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Defensa de la poesía, defensa de la libertad

Desde mi adolescencia he escrito poemas y no he cesado de escribirlos. Quise ser poeta y nada más. En mis libros de prosa me propuse servir a la poesía, justificarla y defenderla, explicarla  ante los otros y ante mí mismo”, escribió Octavio Paz (1914-1998) en “Poesía, mito, revolución”, uno de los cuatro ensayos que integra su libro La otra voz. Poesía y fin de siglo (1990), la última reflexión de largo aliento que escribió el poeta mexicano sobre la poesía.

Y enseguida agrega: “pronto descubrí que la defensa de la poesía, menospreciada en nuestro siglo, era inseparable de la defensa de la libertad. De ahí mi interés apasionado por los asuntos políticos y sociales de nuestro tiempo”. Defensa de la poesía y defensa de la libertad son entonces en la visión de Paz, dos actos que se suponen mutuamente y terminan por fundirse en uno solo: la conciencia de un escritor que interroga y explora el pensamiento y el arte de su tiempo y al hacerlo los ilumina y los transfigura.

ENSAYOS. Cuatro ensayos integran La otra voz. Poesía y fin de siglo. El primero, “Cantar y contar” (1976) —adelanta el autor en una nota liminar—, se ocupa de los antecedentes del poema extenso, “una forma poética que ha tenido gran fortuna en la poesía del siglo XX”. El segundo, “Ruptura y convergencia”, escrito diez años después que el anterior, “trata de la poesía moderna y del fin de la tradición de la ruptura”. Sobre el tercero, “Poesía, mito y revolución”, texto de su discurso pronunciado al recibir el Premio Alexis de Tocqueville en 1989, dice Paz: “es una breve reflexión sobre las ambiguas y casi siempre desventuradas relaciones entre la poesía y el mito revolucionario”. Finalmente, el extenso ensayo “Poesía y fin de siglo”, escrito en 1989, conduce a una pregunta y a una tentativa de respuesta: ¿cuál será el lugar de la poesía en los tiempos que vienen?”.

Pero, ¿por qué la poesía tiene que ser defendida? La defensa de la poesía tiene que ver, como problema y como necesidad, con el carácter mismo de la modernidad. En “Ruptura y convergencia”, retomando las  ideas centrales de su libro Los hijos del limo (1974), Paz nos recuerda que el signo distintivo de ésta, su señal de nacimiento, es la crítica: “Todo lo que ha sido la Edad Moderna ha sido obra de la crítica, entendida ésta como un método de investigación, creación y acción. Los conceptos e ideas cardinales de la Edad Moderna —progreso, evolución, revolución, libertad, democracia, ciencia, técnica— nacieron de la crítica”. Todos estos conceptos pueden resumirse, quizás, en uno solo: la razón, que es a un tiempo crítica, utópica y revolucionaria. En otra parte del mismo ensayo, Paz escribe: “La modernidad se identificó con el cambio, concibió la crítica como el instrumento del cambio e identificó a ambos con el progreso”.

Convergentemente, el arte moderno, y particularmente la poesía, se fundó también en la práctica de la crítica y en la voluntad de cambio. Y el primer objeto de su crítica, no podía ser de otra manera, ha sido y es la propia modernidad y sus valores: “La poesía moderna, desde su nacimiento, ha sido simultánea afirmación y negación de la modernidad”. Esta discordia o ambigüedad, en los que se han alternado momentos de armonía y ruptura, es históricamente la discordia entre los poetas, hijos rebeldes de la modernidad, y una clase social, la burguesía que ha sido, como puntualiza Paz, “la creadora de esa modernidad y su producto más acabado y dinámico”.

 “Poesía y fin de siglo” —el último ensayo extenso que dedicó Paz a reflexionar sobre la poesía— es al mismo tiempo un diagnóstico y una advertencia. Un diagnóstico optimista sobre la expansión de la democracia. Paz lo escribió hacia 1989, tras la caída de las burocracias del “socialismo real” de Europa del Este. Y una advertencia sobre un efecto perverso del supuesto imperio de la democracia en el mundo occidental: el triunfo del mercado.

“La tradición poética —escribe Paz— es el resultado del cruce de dos ejes, uno espacial y otro temporal. El primero consiste en la diversidad de públicos en continua intercomunicación; el segundo en la continuidad a través de generaciones de poetas y lectores”. Esa diversidad y esa continuidad de las artes y la literatura están, para Paz, ante un peligro: un proceso económico sin rostro, sin alma y sin dirección: el mercado “circular, impersonal, imparcial e inflexible”. El mercado que no reconoce individuos sino consumidores, el mercado “ciego y sordo” que “no ama a la literatura ni al riesgo”, que “no sabe ni puede escoger”; o que sabe, pero “de precios, no de valores”.  

A lo largo de la historia la continuidad de la tradición poética ha sido posible por la existencia de una fervorosa minoría: la comunidad de escritores y lectores. A finales del siglo XX  el imperio del mercado y su lógica impersonal amenazaban con disolver a esa comunidad en la masa sin rostro de los consumidores.

La defensa de la poesía era para Paz, otra vez, inseparable de la defensa de la libertad.  Y la libertad, en su pensamiento, estaba asociada a una idea central de la democracia moderna: la pluralidad. Así, defender la poesía era para él defender la pluralidad de públicos y auditorios.  

No se necesitaron muchos años, sin embargo, para comprobar que la advertencia de Paz no solo era cierta sino que el mercado, que sabe de “precios, no de valores”, acabaría por imponerse también el ámbito de las letras. La situación de la poesía hoy no es mejor que en el momento en que Paz escribió su ensayo. La temida uniformidad de escrituras y auditorios, la medianía complaciente impulsada por la mercadotecnia editorial, acabó por imponerse. Hoy de la poesía solo se esperan fáciles certidumbres a la medida no de un lector crítico sino de un consumidor.

En las páginas finales de “Poesía y fin de siglo”, Paz pensaba que había llegado un momento de un nuevo pensamiento político y social que “tal vez podría diseñar formas de intercambio menos onerosas”. Abrigaba también la “ardiente esperanza” de que la poesía —la “otra voz” de la sociedad, que no fue oída por los ideólogos revolucionarios del siglo XX— pudiera aportar en algo a ese nuevo pensamiento.

Fue su profesión de fe y quizás su testamento: “Espejo de la fraternidad cósmica, el poema es un modelo de lo que podría ser la fraternidad humana. Frente a la destrucción de la naturaleza muestra la hermandad entre los astros y las partículas, las substancias químicas y la conciencia. La poesía ejercita nuestra imaginación y nos enseña a reconocer las diferencias y a descubrir las semejanzas. Prueba viviente de la fraternidad universal, cada poema es una lección práctica de armonía y de concordia… la poesía es el antídoto de la técnica y el mercado. A eso se reduce lo que podría ser, en nuestro tiempo y en el que llega, la función de la poesía. ¿Nada más? Nada menos”.