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Neruda: Plantar los árboles, de nuevo

Pablo Neruda, poeta chileno, Premio Nobel de Literatura en 1971, muerto hace 40 años, es el invitado hoy de esta serie de lecturas y comentarios de Eduardo Mitre de poemas hispanoamericanos que tratan del regreso al hogar, a la patria o al lar.

/ 27 de octubre de 2013 / 04:00

Navegaciones y regresos (1959) es el título de uno de los libros de Pablo Neruda, el cual señala ya el curso homérico de su vasta obra que registra múltiples partidas y regresos. Empecemos con “El retorno a una ciudad”, de Estravagario (1958), y “Regresó el caminante”, de Plenos poderes (1962). El primero expresa la experiencia de su retorno a Ceilán (hoy Sri Lanka), donde décadas antes el poeta había escrito gran parte de Residencia en la tierra. En ese retorno, la vista de la casa en que vivió, ya casi derruida, el recuerdo de una pasión desquiciante, las pagodas sumidas en la decadencia, el paisaje polvoriento, apuran —empujan— al poeta recién vuelto a abandonar la ciudad, y lo hace impulsado por la ilusión del reencuentro con su patria y con su mujer, Matilde Urrutia, su compañera, inspiradora de Los versos del capitán. Los últimos versos de “El retorno a una ciudad” nos recuerdan sin duda a los de Emily Dickinson (poema 1203), que advertían del desgarramiento interior que puede causar la visita al pasado, del cual aconsejaban huir. Y así lo hizo y escribió Neruda:

Regreso para no volver,

nunca más quiero equivocarme,

es peligroso caminar,

hacia atrás porque de repente es una cárcel el pasado.
        
A más de diez años de distancia, Neruda ha de retomar ese regreso en Confieso que he vivido, sus memorias, publicadas en 1974 (1). En ellas, Neruda parece reescribir el poema en prosa, pues la afinidad entre ambos textos es grande, pero no son menores las diferencias: Escrito en eneasílabos tan exactos como apremiantes, el poema comienza con una interrogante:

¿A qué he venido? Les pregunto.

¿Quién soy en esta ciudad muerta?

No encuentro la calle ni el techo

de la loca que me quería.
 
Y en las memorias, en el acápite proustianamente titulado “Ceylan reencontrado”:  

Me fui al tanteo en las callejuelas en busca de la casa en que viví, en el suburbio de Wellawata. Me costó dar con ella. Los árboles habían crecido.
El rostro de la calle había cambiado.

La vieja estancia donde escribí dolorosos versos iba a ser muy pronto destruida. Estaban carcomidas sus puertas, la humedad del trópico había dañado sus muros pero me había esperado en pie para este último minuto de despedida. (2)

En el poema, la desolación del paisaje, la desaparición de las personas que conocía y quería, impelen al poeta a huir. En cambio, en la crónica de ese retorno, siente que su antigua residencia, aun semiderruida, lo esperaba para que pudiera, dicho con verso de Jaime Saenz, “cumplir su deseo de adiós”. A continuación, Neruda añade: “No encontré a ninguno de mis viejos amigos. Sin embargo, la isla volvió a llamar en mi corazón el mismo antiguo canto bajo las palmeras contra los arrecifes”. Reencuentro, pues, con el mar omnipresente en su poesía, y con varios otros paisajes. Pero es más: en las memorias, “la pobre loca” del poema, la hermosa birmana Josie Bliss, ha de ser evocada como una “cicatriz que no se ha borrado”, con un estremecimiento digno de los inolvidables poemas que ella le inspiró: “Tango del viudo”, “Josie Bliss (I y II)”.  En breve: la distancia que media entre “El retorno a una ciudad” y las memorias sobre la misma experiencia es la que va de la acre decepción a la reconciliación con lo vivido.

 “Regresó el caminante”, cuyo comienzo recuerda el del poema comentado, fue escrito tras una visita del poeta al Temuco de su adolescencia, donde vivió de los ocho a los dieciséis años (3). La elegía por un espacio absorbido por una urbe creciente, se manifiesta en impecables endecasílabos blancos que rigen formalmente todo el poema:

En plena calle me pregunto,

¿dónde

está la ciudad? Se fue, no ha vuelto.

Tal vez ésta es la misma, y tiene casas,

tiene paredes, pero no la encuentro.

Entre las evocaciones de su Temuco, surge el recuerdo de una muchacha; ella y la ciudad permanecen contiguas en la imagen de las ciruelas presentes en sendas estrofas: “cómo aquella ciudad que tuvo sangre/…./ y de cuya sonrisa a mediodía se desprendía un cesto de ciruelas”,

“Aquella que yo amé entre las ciruelas en el violento estío”. En el último movimiento del poema, el poeta apela a una inmersión en sí mismo a fin de rescatar a su ciudad y a sus gentes en la memoria escrita de la poesía para, luego, emerger y alentar la acción, el compromiso social. Escrito por un Neruda militante, políticamente comprometido a promover el cambio, el poema apunta hacia un futuro en el que podrá “decidir dónde plantar los árboles, de nuevo”. La senda del regreso empalma con el progreso, con el porvenir personal y colectivo.

Antes de concluir este comentario, nombremos otras dos piezas del mismo joyero (autor y libro); la primera, “Pasado”, expresa la imposibilidad del regreso en el seno del propio idioma, el cual ya no suena ni sabe lo mismo al que vuelve a hablarlo en su tierra porque tampoco él es quien era: “Y la palabra aunque las letras tengan / iguales transparencias y vocales/ ahora es otra y es otra la boca”. Culmina magistralmente el libro el poema que le da título: “Plenos poderes”, en el cual,  a la saturnina cuestión de Hamlet, el poeta parecería responder con estas líneas de una potencia shakesperiana: “Y no me canso de ir y de volver, / no me para la muerte con su piedra, / no me canso de ser y de no ser”.

Tampoco el lector se cansa de volver a los poemas citados y a tantos otros suyos que, a más de 30 años de su retorno en una dolorosa agonía a su patria (largamente ensombrecida ese mismo año y mes de su muerte), permanecen en nosotros y, ni duda cabe, han de continuar en otros/as…

NOTAS

1. Cito en la edición prologada por Jorge Edwards y anotada por Hernando Loyola. Barcelona: De bolsillo, 2003.

2. Ibíd. , p. 276.

3. Ver de Hernando Loyola Neruda: La biografía literaria. Santiago de Chile: Seix Barral, 2006.

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Olga Orozco: La intercesora del hijo pródigo

El poeta y crítico boliviano Eduardo Mitre, residente en Estados Unidos, retorna a estas páginas con sus comentarios y presentación de poemas hispanoamericanos que tratan el tema del regreso. Quincenalmente publicaremos esta segunda serie de cuatro entregas. De inicio, tiene la voz la poeta argentina Olga Orozco.

/ 24 de agosto de 2014 / 04:00

Esa puerta no se abre a ningún retorno”, escribe Olga Orozco en su  poema titulado Detrás de aquella puerta. A través de ella, se oye a una  suerte de Penélope herida, resentida, por el desamor, las veleidades y la prolongada ausencia de Ulises, a cuyo retorno ella se opone, endureciendo y multiplicando sus negativas. La queja y el rechazo no se agotan en lo personal sino que implican una impugnación del héroe, de la violencia y la usurpación que revelarían su cara verdadera: la codicia: “No te acerques entonces con tu ofrenda de tierras arrasadas”. Un tono de rechazo enérgico recorre todo el poema: “Esa puerta es sentencia de plomo; no es pregunta. Si consigues pasar, encontrarás detrás, / una tras otra, las puertas que elegiste”, dicen los versos finales. Tal vehemencia pasional nos recuerda a  la de Gabriela Mistral.  

Dos otros poemas de Orozco se refieren de manera desde sus títulos a la experiencia del retorno, y no ya en alusión a los personajes homéricos, sino más bien en una suerte de variaciones del Hijo pródigo del evangelio de San Lucas. En ambos poemas, titulados La víspera del pródigo y El pródigo, pertenecientes a su libro Las muertes (1952) se escucha el mismo tono recio tan propio de la autora. En el primero, parece oírse la voz del hermano que permanece en el hogar, lamentando la ausencia del hermano ausente, en tanto que en el segundo, algo más extenso y denso, comporta una trama más compleja y no pocas variaciones y aun inversiones del texto canónico de San Lucas.  

La primera variación es la más radical: no es el padre amoroso que aguarda y acoge con los brazos abiertos el inminente retorno del hijo, sino un padre lleno de reproches y condenas. En cambio, la figura del hermano, en coincidencia con la parábola, se muestra envidioso al verse amenazado en sus intereses. El poema comporta toda una trama y el desarrollo circular de un cuento ejemplar. Al comienzo, el hijo pródigo escucha una voz que le promete la fortuna o la gloria en otras tierras, impulsándole  a partir del hogar: “Levántate. Es la hora en que serás eterno”. Tras la partida, al cabo de poco tiempo,  sus crecientes penurias y su paulatina caída en la miseria incuban la nostalgia del hogar, y su decisión de volver a su seno cuando, como una llamada del pasado: “un solo rostro surge desde el fondo de los gastados rostros lo mismo que el monarca a través de la herrumbre de las viejas monedas. Es el antiguo amor”.  

¿Quién es ese rostro, ese antiguo amor? ¿El de la madre o el de la novia? En rigor, no lo sabemos, aunque podemos inclinarnos por la figura materna. En cualquier caso, es  una voz intercesora que aboga para que no se malogre el regreso del desventurado con el reproche por su ausencia ni el  fracaso al que le ha llevado su abandono o fuga del hogar: “No vino por condena, no le obliguéis a expiar en el orgullo”, interviene esa voz protectora que apela finalmente a Dios: “No haya más juez que Tú / Dios implacable y justo”.

Un hermoso símbolo que eslabona las dos partes de la trama radica en la llave que el hijo prodigo entierra a la puerta de su casa en el momento de la partida, y que desentierra en el regreso para ingresar en ella. Pero, una vez más tenemos aquí la narración del regreso que se interrumpe, dejando al hijo a la puerta, en el umbral del retorno, y al  lector en el suspenso, como en un cuento fantástico o realista a la manera de Borges.

El Pródigo

Olga Orozco (1920-1999)

Aquí hay un tibio lecho de perdón y condenas
—injurias del amor—
para la insomne rebeldía del Pródigo.
Sí. Otra vez como antaño alguien se sobrecoge cuando la soledad asciende con un canto radiante por los muros,
y el aliento remoto de lo desconocido le recorre la piel lo mismo que la cresta de una ola salvaje.
“Levántate. Es la hora en que serás eterno.”
Y otra vez como antaño alguien corta sin lágrimas unas ajadas cintas que lo ataban al cuadro familiar
y sepulta una llave bajo el ácido musgo del olvido.
Detrás queda una casa en donde su memoria será sombra y relámpago.
Él probará otros frutos más amargos que el llanto de la madre,
arderá en otras fiebres cuyas cóleras ciegas aniquilen la maldición del padre,
despertará entre harapos más brillantes que el codicioso imperio del hermano.
¿Hay algún sitio aún donde la libertad levante para él su desafío?
Allí está su respuesta: una furiosa ley sin paz y sin amparo.
Pero noche tras noche,
mientras la sed, el hambre y el deseo dormitan junto al fuego como errantes mendigos que soñaran una fábula espléndida,
otras escenas vuelven tras el cristal brumoso de su llanto
y un solo rostro surge desde el fondo de los gastados rostros
lo mismo que el monarca a través de la herrumbre de las viejas monedas.
Es el antiguo amor.
El elegido ahora cuando el Pródigo torna a rescatar la llave de la casa.
Ha pagado su precio con el mismo sudario de un gran sueño.
¡Oh redes, duras redes que intentáis contener el viento de setiembre:
permitidle pasar!
No vino por perdón: no le obliguéis a expiar con el orgullo.
No vino por condena: no le obliguéis a amar con indulgencia.
Otra vez como antaño solo vino con un ramo de ofrendas a cambio de otros dones.
No haya más juez que tú,
Dios implacable y justo.

(Las muertes, 1952)

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Octavio Campero Echazú: El retorno del migrante

Cuarteto del retorno. Termina aquí la serie de lecturas de poemas de autores hispanoamericanos sobre el tema del retorno con las que el poeta y crítico Eduardo Mitre ha honrado generosamente estas páginas. Como despedida, la mirada de Mitre se centra esta vez en cuatro autores que expresan la excelencia de la poesía boliviana.

/ 22 de diciembre de 2013 / 04:00

“Porque van diez años”, de Octavio Campero Echazú, es con razón un poema ineludible en las antologías de poesía boliviana, a más de ser una cifra de esa alianza entre la copla tarijeña o chapaca y la poesía que distingue tanto a su obra como a la  posterior de su coterráneo Óscar Alfaro. El poema de Campero Echazú testimonia la experiencia del regreso en una  voz personal con claras resonancias colectivas. Esa voz es la de uno de los innumerables inmigrantes del sur boliviano, probable pero no exclusivamente un “bracero” que retorna de la Argentina a su pueblo después de una larga ausencia. El regreso es irónicamente un ingreso en el exilio, en el ostracismo, debido al desconocimiento de la colectividad que se cierne sobre él: “la gente me mira con ojos de ausencia”, imagen ésta que lo retrata, casi cinematográficamente, desplazándose por un callejón de miradas, como si pisara otra vez tierra extraña.

A la constatación del vacío dejado por la muerte de la madre y la pérdida de su casa, se suma el rechazo de una joven (“ánfora de greda”) a bailar con él, negándole la reincorporación a la ronda del baile, a la rueda de la colectividad. En una estrofa se vierte el lamento y el remordimiento del paria por la pérdida amorosa debida a su lejana partida: “¡Y pensar que pude… trenzarme a sus largos cabellos / color de tormenta / y aventar el trigo de sus sensaciones / en rosadas eras!” Versos admirables, melancólicamente eróticos. Destaco la imagen “largos cabellos color de tormenta”, digna de una regia tradición poética moderna sobre el mismo motivo: “Y al torcer los cabellos apagaste el infierno” (Rubén Darío). “La cabellera que se ata hace el día / La cabellera al desatarse hace la noche” (Huidobro”);  y una de las canónicas de

Baudelaire: “Fuertes trenzas, sed el oleaje que me arrebate” (fortes tresses, soyez la houle qui m’enlève), tan semejante a la que, suelta en  la intimidad de la entrega amorosa, el emigrante tardíamente desea.

El poema comienza y concluye con los mismos versos, trazando un círculo que  no se abre sino en el interrogante tan dramático como vigente frente a los millares de emigrantes que retornan a su patria. 

PORQUE VAN DIEZ AÑOS

OCTAVIO CAMPERO ECHAZú (1900-1970)

Porque van diez años

que dejé mi tierra,

ya nadie me quiere

conocer siquiera.

Es cierto, he cambiado,

mi madre está muerta,

la casa vendida, y el molle coplero

de notas de pájaros —convertido en leña.

Porque van diez años

que dejé mi tierra,

las gentes me miran

con ojos de ausencia. 

Ayer una moza del campo

—ánfora de greda

colmada de soles y lluvias,

olor de la tierra,

amancaya rosa, que invertida es una

lírica pollera— 

no quiso conmigo

bailar a la rueda,

porque van diez años

que dejé mi tierra.

¡Pensar que yo pude colgarle zarcillos

de dulces tonadas de Sella;

enflorar con rosas y risas

la flor de su oreja;

trenzarme a sus largos cabellos

color de tormenta

y aventar el trigo de sus sensaciones

en rosadas eras!…

Pero aquella moza,

fragante y huidiza como agua de acequia,

se me fue con otro…

—¡malhaya mi sed de querencia!

porque van diez años

que dejé mi tierra.

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Octavio Campero Echazú: El retorno del migrante

Cuarteto del retorno. Termina aquí la serie de lecturas de poemas de autores hispanoamericanos sobre el tema del retorno con las que el poeta y crítico Eduardo Mitre ha honrado generosamente estas páginas. Como despedida, la mirada de Mitre se centra esta vez en cuatro autores que expresan la excelencia de la poesía boliviana.

/ 22 de diciembre de 2013 / 04:00

“Porque van diez años”, de Octavio Campero Echazú, es con razón un poema ineludible en las antologías de poesía boliviana, a más de ser una cifra de esa alianza entre la copla tarijeña o chapaca y la poesía que distingue tanto a su obra como a la  posterior de su coterráneo Óscar Alfaro. El poema de Campero Echazú testimonia la experiencia del regreso en una  voz personal con claras resonancias colectivas. Esa voz es la de uno de los innumerables inmigrantes del sur boliviano, probable pero no exclusivamente un “bracero” que retorna de la Argentina a su pueblo después de una larga ausencia. El regreso es irónicamente un ingreso en el exilio, en el ostracismo, debido al desconocimiento de la colectividad que se cierne sobre él: “la gente me mira con ojos de ausencia”, imagen ésta que lo retrata, casi cinematográficamente, desplazándose por un callejón de miradas, como si pisara otra vez tierra extraña.

A la constatación del vacío dejado por la muerte de la madre y la pérdida de su casa, se suma el rechazo de una joven (“ánfora de greda”) a bailar con él, negándole la reincorporación a la ronda del baile, a la rueda de la colectividad. En una estrofa se vierte el lamento y el remordimiento del paria por la pérdida amorosa debida a su lejana partida: “¡Y pensar que pude… trenzarme a sus largos cabellos / color de tormenta / y aventar el trigo de sus sensaciones / en rosadas eras!” Versos admirables, melancólicamente eróticos. Destaco la imagen “largos cabellos color de tormenta”, digna de una regia tradición poética moderna sobre el mismo motivo: “Y al torcer los cabellos apagaste el infierno” (Rubén Darío). “La cabellera que se ata hace el día / La cabellera al desatarse hace la noche” (Huidobro”);  y una de las canónicas de

Baudelaire: “Fuertes trenzas, sed el oleaje que me arrebate” (fortes tresses, soyez la houle qui m’enlève), tan semejante a la que, suelta en  la intimidad de la entrega amorosa, el emigrante tardíamente desea.

El poema comienza y concluye con los mismos versos, trazando un círculo que  no se abre sino en el interrogante tan dramático como vigente frente a los millares de emigrantes que retornan a su patria. 

PORQUE VAN DIEZ AÑOS

OCTAVIO CAMPERO ECHAZú (1900-1970)

Porque van diez años

que dejé mi tierra,

ya nadie me quiere

conocer siquiera.

Es cierto, he cambiado,

mi madre está muerta,

la casa vendida, y el molle coplero

de notas de pájaros —convertido en leña.

Porque van diez años

que dejé mi tierra,

las gentes me miran

con ojos de ausencia. 

Ayer una moza del campo

—ánfora de greda

colmada de soles y lluvias,

olor de la tierra,

amancaya rosa, que invertida es una

lírica pollera— 

no quiso conmigo

bailar a la rueda,

porque van diez años

que dejé mi tierra.

¡Pensar que yo pude colgarle zarcillos

de dulces tonadas de Sella;

enflorar con rosas y risas

la flor de su oreja;

trenzarme a sus largos cabellos

color de tormenta

y aventar el trigo de sus sensaciones

en rosadas eras!…

Pero aquella moza,

fragante y huidiza como agua de acequia,

se me fue con otro…

—¡malhaya mi sed de querencia!

porque van diez años

que dejé mi tierra.

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Gonzalo Rojas: El retorno del padre pródigo

La poesía del chileno Gonzalo Rojas (1916-2011) recorre esta entrega de la serie de comentarios que el poeta y crítico boliviano Eduardo Mitre viene haciendo en estas páginas sobre el tema del regreso —a la patria, al hogar, al lar— en la obra de algunos poetas hispanoamericanos.

/ 8 de diciembre de 2013 / 04:00

Gonzalo Rojas en una entrevista, citando a Baudelaire, afirmaba: “La verdadera patria del poeta es su infancia” (1) . Y allí se transporta el poeta chileno en el poema Carbón para aguardar el retorno de su padre: minero muerto a causa del trabajo en las minas. El poema se inicia con el regreso del poeta ya adulto a Lebu, su pueblo, por una geografía harto simbólica, descrita por el propio Rojas en la entrevista: “Es un puerto de mar y es un puerto de río al mismo tiempo, porque el río se mete hasta el pueblo mismo, pero ahí también están el océano y los cerros. Esas minas estaban debajo del mar, habían sido excavadas debajo del mar”. Dos versos de la segunda estrofa iluminan como un relámpago la escena del inminente retorno del padre presentido por el hijo: “Es él. Está lloviendo.

Es él. Mi padre viene mojado”. Y el padre, atravesando el mismo río Lota (y el Leteo), llega a la puerta de la casa donde le esperan su esposa y su hijo. Sobre el telón de fondo de la lluvia se proyecta su figura “debajo de su poncho de Castilla”; retrato portentoso, casi mítico, el cual me evoca la figura de Don Segundo Sombra en la novela homónima de Ricardo Güiraldes.

A continuación, el niño, tras identificarse, invita al padre a pasar a la casa construida hace tiempo por su progenitor: “Adelante: Te he venido a esperar, soy el séptimo de tus hijos”. Y le siguen estos versos que completan la historia y acrecientan su dramatismo: “No importa que hayan pasado tantas estrellas por el cielo de estos años / que hayamos enterrado a tu mujer en agosto”. El hijo insiste en su ansioso ruego: “—Pasa, no estés ahí / mirándome, sin verme, debajo de la lluvia”.

Y el poema concluye, sin desenlace, pues el padre permanece montado en su caballo sin ver al hijo (aunque, en rigor, no sabemos si lo ve o no), pues entre ambos se interpone, como un velo entre este mundo y el trasmundo, la lluvia que no cesa, la cual sigue cayendo como al principio del poema.    
Reconocida por el propio poeta es la repercusión que la poesía de César Vallejo tuvo en su obra. Emociona aquí constatar que la imagen del caballo, presente en el anteriormente comentado poema LVI de Trilce, relaciona a ambos poetas en el final de sus sendos poemas. Igualmente sorprendente es el paralelismo en dos otras imágenes: las madres y las lámparas que ellas portan. Así, en el poema de Vallejo:

El poyo en que mamá alumbró
al hermano mayor, para que ensille
lomos que había yo montado en pelo…

Y en el poema de Gonzalo Rojas:

Madre, ya va a llegar: abramos
el portón, dame esa luz,
yo quiero recibirlo…

En Materia de testamento, poema que da título a uno de sus libros, Rojas reúne a su padre minero con, digámoslo así, su mentor literario, para respectiva y retrospectivamente legarles: “A mi padre, como corresponde, de Coquimbo a Lebu, todo el mar. /…/ a Vallejo que no llega, la mesa puesta con un solo servicio”. Pero basta con que el lector recorra en la lectura (ese otro caballo) el poema aquí transcrito, para que lleguen o vuelvan José Antonio y Gonzalo Rojas, y, con ellos o al rato, el autor de Trilce, de modo que mejor poner la mesa con el servicio para tres.

NOTA

Jacobo Sefamí: De la imaginación poética. Conversaciones con Gonzalo Rojas. Olga Orozco, Álvaro Mutis y José Kozer. Caracas: Monte Ávila, 1996, pp. 13-82.

Carbón

Gonzalo Rojas (1916-2011)

Veo un río veloz brillar como un cuchillo, partir

mi Lebu en dos mitades de fragancia,         

lo escucho,

lo huelo, lo acaricio, lo recorro en un

beso de niño como entonces,

cuando el viento y la lluvia me

mecían, lo siento

como una arteria más

entre mis sienes y mi almohada.

Es él. Está lloviendo.

Es él. Mi padre viene mojado.

Es un olor a caballo mojado. Es un

olor

a caballo mojado. Es Juan Antonio

Rojas sobre un caballo atravesando

un río.

No hay novedad. La noche torrencial

se derrumba

como mina inundada, y un rayo la

estremece.

Madre, ya va a llegar: abramos el

portón,

dame esa luz, yo quiero recibirlo

antes que mis hermanos. Déjame que le lleve un buen vaso de vino

para que se reponga, y me estreche

en un beso,

y me clave las púas de su barba.

Ahí viene el hombre, ahí viene

embarrado, enrabiado contra la

desventura, furioso

contra la explotación, muerto de

hambre, allí viene

debajo de su poncho de Castilla.

Adelante:

te he venido a esperar, yo soy el

séptimo

de tus hijos. No importa

que hayan pasado tantas estrellas

por el cielo de estos años,

que hayamos enterrado a tu mujer             

en un terrible agosto,

porque tú y ella estáis multiplicados.           

     No

Ah, minero inmortal, ésta es tu casa

de roble, que tú mismo construiste.

No importa que la noche nos haya                     

sido negra

por igual a los dos.

—Pasa, no estés ahí

mirándome, sin verme, debajo de la                 

lluvia.

(Del relámpago, 1981)

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Gonzalo Rojas: El retorno del padre pródigo

La poesía del chileno Gonzalo Rojas (1916-2011) recorre esta entrega de la serie de comentarios que el poeta y crítico boliviano Eduardo Mitre viene haciendo en estas páginas sobre el tema del regreso —a la patria, al hogar, al lar— en la obra de algunos poetas hispanoamericanos.

/ 8 de diciembre de 2013 / 04:00

Gonzalo Rojas en una entrevista, citando a Baudelaire, afirmaba: “La verdadera patria del poeta es su infancia” (1) . Y allí se transporta el poeta chileno en el poema Carbón para aguardar el retorno de su padre: minero muerto a causa del trabajo en las minas. El poema se inicia con el regreso del poeta ya adulto a Lebu, su pueblo, por una geografía harto simbólica, descrita por el propio Rojas en la entrevista: “Es un puerto de mar y es un puerto de río al mismo tiempo, porque el río se mete hasta el pueblo mismo, pero ahí también están el océano y los cerros. Esas minas estaban debajo del mar, habían sido excavadas debajo del mar”. Dos versos de la segunda estrofa iluminan como un relámpago la escena del inminente retorno del padre presentido por el hijo: “Es él. Está lloviendo.

Es él. Mi padre viene mojado”. Y el padre, atravesando el mismo río Lota (y el Leteo), llega a la puerta de la casa donde le esperan su esposa y su hijo. Sobre el telón de fondo de la lluvia se proyecta su figura “debajo de su poncho de Castilla”; retrato portentoso, casi mítico, el cual me evoca la figura de Don Segundo Sombra en la novela homónima de Ricardo Güiraldes.

A continuación, el niño, tras identificarse, invita al padre a pasar a la casa construida hace tiempo por su progenitor: “Adelante: Te he venido a esperar, soy el séptimo de tus hijos”. Y le siguen estos versos que completan la historia y acrecientan su dramatismo: “No importa que hayan pasado tantas estrellas por el cielo de estos años / que hayamos enterrado a tu mujer en agosto”. El hijo insiste en su ansioso ruego: “—Pasa, no estés ahí / mirándome, sin verme, debajo de la lluvia”.

Y el poema concluye, sin desenlace, pues el padre permanece montado en su caballo sin ver al hijo (aunque, en rigor, no sabemos si lo ve o no), pues entre ambos se interpone, como un velo entre este mundo y el trasmundo, la lluvia que no cesa, la cual sigue cayendo como al principio del poema.    
Reconocida por el propio poeta es la repercusión que la poesía de César Vallejo tuvo en su obra. Emociona aquí constatar que la imagen del caballo, presente en el anteriormente comentado poema LVI de Trilce, relaciona a ambos poetas en el final de sus sendos poemas. Igualmente sorprendente es el paralelismo en dos otras imágenes: las madres y las lámparas que ellas portan. Así, en el poema de Vallejo:

El poyo en que mamá alumbró
al hermano mayor, para que ensille
lomos que había yo montado en pelo…

Y en el poema de Gonzalo Rojas:

Madre, ya va a llegar: abramos
el portón, dame esa luz,
yo quiero recibirlo…

En Materia de testamento, poema que da título a uno de sus libros, Rojas reúne a su padre minero con, digámoslo así, su mentor literario, para respectiva y retrospectivamente legarles: “A mi padre, como corresponde, de Coquimbo a Lebu, todo el mar. /…/ a Vallejo que no llega, la mesa puesta con un solo servicio”. Pero basta con que el lector recorra en la lectura (ese otro caballo) el poema aquí transcrito, para que lleguen o vuelvan José Antonio y Gonzalo Rojas, y, con ellos o al rato, el autor de Trilce, de modo que mejor poner la mesa con el servicio para tres.

NOTA

Jacobo Sefamí: De la imaginación poética. Conversaciones con Gonzalo Rojas. Olga Orozco, Álvaro Mutis y José Kozer. Caracas: Monte Ávila, 1996, pp. 13-82.

Carbón

Gonzalo Rojas (1916-2011)

Veo un río veloz brillar como un cuchillo, partir

mi Lebu en dos mitades de fragancia,         

lo escucho,

lo huelo, lo acaricio, lo recorro en un

beso de niño como entonces,

cuando el viento y la lluvia me

mecían, lo siento

como una arteria más

entre mis sienes y mi almohada.

Es él. Está lloviendo.

Es él. Mi padre viene mojado.

Es un olor a caballo mojado. Es un

olor

a caballo mojado. Es Juan Antonio

Rojas sobre un caballo atravesando

un río.

No hay novedad. La noche torrencial

se derrumba

como mina inundada, y un rayo la

estremece.

Madre, ya va a llegar: abramos el

portón,

dame esa luz, yo quiero recibirlo

antes que mis hermanos. Déjame que le lleve un buen vaso de vino

para que se reponga, y me estreche

en un beso,

y me clave las púas de su barba.

Ahí viene el hombre, ahí viene

embarrado, enrabiado contra la

desventura, furioso

contra la explotación, muerto de

hambre, allí viene

debajo de su poncho de Castilla.

Adelante:

te he venido a esperar, yo soy el

séptimo

de tus hijos. No importa

que hayan pasado tantas estrellas

por el cielo de estos años,

que hayamos enterrado a tu mujer             

en un terrible agosto,

porque tú y ella estáis multiplicados.           

     No

Ah, minero inmortal, ésta es tu casa

de roble, que tú mismo construiste.

No importa que la noche nos haya                     

sido negra

por igual a los dos.

—Pasa, no estés ahí

mirándome, sin verme, debajo de la                 

lluvia.

(Del relámpago, 1981)

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