Poniatowska, Elena la princesita polaca
A sus 81 años, la autora de 'La noche de Tlatelolco' es la cuarta mujer en recibir el máximo galardón delas letras en español
El barrio de Chimalistac, al sur de la Ciudad de México, es un oasis de silencio en una frenética y muy ruidosa metrópolis de acero. Al final de un camino empedrado, a un lado de una pequeña capilla colonial, está la casa de Elena Poniatowska (París, 1932), una mujer menuda, rubia, de nariz pequeña, sonrisa fácil, hija de un príncipe polaco pero “más mexicana que el mole”.
Elena Poniatowska ganó este martes el Premio Cervantes, el quinto para un mexicano y el primero para una mexicana. Es la cuarta escritora galardonada en 37 años. Antes lo habían ganado las españolas María Zambrano (1988) y Ana María Matute (2010) y la cubana Dulce María Loynaz (1992).
Ensayista y escritora, comenzó a trabajar en el periódico Excélsior en 1954. “A mí lo que me gusta es contar cosas”, recordaba hace unas semanas. Se convirtió en una entrevistadora curiosa y certera. Entrevistó a Diego Rivera, a Rulfo, a Paz. Recuerda con especial cariño a Luis Buñuel. “Era muy amable, me llamaba la niña de la leña porque cuando iba a su casa compraba unos troncos porque en su salón hacía mucho frío”. Una generación de periodistas mexicanas creció inspirada por Elena Poniatowska. Por la mujer y la periodista.
Su libro más célebre, La noche de Tlatelolco, es un crudo testimonio de la represión contra estudiantes el 2 de octubre de 1968, una fecha grabada con sangre en la historia mexicana. “Debería conmemorarse oficialmente, una fecha de luto nacional”, repite.
Las protestas estudiantiles habían durado semanas. La tensión había ido creciendo. El 30 de julio de ese año, el Ejército había volado de un tiro de bazuka la centenaria puerta de madera del Colegio de San Ildefonso porque dentro había estudiantes. El presidente Gustavo Díaz Ordaz (del Partido Revolucionario Institucional, PRI, que ostentó el poder absoluto en México por buena parte del siglo XX) declaró: “Hemos sido tolerantes hasta excesos criticados”. A diez días de los Juegos Olímpicos de 1968, la tarde del 2 de octubre, una bengala cruzó el cielo durante un mitin estudiantil en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco. Era la señal. Un grupo paramilitar, el Batallón Olimpia, se mezcló entre los jóvenes y comenzó la represión. Francotiradores apostados en los techos de los edificios aledaños abrieron fuego. Hubo decenas, cientos de muertos. Nadie lo sabe con exactitud.
Poniatowska recuerda que, cuando se enteró de la represión, decidió salir a la calle. Hacía sólo unas semanas de que había parido. “Tenía que verlo con mis ojos”. Halló un panorama desolador. “Sangre seca, soldados en la calle, zapatos regados en toda la plaza”. Ahí nació La noche de Tlatelolco. El recuerdo aún la emociona. Años más tarde, el exlíder estudiantil Luis González de Alba, entrevistado para la obra, le exigió cambiar algunos párrafos por considerar que sus palabras habían sido tergiversadas. En la polémica otros veteranos de la época salieron en defensa de Poniatowska, pero tras un pleito legal, un juez falló que los cambios se efectuaran y así lo hizo la autora.
Testigo de primera fila de la historia mexicana reciente, el momento que más le ha conmovido fue la movilización ciudadana tras el terremoto de 1985, “uno de los pocos instantes en que México fue capaz de mirarse a sí mismo y, sobre todo, de sobreponerse a la tragedia”. De los escombros salió un sentimiento ciudadano inédito, solidario y que puso en pie a la capital del país, diezmada por un seísmo que se cobró miles de muertos. De la experiencia ella escribió Nada, nadie: las voces del temblor. Pero opina que el mejor libro lo escribió su amigo Carlos Monsiváis. “Un libro fantástico, No sin nosotros”.
Lo dice y suspira. “A él lo extraño mucho, mucho”. Monsiváis murió en junio de 2010.
Es una mujer comprometida con lo que cree. Se indigna. Por un país donde el 50% vive en la pobreza. Donde se cometen injusticias contra las mujeres un día sí y otro también. Donde el neoliberalismo ha devorado a las pequeñas ciudades y al campo. “En México ya no nos tomamos el tiempo de vivir, de platicar”. Y guarda un deseo. “Me gustaría ver a un presidente mexicano de izquierdas”.
A la par que su carrera literaria, está su activismo político. Primero con Cuauhtémoc Cárdenas en 1988, durante la mayor movilización opositora que se atrevió a desafiar al entonces todopoderoso PRI. Y más tarde con Andrés Manuel López Obrador, dos veces candidato presidencial en 2006 y 2012. Sobre el sofá de su casa guarda un cojín con la imagen del también exalcalde de la Ciudad de México bordada en punto de cruz. Hace apenas dos semanas que lo acompañó en un mitin contra la reforma energética propuesta por el presidente Enrique Peña Nieto.
No le gusta que le llamen Elenita. Cree que “infantiliza”. ¿Es machista? “Quizá un poco”. Relata que a Frida Kahlo, la mítica pintora mexicana, le llamaban “la coja”: “Ahora todos hablan maravillas, pero entonces se referían a ella así. El machismo tiene mucha crueldad”.
Justo una de las mujeres de Diego Rivera protagoniza un libro suyo pequeñito pero entrañable: Querido Diego, te abraza Quiela. La obra, escrita a manera epistolar, relata la desgraciada historia de amor entre la pintora Angelina Beloff y el muralista mexicano, que fueron pareja cuando él vivió en París. Cuando Beloff viaja a México para encontrarse con su amado, se topa con que éste tiene una nueva mujer: Lupe Marín, la que sería la madre de sus dos hijas más pequeñas.
Las mujeres —las creativas, las valientes, las que van contra corriente— son una constante en su obra. Es una meticulosa retratista del feminismo femenino. En apariencia delicado, pero con firmeza militar. Como el de la pintora Leonora Carrington (Leonora), o el de la fotógrafa Tina Modotti (Tinísima). O el de una mujer que de tan bella acaba explicando al juez por qué tiene cinco maridos (De noche vienes, Esmeralda), o el de una valiente soldadera —las mujeres que iban al frente durante la Revolución Mexicana— que termina trabajando como lavandera en la capital del país (Hasta no verte, Jesús mío).
A las —muy frecuentes— tertulias en su casa asisten también un perro negro y dos gatos que no dudan en sentarse en el regazo del invitado: Monsi y Váis, en honor de su fallecido amigo. Pasa tardes charlando, tomando té, rodeada de libros. Es difícil mantener su curiosidad a raya. En cualquier descuido el entrevistador acaba entrevistado. ¿Sabe que ha sido una inspiración para una generación de mujeres mexicanas periodistas? “No, fíjate. Qué bueno. Que haya más mujeres que quieran contar cosas. Nos falta muchísimo por contar”.
La Poni
Un retrato de Elena Poniatowska, escrito por su amigo Carlos Fuentes hace doce años
Carlos Fuentes – (1928 – 2012)
La vi por primera vez disfrazada de gatito en un baile del Jockey Club de México. Toda de blanco, rubia como es, con antifaz y joyas claras, parecía un sueño bello y amable de Jean Cocteau. Como toda buena gatita, tenía un bigote que surgía de la máscara. Pero en ella, el obligado flojel de los gatos no era, como el salvaje bigote de Frida Kahlo, una agresión sino una insinuación. Era una, varias antenas que apuntaban ya a las direcciones múltiples, a las dimensiones variadas de una obra que abarca el cuento, la novela, la crónica, el reportaje, la memoria… Salimos juntos, hace muchos años, yo con un libro de cuentos, Los días enmascarados, ella con un singular ejercicio de inocencia infantil, Lilus Kikus. La ironía, la perversidad de este texto inicial, no fueron percibidas de inmediato. Como una de esas niñas de Balthus, como una Shirley Temple sin hoyuelos, Elena se reveló al cabo como una Alicia en el País de los Testimonios. Sin abandonar nunca su juego de fingido asombro ante la excentricidad que se cree lógica o la lógica que se cree excéntrica, Elena fue ganando gravedad junto a la gracia. Sus retratos de mujeres famosas e infames, anónimas y estelares, fueron creando una gran galería biográfica del ser femenino en México. Supongo que su novela premiada en Madrid [La piel del cielo, 2001] culmina esta exploración, imaginaria y documental, de la condición femenina. Elena ha contribuido como pocos escritores a darle a la mujer papel central, pero no sacramental, en nuestra sociedad. No nos ha excluido —gracias, Elena— a los hombres que amamos, acompañamos, somos amados y apoyados por las mujeres. Pero nadie puede oscurecer el hecho de que Elena Poniatowska ha contribuido de manera poderosa a darle a las mujeres un sitio único, que es de las carencias, los prejuicios, las exclusiones que las rodean en nuestro mundo aún machista pero cada vez más humano. No sólo feminista sino humano, incluyente. “Hombres necios que acusáis a la mujer sin razón”. La divisa de Sor Juana Inés de la Cruz no sólo es eco en Sor Elena de la Cruz-y-Ficción. Es un abrazo, es una especie de compasión abarcante,
“Hombres necios, uníos a mi trabajo, a mi lucha, a mi propia necedad”. La noche de Tlatelolco es la grande y definitiva crónica del turbio crepúsculo del crimen que también marcó el crespúsculo del régimen autoritario del PRI en México. De esa terrible noche del 2 de octubre de 1968 data, acaso, la transformación de la Princesa Poniatowska, descendiente de Maria Leszczyinska, la segunda mujer de Luis XV de Francia, del Rey Estanislado I de Polonia y del heroico Mariscal de Napoleón, Josef Poniatowski, en una Pasionaria sonriente y tranquila de las causas de izquierda. No siempre estoy de acuerdo con ella en sus juicios. Siempre admiro su convicción y su valor.
Pero por fortuna hoy la democracia mexicana se hace de acuerdos y desacuerdos lícitos. Lo importante de Elena es que sus posiciones en la calle no disminuyen ni suplantan sus devociones en la casa: el amor a sus hijos, la fidelidad a sus amigos, la entrega a sus letras. Amigo de Elena desde más años que los que quiero o puedo recordar, hoy le envío un inmenso abrazo, tan juvenil como nuestros primerizos, por el Premio Alfaguara 2001.
Elena Poniatowska, la ingenuidad de acero
Nacida princesa en París, la escritora mexicana sigue siendo un voz crítica de México
Pablo Ordaz – periodista
Al recibir el encargo de ir a verla, de pedirle que se deje fotografiar en su lugar de trabajo y compartir un rato de conversación con ella, decido preguntarle a un amigo común: ¿cómo es Elena Poniatowska? Y su respuesta es rápida y certera: “Su ingenuidad de acero le ha permitido mantener una independencia feroz sin tener que gritar ni un solo día. Con ese encogimiento de nariz te desarma. Pregunta como Mafalda, y te gana, o gana una respuesta que nunca puede ser mentira; ella lo notaría enseguida”.
Y así es, efectivamente, esta mujer menuda, nacida princesa en París la primavera de 1932, hija de un descendiente directo del último rey de Polonia y de una mexicana de origen francés. Su nombre de bautismo es casi un relato corto: Hélène Elizabeth Louise Amélie Paula Dolores Poniatowska Amor. Pero ni su alta cuna, ni los cuatro años de adolescencia que pasó interna en un colegio de monjas en Estados Unidos —“allí sólo aprendí a sentirme culpable”—, le impidieron ser luego, ser todavía, una de las voces más claras de la izquierda mexicana. Se hizo periodista muy joven y lo es todavía: “Nunca me he dejado de sentir periodista. Yo le debo todo lo que soy al periodismo”. De hecho, su libro más famoso es La noche de Tlatelolco, un relato sobrecogedor de la brutal represión de los estudiantes reunidos el 2 de octubre de 1968 en la plaza de las Tres Culturas de la Ciudad de México. De esta Ciudad de México que esconde con mucha eficacia tesoros como el barrio donde vive Elena Poniatowska. Ella llega paseando, pisando las hojas muertas, vestida con un chándal azul celeste:
“Ni siquiera me han dejado ustedes peinarme”. Pues péinese, la esperamos. “Ya da igual. Qué flojera”.
Cuando escribe a mano, lo hace de espaldas a un gran ventanal, en una estancia de techos altos donde cientos de libros conviven con los trabajos manuales de alguno de sus diez nietos. Ellos le sirven de inspiración para escribir libros de cuentos como La vendedora de nubes (Planeta). Otras veces escribe en un rincón más oscuro de la casa, en un ordenador donde recibe los mensajes cariñosos de sus 1.156 admiradores de Facebook y termina la novela que “tiene que ver con la pintura”. Habla de lo mal que está México: “Fíjese, yo siempre he escrito y siempre he sido tesorera, aunque soy malísima con las cifras. Pero aquí, con no robarte el dinero, ya te hacen tesorera. Qué horror, ¿no? Esto que le acabo de decir es una definición de México”.
Brindo por Doris Lessing
El texto más reciente de Poniatowska, sobre la escritora fallecida el domingo pasado
Elena Poniatowska
Levanto una taza de té en honor de Doris Lessing y recuerdo la severidad de su rostro en la desangelada comida que le ofreció la sociedad de escritores mexicanos. Más que a comer con escritores habríamos acertado al invitarla con los mexicanos más pobres, los prietitos, los inocentes, los iletrados, los insulares que le recordarán a sus conocidos en la granja de Rodesia, África.
Recuerdo que cuando obtuvo el Nobel en 2007 dijo al descender del taxi de regreso a su casa “I couldn’t care less”. También a la austriaca Elfriede Jellinek, tres años antes, el premio la puso de mal humor y ninguna de las dos fue a recibirlo. El cuaderno dorado, biblia política de feministas publicada en 1962 fue una puerta abierta para las mujeres quienes a partir de ella se manifestaron en contra del racismo, el sexismo y sobre todo se inclinaron por todo lo que no tuviera que ver con la vieja Europa y su rancio puritanismo. A pesar de que la propia Doris Lessing siempre fue una buena terrorista, el comunismo la dejó escéptica, sus dos hijos de un primer matrimonio se quedaron en África y el último, enfermo, la hizo declarar que le salvó la vida porque se dedicó no sólo a sí misma sino a él.
Brindo por Doris Lessing en medio del bullicio callejero de México, el de los olores y sabores, el de los gritos en la plaza, el de los que no toman té a las cinco de la tarde ni miran a los demás desde la altura de su taza.