He devorado El arte de leer (Lumen), una suculenta antología de ensayos de W. H. Auden. Hasta donde me alcanza, me parecen muy bien traducidos por Juan Antonio Montiel y editados “a la antigua” por Andreu Jaume, es decir, con verdadero trabajo de editor, con un utilísimo aparato de notas que no solo informan y van al grano sino que también abren un abanico de relaciones lejos del academicismo al uso.

No es difícil estar de acuerdo con lo que dice Jaume sobre Auden en el prólogo, donde destaca, a la hora de retratarle como ensayista y crítico, “su poderosa tendencia a la máxima y el aforismo —no en vano era un buen lector de Pascal y de Nietzsche—, dueño de un demoledor sentido común, de una inexorable independencia de criterio, y de una fértil y contagiosa libertad interpretativa que convierte sus asaltos en puntos de vista únicos e irrepetibles”.
Auden debió de ser un profesor excepcional. Con tendencia al dogmatismo y a la salida de tono, pero siempre poniendo en cuestión, en materia literaria, todo lo que no hubiera observado personalmente. Y siempre apasionado, aunque procuraba ocultar cualquier forma de pasión. O sea, inglés hasta las cachas, pese a nacionalizarse estadounidense.

Vivió en una contradicción dolorosa y permanente: era homosexual y cristiano devoto. De comunión anglicana, concretamente, y muy ortodoxo, había abandonado la fe a los 13 años, y la abrazó de nuevo (el verbo me parece el más adecuado) en 1940. Se tomaba muy en serio su religión, aunque es muy gracioso lo que dice sobre el anglicanismo: “Espero que nadie se sienta insultado si digo que es el cristianismo de los caballeros, y que, al fin y al cabo, todos sabemos qué distancia tan corta separa a un auténtico caballero de un refinado esnob”.

CATOLICISMO. En los años 50 se sintió muy atraído, como no podía ser menos, por los rituales del catolicismo romano: “Mis dudas pueden achacarse al enorme goce estético que tales festividades me proporcionan y a la nostalgia que tengo de ellas cuando me hallo en países donde no se celebran”. Sus convicciones cristianas le provocaron grandes crisis, y trató de apostatar de sus preferencias sexuales por medio del psicoanálisis, sin conseguirlo, adoptando a cambio una actitud que oscila, a mi juicio, entre el reaccionarismo y el disparate.

Con Inglaterra le sucedía lo mismo que con la religión, porque las instituciones que veneraba, con la monarquía a la cabeza, condenaban radicalmente su opción sexual.

Auden y Christopher Isherwood, su mentor y amigo, con el que escribió varias piezas de poesía dramática, habían vivido juntos en Berlín, y compartieron luego casa en Londres, pero su relación trascendió, poniendo en jaque sus vidas y carreras: la amenaza de cárcel era un hecho cierto (y lo fue hasta bien entrada la década de los 60, cuando al fin se promulgó la ley que dejaba de penalizar la homosexualidad), y el mundo académico y cultural se les volvió irrespirable.

En Berlín, Auden se casó con Erika Mann, la hija de Thomas Mann. Fue un matrimonio de conveniencia para conseguirle un pasaporte británico que le permitiera huir de los nazis, dato que dice mucho acerca de su generosidad. Erika Mann era un personaje fascinante: andrógina, lesbiana, antifascista, actriz y luego periodista, fue una de las contadas reporteras que cubrió los juicios de Nuremberg.

En 1939, Auden e Isherwood decidieron emigrar a Estados Unidos porque estaban convencidos de poder encontrar allí una mayor libertad de costumbres y porque las revistas literarias y las giras de conferencias les permitían vivir mucho más holgadamente que en Inglaterra. No fue una decisión fácil: marcharse cuando crecían en Europa los vientos de guerra le valió a Auden reiteradas acusaciones de cobarde. Entre 1940-41 vivió en una casa de Brooklyn Heights (en el 7 de Middagh Street), compartida con Carson McCullers y Benjamin Britten, entre otros artistas, formando una “comunidad creativa” que se llamó “February House”.

OBRA. Aunque no dejó de escribir hasta poco antes de su muerte, en 1973 (Epistle to a Godson es de 1972, y el inacabado Thank You, Fog, que se publicó póstumamente, en 1974), lo mejor de su obra poética aparece en la década de los 40: entre otros libros, Another Time (1940), The Double Man (1941), For the Time Being (1944) y su Collected Poetry (1945).

En California, donde Isherwood había decidido instalarse, Auden conoció a Chester Kallman, un poeta de 18 años con el que quiso cumplir su sueño secreto de formar un “matrimonio entre iguales”. Sus relaciones sexuales duraron poco tiempo, aunque vivieron juntos hasta la muerte del primero.
Cuando estalló la guerra, Auden quiso alistarse, pero en la embajada británica le dijeron que preferían contar con “personal cualificado”. En 1942 fue llamado a filas por el ejército americano y rechazado por homosexual, lo que le ocasionó una seria depresión. En 1946 solicitó y obtuvo la nacionalidad norteamericana.

Volvió a Londres en 1951, en la primera de una serie de visitas que culminaría con el ofrecimiento de un lectorado de poesía en Oxford, que desempeñó entre 1956 y 1961, y en ese tiempo vivió entre Manhattan, Oxford e Ischia, donde había alquilado una casa de veraneo.
No fue un retorno feliz. La prensa sensacionalista londinense, con el Daily Express a la cabeza, lanzó más o menos veladamente la acusación de que Auden podía estar relacionado con Guy Burgess, uno de los miembros de los que luego serían conocidos como los “cinco de Cambridge”, el círculo de espías británicos que vendieron secretos de Estado a Rusia: los otros cuatro eran Anthony Blunt, Donald MacLean, Kim Philby y John Cairncross. Auden se encontraba en la casa de su viejo amigo, el poeta Stephen Spender, cuando Burgess, oficial del MI6 y homosexual, al que conocía de sus días universitarios, trató de ponerse en contacto con él. Auden no respondió a la llamada.

El hecho no hubiera trascendido de no ser porque unos días más tarde, Burgess y Donald MacLean huyeron a Rusia. La prensa afirmó entonces que Auden “se escondió en el norte de Italia para no ser interrogado”. No podía estar más visible: en la Scala de Milán, en el estreno de The Rake’s Progress, de Stravisnsky, cuyo libreto había escrito junto con Chester Kallman.

El MI5 tampoco parecía tener sus archivos muy al día, porque mencionaron las “simpatías izquierdistas de Auden”, cuando era público y notorio que se había desencantado muy rápidamente de su marxismo juvenil: dos semanas en España durante la Guerra Civil fueron un instantáneo tratamiento de choque. La Inteligencia Británica acabó concluyendo que estaba limpio de toda sospecha, pero el incidente le dejó un amargo sabor, como relata Edward Mendelson en Clouseau Investigates Auden (buen titular), un artículo publicado en la web de la BBC en febrero de 2007.

LECTURA. Tras este breve perfil biográfico, ahí van unas cuantas notas de lectura. Como suele suceder con Auden, el material compilado en El arte de leer es variadísimo, porque sus intereses siempre fueron muy amplios, y procede de los tres principales libros de crítica literaria que publicó en vida, como señala su antólogo, Andreu Jaume: The Dyer’s Hand (1962), Secondary Worlds (1967) y Forewords and Afterwords (1973).

El libro comienza con tres textos de The Dyer’s Hand. De esos tres textos (“Leer”, “Escribir” y “Hacer, conocer, juzgar”) me gusta todo, así que debería limitarme a recomendar fervorosamente su lectura, pero no puedo resistirme a citar, por su concisión e inteligencia, y porque dice mucho acerca de su propio trabajo, lo que Auden pide a un crítico:

“En lo que a mí respecta, puede prestarme uno o más de los siguientes servicios:

1) Darme a conocer autores que hasta ese momento ignoraba.
2) Convencerme de que he menospreciado a cierto autor o determinada obra por no haberla leído con suficiente cuidado.
3) Mostrarme relaciones entre obras de distintas épocas y culturas que jamás habría descubierto por mí mismo porque no sé lo suficiente y jamás lo sabré.
4) Ofrecerme una ‘lectura’ de determinada obra que mejore mi comprensión de la misma.
5) Arrojar luz sobre el proceso del ‘hacer’ artístico.
6) Arrojar luz sobre el arte de vivir, sobre la ciencia, la economía, la ética, la religión, etcétera”.

El grueso de El arte de leer procede de Forewords and Afterwords, que Península publicó en 2003 (Prólogos y epílogos), en traducción de Martínez-Lage.

“Los griegos y nosotros”, explica como nadie, en pocas páginas, la importancia (y la esencia) de la civilización grecolatina. “Los místicos protestantes” es interesantísimo, porque aborda un material escasamente conocido entre nosotros, pero imposible de resumir. Anoto esta cita, tan enigmática como sugerente, de Juliana de Norwich: “Allí donde reside la sensualidad de nuestra alma reside también la Ciudad de Dios, que no conoció principio”.

“Tennyson” establece un sugestivo vínculo con Baudelaire: otra ventana abierta e imprevista. Tampoco tienen desperdicio los prólogos a la obra de Lewis Carroll, Cavafis, Poe y Paul Valéry (Un homme d’esprit), a quien considera mucho mejor observador que poeta.

Me encanta, por cierto, el desarmante párrafo que cierra el ensayo sobre Cavafis: “Espero que todas estas citas consigan dar una idea del tono de C. y de su perspectiva de la vida. Si no son del agrado del lector, no sé qué podría hacer para convencerlo de lo contrario”.

Las comparaciones de Auden a menudo llaman la atención por su mezcla de humor y justeza, como ésta: “Para Valéry, toda poesía ruidosa o violenta resulta inevitablemente cómica, igual que un hombre que toca el trombón estando solo en casa”.

Ejemplo de crítica precisa y reflejo de una mente dialéctica, a propósito de un pasaje “operístico” de William Wilson, el relato de Poe, en la introducción a una antología de su obra: “Aislado del resto del texto, este fragmento de prosa es terrible: vago y verboso, y su sentido está a merced de un ritmo retórico puramente convencional. Sin embargo, desde el punto de vista dramático ¡qué perfectamente revela a WW, el narrador del cuento, en todos sus matices, como el yo fantástico que odia y rehúsa todo contacto con la realidad!”

Abunda la sensatez, como en estos pasajes consecutivos de su prólogo a los Sonetos de Shakespeare, en torno a la obsesión por el rastreo biográfico, que, a sus ojos, “delata una absoluta incomprensión de la naturaleza de las relaciones entre el arte y la vida, o un mero intento de racionalizar y justificar una curiosidad ordinaria y ociosa”.

Unas líneas más abajo: “Buena parte de lo que hoy pasa por investigación y erudición se distingue poco de husmear en la correspondencia de alguien que ha salido de la habitación, y no resulta más justificada desde el punto de vista moral por el hecho de que el ausente yazga en su tumba”.

Y este colofón, que enlaza muy sabiamente parte y todo: “Que los sonetos no contengan una teoría del amor encaja perfectamente con la mentalidad de Shakespeare, según la conocemos en sus obras de teatro, de las cuales resulta absolutamente imposible deducir convicciones personales de cualquier tipo. En vez de opinar, a Shakespeare le bastaba con describir la experiencia a la que se refería”.

Hay varias conferencias. Es modélica la que versa sobre la poesía de D.H. Lawrence, que luego incluyó en The Dyer’s Hand: sagaz, argumentada, didáctica sin sermones ni pedantería, y yendo mucho más allá de los temas que aborda. La que dedica a Marianne Moore no logra persuadirme, lástima, de su valía ni de su intelegibilidad. Tengo problemas con los materiales de Secondary Worlds, dos de las cuatro charlas que Auden ofreció en la Universidad de Kent (Canterbury) en un ciclo dedicado a la memoria de T.S. Eliot. Estoy seguro de que muchos de sus lectores adorarán El mártir como héroe dramático y Las palabras y la palabra. A mí me resultaron extrañamente tediosas: volveré a intentarlo más adelante.

SUBRAYADOS. Para cerrar, ahí van otras cosas que subrayé, entre muchísimas:
“Un manierismo, como los de Góngora o Henry James, por ejemplo, es como un atuendo excéntrico: muy pocos escritores consiguen llevarlo con gracia, pero nos sentimos fascinados ante la rara excepción de los que lo logran”.

“Algunos escritores confunden la autenticidad, a la que siempre deben aspirar, con la originalidad, de la que nadie debería preocuparse”.
“El mundo de Racine se me antoja de otro planeta, igual que la ópera. Es imposible imaginar a un personaje de Racine estornudando o con ganas de ir al baño porque en su mundo no existen ni el clima ni la naturaleza”.

“A ojos de otros, cualquiera que haya escrito un buen poema es un poeta. Ante sus propios ojos, un     poeta solo es tal mientras hace las últimas correcciones a un nuevo poema. Momentos antes, no es más que un poeta en potencia; al momento siguiente solo es alguien que ha dejado de escribir poesía, quizás para siempre”. (Puede aplicarse perfectamente a cualquier artista).

“Ha entrado en el mundo literario. Es decir, que la gente ya juzga su obra sin haberla leído”.