El primer documento de la infancia data de hace más de tres millones de años. Su antigüedad ya no es abarcable ni siquiera por toda la imaginación de la vida breve. Consiste, este documento, en las huellas fosilizadas de un niño caminando junto a un adulto y que se encontraron en una roca o loza volcánica en Tanzania. No puede saberse muy bien a quiénes pertenecieron. ¿A individuos de nuestra especie, a prehomínidos, a algún tipo de pitecantropus? ¿Hablaban ya? ¿Qué queremos decir con infancia? En todo caso, ahí quedaron, para siempre si podemos decirlo así, las huellas de esos pasos dados hace más de tres millones de años. Pertenecen, volvamos a decirlo, a los pies de un niño y de un adulto. Es decir iban juntos, iban caminando juntos por ese mundo de otros paisajes, de otras faunas, de otras edades, de otras lluvias —de otros miedos. Y no eran los únicos en pasar por ahí. Pues en el mismo sitio, un poco más allá y según lo cuenta Yves Coppens (1), también pasó un individuo cuyas trazas, hace notar, son “cruzadas”, “como si el paso fuera vacilante”. Inmediatamente, algún mal pensado acotó: ¿no se debería ese paso vacilante a una muy temprana ingesta de alcohol? ¿A un estado filopósico (2). Entre el descubrimiento de unas huellas y las otras mediaron algunos años. Pero eso no quiere decir que ellas mismas no hayan podido ser contemporáneas. Más bien resulta mucho más verosímil que lo sean. No a cada rato, en una misma zona, pueden dejarse huellas así, huellas para siempre. Por lo tanto es más razonable suponer que en un determinado momento, en esa zona, se produjeron las condiciones para dejar esas huellas. El mismo día, si queremos. Estaba ese barro, esa greda, esa materia volcánica fresca y todo eso habría de fosilizarse, volverse piedra, volverse roca, volverse documento. Y se dieron, sí, esos pasos que ahora son roca, que ahora son piedra. Pasos que alcanzaron el eco más lejano. Aún se los puede sentir, ver.

La relativa proximidad de las huellas nos dice, además, que seguramente se trataba de un sitio transitado en la medida en que entonces cualquier lugar pudiera serlo. Eran muy pocos y el mundo era tan inmenso como nunca más habría de serlo. Y si los pasos de uno de ellos, “vacilantes”, dejaban huellas como las que dejaron, ¿sería dable también presumir que conocieran algún tipo de canto? ¿Habrá pasado por ahí cantando, un atardecer de hace más de tres millones de años, el individuo, el ejemplar aquel? Pero quizá nada autorice a suponerlo así. Para empezar no sabemos si esos antropoides eran, siquiera, humanos tal como nosotros. Lamentablemente Coppens no dice una palabra sobre los poseedores de esas huellas. Tampoco se puede pedir mucho, imagino. Si ya es asombroso todo lo que los paleontólogos son capaces de deducir de un simple hueso, del fósil de un hueso, es evidente que ni los más sutiles conocimientos podrán hallarle mucho a una vagas huellas, fosilizadas en las roca hace millones de años… Y cómo serán esas huellas. Seguramente nada más que unas depresiones, tal vez ni siquiera demasiado notables, en lo que ahora es roca.

Conocí algo parecido. Vi una vez huellas de “dinosaurio” o quién sabe de qué animal se trataría. En Sucre, cerca de Ñuchu, una gran roca, casi vertical, conforma un gran bloque que trepa el cerro. Es una roca casi plateada, centelleante, con malezas verdes que aquí y allá van creciendo entre sus intersticios. Mirándola de pronto se advierte una serie; una serie casi rectilínea de depresiones, pareadas y regularmente distanciadas. De haber visto una sola o dos o tres, uno no se percataba de nada. Era la serie, vista a la distancia necesaria, la que hacía que se vuelva con más atención a esas depresiones, que evidentemente eran un conjunto. Entonces sí, todas más o menos del mismo tamaño, por pares, rítmicamente distanciadas… Por ahí había pasado, hace algunos millones de años, un gran animal pesado. De pronto el mundo giraba en sí mismo. Por ahí, por donde estábamos, lo que ahora es una roca vertical sería una planicie embarrada, mojada, por la que pasó un gran animal salpicando alrededor, haciendo qué ruido. Y la tierra tembló, imperceptiblemente, bajo ese cielo tan azul, siguiendo el río. Todo tenía para entonces un aire de sereno cataclismo. Por ahí mismo, hace un tiempo más viejo que el tiempo del hombre… ¿Y por qué el saber que se trataba de un animal, por muy extinto que estuviese, provocaba un estremecimiento así? Saber que allí había crecido, hace igualmente unos millones de años, algún tipo determinado de acacia igualmente fosilizada, no provocaría el mismo asombro, la misma inquietud ligera. Es el animal quien la provoca. Como si hubiera algo que se compartiera con el animal, como si él mismo entonces fuera un alguien… aunque fuera un animal. Compartir un aire, un territorio, pero también compartir ciertos rasgos definitivos: el apareamiento, la predación, el acecho, los miedos…

¿Y cómo serían quienes dejaron esas huellas sobre una piedra volcánica, en un lugar llamado hoy Tanzania? Coppens no dice nada. Pero luego, no mucho más lejos, está Lucy. Los huesos de Lucy, los fosilizados huesos de Lucy, constituyen el esqueleto más completo y más antiguo que se conozca y que pasó por varios centenares de miles de años —unos tres millones de años. Yo los vi en el Museé de l’Homme en París, hace un tiempo. Estaban en una especie de vitrina horizontal, sobre algún tipo de grava oscura. Se tiene la sensación, ante ella, de asistir al abismo del tiempo, algo anterior a lo anterior mismo, antes que la historia, más viejo que el pasado. ¿Y cómo era Lucy, que famosamente fue bautizada así porque el equipo que la desenterró escuchaba, al hacerlo, Lucy in the sky with diamonds? Lo cierto, en todo caso, es que no encontraron diamantes, sino huesos. Esos huesos que hoy son piedra y son los diamantes en el cielo del tiempo y del hombre. Lucy, a quien los nativos llamaron Birkinesh, “persona valiosa” o algo así, medía menos de un metro, tenía unos veinte años cuando murió, “probablemente ahogada o devorada por un cocodrilo”. Caminaba de pie. Pero también subía árboles. Y en esa zona del África, al este de… proliferaron varias especies, homínidas o pre-homínidas. Se van desgranando los nombres que se les han puesto, sin saber mucho, a la hora de la verdad, cuánto las separa entre sí o hasta qué punto puede tratarse, también, de diversas etapas en la evolución de un mismo individuo… Y ahí están: Homo habilis, erectus, sapiens, rudolfensis, ergaster… Y el hombre tal cual, nosotros mismos, ¿ya estamos por ahí? Difícil decirlo. En todo caso, hay que pensar junto al gran historiador André LeRoy-Gourhan, cuando dice: “No es el simio que se humaniza, sino el hombre que progresivamente sale de sí mismo”.

¿Y el lenguaje? ¿Hablaban entre sí ese niño y ese adulto que caminaban una vez, hace más de tres millones de años mientras, cerca de ahí, andaba alguien más y de forma vacilante? Dice Coppens que el uso del lenguaje se generalizaría hace tres millones de años con la aparición del hombre propiamente dicho. Aunque ese “propiamente dicho” suele reservarse en otros textos a solamente los últimos 40 000 mil años. Sin embargo, es muy poco lo que se sabe que ocurría, u ocurrió, en la bruma de esos tiempos. Mientras no nos aclaren más sobre quiénes dejaron las huellas esas, sobre una loza en Tanzania, no hay ninguna razón que nos impida imaginar que ellos conocían el lenguaje, algún tipo de lenguaje, e iban hablando al caminar. Y eso hace una infancia: que un adulto camine al lado de un niño, con cuidado, y contándole un cuento. Que qué otra cosa podría contarle ese adulto, a ese niño…

Notas

1. Lo hace en el capítulo que  le corresponde (“L’Homme”) del libro de varios autores La plus belle histoire du monde. Seuil, 1995. Más adelante viene una cita de Leroi-Gourhan tomada del libro Le fil du temps. Seuil, 1938.

2. La filo-posía es, en griego, la afición a la bebida. Para más detalles, ver  La filoposía y los filóposos, que está en línea. En cuanto al título de éste artículo, por si acaso, está prestado de Saint-John Perse.