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VUELVE SEBASTIANA

Conozco y admiro a Jorge Ruiz desde 1952 y tengo el privilegio de haber sido su discípulo. A mediados de junio de 1953 me pidió trabajar con él como guionista para la filmación de una película documental sobre la milenaria etnia chipaya que ya entonces se hallaba en riesgo de extinción. Y me hizo notar que hasta entonces los guiones los hacían sólo él y Augusto Roca. Le agradecí la confianza, pero le hice notar con franqueza que, siendo periodista, no manejaba el lenguaje audiovisual y, por tanto, no me sentía apto para tal tarea. Desestimando mi advertencia y mi negativa, me dijo que no me preocupara por ello pues lo que tenía que escribir primero era simplemente el “guión literario” consistente de un breve argumento. Agregó que no dudaba que después de ello aprendería, sin dificultad ni demora, a convertir dicho esquema inicial en el “guión técnico” final contando con orientación de parte de él y de Augusto Roca, su compañero en Bolivia Films. Me entregó enseguida un estudio del etnógrafo Alfred Metraux referente a los chipayas. Y, teniendo que viajar por dos semanas para filmar algo en el interior, se despidió de prisa diciéndome: “No se hable más, che.”

¿Podía acaso defraudar al caro amigo que me colmaba de confianza y aliento? Me empeñé en captar del libro de Metraux los rasgos esenciales de la cultura chipaya. Sobre esa base armé en borrador un esquema descriptivo de dichas características: o sea un relato sumario, lineal y directo sobre el origen, la vida y las perspectivas de ese milenario segmento de la población autóctona boliviana. El boceto que así produje me pareció apropiado, pero no afortunado. Era correcto, pero temí que fuera frío y convencional. Y sentí que para dar buen testimonio de una cultura viva probablemente era necesario algo que resultara atractivo por ser vivaz y no árido ni rutinario. Luego de cavilar y borronear en pos de ello sin mayor suerte dos o tres días, me vino a la mente algo que Jorge me había dicho de pasada. Era que tenía entendido que algunos chipayas recordaban que muchos años antes una joven mujer se había aventurado a llegar hasta el vecino pueblo de sus adversarios, los aymaras, aparentemente seducida por lo que percibió como una vida menos dura y solitaria que la de los chipayas. No recuerdo por qué, pero me pareció que ese vago dato podría tal vez probarse útil para intentar un tratamiento narrativo diferente que contribuyera a ganar la atención y el interés del público. Por tanto, escribí entonces otro breve boceto tratando de encuadrar la información antropológica en una anécdota ficticia, pero verosímil.

Apenas volvieron Ruiz y Roca a La Paz, presenté a su docta consideración mis dos bosquejos de lego, no sin temer que pudiera no haber atinado a hacer lo que esperaban de mí. Afortunadamente, los hallaron aceptables como bases para forjar el argumento en definitiva. Entonces, alentados por muchos cigarrillos y buen café en La Lechería de la calle Potosí, paradero favorito de Jorge, primero analizamos detenidamente por separado una propuesta y la otra. Y luego nos pusimos a compararlas desmenuzando pros y contras principalmente a la luz de criterios y factores de realización. Puesto que todas sus películas anteriores habían sido hechas satisfactoriamente sobre guiones de tratamiento directo sin encuadre de ficción, Roca favoreció en principio el primer boceto. En cambio Ruiz, atraído justamente por lo novedoso de la posibilidad de valerse en algún grado de la ficción, tendió a optar por el segundo boceto a condición de destacar algún elemento dramático capaz de provocar emociones. Con cautela, Roca advirtió sobre la probable dificultad de lograr el desempeño adecuado para ello por parte de actores naturales que no tenían idea de lo que el cine pudiera ser. Con audacia, Ruiz estimó que valía la pena tomar ese riesgo para lograr algo distinto. Yo compartí esta posición muy contento.

Por  último, logramos pleno acuerdo sobre el guión literario que se expresa en esta sinopsis: Sebastiana, una niña pastora chipaya, y Jesús, un niño aymara pastor, se conocen cuando sus rebaños de ovejas se mezclan en la frontera entre la pequeña aldea Santa Ana de Chipaya y la grande aymara de Sabaya. Él le brinda comida y naranjas de su merienda, lo que asombra y deleita a ella. Entonces él la convence de ir a Sabaya, lugar vedado a los chipayas por ser los aymaras sus adversarios, pero que deslumbra a la niña. La desaparición de la niña alarma a su gente y, siguiendo las visiones de los brujos chipayas, el abuelo de ella se aventura a ir a Sabaya en su búsqueda. La encuentra en la puerta de la iglesia aymara y la reflexiona sobre su familia y sobre las creencias, costumbres, labores y fiestas de su pueblo. La insta luego con firmeza a volver a éste, a lo que ella accede. Pero en la caminata de retorno, afectado el abuelo por la angustia y por el esfuerzo, desfallece y conmina a su nieta a volver a Santa Ana por sí sola. Así lo hace ella y entonces parientes y amigos van en pos del abuelo, a quien encuentran muerto. Lo llevan en guanto hasta las afueras de su aldea, donde lo entierran ritualmente. Y tras de ello, Sebastiana vuelve a su pueblo para siempre…

Sin mucho equipo ni material y con muy poca plata, auxiliados solamente por el chofer de Bolivia Films, Ruiz y Roca partieron a mediados de agosto del 53 a la remota Santa Ana de Chipaya para dedicar dos semanas a la filmación de Vuelve Sebastiana. Lamenté mucho no haber podido acompañarlos en aquello debido a mis compromisos de trabajo en periodismo de los que ganaba el sustento. No conocí, pues, entonces en persona a la niña Sebastiana Kespi; lo haría sólo mucho tiempo después, en 1994, cuando a la vuelta de un festival en Francia —ya madre y ciudadana ejemplar— los residentes orureños en La Paz le hicimos un homenaje.
  

(Fragmentos del discurso pronunciado con motivo del estreno de Vuelve Sebastiana en copia de 35 milímetros, en La Paz el 26 de octubre de 2005.)