Friday 29 Mar 2024 | Actualizado a 07:57 AM

Albert Camus en sus cuadernos

Albert Camus cultivo también el difícil arte menor de las anotaciones, de los carnets

/ 24 de noviembre de 2013 / 04:00

En septiembre de 1939, Albert Camus escribió en su cuaderno (Carnets, mayo de de 1935-febrero de 1942; traducción de Eduardo Paz Leston; Alianza, 1985) una frase que escuchó en un tranvía: “A Hitler si se le da un dedo, habrá que cederle todo”. Unas cuantas anotaciones más tarde reflejaba su extrañeza por lo que estaba pasando: “Estalló la guerra. ¿Dónde está la guerra? Fuera de las noticias que hay que creer y de los carteles que hay que leer, ¿dónde encontrar los signos de este absurdo acontecimiento?”, se preguntaba. Y poco después se decía: “Haber vivido en el odio de esta bestia, tenerla delante de sí y no saber reconocerla. Tan pocas cosas han cambiado. Más tarde, sin duda, vendrán el lodo, la sangre y el asco inmenso. Pero por el momento sentimos que el comienzo de las guerras es semejante al principio de la paz: el mundo y el corazón los ignoran”. Pronto llegarían, efectivamente, “el lodo, la sangre y el asco inmenso” y aquel joven escritor y periodista, que también se dedicaba al teatro, pondría su pluma al servicio de la Resistencia dirigiendo Combat.

Sólo después publicaría la obra que le dio más fama, El extranjero, y se pelearía con Sartre y su posición sobre Argelia le traería complicaciones y ganaría el Premio Nobel y un día, en 1960, un accidente de coche terminaría con su vida.

En septiembre de 1939, cuando Hitler invadió Polonia, era simplemente un hombre perplejo que intentaba reconocer a la bestia. “Juzgar un acontecimiento es imposible e inmoral si es desde fuera”, apuntó más adelante en su cuaderno. “Es en el seno de esta absurda desgracia donde se conserva el derecho a despreciar”.

Los cuadernos que se conservan de Camus empiezan con una larga anotación de mayo de 1935 y terminan en marzo de 1951. Apunta ideas cazadas al vuelo, ensaya diálogos, procura explicarse a sí mismo el torbellino de asuntos que lo afectan, recoge las primeras notas de las obras que luego desarrollará, describe paisajes, resume sus viajes: “Breslau. Llovizna. Iglesias y chimeneas de fábrica. Su peculiaridad trágica” (julio de 1937).

Es el lugar donde está a solas consigo mismo, donde se desnuda y afila sus argumentos y esconde sus miedos, donde se observa y se define. Así que cuando se cumplen cien años del nacimiento del autor de La peste —Mondovi, Argelia Francesa, 7 de noviembre de 1913 – Villeblevin, Francia, 4 de enero de 1960)—, no está de más copiar lo que apuntó, antes de la guerra, sobre el oficio que marcó en buena medida su escritura: “¿Intelectual? Sí. Y no renegar nunca de ello. Intelectual=aquel que se desdobla. Eso me gusta. Estoy contento de ser los dos. ‘¿Si eso puede unirse?’ Cuestión práctica. Hay que hacer la prueba. ‘Desprecio la inteligencia’ significa en realidad: ‘no puedo soportar mis dudas”. Camus supo hacerlo, y hurgó en sus contradicciones, que eran las de su tiempo, y tuvo el coraje de definirse, sabiendo siempre que estaba caminando sobre un alambre.

Comparte y opina:

Alice Munro, los cataclismos

El año que termina será recordado como el año en que Alice Munro  recibió el Premio Nobel; así el gran público pudo  enterarse de que en algún  pequeño pueblo del inmenso Canadá nació un milagro literario.

/ 29 de diciembre de 2013 / 04:00

Nada más empezar a leer, la historia te ha agarrado y ya no te va a soltar más. Es como si entrara en tromba en tu vida y te exigiera, de alguna manera, participar en las circunstancias de cuanto se está contando. Ese es el poder de la literatura de Alice Munro, y por eso le deben haber dado el Nobel. Toma la palabra y lo que dice resulta tremendamente familiar, próximo. Pequeñas cosas, decisiones cotidianas, las ilusiones corrientes, los tropiezos habituales. Pero todo tocado, como ocurre también en la realidad, por esos minúsculos procesos interiores que van contagiando de turbulencias cuanto nos pasa.

Alice Munro tiene un enorme talento para los detalles, los va dejando caer por el camino: como si fueran irrelevantes cuando están mostrando lo más importante. De Louisa, por ejemplo, una joven bibliotecaria que viene de otra ciudad y que se aloja en distintos hoteles, dice que bebía un vaso de vino en las comidas.

Luego se preguntará qué puede ocurrir con una mujer así, que ha mostrado su independencia y el coraje imprescindible para manejar su vida a su manera. “¿Un poco demasiado lista y segura de sí misma, para aquella época, de manera que hacía sentirse incómodos a los hombres?”. Podría ser, bebía un vaso de vino. Pero luego está también la prodigiosa manera que tiene Munro para describir a sus personajes. Respecto a la propia Louisa, escribe: “¿Sería una de esas personas llenas de grietas remendadas que sólo se ven de cerca? ¿La perturbaba un antiguo sufrimiento, algún secreto?”.

Es lo que está pensando el hombre que la observa. Igual resulta que también es lo que piensa el lector, o lo que Munro quiere que el lector se pregunte. Damas y caballeros: ahí estamos, ya nos han arrancado del mundo para que lo habitemos más adentro, más en sus diabólicos pasadizos, en sus misterios que no tienen solución, en sus asuntos que no tienen salida, en los que dan paz y sosiego, en los que provocan heridas. Pongamos Secretos a voces (RBA; traducción de Flora Casas), una de sus muchas colecciones de relatos. Una maravilla.

Alice Munro no pudo acudir a recibir el Premio Nobel a Estocolmo. Lo hizo por ella su hija Jenny. Peter Englund, el secretario permanente del comité literario de la Academia, dijo: “Si nunca han fantaseado sobre los extraños que ven en un autobús, empezarán a hacerlo tras leer a Alice Munro”. Tiene razón. También la tenía Alberto Manguel cuando escribió: “Los hombres, mujeres y niños (pero sobre todo mujeres) del mundo literario de Alice Munro se afanan en los pequeños trajines de la vida cotidiana. Nacen, viven y mueren dentro de marcos previstos desde siempre, y si en éstos irrumpen (como siempre lo hacen) las sorpresas del azar y de lo casi imposible, nunca sienten que sus tragedias puedan tener ecos universales”.

Y también: “La minuciosa construcción de ese mundo —la exactitud de un gesto de despedida, de una palabra apenas pronunciada, de la forma de una taza o del color de un muro— parecería reivindicar un realismo documentario, una arqueología del presente. Sin embargo, es lo contrario: esa precisión encubre una generalidad ancestral, una verdad válida para todos, un secreto a voces”. De Munro han dicho que es heredera de Chéjov, y es verdad: sabe dar lo más complejo de la vida en dos brochazos y en unas cuantas cuartillas. Pero quizá tenga también algo de Faulkner, porque reconstruye el mundo concreto en el que habitan sus criaturas. También el paisaje, también el vecindario, también las abundantes huellas que deja el tiempo. Aquí estamos, de ahí venimos.  

Algunas de las narraciones contenidas en Secreto a voces son obras maestras indiscutibles: “La virgen albanesa”, “Entusiasmo”, “Han llegado naves espaciales”, “Estación del Vía Crucis”. Pero seguro que esta misma relación daría que hablar y que habrá quien sustituya alguno por otro, que añada más. Hay historias de tiempos lejanos que se proyectan en el presente. Otras veces, un minúsculo episodio lo cambia todo. “Aquel cataclismo de mi vida tuvo lugar en diciembre”, explica la narradora de uno de los relatos. Ha tenido una aventura con otro hombre, su marido se entera y la deja, ella termina también por marcharse. “Y entonces no pensé”, sigue contando: “qué tontería creer que un hombre es tan diferente del otro cuando a lo que en realidad se reduce la vida es a una taza de café como Dios manda y una habitación en la que estirarse un poco”.

Y ha sido, es cierto, un cataclismo. Ocurren a cada rato. La vida seguramente no es nada más que eso: una colección de cataclismos. Suceden, arrasan con cuanto había habido hasta entonces, luego se pierden como una gota en un papel secante: al principio parecen crecer y anegarlo, luego desaparecen. Bea Doud, en otro cuento, conoce un día a un tal Ladner cuando lo visita junto a Peter Parr, el hombre que la ayudó a sentar la cabeza, y de pronto “todo lo que la atraía de él, lo que la confortaba, se había reducido a cenizas”. Le cuesta, eso sí, aceptar lo que le está pasando. “Le horrorizaría una cosa así, porque era lo que pasaba en las novelas de amor: el bruto le hace tilín a la mujer y adiós muy buenas al chico educado y maravilloso”. Otro cataclismo más. Así es Alice Munro: no pueden perdérsela.

Comparte y opina:

La diligencia del abismo

Rodrigo Hasbún forma parte de un contado número de escritores latinoamericanos a los que la crítica augura un gran futuro

/ 25 de agosto de 2013 / 04:00

Busco situarme lo más cerca posible de los personajes, saber cómo son cuando están solos, entender sus guerritas diarias, sus formas de sobrevivir. En ese sentido, para mí los textos casi siempre empiezan con alguien haciendo algo (pero es necesario que haya urgencia de por medio, que algo esté en juego)”, explica Rodrigo Hasbún (Cochabamba, 1981). En ‘Carretera’, uno de los relatos incluidos en Cinco, su primer libro, hay un joven que va conduciendo un coche y que cierra los ojos, y que va probando cuánto tiempo los mantiene cerrados, como provocando al destino.

¿A qué quiere cerrar los ojos exactamente? “A tantas cosas: a lo que hizo más daño y a lo que persiste a pesar nuestro, a las manchas que dejaron nuestros amores más terribles, a una patria difícil de entender y a la necesidad de huir de ella y a la imposibilidad de hacerlo. Eso es lo que intentan algunos de los personajes de ese libro y, quizá, de todos los que he escrito. Pero cerrar los ojos es, por supuesto, un ejercicio inútil, y eso lo van descubriendo a la fuerza ellos mismos. Para los escritores, el viaje es el mismo al final: aprender a mantener los ojos abiertos, aunque duela, y a estar cada vez más atentos a lo que hay (o no hay) alrededor y a lo que hay (o no hay) adentro”.

En 2007, Rodrigo Hasbún fue seleccionado por el Hay Festival y Bogotá Capital Mundial del Libro como uno de los 39 escritores latinoamericanos más relevantes y, en 2011, la revista Granta lo incluyó en la lista de 22 narradores menores de 35 años en lengua española con mayor futuro. Publicó Cinco (Gente Común) en 2006 y, uno después, apareció su primera novela, El lugar del cuerpo (Fondo Editorial Municipalidad de Santa Cruz; Alfaguara, 2009). En 2011, Duomo editó en España otra colección de cuentos, Los días más felices. No hay, por el momento, más (salvo sus diarios y más cuentos y novelas aún inéditos).

Hasbún terminó periodismo en 2003, y salió inmediatamente después: “Yo me fui de Bolivia a los 22 y desde entonces viví en Santiago de Chile, en Barcelona y en Ithaca, y ahora mismo estoy mudándome a Toronto. Y para mí llevar vidas completamente distintas en esos lugares ha sido y sigue siendo fundamental en mi educación sentimental y literaria, lo que sin duda agradezco, pero al mismo tiempo me ha dejado un poco colgado en el aire, me ha afantasmado, lo que bien visto tampoco está tan mal”.

El camino que emprendió Hasbún empezó, sin embargo, antes: con un grupo de rock. Hasbún: “Fui músico durante varios años, al final de la adolescencia, y en algún momento (como tantos otros) creí que lo sería durante toda mi vida. Al principio tocábamos canciones de los grupos que más nos inquietaban entonces, Pearl Jam y Nirvana y Stone Temple Pilots y toda esa gente desencantada que parecía hablarle de tan cerca a los que entonces rondábamos los 14 o 15, pero al poco tiempo empezamos a escribir canciones propias y al final solo tocábamos esas. Hay algo maravilloso en el hecho de que la música se haga colectivamente, de que sea un arte tan solidario, casi una especie de ritual. Es algo que los escritores desconocen. Los escritores, mientras escriben, están solos. Rodeados de fantasmas, seguramente, pero solos. Cuando el grupo se deshizo, yo me puse a leer más y empecé a escribir cuentos, así que el final de algo y el principio de algo coincidieron. En cualquier caso, siento que mi aprendizaje literario ya había sucedido en gran medida en la música. Lo atmosférico y lo rítmico, el trabajo directo con las emociones, ciertas nociones de estructura, el manejo de la intensidad, todo eso ya lo había ido asimilando durante años. No deja de ser perturbador que haya canciones de tres o cuatro minutos que afecten más que libros enteros”.

Otro oficio que le permitió conocer mejor el suyo fue el cine. “Dónde cortar, qué mostrar y qué no: yo diría que en esas preguntas se cifra el cuestionamiento más constante de los cineastas”, explica Rodrigo Hasbún en otro de los capítulos de una larga conversación por correo electrónico. “Mientras escribo, yo me estoy haciendo las mismas preguntas a cada rato. Esa es quizá la mayor herencia que me dejó mi vínculo con el cine, además de esto otro: a veces se ruedan cien horas de material para al final quedarse con dos. Hay ahí una gran lección de humildad, que asumo como el mejor modelo posible. Es necesario prescindir de lo que no sirve, de lo que no funcionó como queríamos, de lo que funcionó bien pero al final no ha encontrado su lugar, y es necesario esperar la llegada de esos momentos luminosos que están fuera del control de nadie”.

Fue Martín Boulocq, el baterista del grupo de rock, el que se puso a hacer cine cuando terminó aquella aventura. Hasbún ha trabajado en los guiones de las dos adaptaciones de sus relatos que Boulocq ha dirigido: una (Rojo) forma parte de la película colectiva Rojo, amarillo, verde; la otra es Los viejos, basada en ‘Carretera’. “A veces escribíamos a cuatro manos, a veces lo asistía en la dirección, a veces simplemente ayudaba a cargar los equipos en los rodajes o a lo que fuera necesario”, cuenta Hasbún.

—La narradora de su novela abandona cuando es joven su país, pero sigue de alguna manera atada a lo que dejó atrás.
—Tengo la impresión de que los que ya no viven ahí donde nacieron nunca dejan de tener presente ese lugar ni de preguntarse qué hubiera sido su vida y qué hubieran sido ellos mismos de no haberse ido. Es algo que en algún momento empieza a resultarle intolerable a Elena, la protagonista de mi novela, y es algo que a mí me da vueltas todo el tiempo. Hasta hace poco sentía que los que se iban ganaban lugares en lugar de perderlos, pero últimamente se me ocurre que esa posición más bien optimista ignora el hecho de que irse es una experiencia a menudo desgarradora, sobre todo si uno lo hace solo. Más allá de cuán amables o desastrosas sean tus nuevas circunstancias, ya no estar ahí para acompañar a tu gente (en las buenas y en las malas) es más duro de lo que se tiende a creer.

—“Era una ciudad demasiado pequeña para ella, muerta, casi un pueblo donde nunca sucedía nada…”, escribe en esa novela refiriéndose a Elena. ¿Qué relación tiene con su ciudad, con su país, con su gente?

—Cuando me fui por primera vez, mantenía una relación más o menos tensa con Bolivia. No toleraba sus diferencias radicales ni sus prejuicios ni sus discriminaciones ni sus jerarquías ni la corrupción de la que nadie estaba libre, pero además, a un nivel más personal, sentía que no era el mejor lugar para formarme como escritor. Diez años después, mi relación con el país es menos ingenua y más amable. Hay cosas que me siguen pesando (y las diferencias radicales y los prejuicios y las discriminaciones y las jerarquías y la corrupción siguen ahí, aunque ahora me doy mejor cuenta de que esos problemas no son patrimonio exclusivo de los bolivianos), pero hay muchas otras que valoro infinitamente.

—Por lo pronto, da la impresión de que hubiera ahora un ambiente cultural más dinámico y rico.

—La literatura boliviana está atravesando, hace ya años, una etapa de gran vitalidad y renovación. Pero ser escritor boliviano es jugar en desventaja: el país no cuenta con una infraestructura que fomente su talento, ni dentro del país ni fuera de él, y en otros ámbitos hay un gran interés por tradiciones más consolidadas y casi ninguno por la nuestra. Más allá de eso (y en contra de todo), varias escritoras y escritores bolivianos están escribiendo libros notables que poco a poco van encontrando sus lectores.

—En uno de sus relatos, una joven empleada empieza a escribir un diario y lleva una vida secreta. Ya no se somete a lo que se espera de ella. Toma la palabra. Bolivia ha cambiado en los últimos años. Es como si se les hubiera abierto un hueco a los que estaban fuera del sistema. ¿Qué opina de lo que ha pasado, qué ha ido bien, qué ha ido mal?

—Sí, antes eran muy pocos los que podían hablar, y ahora son cada vez más. Pero quizá lo verdaderamente importante es que también ahora son cada vez más los que están dispuestos a oír a los otros. En ese sentido, pensando digamos en el país de mi infancia, esta es sin duda una Bolivia más inclusiva y más atenta a su diversidad, a sus herencias, a su complejidad. ¿Qué ha ido mal? Lo que siempre ha ido mal: las deplorables condiciones de vida de buena parte de la población, la corrupción generalizada, los distintos tipos de discriminación, la violencia institucional, el machismo, cierta voluntad de poder. Pero a mí, como escritor, me resulta más desafiante y revelador pensar estas grandes tensiones indirectamente, desde otro tipo de espacios menos visibles. La literatura que las confronta directamente a menudo termina siendo demasiado discursiva y sociológica, y de eso hemos tenido mucho en Bolivia. Esto no es una película del cineasta iraní Jafar Panahí resulta ejemplar en este sentido. Es implacable en la indagación de su país, la luz que arroja sobre Irán es fulminante, y él logra todo eso sin que su cámara salga nunca de ese apartamento en el que lleva años recluido.

—Nunca se sabe bien dónde suceden las cosas que pasan en sus historias.
—En los libros que he publicado hasta ahora ni Bolivia ni Cochabamba aparecen mencionadas, pero eso no significa que no escriba sobre ellas. Lo hago casi todo el tiempo pero, al igual que Panahí, presto más atención a lo que sucede dentro del apartamento que fuera de él, sabiendo sin embargo que lo que hay fuera influye decisivamente en lo que sucede dentro.

—Y, ahí dentro, el sexo es esencial.
—Me gusta ver cómo los personajes se transforman en la intimidad, qué son ahí, qué intentan ser. Los dormitorios me parecen espacios fascinantes y, mal que mal, de despiertos o dormidos, en ellos sucede parte importante de nuestras vidas. Cuando escribo sobre sexo, como cuando escribo sobre todo lo demás, busco ser lo más directo posible, me desentiendo de cualquier pudor, llamo a las cosas por su nombre. Si en muchas películas o en la televisión hay corte cuando los personajes empiezan a besarse, a mí me interesa explorar justamente eso que no se muestra, lo que se lleva el corte, aquello de lo que se ha prescindido.

Si fuera necesario hacer un retrato veloz de Hasbún a partir de algunas cosas que le gustan, habría que decir que ahora anda escuchando “a gente como Bill Callahan y Leonard Cohen y Bob Dylan y Willy Mason y Neil Young”, aunque reconoce que vuelve con frecuencia a su época grunge: “No hay mejor manera de viajar en el tiempo, de revivir a los muertos, de estar de nuevo ahí”. ¿Cine? “Hay muchos cineastas cuyas pelis no me canso de ver. La lista es larga, pero puedo mencionarle algunos: Cassavetes y Malick, Béla Tarr y Tsai Ming-Liang, el Godard de los 60 y 70, Jarmusch y su maestro Ozu, Lucrecia Martel, Kiarostami, Herzog, los hermanos Dardenne”. Por lo que toca a la literatura, anda leyendo Ragtime, de E. L. Doctorow. “Es una novela que a partir de varios personajes memorables (entre ellos Houdini) propone un retrato extraordinario de los Estados Unidos de principios del siglo XX”, apunta. “No sé quiénes me hayan influido, pero sí son muchos los escritores que admiro incondicionalmente: Coetzee, Onetti, Didion, Bolaño, Carver, Tavares, Ginzburg, Saer, Proust…”.

Conviene mencionar, en fin, una de sus últimas iniciativas, una revista digital: “Con Traviesa queremos propiciar un espacio en el que los escritores compartan sus rutinas, su entendimiento de las cosas, sus diferencias, y también la memoria de sus infancias, algunos hallazgos inesperados, todo aquello que les resulta más grato o perturbador. Publicamos correspondencias, entrevistas, textos de no-ficción y antologías curadas por escritores invitados, y lo que genera la venta de éstas se redistribuye entre los participantes. Ahora más que nunca, está claro que puede hacerse mucho con muy poco”.
¿Algún proyecto? “Tengo casi listo un nuevo libro de cuentos, que ando revisando desde hace algunos meses, y estoy empezando a escribir una nueva novela”. Dentro de poco se instalará en Toronto para terminar su tesis doctoral. Su tema: los diarios íntimos.

La literatura de Rodrigo Hasbún tiene una potencia extraña (“la escritura —trabajar con la memoria y las emociones y la imaginación— es un oficio intenso y misterioso pero también un poco idiota”, dice). Le gusta tocar las zonas más oscuras. Leerlo es como subir a esa “diligencia del abismo” a la que se refería Bernardo Soares, el heterónimo de Pessoa: un viaje al borde del precipicio. En ‘Carretera’, Hasbún escribe sobre su protagonista: “Se sintió cansado. Un cansancio que no se debía a la situación ni a la noche en la carretera, sino más bien a haber seguido siendo él mismo durante tanto tiempo”. De eso va su obra: de las fracturas personales, de las grietas, de las caídas.

Habrá que ir concluyendo: “Escribí ‘Carretera’ cuando tenía 23 años y, aunque esa fue para mí una época muy grata, sin duda ya sabía bien lo que era cansarse de uno mismo. Toño, el personaje del cuento, lo sabe aún más, después de tantos años dándole vueltas a los mismos recuerdos, al mismo amor terrible, a ese abandono forzado que lo ha marcado tanto. Pero hay algo liberador al final: logra asumir una distancia. Y esa quizá sea la mejor respuesta a nuestro cansancio, ¿no? Cuando hace falta, saber irnos de nosotros mismos y poder mirarnos (desde esa distancia) como a una cosa extraña, la cosa extraña que somos en el fondo”.

(Este artículo fue publicado en ‘Babelia’, suplemento de libros de ‘El País, el 17 de agosto de 2013.)

Temas Relacionados

Comparte y opina:

La diligencia del abismo

Rodrigo Hasbún forma parte de un contado número de escritores latinoamericanos a los que la crítica augura un gran futuro

/ 25 de agosto de 2013 / 04:00

Busco situarme lo más cerca posible de los personajes, saber cómo son cuando están solos, entender sus guerritas diarias, sus formas de sobrevivir. En ese sentido, para mí los textos casi siempre empiezan con alguien haciendo algo (pero es necesario que haya urgencia de por medio, que algo esté en juego)”, explica Rodrigo Hasbún (Cochabamba, 1981). En ‘Carretera’, uno de los relatos incluidos en Cinco, su primer libro, hay un joven que va conduciendo un coche y que cierra los ojos, y que va probando cuánto tiempo los mantiene cerrados, como provocando al destino.

¿A qué quiere cerrar los ojos exactamente? “A tantas cosas: a lo que hizo más daño y a lo que persiste a pesar nuestro, a las manchas que dejaron nuestros amores más terribles, a una patria difícil de entender y a la necesidad de huir de ella y a la imposibilidad de hacerlo. Eso es lo que intentan algunos de los personajes de ese libro y, quizá, de todos los que he escrito. Pero cerrar los ojos es, por supuesto, un ejercicio inútil, y eso lo van descubriendo a la fuerza ellos mismos. Para los escritores, el viaje es el mismo al final: aprender a mantener los ojos abiertos, aunque duela, y a estar cada vez más atentos a lo que hay (o no hay) alrededor y a lo que hay (o no hay) adentro”.

En 2007, Rodrigo Hasbún fue seleccionado por el Hay Festival y Bogotá Capital Mundial del Libro como uno de los 39 escritores latinoamericanos más relevantes y, en 2011, la revista Granta lo incluyó en la lista de 22 narradores menores de 35 años en lengua española con mayor futuro. Publicó Cinco (Gente Común) en 2006 y, uno después, apareció su primera novela, El lugar del cuerpo (Fondo Editorial Municipalidad de Santa Cruz; Alfaguara, 2009). En 2011, Duomo editó en España otra colección de cuentos, Los días más felices. No hay, por el momento, más (salvo sus diarios y más cuentos y novelas aún inéditos).

Hasbún terminó periodismo en 2003, y salió inmediatamente después: “Yo me fui de Bolivia a los 22 y desde entonces viví en Santiago de Chile, en Barcelona y en Ithaca, y ahora mismo estoy mudándome a Toronto. Y para mí llevar vidas completamente distintas en esos lugares ha sido y sigue siendo fundamental en mi educación sentimental y literaria, lo que sin duda agradezco, pero al mismo tiempo me ha dejado un poco colgado en el aire, me ha afantasmado, lo que bien visto tampoco está tan mal”.

El camino que emprendió Hasbún empezó, sin embargo, antes: con un grupo de rock. Hasbún: “Fui músico durante varios años, al final de la adolescencia, y en algún momento (como tantos otros) creí que lo sería durante toda mi vida. Al principio tocábamos canciones de los grupos que más nos inquietaban entonces, Pearl Jam y Nirvana y Stone Temple Pilots y toda esa gente desencantada que parecía hablarle de tan cerca a los que entonces rondábamos los 14 o 15, pero al poco tiempo empezamos a escribir canciones propias y al final solo tocábamos esas. Hay algo maravilloso en el hecho de que la música se haga colectivamente, de que sea un arte tan solidario, casi una especie de ritual. Es algo que los escritores desconocen. Los escritores, mientras escriben, están solos. Rodeados de fantasmas, seguramente, pero solos. Cuando el grupo se deshizo, yo me puse a leer más y empecé a escribir cuentos, así que el final de algo y el principio de algo coincidieron. En cualquier caso, siento que mi aprendizaje literario ya había sucedido en gran medida en la música. Lo atmosférico y lo rítmico, el trabajo directo con las emociones, ciertas nociones de estructura, el manejo de la intensidad, todo eso ya lo había ido asimilando durante años. No deja de ser perturbador que haya canciones de tres o cuatro minutos que afecten más que libros enteros”.

Otro oficio que le permitió conocer mejor el suyo fue el cine. “Dónde cortar, qué mostrar y qué no: yo diría que en esas preguntas se cifra el cuestionamiento más constante de los cineastas”, explica Rodrigo Hasbún en otro de los capítulos de una larga conversación por correo electrónico. “Mientras escribo, yo me estoy haciendo las mismas preguntas a cada rato. Esa es quizá la mayor herencia que me dejó mi vínculo con el cine, además de esto otro: a veces se ruedan cien horas de material para al final quedarse con dos. Hay ahí una gran lección de humildad, que asumo como el mejor modelo posible. Es necesario prescindir de lo que no sirve, de lo que no funcionó como queríamos, de lo que funcionó bien pero al final no ha encontrado su lugar, y es necesario esperar la llegada de esos momentos luminosos que están fuera del control de nadie”.

Fue Martín Boulocq, el baterista del grupo de rock, el que se puso a hacer cine cuando terminó aquella aventura. Hasbún ha trabajado en los guiones de las dos adaptaciones de sus relatos que Boulocq ha dirigido: una (Rojo) forma parte de la película colectiva Rojo, amarillo, verde; la otra es Los viejos, basada en ‘Carretera’. “A veces escribíamos a cuatro manos, a veces lo asistía en la dirección, a veces simplemente ayudaba a cargar los equipos en los rodajes o a lo que fuera necesario”, cuenta Hasbún.

—La narradora de su novela abandona cuando es joven su país, pero sigue de alguna manera atada a lo que dejó atrás.
—Tengo la impresión de que los que ya no viven ahí donde nacieron nunca dejan de tener presente ese lugar ni de preguntarse qué hubiera sido su vida y qué hubieran sido ellos mismos de no haberse ido. Es algo que en algún momento empieza a resultarle intolerable a Elena, la protagonista de mi novela, y es algo que a mí me da vueltas todo el tiempo. Hasta hace poco sentía que los que se iban ganaban lugares en lugar de perderlos, pero últimamente se me ocurre que esa posición más bien optimista ignora el hecho de que irse es una experiencia a menudo desgarradora, sobre todo si uno lo hace solo. Más allá de cuán amables o desastrosas sean tus nuevas circunstancias, ya no estar ahí para acompañar a tu gente (en las buenas y en las malas) es más duro de lo que se tiende a creer.

—“Era una ciudad demasiado pequeña para ella, muerta, casi un pueblo donde nunca sucedía nada…”, escribe en esa novela refiriéndose a Elena. ¿Qué relación tiene con su ciudad, con su país, con su gente?

—Cuando me fui por primera vez, mantenía una relación más o menos tensa con Bolivia. No toleraba sus diferencias radicales ni sus prejuicios ni sus discriminaciones ni sus jerarquías ni la corrupción de la que nadie estaba libre, pero además, a un nivel más personal, sentía que no era el mejor lugar para formarme como escritor. Diez años después, mi relación con el país es menos ingenua y más amable. Hay cosas que me siguen pesando (y las diferencias radicales y los prejuicios y las discriminaciones y las jerarquías y la corrupción siguen ahí, aunque ahora me doy mejor cuenta de que esos problemas no son patrimonio exclusivo de los bolivianos), pero hay muchas otras que valoro infinitamente.

—Por lo pronto, da la impresión de que hubiera ahora un ambiente cultural más dinámico y rico.

—La literatura boliviana está atravesando, hace ya años, una etapa de gran vitalidad y renovación. Pero ser escritor boliviano es jugar en desventaja: el país no cuenta con una infraestructura que fomente su talento, ni dentro del país ni fuera de él, y en otros ámbitos hay un gran interés por tradiciones más consolidadas y casi ninguno por la nuestra. Más allá de eso (y en contra de todo), varias escritoras y escritores bolivianos están escribiendo libros notables que poco a poco van encontrando sus lectores.

—En uno de sus relatos, una joven empleada empieza a escribir un diario y lleva una vida secreta. Ya no se somete a lo que se espera de ella. Toma la palabra. Bolivia ha cambiado en los últimos años. Es como si se les hubiera abierto un hueco a los que estaban fuera del sistema. ¿Qué opina de lo que ha pasado, qué ha ido bien, qué ha ido mal?

—Sí, antes eran muy pocos los que podían hablar, y ahora son cada vez más. Pero quizá lo verdaderamente importante es que también ahora son cada vez más los que están dispuestos a oír a los otros. En ese sentido, pensando digamos en el país de mi infancia, esta es sin duda una Bolivia más inclusiva y más atenta a su diversidad, a sus herencias, a su complejidad. ¿Qué ha ido mal? Lo que siempre ha ido mal: las deplorables condiciones de vida de buena parte de la población, la corrupción generalizada, los distintos tipos de discriminación, la violencia institucional, el machismo, cierta voluntad de poder. Pero a mí, como escritor, me resulta más desafiante y revelador pensar estas grandes tensiones indirectamente, desde otro tipo de espacios menos visibles. La literatura que las confronta directamente a menudo termina siendo demasiado discursiva y sociológica, y de eso hemos tenido mucho en Bolivia. Esto no es una película del cineasta iraní Jafar Panahí resulta ejemplar en este sentido. Es implacable en la indagación de su país, la luz que arroja sobre Irán es fulminante, y él logra todo eso sin que su cámara salga nunca de ese apartamento en el que lleva años recluido.

—Nunca se sabe bien dónde suceden las cosas que pasan en sus historias.
—En los libros que he publicado hasta ahora ni Bolivia ni Cochabamba aparecen mencionadas, pero eso no significa que no escriba sobre ellas. Lo hago casi todo el tiempo pero, al igual que Panahí, presto más atención a lo que sucede dentro del apartamento que fuera de él, sabiendo sin embargo que lo que hay fuera influye decisivamente en lo que sucede dentro.

—Y, ahí dentro, el sexo es esencial.
—Me gusta ver cómo los personajes se transforman en la intimidad, qué son ahí, qué intentan ser. Los dormitorios me parecen espacios fascinantes y, mal que mal, de despiertos o dormidos, en ellos sucede parte importante de nuestras vidas. Cuando escribo sobre sexo, como cuando escribo sobre todo lo demás, busco ser lo más directo posible, me desentiendo de cualquier pudor, llamo a las cosas por su nombre. Si en muchas películas o en la televisión hay corte cuando los personajes empiezan a besarse, a mí me interesa explorar justamente eso que no se muestra, lo que se lleva el corte, aquello de lo que se ha prescindido.

Si fuera necesario hacer un retrato veloz de Hasbún a partir de algunas cosas que le gustan, habría que decir que ahora anda escuchando “a gente como Bill Callahan y Leonard Cohen y Bob Dylan y Willy Mason y Neil Young”, aunque reconoce que vuelve con frecuencia a su época grunge: “No hay mejor manera de viajar en el tiempo, de revivir a los muertos, de estar de nuevo ahí”. ¿Cine? “Hay muchos cineastas cuyas pelis no me canso de ver. La lista es larga, pero puedo mencionarle algunos: Cassavetes y Malick, Béla Tarr y Tsai Ming-Liang, el Godard de los 60 y 70, Jarmusch y su maestro Ozu, Lucrecia Martel, Kiarostami, Herzog, los hermanos Dardenne”. Por lo que toca a la literatura, anda leyendo Ragtime, de E. L. Doctorow. “Es una novela que a partir de varios personajes memorables (entre ellos Houdini) propone un retrato extraordinario de los Estados Unidos de principios del siglo XX”, apunta. “No sé quiénes me hayan influido, pero sí son muchos los escritores que admiro incondicionalmente: Coetzee, Onetti, Didion, Bolaño, Carver, Tavares, Ginzburg, Saer, Proust…”.

Conviene mencionar, en fin, una de sus últimas iniciativas, una revista digital: “Con Traviesa queremos propiciar un espacio en el que los escritores compartan sus rutinas, su entendimiento de las cosas, sus diferencias, y también la memoria de sus infancias, algunos hallazgos inesperados, todo aquello que les resulta más grato o perturbador. Publicamos correspondencias, entrevistas, textos de no-ficción y antologías curadas por escritores invitados, y lo que genera la venta de éstas se redistribuye entre los participantes. Ahora más que nunca, está claro que puede hacerse mucho con muy poco”.
¿Algún proyecto? “Tengo casi listo un nuevo libro de cuentos, que ando revisando desde hace algunos meses, y estoy empezando a escribir una nueva novela”. Dentro de poco se instalará en Toronto para terminar su tesis doctoral. Su tema: los diarios íntimos.

La literatura de Rodrigo Hasbún tiene una potencia extraña (“la escritura —trabajar con la memoria y las emociones y la imaginación— es un oficio intenso y misterioso pero también un poco idiota”, dice). Le gusta tocar las zonas más oscuras. Leerlo es como subir a esa “diligencia del abismo” a la que se refería Bernardo Soares, el heterónimo de Pessoa: un viaje al borde del precipicio. En ‘Carretera’, Hasbún escribe sobre su protagonista: “Se sintió cansado. Un cansancio que no se debía a la situación ni a la noche en la carretera, sino más bien a haber seguido siendo él mismo durante tanto tiempo”. De eso va su obra: de las fracturas personales, de las grietas, de las caídas.

Habrá que ir concluyendo: “Escribí ‘Carretera’ cuando tenía 23 años y, aunque esa fue para mí una época muy grata, sin duda ya sabía bien lo que era cansarse de uno mismo. Toño, el personaje del cuento, lo sabe aún más, después de tantos años dándole vueltas a los mismos recuerdos, al mismo amor terrible, a ese abandono forzado que lo ha marcado tanto. Pero hay algo liberador al final: logra asumir una distancia. Y esa quizá sea la mejor respuesta a nuestro cansancio, ¿no? Cuando hace falta, saber irnos de nosotros mismos y poder mirarnos (desde esa distancia) como a una cosa extraña, la cosa extraña que somos en el fondo”.

(Este artículo fue publicado en ‘Babelia’, suplemento de libros de ‘El País, el 17 de agosto de 2013.)

Temas Relacionados

Comparte y opina:

La fascinación guerrillera

En ‘Cristo con un fusil al hombro’, Kapuscinski reconstruye la guerrilla de Teoponte en 1970

/ 2 de junio de 2013 / 04:00

Ryszard Kapuscinski llegó a Santiago de Chile más o menos un mes después de que los militares bolivianos hubiesen asesinado a Ernesto Che Guevara en La Higuera el 9 de octubre de 1967. Aterrizó ahí como nuevo corresponsal para América Latina de la agencia de noticias polaca, la PAP, aunque luego debía trasladarse a la sede, en México DF. Era un momento complicado de la Guerra Fría, apunta su biógrafo, Artur Domoslawski. Casi nueve años antes había triunfado la revolución cubana y su influencia se dejaba notar: estallaron guerrillas por todas partes, ya fuera en la ciudad o en el monte. “América Latina está viviendo el momento de mayor conmoción política de la última década”, escribió en uno de sus primeros informes. Kapuscinski pudo leer poco después los diarios del Che. La química se produjo al instante y, en Lima, se encerró en la habitación de un hotel durante tres meses para traducirlos.

En La guerra del fútbol (Anagrama, 1992; traducción de Agata Orzeszek) y Cristo con un fusil al hombro (Anagrama, 2010; traducción de Agata Orzeszek) se recogen algunos de los reportajes en los que Kapuscinski trabajó durante los cuatro años y medio que vivió en América Latina. En el último de ellos hay un texto dedicado a Allende y al Che. Cuenta sus trayectorias, señala sus diferencias, establece entre ambos algunos paralelismos. Escribe, por ejemplo, a propósito de sus principios morales: “Allende desea preservar la honestidad ética. De la misma manera se comporta Guevara”.

En el reportaje que da título a uno de esos dos libros, Cristo con un fusil al hombro, Kapuscinski se ocupa de reconstruir la guerrilla de Teoponte, la segunda que se produjo en Bolivia después de la del Che. El 18 de julio de 1970, 67 jóvenes combatientes se subieron en un par de camiones en La Paz para irse a iniciar la revolución en un rincón de la selva del noreste de Bolivia, y el 19 irrumpieron en las dependencias de una empresa minera estadounidense para llevarse a dos rehenes y toda la pasta que contuviera la caja fuerte (una miseria, en aquel momento). En la minuciosa reconstrucción que ha hecho de esa guerrilla, el historiador boliviano Gustavo Rodríguez Ostria va desgranando detalle a detalle los preparativos, el desarrollo y el fracaso de la empresa. De todos los que cruzaron el río para meterse en la selva con la hipótesis de sacudir los cimientos del capitalismo sólo sobrevivieron nueve. La reacción del ejército fue desproporcionada y de una crueldad innecesaria. En octubre eran ya 1.251 los soldados que se habían desplazado a la zona para enfrentarse a los 14 combatientes que todavía sobrevivían como podían. Los demás, salvo uno que desertó al principio, habían sido liquidados.

Los militares no se complicaron la vida en aquella misión. Su objetivo era que no quedara ninguno, así que a los que cogían los mataban. El 2 de noviembre, todo había acabado. Los pocos que sobrevivieron tuvieron la suerte de que, a principios de octubre, un accidentado golpe militar terminara llevando al poder a Juan José Torres, un militar de izquierda que logró detener la rapiña y permitió que los que aún resistían pudieran salir camino a Chile.

Como sucede en muchos de los reportajes de Kapuscinski, las cosas suceden a un ritmo vertiginoso y el reportero va teniendo la suerte de que las piezas que necesita para armar su relato se le presenten una detrás de otra como quien ha ordenado un menú. Empieza entrevistando a Óscar Prudencio, el rector de la Universidad Mayor de San Andrés de La Paz, que le enseña en su despacho las marcas que hay en su mesa de las balas que le llovieron durante un reciente enfrentamiento entre estudiantes anarquistas y trotskistas. “En este país”, le dice, “la vida no vale nada”. Enseguida el rector lo invita a un homenaje que va a celebrarse por los que cayeron en Teoponte.

Kapuscinski describe el acto, luego habla de los sótanos de un local donde acude a escuchar a un guitarrista y cuenta la historia de los hermanos Peredo (uno de ellos no reconoció, más tarde, la descripción que hizo de su padre): Coco murió en la guerrilla del Che, Inti cayó cuando preparaba el desafío de Teoponte y Chato terminó siendo el jefe de aquella historia y uno de los supervivientes. El texto continúa con la descripción de las vicisitudes vividas en Teoponte y con el golpe que llevó a Torres al poder. No hay sombra alguna que cuestione la guerrilla en el relato de Kapuscinski, sino más bien una corriente de simpatía por el coraje de aquellos muchachos.

En Non-Fiction, donde aborda con todo detalle la fascinación de Kapuscinski por el Che, Artur Domoslawski observa que no le dio tiempo a analizar “cuáles son las diferencias entre el Cristo con un fusil de los años 60 y 70, y el Mahoma con un fusil de hoy”. Sea como sea, en el relato que hace de Teoponte el apabullante talento de Kapuscinski vuelve a emerger a la hora de cazar el espíritu de una época. Lo hace en la descripción del homenaje que se hace a los guerrilleros caído en la batalla. O cuando selecciona algún fragmento de las cartas que uno de sus líderes, Néstor Paz, le escribió cuando estaba en la selva a su mujer Cecilia: “Ninguna muerte es inútil si la ha precedido una vida dedicada a otros, una vida en que hemos buscado sentido y valores. Te beso tiernamente, te tomo entre mis brazos…”.

Temas Relacionados

Comparte y opina:

‘El paraíso está en la luz pasajera…’

Otro comentario sobre la ‘Obra poética’ de Eduardo Mitre publicada en 2012 por la editorial PreTextos de España

/ 10 de febrero de 2013 / 04:00

En un poema, dedicado a su hijo Gabriel, Eduardo Mitre le dice: “Hay un país solo, triste, / pobre, mágico, difícil, / casi imposible. Errantes nosotros, / hijo, de allá nomás somos”. De allá: “Oruro fue mi cuna / y el Altiplano la época del aire / y de mi infancia”, escribe en Susana San Juan. De allá nomás somos, de Bolivia. Y, de tanto en tanto, a los errantes les toca regresar.

Ahora, la editorial PreTextos ha reunido en Obra poética los libros de versos que Eduardo Mitre fue escribiendo entre 1965 y 1998. Están sus poemas de muy al principio, luego sus primeros libros, donde estuvo probando su voz y jugaba con las palabras en la página y hacía filigranas. Hasta que, poco a poco, va cogiendo esas maneras que se le fueron conociendo más tarde. Una poesía transparente, cargada con la verdad propia, pegada a la tierra.

En su Testamento, incluido en Camino de cualquier parte, de 1998, les vuelve a hablar a sus hijos (a Ernesto y Gabriel) y les dice al principio: “Siempre díganle sí a la vida / como en su vuelo los pájaros, / aunque se les venga abajo / el cielo, y San Pedro encima. // Nuestra casa es el tiempo: / un desierto y un vergel. / Y a veces —con mar o sin él— / un paraíso terreno”. Y, luego, ya al final: “La muerte no existe. / Existen los muertos. / Todos nos dejan maltrechos / pero vivos. Son buenos. // Les dejo mi verso preferido. / Es de mi amigo Pessoa. / Guárdenlo en la memoria / y protéjanme del olvido: //

Sólo para oír pasar el viento / vale la pena haber nacido”. Tiene razón Pessoa, tiene razón Mitre. Y para quien no lo crea, ahí tiene el Altiplano. El viento del Altiplano.

Mitre nació en Oruro en 1943, pero se fue muy pronto con su familia a Cochabamba. Allí estudió Derecho. Viajó después a Francia para aprender literatura francesa, y luego se instaló en Estados Unidos para dedicarse a la literatura latinoamericana: se doctoró en la Universidad de Pittsburgh con una tesis sobre Vicente Huidobro. Ha enseñado en Nueva York, en New Hampshire, en Cochabamba. Y lleva ya años en Manhattan donde da clases en la Saint John’s University. Copio todos estos detalles de su biografía para dar cuenta de sus vagabundeos. En los distintos libros incluidos en esta Obra poética salen ciudades y lugares muy diferentes: París, Oaxaca, Taxco, Baeza, Úbeda, Querétaro, Hanover, habla de un lugar “donde se juntan las aguas frías del Ayutla y las aguas calientes del Concá”, se refiere a Bruselas, al puerto de Ostande, va camino de Amagá…  

Hay un poema, sin embargo, en el que habla de su regreso. Empuja la puerta del baño, se encuentra con un espejo: “Se asoma y, de pronto, / como de otra orilla del tiempo, / un niño lo mira / sin reconocerlo”. Va por las calles, ve hileras de mujeres con sus retoños, no sabe si son quechuas o aymaras. Ahí está el viejo mundo que dejó hace ya tiempo. Le llega un verso de Óscar Cerruto (“y hasta el olvido al fin se olvida”), se pierde caminando sin rumbo. Está la vieja ciudad, está su antigua casa. No, no ha regresado, escribe Eduardo Mitre, ha venido: “Bajo el cielo natal: / la tierra de la extrañeza”. O también esos otros versos: “Y la tristeza por el pecado / de estar por fin uno aquí / y sentirse extraño”.

No hay manera de regresar, el tiempo lo ha destruido todo. Simplemente se viene. A veces no hay ya ni siquiera casa y, por tanto, ni baño, ni espejo donde haya un niño incapaz ya de reconocer al extraño. Las cosas son así. No importa. Mitre no deja de celebrar la vida. Como en Prólogo al presente: “Abre los ojos. Despierta: / el paraíso está aquí / en la luz pasajera”. O, en fin, no deja de dar cuenta de cómo somos. Ahí está su maravillosa Confidencia de Lucrecio: “Solamente una vez sentí piedad /(esa suerte de indefensión compartida): / fue al comparar y contrastar / la breve duración de nuestra vida / con los ingentes caudales del deseo, / como un vaso destinado / vanamente a vaciar el mar / y a quebrarse en el intento”.

Temas Relacionados

Comparte y opina:

Últimas Noticias