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Gonzalo Rojas: El retorno del padre pródigo

Gonzalo Rojas en una entrevista, citando a Baudelaire, afirmaba: “La verdadera patria del poeta es su infancia” (1) . Y allí se transporta el poeta chileno en el poema Carbón para aguardar el retorno de su padre: minero muerto a causa del trabajo en las minas. El poema se inicia con el regreso del poeta ya adulto a Lebu, su pueblo, por una geografía harto simbólica, descrita por el propio Rojas en la entrevista: “Es un puerto de mar y es un puerto de río al mismo tiempo, porque el río se mete hasta el pueblo mismo, pero ahí también están el océano y los cerros. Esas minas estaban debajo del mar, habían sido excavadas debajo del mar”. Dos versos de la segunda estrofa iluminan como un relámpago la escena del inminente retorno del padre presentido por el hijo: “Es él. Está lloviendo.

Es él. Mi padre viene mojado”. Y el padre, atravesando el mismo río Lota (y el Leteo), llega a la puerta de la casa donde le esperan su esposa y su hijo. Sobre el telón de fondo de la lluvia se proyecta su figura “debajo de su poncho de Castilla”; retrato portentoso, casi mítico, el cual me evoca la figura de Don Segundo Sombra en la novela homónima de Ricardo Güiraldes.

A continuación, el niño, tras identificarse, invita al padre a pasar a la casa construida hace tiempo por su progenitor: “Adelante: Te he venido a esperar, soy el séptimo de tus hijos”. Y le siguen estos versos que completan la historia y acrecientan su dramatismo: “No importa que hayan pasado tantas estrellas por el cielo de estos años / que hayamos enterrado a tu mujer en agosto”. El hijo insiste en su ansioso ruego: “—Pasa, no estés ahí / mirándome, sin verme, debajo de la lluvia”.

Y el poema concluye, sin desenlace, pues el padre permanece montado en su caballo sin ver al hijo (aunque, en rigor, no sabemos si lo ve o no), pues entre ambos se interpone, como un velo entre este mundo y el trasmundo, la lluvia que no cesa, la cual sigue cayendo como al principio del poema.    
Reconocida por el propio poeta es la repercusión que la poesía de César Vallejo tuvo en su obra. Emociona aquí constatar que la imagen del caballo, presente en el anteriormente comentado poema LVI de Trilce, relaciona a ambos poetas en el final de sus sendos poemas. Igualmente sorprendente es el paralelismo en dos otras imágenes: las madres y las lámparas que ellas portan. Así, en el poema de Vallejo:

El poyo en que mamá alumbró
al hermano mayor, para que ensille
lomos que había yo montado en pelo…

Y en el poema de Gonzalo Rojas:

Madre, ya va a llegar: abramos
el portón, dame esa luz,
yo quiero recibirlo…

En Materia de testamento, poema que da título a uno de sus libros, Rojas reúne a su padre minero con, digámoslo así, su mentor literario, para respectiva y retrospectivamente legarles: “A mi padre, como corresponde, de Coquimbo a Lebu, todo el mar. /…/ a Vallejo que no llega, la mesa puesta con un solo servicio”. Pero basta con que el lector recorra en la lectura (ese otro caballo) el poema aquí transcrito, para que lleguen o vuelvan José Antonio y Gonzalo Rojas, y, con ellos o al rato, el autor de Trilce, de modo que mejor poner la mesa con el servicio para tres.

NOTA

Jacobo Sefamí: De la imaginación poética. Conversaciones con Gonzalo Rojas. Olga Orozco, Álvaro Mutis y José Kozer. Caracas: Monte Ávila, 1996, pp. 13-82.

Carbón

Gonzalo Rojas (1916-2011)

Veo un río veloz brillar como un cuchillo, partir

mi Lebu en dos mitades de fragancia,         

lo escucho,

lo huelo, lo acaricio, lo recorro en un

beso de niño como entonces,

cuando el viento y la lluvia me

mecían, lo siento

como una arteria más

entre mis sienes y mi almohada.

Es él. Está lloviendo.

Es él. Mi padre viene mojado.

Es un olor a caballo mojado. Es un

olor

a caballo mojado. Es Juan Antonio

Rojas sobre un caballo atravesando

un río.

No hay novedad. La noche torrencial

se derrumba

como mina inundada, y un rayo la

estremece.

Madre, ya va a llegar: abramos el

portón,

dame esa luz, yo quiero recibirlo

antes que mis hermanos. Déjame que le lleve un buen vaso de vino

para que se reponga, y me estreche

en un beso,

y me clave las púas de su barba.

Ahí viene el hombre, ahí viene

embarrado, enrabiado contra la

desventura, furioso

contra la explotación, muerto de

hambre, allí viene

debajo de su poncho de Castilla.

Adelante:

te he venido a esperar, yo soy el

séptimo

de tus hijos. No importa

que hayan pasado tantas estrellas

por el cielo de estos años,

que hayamos enterrado a tu mujer             

en un terrible agosto,

porque tú y ella estáis multiplicados.           

     No

Ah, minero inmortal, ésta es tu casa

de roble, que tú mismo construiste.

No importa que la noche nos haya                     

sido negra

por igual a los dos.

—Pasa, no estés ahí

mirándome, sin verme, debajo de la                 

lluvia.

(Del relámpago, 1981)