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Alice Munro, los cataclismos

Nada más empezar a leer, la historia te ha agarrado y ya no te va a soltar más. Es como si entrara en tromba en tu vida y te exigiera, de alguna manera, participar en las circunstancias de cuanto se está contando. Ese es el poder de la literatura de Alice Munro, y por eso le deben haber dado el Nobel. Toma la palabra y lo que dice resulta tremendamente familiar, próximo. Pequeñas cosas, decisiones cotidianas, las ilusiones corrientes, los tropiezos habituales. Pero todo tocado, como ocurre también en la realidad, por esos minúsculos procesos interiores que van contagiando de turbulencias cuanto nos pasa.

Alice Munro tiene un enorme talento para los detalles, los va dejando caer por el camino: como si fueran irrelevantes cuando están mostrando lo más importante. De Louisa, por ejemplo, una joven bibliotecaria que viene de otra ciudad y que se aloja en distintos hoteles, dice que bebía un vaso de vino en las comidas.

Luego se preguntará qué puede ocurrir con una mujer así, que ha mostrado su independencia y el coraje imprescindible para manejar su vida a su manera. “¿Un poco demasiado lista y segura de sí misma, para aquella época, de manera que hacía sentirse incómodos a los hombres?”. Podría ser, bebía un vaso de vino. Pero luego está también la prodigiosa manera que tiene Munro para describir a sus personajes. Respecto a la propia Louisa, escribe: “¿Sería una de esas personas llenas de grietas remendadas que sólo se ven de cerca? ¿La perturbaba un antiguo sufrimiento, algún secreto?”.

Es lo que está pensando el hombre que la observa. Igual resulta que también es lo que piensa el lector, o lo que Munro quiere que el lector se pregunte. Damas y caballeros: ahí estamos, ya nos han arrancado del mundo para que lo habitemos más adentro, más en sus diabólicos pasadizos, en sus misterios que no tienen solución, en sus asuntos que no tienen salida, en los que dan paz y sosiego, en los que provocan heridas. Pongamos Secretos a voces (RBA; traducción de Flora Casas), una de sus muchas colecciones de relatos. Una maravilla.

Alice Munro no pudo acudir a recibir el Premio Nobel a Estocolmo. Lo hizo por ella su hija Jenny. Peter Englund, el secretario permanente del comité literario de la Academia, dijo: “Si nunca han fantaseado sobre los extraños que ven en un autobús, empezarán a hacerlo tras leer a Alice Munro”. Tiene razón. También la tenía Alberto Manguel cuando escribió: “Los hombres, mujeres y niños (pero sobre todo mujeres) del mundo literario de Alice Munro se afanan en los pequeños trajines de la vida cotidiana. Nacen, viven y mueren dentro de marcos previstos desde siempre, y si en éstos irrumpen (como siempre lo hacen) las sorpresas del azar y de lo casi imposible, nunca sienten que sus tragedias puedan tener ecos universales”.

Y también: “La minuciosa construcción de ese mundo —la exactitud de un gesto de despedida, de una palabra apenas pronunciada, de la forma de una taza o del color de un muro— parecería reivindicar un realismo documentario, una arqueología del presente. Sin embargo, es lo contrario: esa precisión encubre una generalidad ancestral, una verdad válida para todos, un secreto a voces”. De Munro han dicho que es heredera de Chéjov, y es verdad: sabe dar lo más complejo de la vida en dos brochazos y en unas cuantas cuartillas. Pero quizá tenga también algo de Faulkner, porque reconstruye el mundo concreto en el que habitan sus criaturas. También el paisaje, también el vecindario, también las abundantes huellas que deja el tiempo. Aquí estamos, de ahí venimos.  

Algunas de las narraciones contenidas en Secreto a voces son obras maestras indiscutibles: “La virgen albanesa”, “Entusiasmo”, “Han llegado naves espaciales”, “Estación del Vía Crucis”. Pero seguro que esta misma relación daría que hablar y que habrá quien sustituya alguno por otro, que añada más. Hay historias de tiempos lejanos que se proyectan en el presente. Otras veces, un minúsculo episodio lo cambia todo. “Aquel cataclismo de mi vida tuvo lugar en diciembre”, explica la narradora de uno de los relatos. Ha tenido una aventura con otro hombre, su marido se entera y la deja, ella termina también por marcharse. “Y entonces no pensé”, sigue contando: “qué tontería creer que un hombre es tan diferente del otro cuando a lo que en realidad se reduce la vida es a una taza de café como Dios manda y una habitación en la que estirarse un poco”.

Y ha sido, es cierto, un cataclismo. Ocurren a cada rato. La vida seguramente no es nada más que eso: una colección de cataclismos. Suceden, arrasan con cuanto había habido hasta entonces, luego se pierden como una gota en un papel secante: al principio parecen crecer y anegarlo, luego desaparecen. Bea Doud, en otro cuento, conoce un día a un tal Ladner cuando lo visita junto a Peter Parr, el hombre que la ayudó a sentar la cabeza, y de pronto “todo lo que la atraía de él, lo que la confortaba, se había reducido a cenizas”. Le cuesta, eso sí, aceptar lo que le está pasando. “Le horrorizaría una cosa así, porque era lo que pasaba en las novelas de amor: el bruto le hace tilín a la mujer y adiós muy buenas al chico educado y maravilloso”. Otro cataclismo más. Así es Alice Munro: no pueden perdérsela.