de la realidad al mito
Una gran exposición en París recorre la vida y obra de Frida Kahlo y Diego Rivera; él fue el muralista de la revolución, ella la pintora del dolor; juntos entraron en la leyenda.
La legendaria pareja de la plástica mexicana vuelve a París, esta vez en una exposición retrospectiva (limitada) de sus obras —conocidas unas, menos vistas otras— en un notable esfuerzo del museo de L’Orangerie con la colaboración de sitios institucionales, colecciones privadas y, particularmente, del Museo Dolores Olmedo de la capital azteca. Este museo debe su nombre a la singular mecenas doña Lola (1908-2002), amiga de Diego Rivera, a quien compró 139 de sus cuadros, 25 de Frida Khalo y 43 de la rusa Angelina Beloff, primera esposa del pintor.
Sagazmente organizada, la muestra pone frente a frente a quienes en vida protagonizaron una relación volcánica en la intimidad y una ardua lucha política en la agitada realidad posrevolucionaria de México. Esa realidad que inspiró el portentoso movimiento muralista de Diego Rivera y que Frida Kahlo ofrece a través de su producción introspectiva: la visión de un universo de padecimiento y de rebeldía ante la adversidad.
La originalidad de la exposición radica, precisamente, en la convergencia paralela —si se permite la incongruente metonimia— de dos vidas y dos obras ligadas sentimentalmente, en lo que parecería ser la unión del “elefante con la paloma”. Diego, robusto, casi obeso, cuyo caso no es el del oso “cuanto más feo, más hermoso”, es una fuerza de la Naturaleza. Frida, frágil, tiene su quebrado cuerpo unido a un rostro de exótica belleza. Él, autor de enormes murales con mensajes sociales exaltantes; ella en cambio prefiere cuadros de pequeño formato (creó un total de 200 piezas) pero de gran intensidad subjetiva que refieren su historia personal reflejada en su propia faz como su único modelo. Sin embargo, ambos se empeñan en sublimar su arraigo visceral a la tierra mexicana, el hogar común.
La obra de Rivera denuncia el colonialismo y la explotación a que estuvo sometido el pueblo, la dicotomía revolución y religión, el rol de los obreros y de los campesinos en el acontecer de su país. Frida, a través de sus joyas, sus atuendos, sus flores y sus animales —todos parte de su entorno cada vez más estrecho por su reclusión— retrata con esa mirada intrigante la fortaleza del mestizaje y el grito de rebeldía por la emancipación femenina.
La visión de esos lienzos convoca a recordar el recorrido de Diego Rivera. Primero en Europa (1907-1921); su pasado cubista en Montparnasse, donde entabla amistad con Picasso, Mondrian, Leger y Modigliani (quien lo pinta en varios retratos). De retorno a México, instaura su escuela muralista como medio pedagógico para la educación de masas, rindiendo homenaje al trabajo, a la cultura autóctona y a la Revolución. Más tarde, en San Francisco y en Detroit, Estados Unidos, deja su huella en importantes murales. Pero en Nueva York, contratado por John D. Rockefeller para decorar el Centro que lleva su nombre, provoca un altercado con el millonario quien, irritado al ver la figura de Lenin en el mural, ordena su inmediata destrucción. Frida lo sigue en esas andanzas.
En cambio, el itinerario de Frida es trágico y amargo. Víctima de poliomielitis desde su infancia, a los 18 años sufre un accidente de tránsito que le rompe la columna vertebral, con tal gravedad que ni 32 operaciones sucesivas pueden evitar que quede confinada al lecho del dolor. Por añadidura, tres abortos le impiden el ardiente deseo de maternidad. Incluso para mantenerse en pie debe quedar aprisionada permanentemente en un corset como el que pinta en su óleo La columna rota (1944). Los cuatro últimos años de su vida los pasó postrada en silla de ruedas. Pero ni los sufrimientos físicos ni los tormentos psicológicos que le infligen las infidelidades de Diego (incluyendo la seducción de Cristina, su hermana menor) impiden su devoción por la pintura que más bien le ayuda a denunciar a su marido, como lo hace en su cuadro Algunos piquetitos.
Su vivienda natal en Coyoacán, la ahora famosa Casa Azul, fue morada principal del matrimonio. Ella, recluida en la cama, ayudada por un espejo, escrutaba incansablemente su propio rostro para producir decenas de autorretratos que se volvieron popularmente reconocidos por aquellas espesas cejas negras que asemejan un cuervo en vuelo, la penetrante mirada, la cabellera negra y el vello sobre el labio superior, como un bigotito incipiente, distintivo de masculinidad en sus relaciones lésbicas.
Desde ese primer encuentro con Diego, en 1923, Frida manifestó una fascinación que durará toda la vida. Diego era 21 años mayor que ella. Se casaron en 1929, se divorciaron en 1939 y se volvieron a casar en 1940, llevando siempre una relación de tormento, de pasión y de complicidad, amén de deslealtades reciprocas. La lista de amantes de Frida es más corta que la de su marido, pero a la vez más selectiva: el escultor Isamu Noguchi, los galeristas neoyorkinos Julian Levy y Heinz Berggruen, el fotógrafo Nick Murray, Marcel Duchamp (en París) y, en escala superior, el disidente soviético León Trotsky. En 1937, Diego, dirigente comunista, le consiguió a Trotsky refugio político en México y lo hospedó en su casa, junto a su mujer Natalia Sedova, una babuska ya sesentona, que contrastaba con la juventud de una Frida de 27.
Comprensiblemente, el viejo Trotsky durante dos años hizo pausa en su teoría de la revolución permanente y desvió su potencia de fuego apuntando hacia la pintora. La dedicatoria de un autorretrato es testimonio elocuente del ligamen bilateral: Para Leon Trotski, con todo mi amor, le dedico este cuadro el 7 de noviembre de 1937. San Ángel-Mexico: Frida Khalo (Museo de las Mujeres en las Artes, Washington D.C.). Es el periodo en que, también, el pontífice del surrealismo André Bretón frecuenta ese hogar y trata, con dificultad, de reclutar a Frida para su credo.
Desavenencias netamente políticas con Diego motivan que Trotsky cambie de residencia en el mismo barrio de Coyoacán, donde el 21 de agosto de 1940 un agente estaliniano lo asesina con un piolet. En el curso de las investigaciones, estúpidamente, se trata de implicar a Frida en la conjura. Frida Khalo murió el 13 de julio de 1954 y a Diego Rivera se lo llevó un cáncer tres años más tarde.
La exposición que comentamos ofrece, además, la proyección de cortometrajes en super-8 en los que se mueven alegremente los Trotsky con los Rivera. En otras tomas se puede percibir la ternura que le demuestra el muralista a su joven esposa. ¿Amor o compasión?
Decenas de bocetos, de cartas, momentos de todo tipo y una soberbia colección de fotografías de la pareja, algunas ya clásicas como aquellas captadas por Gisele Freund o Juan Guzmán, complementan la retrospectiva.
También es preciso anotar el encomiable esfuerzo de empapelar algunas paredes, con reproducciones —grande urnature— bien logradas de varios murales de Rivera, particularmente aquel referente a la epopeya mexicana.
Termina la exposición en una tienda de recuerdos cuyas estanterías están repletas de discos compactos de las tres películas dedicadas a la leyenda de Frida, además de amuletos, llaveros, carteras, pañoletas, imanes, postales que ostentan sus autorretratos y —más allá— las numerosas biografías escritas sobre la vida, pasión y muerte de Frida Khalo, convertida en moderno ícono de la liberación femenina, la tolerancia en la orientación sexual y el inconformismo con los valores tradicionales de una sociedad hipócrita y mojigata. Frida es hoy el emblema popular e internacional de la rebelión y del triunfo sobre el dolor. Su estilo vestimentario alimenta la moda y su capacidad de transformar el sufrimiento en fuente de inspiración para la creación artística sirve de ejemplo a miles de seguidores que en el mundo se suscriben entusiastamente a esa corriente que ya tiene nombre propio, la “fridomanía”.