Tuesday 23 Apr 2024 | Actualizado a 06:35 AM

Cortázar y el jazz

El escritor argentino, autor de 'Rayuela', creía en la superioridad de los músicos negros en el jazz

/ 15 de diciembre de 2013 / 04:00

Rafael Alberti se enorgullecía de haber nacido con el cine. Julio Cortázar nació sólo tres años antes de que se grabara el primer disco de jazz, y se aficionó para siempre a esa música en una adolescencia que coincidió con su primera edad de oro, a finales de los años 20, con las grabaciones legendarias de los Hot Five y los Hot Seven de Louis Armstrong y el éxito en el Cotton Club de Harlem y en las transmisiones de radio de la orquesta de Duke Ellington. Debía de ser extraordinario asomarse por primera vez al mundo y a la rebeldía personal al mismo tiempo que casi todo estaba inventándose: el cine sonoro, la radio, los discos de 78 revoluciones por minuto, el lenguaje plenamente sofisticado del jazz, en las dos direcciones que ya mantendría para siempre, la de los solos heroicos a la manera de Louis Armstrong y las complejidades orquestales de Ellington, el apego a la herencia afroamericana y el tirón de la música europea; todo mezclado, desde luego, porque Ellington tenía tan presentes los blues y los negro spirituals como el ejemplo de Debussy o Ravel, y porque Armstrong, en apariencia más próximo a lo africano originario, se había criado en una ciudad tan llena de aires musicales europeos y hasta hispánicos como Nueva Orleans, y reconocía que una inspiración para aquellos solos suyos tan largos que antes de él no intentó nadie habían sido las arias de la ópera italiana, con sus hazañas de resistencia pulmonar y sus agudos de funambulismo.

En Buenos Aires, en la radio familiar, el adolescente Julio Cortázar buscaba las raras emisiones de discos de jazz, para irritación y escándalo de sus padres, aficionados a la música clásica y al tango. Muchos años más tarde escribió de manera brillante y fantasiosa sobre los maestros del bebop —Charlie Parker (foto), Dizzy Gillespie, Thelonious Monk—, pero es probable que sus gustos se hubieran quedado anclados en los nombres y en la estética de su primera juventud, en torno a aquellos días de 1930 en los que había comprado su primer disco de Louis Armstrong. Grabaciones de entonces, placas arcaicas a 78 revoluciones, son las que aparecen con tanto detalle en Rayuela, con un efecto paradójico. Rayuela llegó como un gran vendaval de novedad a la literatura en español de los primeros 60, y la presencia del jazz en sus páginas era un indicio de una voluntad de transformación que encontraba su reflejo y su germen igual de innovadora. Pero en los poco más de 30 años que habían pasado desde que el Cortázar adolescente compraba sus primeros discos al jazz le había dado tiempo a quemar febrilmente las edades sucesivas del primitivismo, el clasicismo, la ruptura, la extrema vanguardia. Y sin embargo no hay rastros de esa contemporaneidad en Rayuela: la música de jazz que estaba haciéndose al mismo tiempo que se escribía la novela no es la que suena en ella. La banda sonora de esa novela en la que sus primeros lectores veían la fundación del porvenir está hecha de nostalgia del pasado.

Una sospecha semejante de anacronismo es insoslayable cuando se vuelve a leer su relato más célebremente inspirado en un jazzman, El perseguidor. Johnny Carter sería un trasunto de Charlie Parker, pero el parecido en realidad es muy superficial, salvo unas cuantas coincidencias evidentes, y tiene más que ver con un cierto estereotipo sobre el músico de jazz como una variante del artista maldito que con la realidad de la vida de Charlie Parker, o casi de cualquier músico de esa generación y esa escuela. Johnny Carter es el contrapunto visceral, primitivo, desastroso y auténtico del narrador de la historia, Bruno, el crítico, el blanco y europeo, el erudito que está al margen de la vida y a salvo de su calamidad, pero también privado de su estremecimiento y su belleza. Cortázar, como tantos aficionados blancos, creía en la superioridad de los músicos negros, y asimilaba la improvisación en el jazz a la escritura automática de los surrealistas. Pero no hay nada instintivo y menos todavía espontáneo ni automático en un proceso técnicamente tan complejo como la improvisación, y el talento de los músicos de la generación de Charlie Parker tenía muy poco que ver con la impulsividad autodidacta. Charlie Parker poseía un conocimiento riguroso de la música del siglo XX, de Stravinsky a Béla Bartók. Charles Mingus optó por el jazz sobre la música clásica por la simple y cruda razón de que en ese mundo, en los años 40 y 50, no había lugar para negros.

Y desde luego, para desgracia de Charlie Parker y de tantos de sus coetáneos, el hábito que dominó su vida no fue precisamente el de la marihuana, como le sucede, con una inverosimilitud casi enternecedora, al Johnny Carter de Cortázar. Los boppers arrogantes y torvos tocaban una música tan complicada y veloz que no podía bailarse, llevaban gafas negras y se inyectaban heroína. La marihuana era el vicio inocuo y risueño de los viejos, de aquel Louis Armstrong que de pronto se había quedado antiguo, con su comicidad obsequiosa de Tío Tom, según la caricatura cruel de los jóvenes que lo negaban para afirmarse a sí mismos. En una crónica muy celebrada como ejemplo de su prosa jazzística, Cortázar transmite involuntariamente la sensación de empalago que los críticos más hostiles a Armstrong no le perdonaban: “Louis soplaría durante horas haciendo caer del cielo grandísimos pedazos de estrellas de almíbar y frambuesa para que comieran los niños y los perros”.

Una pequeña exposición, un álbum muy bien diseñado, un ciclo de tres conciertos, examinan en estos finales de otoño, en la Fundación Juan March de Madrid, las conexiones entre Julio Cortázar y el jazz. Pude asistir al último de los conciertos, una mañana muy fría y soleada de sábado, a una hora a la que uno está tan poco acostumbrado a escuchar jazz como a tomarse un whisky o un gin-tonic antes de comer. El efecto fue extraordinario. A las doce de la mañana el jazz se sube tan directamente a la cabeza como una copa tomada a esa hora con el estómago vacío. Tocaba el cuarteto de Perico Sambeat. En homenaje a Johnny Carter y a El perseguidor los músicos recorrieron el repertorio de Charlie Parker. Estaban al principio algo intimidados por la sala tan solemne de la Fundación Juan March, algo desconcertados por lo raro de la hora. Pero muy pronto prendió el fuego, y al Charlie Parker introspectivo y poético de My Melancholy Baby y Lover Man le sucedía el desatado y vertiginoso de Confirmation. En uno de los textos seleccionados por el editor del álbum, José Luis Maire, Cortázar describe con bienvenida sobriedad la experiencia de escuchar esa música: “…sentí más que nunca lo que hace a los grandes del jazz, esa invención que sigue siendo fiel al tema que combate y transforma e irisa”.

Temas Relacionados

Comparte y opina:

Octubre Modiano

Las novelas del nuevo premio Nobel son breves, se leen rápido y son altamente adictivas

/ 26 de octubre de 2014 / 04:00

Patrick Modiano es un escritor contagioso. No es posible leerlo sin transfigurarse un poco en un personaje suyo. Empieza uno a leer una novela de Patrick Modiano y cuando sale a la calle ya nota que va entre muy absorto y muy atento, percibiéndolo todo a su alrededor y al mismo tiempo echando en falta lo que ya no existe, fijándose en los desconocidos y en las desconocidas que pasan y en los nombres de las tiendas, en todo eso que uno de sus personajes llama “puntos fijos”, elementos de referencia que le permitan a uno mantenerse orientado en el plano de la ciudad y en los otros planos simultáneos o sucesivos del tiempo. Uno va por la calle con una novela de Modiano en el bolsillo, y se parece al muy probable narrador de esa misma novela, que quizá llevará un libro de título raro comprado en un puesto de segunda mano o un cuaderno en el que vaya apuntándolo todo: nombres de calles de París que muchas veces aluden a ciudades o a países extranjeros, direcciones de personas o de negocios tomadas de los anuncios por palabras, nombres de cines, de cafés, de tiendas, de librerías, números de teléfono.

Los libros de Patrick Modiano son tan breves que pueden llevarse sin dificultad en el bolsillo de la chaqueta. Son novelas en las que sumergirse y guías exactas para caminar por una gran ciudad en la que llegar en línea recta al punto de destino es mucho menos interesante que tomar atajos  o dar grandes rodeos que pueden terminar en parajes desconocidos, calles que parecerán de una capital de provincias o de una ciudad en otro continente, o lugares del pasado.

En las novelas de Modiano las caminatas siempre tienen lugar en París, pero eso no impide que le sirvan también a uno como guías prácticas para sus itinerarios por la ciudad donde vive. El París de Modiano, como el Dublín de Joyce, es una ciudad literal y la metáfora de un estado de espíritu. Voy en el metro leyendo En el café de la juventud perdida. Un narrador dice que el otoño le parece la estación de las promesas, no el anuncio del invierno, sino el limpio principio de algo, de una vida nueva, como esos días de principio de curso en los que se mezcla el olor de la lluvia con el de los cuadernos y los lápices recién adquiridos. Llego a mi estación, cierro el libro, lo guardo en el bolsillo, y al emerger de las escaleras salgo a una mañana que es de Madrid y al mismo tiempo del París de la novela: las gabardinas, el frío húmedo, las rachas de lluvia, las grandes nubes viajeras atravesando el cielo. Madrid no es París, pero la percepción interior de la ciudad puede parecerse mucho, sobre todo si se lleva unos días leyendo a Modiano, y si uno, inevitablemente, ha empezado a parecerse a  cualquiera de sus narradores, tan semejantes todos entre sí, y de manera sutil tan distintos, como esas voces que se suceden en En el café de la juventud perdida, voces de hombres y mujeres, de vivos y de muertos, unidas por el hilo de una música muy semejante y, sin embargo, dotadas cada una de su inflexión singular, dueñas de una parte limitada, un fragmento de historia que solo existe completa en la imaginación del lector: tiene un principio y tiene un fin, pero llena de espacios en blanco, de zonas de incertidumbre y oscuridad.

En un libro de Modiano, sea de ficción, de recuerdo explícito o de indagación sobre hechos reales, no hay presencia que no sea insegura y fragmentaria, y el contorno de cada una de ellas está definido por el contraste con el número siempre mayor y siempre creciente de las ausencias. Los aparecidos y los desaparecidos pueblan su literatura, y la ciudad por la que se mueven está igualmente hecha de lugares reales y visibles y de otros que ya no existen.
Ha dicho Modiano que si hubiera vivido en el siglo XIX, sus novelas habrían tratado de personajes y de cosas más sólidas. Pero el tiempo de su vida, ya desde antes de su nacimiento, ha sido el de las desapariciones y las demoliciones, una época en la que la palabra desaparecido dejó de ser un adjetivo para convertirse en sustantivo; en la que las guerras adquirieron la suficiente fuerza destructiva para que ciudades enteras pudieran desaparecer de la noche a la mañana. Para mí, la cima y la síntesis de la literatura de Patrick Modiano es Dora Bruder: no una novela, sino el relato de una búsqueda real, condenada a no concluirse nunca, porque es una tentativa de restituir la biografía de alguien que es poco más que un nombre en el catálogo inmenso de los perseguidos, los desaparecidos, los eliminados sin rastro. El narrador, Modiano mismo, busca una vez más algo, sigue el rastro inseguro de alguien, recorre calles, comprueba direcciones, indaga en viejas guías de teléfonos y en archivos de periódicos, se deja llevar por sus pasos hacia lugares periféricos de París en los que el recuerdo de su niñez linda como una frontera junto al gran vacío del tiempo anterior a los primeros recuerdos y a la propia vida.

La ficción nos permite seleccionar rasgos significativos o rellenar los espacios en blanco con invenciones plausibles: en Dora Bruder, que trata de la persona real que llevó ese nombre en París, en los peores años de la Ocupación, una adolescente judía de cuya existencia Modiano se enteró por azar, los límites de lo que se cuenta coinciden exactamente con los de lo que se sabe, y lo irreparable del desconocimiento y la velocidad del olvido son injurias casi tan tristes como el crimen en sí, uno entre millones, rescatado del anonimato por el deseo de conocimiento y restitución que es el impulso más noble de la literatura.
Tenía en una pila de libros pendientes La hierba de las noches y lo he leído en dos días. Pero las novelas de Modiano se leen tan rápido y son tan adictivas que he vuelto de inmediato a En el café de la juventud perdida. Tienen una longitud muy parecida a las de Simenon: una inmersión rápida y poderosa, un suspenso demorado, pero con límites muy estrictos, un final al que uno va acercándose con una sensación de deslumbramiento. El formato de los libros de bolsillo franceses es tan ideal para la lectura de Modiano como para la de Simenon. Van contigo, livianos y flexibles, dóciles y sin peso para las grandes caminatas, para el asiento del metro o del café, o para la holgazanería lectora en el sofá. Lee uno a Modiano y por contagio de su escritura se le acentúan las resonancias del pasado y se vuelve más atento a la percepción del presente. Esa voz interior de cada novela suena muy familiar porque se parece a la de otras novelas anteriores de Modiano, pero sobre todo se parece a la tuya. Eres tú quien va por la ciudad, quien observa, quien extraña, quien imagina, quien vive en varios tiempos a la vez, quien nunca se cansa de andar.

Temas Relacionados

Comparte y opina:

Octubre Modiano

Las novelas del nuevo premio Nobel son breves, se leen rápido y son altamente adictivas

/ 26 de octubre de 2014 / 04:00

Patrick Modiano es un escritor contagioso. No es posible leerlo sin transfigurarse un poco en un personaje suyo. Empieza uno a leer una novela de Patrick Modiano y cuando sale a la calle ya nota que va entre muy absorto y muy atento, percibiéndolo todo a su alrededor y al mismo tiempo echando en falta lo que ya no existe, fijándose en los desconocidos y en las desconocidas que pasan y en los nombres de las tiendas, en todo eso que uno de sus personajes llama “puntos fijos”, elementos de referencia que le permitan a uno mantenerse orientado en el plano de la ciudad y en los otros planos simultáneos o sucesivos del tiempo. Uno va por la calle con una novela de Modiano en el bolsillo, y se parece al muy probable narrador de esa misma novela, que quizá llevará un libro de título raro comprado en un puesto de segunda mano o un cuaderno en el que vaya apuntándolo todo: nombres de calles de París que muchas veces aluden a ciudades o a países extranjeros, direcciones de personas o de negocios tomadas de los anuncios por palabras, nombres de cines, de cafés, de tiendas, de librerías, números de teléfono.

Los libros de Patrick Modiano son tan breves que pueden llevarse sin dificultad en el bolsillo de la chaqueta. Son novelas en las que sumergirse y guías exactas para caminar por una gran ciudad en la que llegar en línea recta al punto de destino es mucho menos interesante que tomar atajos  o dar grandes rodeos que pueden terminar en parajes desconocidos, calles que parecerán de una capital de provincias o de una ciudad en otro continente, o lugares del pasado.

En las novelas de Modiano las caminatas siempre tienen lugar en París, pero eso no impide que le sirvan también a uno como guías prácticas para sus itinerarios por la ciudad donde vive. El París de Modiano, como el Dublín de Joyce, es una ciudad literal y la metáfora de un estado de espíritu. Voy en el metro leyendo En el café de la juventud perdida. Un narrador dice que el otoño le parece la estación de las promesas, no el anuncio del invierno, sino el limpio principio de algo, de una vida nueva, como esos días de principio de curso en los que se mezcla el olor de la lluvia con el de los cuadernos y los lápices recién adquiridos. Llego a mi estación, cierro el libro, lo guardo en el bolsillo, y al emerger de las escaleras salgo a una mañana que es de Madrid y al mismo tiempo del París de la novela: las gabardinas, el frío húmedo, las rachas de lluvia, las grandes nubes viajeras atravesando el cielo. Madrid no es París, pero la percepción interior de la ciudad puede parecerse mucho, sobre todo si se lleva unos días leyendo a Modiano, y si uno, inevitablemente, ha empezado a parecerse a  cualquiera de sus narradores, tan semejantes todos entre sí, y de manera sutil tan distintos, como esas voces que se suceden en En el café de la juventud perdida, voces de hombres y mujeres, de vivos y de muertos, unidas por el hilo de una música muy semejante y, sin embargo, dotadas cada una de su inflexión singular, dueñas de una parte limitada, un fragmento de historia que solo existe completa en la imaginación del lector: tiene un principio y tiene un fin, pero llena de espacios en blanco, de zonas de incertidumbre y oscuridad.

En un libro de Modiano, sea de ficción, de recuerdo explícito o de indagación sobre hechos reales, no hay presencia que no sea insegura y fragmentaria, y el contorno de cada una de ellas está definido por el contraste con el número siempre mayor y siempre creciente de las ausencias. Los aparecidos y los desaparecidos pueblan su literatura, y la ciudad por la que se mueven está igualmente hecha de lugares reales y visibles y de otros que ya no existen.
Ha dicho Modiano que si hubiera vivido en el siglo XIX, sus novelas habrían tratado de personajes y de cosas más sólidas. Pero el tiempo de su vida, ya desde antes de su nacimiento, ha sido el de las desapariciones y las demoliciones, una época en la que la palabra desaparecido dejó de ser un adjetivo para convertirse en sustantivo; en la que las guerras adquirieron la suficiente fuerza destructiva para que ciudades enteras pudieran desaparecer de la noche a la mañana. Para mí, la cima y la síntesis de la literatura de Patrick Modiano es Dora Bruder: no una novela, sino el relato de una búsqueda real, condenada a no concluirse nunca, porque es una tentativa de restituir la biografía de alguien que es poco más que un nombre en el catálogo inmenso de los perseguidos, los desaparecidos, los eliminados sin rastro. El narrador, Modiano mismo, busca una vez más algo, sigue el rastro inseguro de alguien, recorre calles, comprueba direcciones, indaga en viejas guías de teléfonos y en archivos de periódicos, se deja llevar por sus pasos hacia lugares periféricos de París en los que el recuerdo de su niñez linda como una frontera junto al gran vacío del tiempo anterior a los primeros recuerdos y a la propia vida.

La ficción nos permite seleccionar rasgos significativos o rellenar los espacios en blanco con invenciones plausibles: en Dora Bruder, que trata de la persona real que llevó ese nombre en París, en los peores años de la Ocupación, una adolescente judía de cuya existencia Modiano se enteró por azar, los límites de lo que se cuenta coinciden exactamente con los de lo que se sabe, y lo irreparable del desconocimiento y la velocidad del olvido son injurias casi tan tristes como el crimen en sí, uno entre millones, rescatado del anonimato por el deseo de conocimiento y restitución que es el impulso más noble de la literatura.
Tenía en una pila de libros pendientes La hierba de las noches y lo he leído en dos días. Pero las novelas de Modiano se leen tan rápido y son tan adictivas que he vuelto de inmediato a En el café de la juventud perdida. Tienen una longitud muy parecida a las de Simenon: una inmersión rápida y poderosa, un suspenso demorado, pero con límites muy estrictos, un final al que uno va acercándose con una sensación de deslumbramiento. El formato de los libros de bolsillo franceses es tan ideal para la lectura de Modiano como para la de Simenon. Van contigo, livianos y flexibles, dóciles y sin peso para las grandes caminatas, para el asiento del metro o del café, o para la holgazanería lectora en el sofá. Lee uno a Modiano y por contagio de su escritura se le acentúan las resonancias del pasado y se vuelve más atento a la percepción del presente. Esa voz interior de cada novela suena muy familiar porque se parece a la de otras novelas anteriores de Modiano, pero sobre todo se parece a la tuya. Eres tú quien va por la ciudad, quien observa, quien extraña, quien imagina, quien vive en varios tiempos a la vez, quien nunca se cansa de andar.

Temas Relacionados

Comparte y opina:

De principio a fin

Las novelas en español de América no serían tan buenas sin la contundencia irresistible de sus arranques

/ 5 de octubre de 2014 / 04:00

Casi lo mejor de aquellos libros escritos en el español de América eran sus comienzos asombrosos. Se leía la primera línea y ya se estaba en el interior de un mundo, en el desafío de un misterio, en la corriente de una historia. Eran principios que nos parecían tan poderosos como los de los grandes relatos originarios, el del Génesis o el del Quijote, el de En busca del tiempo perdido, La Ilíada.

Delante del pelotón de fusilamiento el coronel Aureliano Buendía se acuerda de la mañana remota en que su padre lo llevó a descubrir el hielo. Alguien vino a Comala porque le habían dicho que allí vivía su padre, Pedro Páramo. Durante tres días y tres noches del carnaval de 1927 la vida del Emilio Gauna de Bioy conoce su primera y misteriosa culminación. La candente mañana de febrero en la que Beatriz Viterbo murió, un personaje que se llama Borges dice que notó que en los cartelones de la plaza Constitución habían cambiado un anuncio de cigarrillos.

En una mañana gris de Lima un periodista joven encuentra por casualidad a un antiguo conocido y al mismo tiempo que se va desgranando el principio de una historia unas palabras actúan como un motivo musical: “Zavalita, ¿en qué momento se jodió el Perú?”. En un pueblo de una serranía punteada de sanatorios antituberculosos el dueño de un colmado ve llegar a un viajero y se fija en sus manos, y en esa figura alta y sombría de Los Adioses uno reconoce un autorretrato de Juan Carlos Onetti con la misma familiaridad con la que lee las primeras palabras definitivas de la historia: “Quisiera no haber visto del hombre nada más que las manos”…

En cada arranque hay una interrogación y una búsqueda. Con mucha frecuencia también un viaje, una caminata. En la primera línea de Rayuela hay una pregunta que contiene cifrado en su brusca brevedad el hilo de la historia, del que habrá que ir tirando poco a poco hasta quedar envuelto en ella: “¿Encontraría a la Maga?”. No sabemos quién habla, si es hombre o mujer, ni sabemos si quiera si habla en primera o en tercera persona, y el nombre tan raro de la mujer que provoca esa búsqueda es un motivo nuevo de incertidumbre, porque además no es un nombre, sino un apodo, más alarmante visto ahora que cuando lo leíamos de muy jóvenes.

Mi amor por la literatura incluía un acopio de primeras frases. Y la emoción era mayor porque aquellos escritores estaban vivos y escribían en mi propio idioma, aunque en variantes que a mí me parecían más libres, dotadas de una flexibilidad y de un rumor de habla que no solía encontrar en la mayor parte de la literatura de mi propio país. Aquellas novelas, aquellos cuentos, no habrían sido tan buenos sin la contundencia irresistible de sus arranques. Era como leer el principio de ¡Absalom, Absalom! o el de Luz de agosto, con la muchacha negra sentada al costado del camino, embarazada, con los pies descalzos en el polvo, mirando venir una carreta lenta; o como empezar La metamorfosis o Por el camino de Swann. Había una exaltación física: las dos manos apretando el libro abierto y combando las hojas, la cabeza inclinada, el mundo exterior dejado en suspenso, aunque uno anduviera por la calle o en un autobús. Raymond Chandler también tenía el don de los comienzos suntuosos: en el de El largo adiós, Philip Marlowe recuerda la primera vez que sus ojos vieron a Terry Lennox, desmoronándose borracho en un coche recién abierto, cayendo al suelo de un aparcamiento.

La muerte de Gabriel García Márquez es uno de los finales tristes de aquellos principios, y la tristeza no es solo la del apagarse de una vida y el paso del tiempo. De muy joven uno no sabe que hay arranques de historias tan demasiado brillantes que han de acabar forzosamente en finales sin lustre, en la decepción de las promesas que no podían cumplirse. La apoteosis póstuma del escritor elevado a monumento ahoga el rumor siempre en voz baja de la literatura. Guardias presidenciales, banderas, disputas sobre el destino de las cenizas, como sobre las reliquias milagrosas de un santo. Que se quiera exhibir una parte de las cenizas del escritor en una urna de vidrio, en el museo de su ciudad natal, quizás es una prueba de que las desmesuras del realismo mágico pueden ser tan perjudiciales en la vida cívica como en la novela. Gobiernos oligárquicos que niegan a la inmensa mayoría de sus ciudadanos el derecho a la educación y por lo tanto al disfrute de la literatura se condecoran a sí mismos con la pompa vacía de la glorificación del escritor y gastan en ella lo que no gastarán nunca en bibliotecas ni escuelas públicas ni becas de estudio. Personajes de rango económico y político nos informan en sus necrológicas de la amistad que los unía al difunto y hasta de la alta opinión que éste tenía de ellos.

De muy joven yo leía a Gabriel García Márquez para aprender a hacerme escritor. Luego, en algún momento, lo seguía admirando, pero ya había dejado de leerlo. Mi idea de la escritura se fue volviendo más austera, y la sobreabundancia verbal que antes me había, literalmente, encantado, ahora me fatigaba, con su monotonía de desmesuras y prodigios. García Márquez empezó a representar para mí una clase de escritor a la que me siento muy ajeno: el escritor Víctor Hugo, que actúa ya en vida como un monumento de sí mismo, que proyecta sobre un país entero su sombra excesiva de caudillo. Me gusta más el escritor reservado, el escritor Onetti o Flaubert. Lo que más me queda de la obra de García Márquez es el recuerdo de los artículos que publicaba en El País en los años 80 y esa primera frase que sigo sabiéndome de memoria, seguida ahora por un gran espacio en blanco. Por curiosidad literaria, por lealtad a lo que me importó tanto, me hago el propósito de abrir de nuevo la novela y leerla de principio a fin.

Temas Relacionados

Comparte y opina:

Cortázar y el jazz

El escritor argentino, autor de 'Rayuela', creía en la superioridad de los músicos negros en el jazz

/ 15 de diciembre de 2013 / 04:00

Rafael Alberti se enorgullecía de haber nacido con el cine. Julio Cortázar nació sólo tres años antes de que se grabara el primer disco de jazz, y se aficionó para siempre a esa música en una adolescencia que coincidió con su primera edad de oro, a finales de los años 20, con las grabaciones legendarias de los Hot Five y los Hot Seven de Louis Armstrong y el éxito en el Cotton Club de Harlem y en las transmisiones de radio de la orquesta de Duke Ellington. Debía de ser extraordinario asomarse por primera vez al mundo y a la rebeldía personal al mismo tiempo que casi todo estaba inventándose: el cine sonoro, la radio, los discos de 78 revoluciones por minuto, el lenguaje plenamente sofisticado del jazz, en las dos direcciones que ya mantendría para siempre, la de los solos heroicos a la manera de Louis Armstrong y las complejidades orquestales de Ellington, el apego a la herencia afroamericana y el tirón de la música europea; todo mezclado, desde luego, porque Ellington tenía tan presentes los blues y los negro spirituals como el ejemplo de Debussy o Ravel, y porque Armstrong, en apariencia más próximo a lo africano originario, se había criado en una ciudad tan llena de aires musicales europeos y hasta hispánicos como Nueva Orleans, y reconocía que una inspiración para aquellos solos suyos tan largos que antes de él no intentó nadie habían sido las arias de la ópera italiana, con sus hazañas de resistencia pulmonar y sus agudos de funambulismo.

En Buenos Aires, en la radio familiar, el adolescente Julio Cortázar buscaba las raras emisiones de discos de jazz, para irritación y escándalo de sus padres, aficionados a la música clásica y al tango. Muchos años más tarde escribió de manera brillante y fantasiosa sobre los maestros del bebop —Charlie Parker (foto), Dizzy Gillespie, Thelonious Monk—, pero es probable que sus gustos se hubieran quedado anclados en los nombres y en la estética de su primera juventud, en torno a aquellos días de 1930 en los que había comprado su primer disco de Louis Armstrong. Grabaciones de entonces, placas arcaicas a 78 revoluciones, son las que aparecen con tanto detalle en Rayuela, con un efecto paradójico. Rayuela llegó como un gran vendaval de novedad a la literatura en español de los primeros 60, y la presencia del jazz en sus páginas era un indicio de una voluntad de transformación que encontraba su reflejo y su germen igual de innovadora. Pero en los poco más de 30 años que habían pasado desde que el Cortázar adolescente compraba sus primeros discos al jazz le había dado tiempo a quemar febrilmente las edades sucesivas del primitivismo, el clasicismo, la ruptura, la extrema vanguardia. Y sin embargo no hay rastros de esa contemporaneidad en Rayuela: la música de jazz que estaba haciéndose al mismo tiempo que se escribía la novela no es la que suena en ella. La banda sonora de esa novela en la que sus primeros lectores veían la fundación del porvenir está hecha de nostalgia del pasado.

Una sospecha semejante de anacronismo es insoslayable cuando se vuelve a leer su relato más célebremente inspirado en un jazzman, El perseguidor. Johnny Carter sería un trasunto de Charlie Parker, pero el parecido en realidad es muy superficial, salvo unas cuantas coincidencias evidentes, y tiene más que ver con un cierto estereotipo sobre el músico de jazz como una variante del artista maldito que con la realidad de la vida de Charlie Parker, o casi de cualquier músico de esa generación y esa escuela. Johnny Carter es el contrapunto visceral, primitivo, desastroso y auténtico del narrador de la historia, Bruno, el crítico, el blanco y europeo, el erudito que está al margen de la vida y a salvo de su calamidad, pero también privado de su estremecimiento y su belleza. Cortázar, como tantos aficionados blancos, creía en la superioridad de los músicos negros, y asimilaba la improvisación en el jazz a la escritura automática de los surrealistas. Pero no hay nada instintivo y menos todavía espontáneo ni automático en un proceso técnicamente tan complejo como la improvisación, y el talento de los músicos de la generación de Charlie Parker tenía muy poco que ver con la impulsividad autodidacta. Charlie Parker poseía un conocimiento riguroso de la música del siglo XX, de Stravinsky a Béla Bartók. Charles Mingus optó por el jazz sobre la música clásica por la simple y cruda razón de que en ese mundo, en los años 40 y 50, no había lugar para negros.

Y desde luego, para desgracia de Charlie Parker y de tantos de sus coetáneos, el hábito que dominó su vida no fue precisamente el de la marihuana, como le sucede, con una inverosimilitud casi enternecedora, al Johnny Carter de Cortázar. Los boppers arrogantes y torvos tocaban una música tan complicada y veloz que no podía bailarse, llevaban gafas negras y se inyectaban heroína. La marihuana era el vicio inocuo y risueño de los viejos, de aquel Louis Armstrong que de pronto se había quedado antiguo, con su comicidad obsequiosa de Tío Tom, según la caricatura cruel de los jóvenes que lo negaban para afirmarse a sí mismos. En una crónica muy celebrada como ejemplo de su prosa jazzística, Cortázar transmite involuntariamente la sensación de empalago que los críticos más hostiles a Armstrong no le perdonaban: “Louis soplaría durante horas haciendo caer del cielo grandísimos pedazos de estrellas de almíbar y frambuesa para que comieran los niños y los perros”.

Una pequeña exposición, un álbum muy bien diseñado, un ciclo de tres conciertos, examinan en estos finales de otoño, en la Fundación Juan March de Madrid, las conexiones entre Julio Cortázar y el jazz. Pude asistir al último de los conciertos, una mañana muy fría y soleada de sábado, a una hora a la que uno está tan poco acostumbrado a escuchar jazz como a tomarse un whisky o un gin-tonic antes de comer. El efecto fue extraordinario. A las doce de la mañana el jazz se sube tan directamente a la cabeza como una copa tomada a esa hora con el estómago vacío. Tocaba el cuarteto de Perico Sambeat. En homenaje a Johnny Carter y a El perseguidor los músicos recorrieron el repertorio de Charlie Parker. Estaban al principio algo intimidados por la sala tan solemne de la Fundación Juan March, algo desconcertados por lo raro de la hora. Pero muy pronto prendió el fuego, y al Charlie Parker introspectivo y poético de My Melancholy Baby y Lover Man le sucedía el desatado y vertiginoso de Confirmation. En uno de los textos seleccionados por el editor del álbum, José Luis Maire, Cortázar describe con bienvenida sobriedad la experiencia de escuchar esa música: “…sentí más que nunca lo que hace a los grandes del jazz, esa invención que sigue siendo fiel al tema que combate y transforma e irisa”.

Temas Relacionados

Comparte y opina: