Un día de soledad le bastó a Agamenón para entender que había sido abandonado en toda la regla, pero se cuidó de comentarlo en la oficina. No quería imaginar el baño de incomodidad y vergüenza si sus compañeros se hubiesen enterado que él ya no era el jefe de una familia normal, con la que vivía a gusto, sino que, al revés, se pasaba el fin de semana solo, encerrado en su casa con la única compañía de sus libros y la tevé. No había modo de explicarles que Amanda había dado el portazo animada por una hermana mayor solterona que se había ido a Santa Cruz, donde logró montar un lucrativo puesto de venta de bolsos, carteras y otras baratijas de mujeres en Barrio Lindo.

Viendo hacia atrás, cosa que Aga no fallaba en hacer las veces que emprendía el recorrido desde su edificio a la parada de movilidades que le llevaban al ministerio, había una hilera de insalvables litigios históricos. Gracias a una infidencia de la propia Amanda, la solterona Lucía no lo había querido desde el mero primer día en que se apareció por la casa de sus padres: lo daba por mañudo y muerto de hambre que no iba a tardar nada en dedicarse a la parranda total. La verdad es que era para darle una medalla. Había hecho un blanco pleno.

Mientras cerraba la puerta del pequeño y lóbrego departamento, Aga no desdeñó la ironía de que su mujer se hubiese bancado una vida poco cómoda con él, y que durante buena parte del tiempo que pasaron juntos, amordazada por su propio orgullo, tampoco hubiese hecho mayor relato sobre sus continuos desmadres de fin de semana. La tripa reventó por otro lado. Lo cierto es que a la larga, esa manera de vivir de ambos terminó por chocar a su hijo, quien no esperó mucho para demostrarles su enojo, a la una por su muda aceptación, y al otro por la crudeza sin respiro con que la dejaba de lado. ¿Acaso ahora los extrañaba…? Manuel se había arrancado apenas un año después de obtener el título de bachiller. Había conseguido la elusiva visa gringa con la ayuda de un tío pudiente de Amanda, y con eso en la mano se hizo gas casi sin despedirse. La vida tiene sorpresas, carajo, se dijo Aga mientras bajaba con paso rápido los ocho o nueve peldaños fríos y mal iluminados que separaban su vivienda de la calle. Te escupo y te vuelves nadando a la casa, le había dicho al chico la tarde en que se apareció en su trabajo para avisarle de mala gana que se iba a Nueva York, dominando a duras penas el deseo de entrarle a patadas hasta dejar las cosas en su sitio.

¿Se había convertido Manuelino en la gran frustración de su vida? No había cuándo se pusiera trucha con las hembras o los negocios, no había cuándo se lanzara a la vida de estudios que le habían planificado, y con la que pudiera salir de lo que decenas de veces, entre los tres a coro, habían llamado una vida de ratonera.

Ni siquiera los choques verbales que se habían convertido en el pan diario les alertó sobre lo que el chico venía tramando. Y cuando de la noche a la mañana se mandó a jalar lejos, la acción sirvió además para llevarse, en el rebote pero no en el mapa, a su madre.

Su hecatombe personal le dejó clavada la púa de la frustración, aunque de manera invisible. Eso había sucedido casi un año atrás. O mejor: había empezado a suceder casi un año atrás. A los tres meses de que su hijo se hubiese marchado a Estados Unidos, su mujer le dio la estocada final anunciándole que se iba definitivamente a Santa Cruz. Al recogerse esa noche, por primera vez en su vida Aga se topó con que su vivienda no sólo estaba ordenada, limpia y oscura, sino fría como una cripta. El aire de abandono era total, y en un primer momento irrespirable.

Ni que les hubiera hecho faltar algo, le había dicho esa misma mañana Dina, la mujer que venía una vez por semana a limpiar, lavar y planchar la ropa, sin conocer ni la décima parte de la historia aunque jugándose por la fidelidad que le provocaba la puntualidad con que Aga le pagaba sus magros doscientos pesos, y por las propinas que alguna vez le hacía caer por lo blancas que le dejaba las camisas. Gracias caballero, le decía ella en esas ocasiones con voz sentida. Tú eres mi consciencia, le respondía él en voz bien alta, como para que el hecho no se les escapara a Manuel y Amanda.

Recostado en la cama matrimonial, que se le antojó enorme y gélida como una losa, pensó en lo que había comentado Dina aquella vez. Siempre les estaba regalando cosas al joven y a la señora. Ya eran frases al huevo pero no le sentaban mal porque señalaban un hecho cierto: era él quien no había permitido que faltara cosa alguna, desde comida y ropa más una larga serie de chucherías para Manuel, y cuyos nombres ni siquiera podía pronunciar sin equivocarse. Para él, de común acuerdo con su mujer, se habían partido el lomo a fin de darle la mejor educación posible, con el objeto de que cuando la cuerda se les acabara a los dos, el chico ya fuese un profesional que pudiese echarles una mano para salir de aquel agujero. Pero todo eso se había ido por el caño, como tantas cosas, y durante el último tiempo Aga no paraba de preguntarse dónde había estado la metida de pata. ¿Por qué, se repetía una y otra vez, de golpe madre e hijo se habían mostrado incapaces de soportar lo que, en buenas cuentas, no era sino una recompensa mínima por el descomunal trabajo que se veía obligado a hacer? ¿Acaso no conocía Amanda sus vicios y costumbres desde los días de la normal? ¿Por qué, de pronto, había empezado a encontrar detestable su forma de vida?

A partir de aquel día y esa noche gélidos, al gordo no le quedó otra que ajustar bien un sinfín de detalles. Al salir de la casa debía verificar dos veces que todo estuviese apagado e incluso desenchufado. Debía dar doble vuelta a las dos chapas de su departamento, que no por nada estaba en la poco fiable zona de Entre Ríos. Pedir, mejor, exigir a los otros propietarios del pequeño inmueble que amollen para poner una reja en la entrada del edificio, y no por mero capricho. Los asaltos y robos se habían puesto de moda por toda la ladera, e incluso a sabiendas de que no había botines jugosos en las casas del lugar, los rateros no se hacían problema con entrarse a la menos pensada y cargar con cualquier cosa que sirviera en el mercado negro de la reventa. La tendera que quedaba a la vuelta siempre recordaba, para el que quisiera oír y con cara de susto, cómo su hija encontró en la feria de El Alto la radio a transistores que le habían robado, junto a una bolsa con un quintal de arroz que ella personalmente había marcado con sus iniciales en verde. Ni eso han cambiado esos rateros, decía.

En tanto Amanda vivía todavía con él, no había mayor lío porque todavía no se había descolgado en escena la especie de ladrón que se atreviera a meterse en las viviendas con los habitantes dentro. Pero una vez que ella se largó, tras el ejemplo de su hijo que poco antes casi había salido corriendo, la cuestión comenzó a respirarle en la nuca a Aga, conforme percibía que crímenes de toda laya se estaban dando cada vez más cerca de su hogar vacío, como si se tratara de un asedio.

Ejercicio de pasión y agradecimiento

Rubén Vargas

Cé Mendizábal es lo que en otros tiempos se llamaba un hombre de letras. Es decir, una persona para quien las formas de la literatura son las que dan orden y sentido al mundo. Él —que es creyente— descreería de mis palabras. Quizás diría que para él la literatura es un humilde oficio y una pasión que ejerce con tezón y con agradecimiento. La razón está con él, por supuesto, aunque yo le sumaría el ingenio y la valentía.

Lo cierto es que Cé Mendizábal practica con igual pericia la poesía, el cuento y la novela. En otros tiempos, más generosos que éstos, también fue periodista.

Escribió un magnífico libro de poemas que, para asombro de Heráclito, se llama Regreso del agua (1994). Y otro, titulado Negro hilar (2007), que enseña, entre otras muchas cosas, que la poesía es, sin contradicción, emoción e inteligencia.

Cuando en 1999 ganó por primera vez el Premio Nacional de Novela con Alguien más a cargo, desde las sombras un par de sujetos urdieron una sucia campaña que intentó desmerecer ese reconocimiento. Con el tiempo se barrieron las sombras y se supo el nombre de los infelices. ¿Quién se acuerda ahora de ellos? No hay tiempo, hoy estamos ocupados en celebrar a ese hombre de tan curioso nombre: Cé Mendizábal.