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Neruda: Plantar los árboles, de nuevo

Navegaciones y regresos (1959) es el título de uno de los libros de Pablo Neruda, el cual señala ya el curso homérico de su vasta obra que registra múltiples partidas y regresos. Empecemos con “El retorno a una ciudad”, de Estravagario (1958), y “Regresó el caminante”, de Plenos poderes (1962). El primero expresa la experiencia de su retorno a Ceilán (hoy Sri Lanka), donde décadas antes el poeta había escrito gran parte de Residencia en la tierra. En ese retorno, la vista de la casa en que vivió, ya casi derruida, el recuerdo de una pasión desquiciante, las pagodas sumidas en la decadencia, el paisaje polvoriento, apuran —empujan— al poeta recién vuelto a abandonar la ciudad, y lo hace impulsado por la ilusión del reencuentro con su patria y con su mujer, Matilde Urrutia, su compañera, inspiradora de Los versos del capitán. Los últimos versos de “El retorno a una ciudad” nos recuerdan sin duda a los de Emily Dickinson (poema 1203), que advertían del desgarramiento interior que puede causar la visita al pasado, del cual aconsejaban huir. Y así lo hizo y escribió Neruda:

Regreso para no volver,

nunca más quiero equivocarme,

es peligroso caminar,

hacia atrás porque de repente es una cárcel el pasado.
        
A más de diez años de distancia, Neruda ha de retomar ese regreso en Confieso que he vivido, sus memorias, publicadas en 1974 (1). En ellas, Neruda parece reescribir el poema en prosa, pues la afinidad entre ambos textos es grande, pero no son menores las diferencias: Escrito en eneasílabos tan exactos como apremiantes, el poema comienza con una interrogante:

¿A qué he venido? Les pregunto.

¿Quién soy en esta ciudad muerta?

No encuentro la calle ni el techo

de la loca que me quería.
 
Y en las memorias, en el acápite proustianamente titulado “Ceylan reencontrado”:  

Me fui al tanteo en las callejuelas en busca de la casa en que viví, en el suburbio de Wellawata. Me costó dar con ella. Los árboles habían crecido.
El rostro de la calle había cambiado.

La vieja estancia donde escribí dolorosos versos iba a ser muy pronto destruida. Estaban carcomidas sus puertas, la humedad del trópico había dañado sus muros pero me había esperado en pie para este último minuto de despedida. (2)

En el poema, la desolación del paisaje, la desaparición de las personas que conocía y quería, impelen al poeta a huir. En cambio, en la crónica de ese retorno, siente que su antigua residencia, aun semiderruida, lo esperaba para que pudiera, dicho con verso de Jaime Saenz, “cumplir su deseo de adiós”. A continuación, Neruda añade: “No encontré a ninguno de mis viejos amigos. Sin embargo, la isla volvió a llamar en mi corazón el mismo antiguo canto bajo las palmeras contra los arrecifes”. Reencuentro, pues, con el mar omnipresente en su poesía, y con varios otros paisajes. Pero es más: en las memorias, “la pobre loca” del poema, la hermosa birmana Josie Bliss, ha de ser evocada como una “cicatriz que no se ha borrado”, con un estremecimiento digno de los inolvidables poemas que ella le inspiró: “Tango del viudo”, “Josie Bliss (I y II)”.  En breve: la distancia que media entre “El retorno a una ciudad” y las memorias sobre la misma experiencia es la que va de la acre decepción a la reconciliación con lo vivido.

 “Regresó el caminante”, cuyo comienzo recuerda el del poema comentado, fue escrito tras una visita del poeta al Temuco de su adolescencia, donde vivió de los ocho a los dieciséis años (3). La elegía por un espacio absorbido por una urbe creciente, se manifiesta en impecables endecasílabos blancos que rigen formalmente todo el poema:

En plena calle me pregunto,

¿dónde

está la ciudad? Se fue, no ha vuelto.

Tal vez ésta es la misma, y tiene casas,

tiene paredes, pero no la encuentro.

Entre las evocaciones de su Temuco, surge el recuerdo de una muchacha; ella y la ciudad permanecen contiguas en la imagen de las ciruelas presentes en sendas estrofas: “cómo aquella ciudad que tuvo sangre/…./ y de cuya sonrisa a mediodía se desprendía un cesto de ciruelas”,

“Aquella que yo amé entre las ciruelas en el violento estío”. En el último movimiento del poema, el poeta apela a una inmersión en sí mismo a fin de rescatar a su ciudad y a sus gentes en la memoria escrita de la poesía para, luego, emerger y alentar la acción, el compromiso social. Escrito por un Neruda militante, políticamente comprometido a promover el cambio, el poema apunta hacia un futuro en el que podrá “decidir dónde plantar los árboles, de nuevo”. La senda del regreso empalma con el progreso, con el porvenir personal y colectivo.

Antes de concluir este comentario, nombremos otras dos piezas del mismo joyero (autor y libro); la primera, “Pasado”, expresa la imposibilidad del regreso en el seno del propio idioma, el cual ya no suena ni sabe lo mismo al que vuelve a hablarlo en su tierra porque tampoco él es quien era: “Y la palabra aunque las letras tengan / iguales transparencias y vocales/ ahora es otra y es otra la boca”. Culmina magistralmente el libro el poema que le da título: “Plenos poderes”, en el cual,  a la saturnina cuestión de Hamlet, el poeta parecería responder con estas líneas de una potencia shakesperiana: “Y no me canso de ir y de volver, / no me para la muerte con su piedra, / no me canso de ser y de no ser”.

Tampoco el lector se cansa de volver a los poemas citados y a tantos otros suyos que, a más de 30 años de su retorno en una dolorosa agonía a su patria (largamente ensombrecida ese mismo año y mes de su muerte), permanecen en nosotros y, ni duda cabe, han de continuar en otros/as…

NOTAS

1. Cito en la edición prologada por Jorge Edwards y anotada por Hernando Loyola. Barcelona: De bolsillo, 2003.

2. Ibíd. , p. 276.

3. Ver de Hernando Loyola Neruda: La biografía literaria. Santiago de Chile: Seix Barral, 2006.