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Una chica mala blanca

Estos fragmentos de entrevistas trazan un perfil de la novelista fallecida el 17 de noviembre

/ 1 de diciembre de 2013 / 04:00

De chica, en Rhodesia, no estaba en contacto con relatos. Los africanos contaban historias constantemente, pero no se nos permitía mezclarnos con ellos. Fue lo peor de haber vivido ahí. Quiero decir: yo podría haber tenido maravillosas, riquísimas experiencias en la infancia. Pero era inconcebible para un niño blanco juntarse con negros. A pesar de ese aislamiento, cuando volví a Inglaterra, la encontré muy constreñida, pálida y húmeda; todo era muy cerrado y demasiado doméstico. No creo que haya un centímetro de paisaje inglés que no haya sido manipulado de una manera u otra. No creo que quede un pasto salvaje en todo el país. Pero, al mismo tiempo, no siento nostalgia de un paisaje africano mítico. Yo no viviría en ese paisaje. Cuando volví a Zimbabwe, dos años después de la independencia, me quedó muy claro que, si volvía, yo era algo del pasado. Mi única función en el presente es ser una especie de talismán. Inevitablemente. Porque soy la “chica local que se hizo buena”. En el régimen blanco yo era la mala. Nadie tenía algo bueno que decir sobre mí. Es difícil hacerse a la idea de lo mala que era yo. Pero ahora está todo bien.

Soy compulsiva para escribir. Y creo profundamente que es algo muy neurótico. Cuando termino un libro y lo mando al editor, es puro alivio, felicidad. No tengo que hacer nada, me puedo sentar y perder el tiempo. Pero de repente empieza. Esta horrible sensación de que estoy desperdiciando mi vida, que soy una inútil, que no sirvo para nada. Inclusive si me paso el día ocupada siento que no hice nada si no escribí. No tiene sentido.

Escribí durante toda mi infancia. Y escribí dos novelas cuando tenía 17 años, muy malas. No lamento haberlas desechado. Tenía que escribir. No tenía educación. Dejé la escuela a los 14 años y no tenía capacitación. En ese momento era niñera. Y era muy aburrido. Así que pensé “voy a intentar escribir una novela”. Escribí dos. Era una lectora voraz, pero demasiado joven para escribir una novela.

En mi juventud fui comunista. Roja. La razón principal por la que me hice roja fue que los comunistas leían todo el tiempo y leían los mismos libros que yo. También porque era la única gente que conocía que parecía entender la imposibilidad de mantener en el tiempo el apartheid.

No duré demasiado como comunista. Me pasó lo mismo que a los demás. Todos fuimos comunistas y ya no lo somos. Estábamos enojados. Creíamos realmente que 15 años después de la guerra el Paraíso reinaría en la Tierra: en la Utopía. Todo lo malo iba a ser prohibido: el capitalismo, la crueldad, el maltrato a las mujeres y los niños. Y nos creíamos esas tonterías. Éramos estúpidos. Los sueños son estúpidos si llevan a acciones poco realistas. Eso tienen de malo. Si uno está soñando con utopías maravillosas y grandes horizontes y fabulosos amaneceres, no puede ver lo que está aquí, cerca. Y no puede ver lo que realmente es capaz de hacer.

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/ 1 de diciembre de 2013 / 04:00

De chica, en Rhodesia, no estaba en contacto con relatos. Los africanos contaban historias constantemente, pero no se nos permitía mezclarnos con ellos. Fue lo peor de haber vivido ahí. Quiero decir: yo podría haber tenido maravillosas, riquísimas experiencias en la infancia. Pero era inconcebible para un niño blanco juntarse con negros. A pesar de ese aislamiento, cuando volví a Inglaterra, la encontré muy constreñida, pálida y húmeda; todo era muy cerrado y demasiado doméstico. No creo que haya un centímetro de paisaje inglés que no haya sido manipulado de una manera u otra. No creo que quede un pasto salvaje en todo el país. Pero, al mismo tiempo, no siento nostalgia de un paisaje africano mítico. Yo no viviría en ese paisaje. Cuando volví a Zimbabwe, dos años después de la independencia, me quedó muy claro que, si volvía, yo era algo del pasado. Mi única función en el presente es ser una especie de talismán. Inevitablemente. Porque soy la “chica local que se hizo buena”. En el régimen blanco yo era la mala. Nadie tenía algo bueno que decir sobre mí. Es difícil hacerse a la idea de lo mala que era yo. Pero ahora está todo bien.

Soy compulsiva para escribir. Y creo profundamente que es algo muy neurótico. Cuando termino un libro y lo mando al editor, es puro alivio, felicidad. No tengo que hacer nada, me puedo sentar y perder el tiempo. Pero de repente empieza. Esta horrible sensación de que estoy desperdiciando mi vida, que soy una inútil, que no sirvo para nada. Inclusive si me paso el día ocupada siento que no hice nada si no escribí. No tiene sentido.

Escribí durante toda mi infancia. Y escribí dos novelas cuando tenía 17 años, muy malas. No lamento haberlas desechado. Tenía que escribir. No tenía educación. Dejé la escuela a los 14 años y no tenía capacitación. En ese momento era niñera. Y era muy aburrido. Así que pensé “voy a intentar escribir una novela”. Escribí dos. Era una lectora voraz, pero demasiado joven para escribir una novela.

En mi juventud fui comunista. Roja. La razón principal por la que me hice roja fue que los comunistas leían todo el tiempo y leían los mismos libros que yo. También porque era la única gente que conocía que parecía entender la imposibilidad de mantener en el tiempo el apartheid.

No duré demasiado como comunista. Me pasó lo mismo que a los demás. Todos fuimos comunistas y ya no lo somos. Estábamos enojados. Creíamos realmente que 15 años después de la guerra el Paraíso reinaría en la Tierra: en la Utopía. Todo lo malo iba a ser prohibido: el capitalismo, la crueldad, el maltrato a las mujeres y los niños. Y nos creíamos esas tonterías. Éramos estúpidos. Los sueños son estúpidos si llevan a acciones poco realistas. Eso tienen de malo. Si uno está soñando con utopías maravillosas y grandes horizontes y fabulosos amaneceres, no puede ver lo que está aquí, cerca. Y no puede ver lo que realmente es capaz de hacer.

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