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Piglia y Eltit, dos novelas escogidas

El crítico Julio Ortega ha elegido entre las mejores novelas de 2013 ‘El camino de ida’ y ‘Fuerzas especiales’

/ 2 de febrero de 2014 / 04:00

Esta espléndida novela de desventuras —El camino de Ida de Ricardo Piglia— es una crítica aguda del campus norteamericano, la historia del asesinato de una bella colega, y la crónica especulativa del caso del profesor americano que se convirtió en el terrorista conocido como el Unabomber.

En el proceso, Piglia (Argentina, 1940) logra la proeza de atraparnos y comprometernos en su saga de policial falso y calado cierto. Como suele ocurrir con su ficción, al ingresar a su programa narrativo sabemos que la lectura discurre en un territorio de zozobra, donde el lector se convierte en un detective privado que investiga, sin prisa pero con lógica circular, las apariencias que configuran lo real.

En esa zozobra sabemos que nada se definirá con la objetividad social de una representación suficiente, sino que cada escenario tiene un piso liviano; y avanzamos con cuidado, tentando el camino de las evidencias, entre las sentencias irónicas de Ida Brown, profesora de cine y sociedad en la evidente Universidad de Princeton. Su asesinato declara la desmesura del enigma. Si el encuentro con Ida es premonitorio, el peregrinaje de certezas pasa por asumir la vida de otros, y hacer sentido de sus muertes. La novela no declara la trama que la sostiene bajo lo casual, la que el lector debe deducir en un campo de intervenciones sintomáticas.

En su propio tribunal, sillón clínico o tratado político, el lector recibe el cargo de juzgar por su cuenta el sentido de los hechos. Un escritor desmotivado, que en lugar de atar los hilos los desata, aprende que la realidad está hecha de pistas falsas y que nada parece lo que representa.

Al final, el escritor que ha sobrevivido la violencia de su país, vive el asesinato de su colega como la dimensión de su propia vulnerabilidad entre las muertes que hacen sombra en su vida. Por ello, decepcionado por su presencia y ausencia del asesinato, el testigo-profesor-escritor se transforma en otra máscara: entrevistar al científico terrorista establece el inquietante programa de asumir la vida vivida por otro (la de Ida, la del Unabomber, la de Hudson, la suya propia).

La culpa y la expiación (una transferencia argentina frente a las desventuras de su historia política) hacen de esta novela, más que una de campus u otra policial, la parábola del no-lugar del escritor en la pregunta por la sobrevida. Un viaje (de ida y vuelta) contra el tiempo del luto recurrente.

ELTIT. Solo Diamel Eltit (Santiago de Chile, 1946) podría haber asumido el omnipresente universo paralelo de la tecnología digital en una novela —Fuerzas especiales— que es una fábula del fin de la idea de la Técnica. Porque aun si el ciberespacio es una segunda naturaleza, nos dice esta novela, solo despierta de su pausa cuando alguien pulsa la señal.

Y ese sujeto que aquí controla, manipula, distorsiona, y subvierte el teclado es una operadora, pero no una experta sino una mujer del pueblo, un agente cultural capaz de convertir el aparato del mundo en una agencia de su contradicción o contrateclado.

 Nos reemplaza la tecnología y adquirimos la forma de su operatividad, es cierto, pero contamos con la novela, con las mujeres, con la parte de libertad no socializada que lo femenino aun preserva contra todas las prácticas de disuasión. Esa agramaticalidad de la mujer, sin embargo, no es otra hipótesis de género sino una actualización de la rebeldía. Solo esta novela podría producir una operadora capaz de sexualizar la técnica y someterla a su cuerpo, al erotismo explícito, sarcástico y festivo, cuya habla popular está libre del lenguaje procesado. Las “fuerzas especiales” son el armamentismo, la otra cara del ciberespacio, el control policial, la violencia de un sistema que requiere retroalimentarse a bajo costo.

Es cierto que la tecnología no es en sí misma ni buena ni mala: depende de para qué sirve; Eltit nos dice que sirve para sojuzgar mejor a las mujeres, para convertirlas en nueva mano de obra barata, y para reforzar la multiplicación de las armas y la vigilancia  policial. Es la otra cara de lo moderno: cada nueva tecnología ha requerido el turno de las Makilas; esta vez la privación de los celulares, la pérdida de la familia, la esclavitud del trabajo, el fin de la comunidad. Desde sus márgenes, la obra narrativa de Diamela Eltit sigue disputando nuestro lugar en el lenguaje. 

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Piglia y Eltit, dos novelas escogidas

El crítico Julio Ortega ha elegido entre las mejores novelas de 2013 ‘El camino de ida’ y ‘Fuerzas especiales’

/ 2 de febrero de 2014 / 04:00

Esta espléndida novela de desventuras —El camino de Ida de Ricardo Piglia— es una crítica aguda del campus norteamericano, la historia del asesinato de una bella colega, y la crónica especulativa del caso del profesor americano que se convirtió en el terrorista conocido como el Unabomber.

En el proceso, Piglia (Argentina, 1940) logra la proeza de atraparnos y comprometernos en su saga de policial falso y calado cierto. Como suele ocurrir con su ficción, al ingresar a su programa narrativo sabemos que la lectura discurre en un territorio de zozobra, donde el lector se convierte en un detective privado que investiga, sin prisa pero con lógica circular, las apariencias que configuran lo real.

En esa zozobra sabemos que nada se definirá con la objetividad social de una representación suficiente, sino que cada escenario tiene un piso liviano; y avanzamos con cuidado, tentando el camino de las evidencias, entre las sentencias irónicas de Ida Brown, profesora de cine y sociedad en la evidente Universidad de Princeton. Su asesinato declara la desmesura del enigma. Si el encuentro con Ida es premonitorio, el peregrinaje de certezas pasa por asumir la vida de otros, y hacer sentido de sus muertes. La novela no declara la trama que la sostiene bajo lo casual, la que el lector debe deducir en un campo de intervenciones sintomáticas.

En su propio tribunal, sillón clínico o tratado político, el lector recibe el cargo de juzgar por su cuenta el sentido de los hechos. Un escritor desmotivado, que en lugar de atar los hilos los desata, aprende que la realidad está hecha de pistas falsas y que nada parece lo que representa.

Al final, el escritor que ha sobrevivido la violencia de su país, vive el asesinato de su colega como la dimensión de su propia vulnerabilidad entre las muertes que hacen sombra en su vida. Por ello, decepcionado por su presencia y ausencia del asesinato, el testigo-profesor-escritor se transforma en otra máscara: entrevistar al científico terrorista establece el inquietante programa de asumir la vida vivida por otro (la de Ida, la del Unabomber, la de Hudson, la suya propia).

La culpa y la expiación (una transferencia argentina frente a las desventuras de su historia política) hacen de esta novela, más que una de campus u otra policial, la parábola del no-lugar del escritor en la pregunta por la sobrevida. Un viaje (de ida y vuelta) contra el tiempo del luto recurrente.

ELTIT. Solo Diamel Eltit (Santiago de Chile, 1946) podría haber asumido el omnipresente universo paralelo de la tecnología digital en una novela —Fuerzas especiales— que es una fábula del fin de la idea de la Técnica. Porque aun si el ciberespacio es una segunda naturaleza, nos dice esta novela, solo despierta de su pausa cuando alguien pulsa la señal.

Y ese sujeto que aquí controla, manipula, distorsiona, y subvierte el teclado es una operadora, pero no una experta sino una mujer del pueblo, un agente cultural capaz de convertir el aparato del mundo en una agencia de su contradicción o contrateclado.

 Nos reemplaza la tecnología y adquirimos la forma de su operatividad, es cierto, pero contamos con la novela, con las mujeres, con la parte de libertad no socializada que lo femenino aun preserva contra todas las prácticas de disuasión. Esa agramaticalidad de la mujer, sin embargo, no es otra hipótesis de género sino una actualización de la rebeldía. Solo esta novela podría producir una operadora capaz de sexualizar la técnica y someterla a su cuerpo, al erotismo explícito, sarcástico y festivo, cuya habla popular está libre del lenguaje procesado. Las “fuerzas especiales” son el armamentismo, la otra cara del ciberespacio, el control policial, la violencia de un sistema que requiere retroalimentarse a bajo costo.

Es cierto que la tecnología no es en sí misma ni buena ni mala: depende de para qué sirve; Eltit nos dice que sirve para sojuzgar mejor a las mujeres, para convertirlas en nueva mano de obra barata, y para reforzar la multiplicación de las armas y la vigilancia  policial. Es la otra cara de lo moderno: cada nueva tecnología ha requerido el turno de las Makilas; esta vez la privación de los celulares, la pérdida de la familia, la esclavitud del trabajo, el fin de la comunidad. Desde sus márgenes, la obra narrativa de Diamela Eltit sigue disputando nuestro lugar en el lenguaje. 

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