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Kafka entre otros

Luis H. Antezana J. propone en este ensayo un recorrido por la literatura boliviana siguiendo las huellas kafkianas

/ 2 de marzo de 2014 / 04:00

En lo que sigue, me ocuparé, básicamente, de indicar algunos ecos kafkianos en la narrativa boliviana. Un par de reflexiones sobre el universalismo (o cosmopolitismo) de Kafka será el umbral para dicha indicación.

Una de las connotaciones afines al cosmopolita como “ciudadano del mundo” es que este tipo de personas se sentiría “como Pedro en su casa” en cualquier parte del mundo. En el caso de Kafka, es casi un oxímoron pensar que su cosmopolitismo implicaría también la comodidad que supone esa connotación; pero, es un hecho que, ahora podemos encontrarle en cualquier parte y siempre —eso es lo importante— diciendo lo suyo. En otras palabras, Kafka no es de aquellos cosmopolitas que se mimetizan rápidamente en los nuevos entornos sino uno que lleva lo suyo a los lugares a los que llega y que, además, muy frecuentemente, altera y hasta transforma el horizonte literario de sus otras (posibles) residencias. En su caso, esa economía doméstica —valga la redundancia— tiene mucho más que ver con la “extraña familiaridad” (Umheimlichkeit), de la que hablaba Freud, que con, digamos, un migrante y literal “sueño americano” —aunque Kafka, como sabemos, no haya ignorado América. Y, así, ancho, ajeno y, a su manera, propio, le podemos reconocer y considerar ubicuo. En esa metonimia, pese a las apariencias, no resulta nada incoherente encontrarle en todo tipo de situaciones, aun extremas: en el canon de la literatura occidental de Harold Bloom, por ejemplo, es decir, como representante de la totalidad del siglo XX y, un poco más allá, encontrarle como muestra excepcional de una “literatura menor”, de esas que, según Gilles Deleuze y Felix Guattari, se resisten a cualquier tipo de canonización vertical. (Kafka. Pour une littérature mineure, 1975).

Después de “Kafka y sus precursores” de Borges, sabemos que su versión literaria crea todo tipo de originales, pero no habría por qué limitarlos al pasado lineal sino, siguiendo a Walter Benjamin, bien podríamos considerarle errando laberínticamente para nombrarlo todo, futuro incluido y, ahí, sus influencias y posibles ecos no serían simplemente la utilización o aprovechamiento de sus logros sino elementos de su proceso de nominación, desplazado, en el tiempo, hacía muchos otros Sanchos que aprovechan los desquicios que provocan sus demonios (Walter Benjamin: “Franz Kafka. Zur zehnten Wiederkehr sein Todestages”, “Franz Kafka: Beim Bau der Chinesischen Mauer”.) En breve: toda literatura kafkiana, previa o posterior al checo, sigue intentando agotar el mundo o, dicho sea á la Mallarmé, sigue intentando agotar el libro hacia el que debería devenir el mundo.

ORIGINAL. En esta vena, Kafka sería el original de muchas versiones y de ahí, entre otros, el enorme alcance de su cosmopolitismo; pero, en su caso, es difícil asumir una diseminación inmediata, es decir, una que vaya directamente de Kafka hacia los kafkianos. La irreductible dificultad de su obra parece que exige intermediarios que ayuden a entenderlo. Un examen empírico de la recepción universal de la obra de Kafka probaría —estoy casi seguro—ampliamente este hecho. Cuando sale de su ghetto, Kafka transita siempre acompañado. La manera más fácil de asumir esta posibilidad es que —más allá de sus pocas publicaciones en vida— inclusive los más inmediatos lectores del grueso de su obra no pudieron evitar el puente tendido por Max Brod. Lúdicamente dicho, Brod es como el Borges de Cartaphilus —que también es Homero— o el Cervantes de Cide Hamete Benengeli: sin esos intermediarios no hay, en rigor, original para las versiones. ¡Qué habría pasado si, en efecto, Brod hubiera cumplido el mandato de Kafka! Más tarde, a lo largo del tiempo y sus laberintos de publicación y lectura, sí es posible asumir lecturas más directas de la obra de Kafka, pero, en principio, la diseminación del grueso de su obra no radica en esa posibilidad, antes, hay, por lo menos, ese decisivo intermediario, ese Horacio que nos dio la noticia: Max Brod.

Este pequeño rodeo por la teoría de la recepción quiere apuntar a dos blancos: en primer lugar, a que la apropiación lectora de Kafka tiende a necesitar de intermediarios y, en segundo lugar, a que nuestro reconocimiento del cosmopolitismo kafkiano difícilmente puede evitar el impacto de esos metalenguajes. Por así decirlo, en general, asimilamos a Kafka ayudados o guiados por lecturas previas o paralelas. Junto con la instrumentalidad histórica de Brod, el cosmopolitismo del texto kafkiano sería no una obra —su obra— como núcleo de irradiación sino, más bien, un abigarrado conjunto de hilos propios y afines —y de múltiples colores. Como indican varios de sus estudiosos (Benjamin, Adorno, Robert, entre otros), Kafka mismo ya sospechaba este hecho: ese universo, su literatura, es como uno de sus más sugerentes y extraños personajes, es un Odradek, el personaje de “Las preocupaciones de un padre de familia”.

HUELLAS. Porque, como indiqué al principio, quiero destacar algunas huellas kafkianas en la literatura boliviana, debo subrayar que el Kafka que conozco —ese que reconoceré en autores bolivianos— es como ese Odradek, uno entornado de varios hilos discursivos, propios y ajenos. Puedo, por supuesto, realizar discernimientos, pero no puedo ignorar ese hecho. Mi recurso a las lecturas de Kafka es parte de la construcción de mi comprensión de su obra. Necesité de muchas ayudas para “entender” a Kafka. En rigor, llegué a él para tratar de entender El proceso de Orson Welles. Como no entendía la película, decidí acercarme a la fuente: a la novela misma, que fue mi primera lectura de su obra, poco después leí el volumen traducido y presentado por Borges (La metamorfosis). Como seguía perplejo, pero ya algo fascinado, no cesé de perseguir lo suyo y leí, casi al unísono, otros textos suyos y manuales o estudios sobre su obra. Por ahí, por ejemplo, pero después de Kafka, leí a Brod que, en mi caso, no fue tanto el intermediario fático de los orígenes históricos sino otra propuesta hermenéutica más. A la larga, han pasado muchos años, creo “entender” a Kafka —y El proceso de Welles— y, claro, tengo mis discernimientos. Walter Benjamin y Klaus Wagenbach, por ejemplo, serían mis favoritos. Y, operativamente, muchos otros, según las circunstancias, me ayudaron y ayudan a entenderle. Solo guardo distancias con aquellas lecturas que, desde una cualquier hermenéutica, tienden a reducirlo a un único tema “fundamental”. Prefiero leerlo diverso y abierto. Por ahí anda el Kafka que suelo reconocer en otras partes del mundo.

Uno de los impactos de Kafka es el haber radicalizado las posibilidades de la ficción. A partir de él, ya no solo se trata de narrar verosímilmente lo posible —criterio que, ahora, podemos aplicar hasta a la narración realista— sino de hacer verosímil aún lo imposible. Harold Bloom suele utilizar esa ruptura paradigmática para caracterizar la cuentística a partir de la segunda mitad del siglo XX y habla del cuento “antes de Kafka y después de Kafka.” Como una réplica, valga el término, podemos reconocer ese mismo tipo de ruptura en la narrativa boliviana cuando y desde que Óscar Cerruto (1912-1981) publica su libro de cuentos Cerco de penumbras (1958). Su impacto no desató un inmediato “efecto dominó” o algo por el estilo, pero, a la larga, mediando un par de cámaras de resonancia —como la consolidación de la renovación poética en Bolivia a partir de los 1960 y, casi inmediatamente, el eco local del boom de la narrativa latinoamericana—, su quiebre se hizo cada vez más evidente. No en vano, en 2008, se realizó un seminario académico recordando el cincuentenario de ese hecho (La Paz, Carrera de Literatura de la Universidad Mayor de San Andrés). Así, hoy en día, la narrativa boliviana se lee, pues, como “antes y después de Cerco de penumbras”. Kafka, obviamente, es un precursor de ese tipo de rupturas en el que la ficción sensu strictu altera los horizontes denotativos de los realismos. Convendría recordar, al pasar, que la previa narrativa boliviana fue dominantemente denotativa, casi totalmente volcada hacia el discernimiento discursivo de la realidad social y política del país. Pero, volviendo a Cerruto, “después de Cerco de penumbras”, por ejemplo, hasta un género tan radicalmente social y político como el de la narrativa minera boliviana se desplaza —en la obra de René Poppe, notablemente— desde el tradicional social y político “exterior mina” hacia el más sombrío y fantástico “interior mina”, donde no faltan los inagotables laberintos de los socavones subterráneos ni algunos seres, hasta infernales, como El Tío de la Mina que impone su “rigor adamantino” al esquivo destino de los trabajadores en el interior mina. Por último, volviendo a Kafka, ya en los cuentos mismos, destacaría “Los Buitres”, no solo por sus afinidades discursivas con el narrador checo sino, también, porque narra un viaje en tranvía que empieza, precisamente, en Buenos Aires, y, poco a poco, se transforma en una pesadilla de metamorfosis a medida que avanza hacia el norte —¿Bolivia?— al que parece que nunca llega.

SAENZ. La obra de Jaime Saenz (1921-1986) también tendría herencias kafkianas, tanto temática como discursivamente. Las imposibles búsquedas de sentido que Saenz frecuenta tanto en su poesía como en su narrativa provocan, como en Kafka, hasta el recurso a instrumentos trascendentes de explicación, como, por ejemplo, el de una “mística negativa,” o sea, una que, pese a su objetivo final, no tiene otro remedio que visitar oscuridades y tinieblas, márgenes y terrores, porque la Luz definitiva, bueno, se basta por sí sola. En el caso de Saenz, uno de sus caminos hacia la posible plenitud es la noche y sus excesos alcohólicos en los márgenes de la ciudad de La Paz, frecuentando las bodegas donde los aparapitas rematan sus días y, a la larga, sus vidas. Antes, destaqué la imagen del Odradek como posible clave de la obra de Kafka. Saenz frecuenta una imagen parecida en su narrativa: la del saco de aparapita. Los aparapitas portan un saco hecho de remiendos, con todo tipo de retazos de las más diversas telas (“remiendos tan pequeños como una uña, y tan grandes como una mano;[…] remiendos de cuero y de terciopelo, de tocuyo, de franela, de seda y de bayeta, de jerga y de paño, de goma, de diablofuerte, de cotense y de gamuza, de lona y de hule”, anota Saenz) y cosidos entre sí con todo tipo de hilos (“hilo, pita, cordel, cable eléctrico, guato de zapato, alambre o tiras de cuero”). (Felipe Delgado, 1979). Con el tiempo, nada queda del saco original salvo su forma y, porque los aparapitas recogen sus materiales en los basurales de la ciudad, en cierta forma, sus sacos sintetizan sus excesos, sus restos, sus sobras, sus pasados, como un Mertzbau dadaísta.

Por otra parte, ese saco también indica la ciudad de La Paz donde crecen entreverados, prácticamente a cada paso, todos y cada uno de sus momentos históricos, desde antes de la Colonia hasta nuestros días, pasando por todos los periodos republicanos. No deja de ser sugerente que, pese a todo, ese caos de sobras y restos, ese conjunto de  inútiles versiones y fragmentos, conserve latente la forma del saco original. Por ahí buscaba Saenz la plenitud que él denominaba “júbilo,” donde el horror y lo sublime son la misma cosa. También, como Kafka, Saenz puebla su narrativa con todo tipo de personajes extraños, casi siempre trazados con una perspectiva lúdica, a veces grotesca, indicativa de otros sentidos más que los habituales. Saenz se sentía comodísimo en su ciudad de La Paz, pero ello no le impidió buscar quién, en rigor, acompañaba a quién: ¿el cuerpo al yo, o a la inversa?; ¿la muerte a la vida, o a la inversa?; ¿el horror a la plenitud, o a la inversa? Eso sí, en su caso, solo la noche le permitía llegar, quizá, a la plenitud del día. Para él, como para Kafka, el problema era cómo avanzar en los laberintos de la vida y la muerte, o sea, en su caso, cómo “recorrer esta distancia”, título de uno de sus más notables poemas.

Hasta aquí, las indicaciones. En breve: por su impacto en la literatura boliviana, Kafka sería un nómada que provoca quiebres en las literaturas que le acogen y que, mientras recorre o ayuda a recorrer insalvables distancias, permite rescatar todos los detalles y restos que también son nombres en y para el mundo.

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Afterword: ‘Los otros fútbol’

Hay, por suerte, fútbol más allá de la Liga; a ese ‘Otro fútbol’ está dedicado el libro compilado por Mario Murillo y Juliane Müller. Éste es un             fragmento del Epílogo. Antezana también juega su propio partido

/ 2 de noviembre de 2014 / 04:00

Recordando que los ingleses inventaron el fútbol y que el Oruro Royal fue el primer club boliviano de fútbol, como encabezamiento, recojo el término Afterword que, aunque solo traduce “Epílogo”, creo que tiene un tono menos solemne que el de su original académico. En lo que sigue, acompañando la vena de esta compilación, invitado por Mario Murillo, voy a intentar multiplicar, un poco, los juegos que se juegan en el fútbol. Mi intento tiene algo de lúdico, quizá, porque, al fin y al cabo, se trata de juegos y, por ahí, quizá, sugiera que este asunto es, en el fondo, también una cosa seria. Para evitar susceptibilidades, como quien anda a medio camino, podemos aprovechar una propuesta de Christian Bromberger, “etnólogo”, quien titula Fútbol: La baratija más seria del mundo (Football: La bagatelle la plus séuriese du monde, 1998) uno de sus libros dedicados a estudiar este macro y vagabundo fenómeno.

(…)

LOS ESPECTADORES. Trayendo más agua a este molino, ahora que hemos mencionado —vía la radio y sus restos— algunas dimensiones verbales afines a los juegos de fútbol, quisiera mencionar brevemente otro tipo de juegos, notablemente, los que juegan los espectadores.

Salvo en algunos posibles idiolectos de ensoñación, es decir, en posibles “dialectos” (jergas) ultrapersonales, no hay fútbol sin espectadores y, por lo tanto, sin una red de intercomunicación social. Hasta en la pichanga callejera, nunca faltan mirones, si no el padre o la madre u otros niños (hermanos) más pequeños, nunca faltan algunos pasantes ociosos que se detienen a ver la pichanga.

Hoy en día, hasta hay especialistas (“scouts”) observando ese tipo de juegos, a ver si encuentran una posible futura “estrella”. El fútbol rara vez —¿nunca?— sucede, reitero, sin espectadores. Ni qué hablar en todo tipo de fútbol más o menos competitivo, desde escuelas hasta universidades, desde barriadas hasta mundiales, desde sindicatos y comunidades hasta la organización de la COB y, luego, la de la CSUTCB hasta (posiblemente) parte de la actual articulación del Estado boliviano y, claro, aunque a distancia, en todos los códigos mediáticos (radio, prensa, Tv, internet) habidos y por haber, por todo el ancho y ajeno mundo, siempre hay espectadores (receptores) y, pese a las apariencias, también, a su manera, estos juegan fútbol, juegan otros fútbol. Unos juegos de fútbol fundamentalmente verbales.

Un amigo decía que un verdadero hincha no va a la cancha a ver un partido, va a gritar, a cantar y, sobre todo, a putear al árbitro. La participación de los espectadores es fundamentalmente verbal, reitero, pues, pese a las apariencias, ningún espectador es un sujeto pasivo. Lo impide la naturaleza neurológica (biológica) de las especies y, más aún, en la del homo sapiens que posee las capacidades del lenguaje hablado. Está en el ADN. Con los espectadores sucede lo mismo que con los lectores: sin un lector —la observación es de Borges— un libro es un objeto más, no menos objeto que una lámpara, que solo adquiere sentido en su uso, es decir, cuando alguien lo lee, cuando alguien “lo enciende”.

Sin espectadores, los partidos podrían tener (quizá) significado (para los jugadores, por ejemplo), pero, en el fondo, carecen de sentido: necesitan que alguien los “lea”. “Sentido = Significado + Interpretación” (Ch. S. Pierce), reza la fórmula al respecto, donde la interpretación (de los receptores) transforma el significado de la información en sentido.

NARRATIVAS. En los fútbol, los espectadores se la pasan armando narrativas y, además, hasta radicalmente distintas aún ante un mismo partido (subrayo): el penal justo y perfectamente cobrado para un bando es la decisión de un árbitro vendido para el otro, un gol legítimo para unos es un fuera de juego más grande que una casa para otros, las “manos” son intencionales (¡penal!) para unos y meras casualidades para otros, etcétera. En breve: ni en un mismo partido, las narrativas y sus respectivos sentidos, producidas irremediablemente por los espectadores, son iguales, cada perspectiva produce su propio sentido. (Hasta los árbitros tendrían su propia narrativa respecto al partido que dirigen; una narrativa, dicho sea de paso, en la que prácticamente nadie estaría de acuerdo).

Y, todo ello no se limita a los hinchas jurados, aun los espectadores supuestamente “neutros y objetivos” no pueden evitar solidarse con uno u otro rival en liza, sobre todo, por aquello del “Complejo de David” que todos llevamos dentro, es decir, la tendencia a identificarnos con el más débil. (David vs. Goliat). Por ello, en el Mundial 2014, más de medio mundo se alegró con la notable campaña de Costa Rica, aunque ni idea tenían del fútbol tico. Cada quien juega (verbalmente) su propio juego.

Y, hay más, pero, para acortar caminos, recomiendo una novela del ya aludido Nick Hornby (Fever pitch, 1992; Fiebre en las gradas, 1996), en la que se narra la vida de un hincha del Arsenal inglés y donde se detalla la múltiple vida verbal de un tifoso que de domingo a martes —en Inglaterra los partidos se juegan generalmente los sábados— repasa, valora, pesa el resultado del último encuentro y, de miércoles a viernes, especula lo que puede pasar el próximo fin de semana. (La literatura, música y cine, entre otras artes, dedicadas a los fútbol son, dicho sea de paso, otros tantos y distintos juegos de fútbol).

En la misma vena, según el también mencionado Bromberger, para discernir lo que pasa en el (los) fútbol, hay que —entre otros, pero, sobre todo— preguntarse: “¿Por qué un encuentro motiva tantos comentarios y discusiones durante, pero, también, antes y después del desarrollo de un partido?”. Antes de seguir, ahí habría que añadir todos los juegos verbales que convergentemente juegan en los programas deportivos (reportajes, noticiarios, tertulias, análisis, entrevistas, etcétera, hasta payasadas o cenas compartidas) dedicados al fútbol en los medios de comunicación.

Es por ahí, en rigor, que se arma el universo social del fútbol y sus múltiples juegos, por ahí, en la inevitable interacción verbal de los espectadores ante los juegos que persiguen… tifosi, mirones y, también, periodistas. Bien visto, dada su amplia, diversa y compleja articulación multi-verbal —en vivo o mediáticamente— el fútbol no es un hecho social, es toda una sociedad —una “sociedad abigarrada” habría que precisar, aprovechando el concepto de Zavaleta Mercado.

Notas sobre ‘otro fútbol’ boliviano

Juliane Müller y Mario Murillo – investigadores

Dicen que, de joven, don Juan Lechín fue a trabajar en Siglo XX-Catavi porque jugaba muy bien al fútbol. En El katarismo de Hurtado se lee que don Genaro Flores reunía a las comunidades del altiplano con encuentros de fútbol y que, por ahí, se habría ido conformando la CSUTCB.

Luis H. Antezana,
Un pajarillo llamado “Mané”

El relato convencional que cuenta la historia del fútbol boliviano vincula la llegada de ingleses para la construcción de ferrocarriles y la fundación del Oruro Royal, el primer club en el país, el 26 de mayo de 1896. En la ciudad de Oruro, el juego, entretenido y accesible, llegado a Bolivia y a los demás países latinoamericanos desde otro hemisferio fue seduciendo a los vecinos y desde ahí se diseminó hasta otras capitales departamentales.

Esa versión dirige su mirada al devenir de las asociaciones deportivas urbanas: los clubes de fútbol que se formaron en las ciudades y las entidades bajo las cuales se afiliaron. La historia narra las etapas que estas entidades vivieron: primero el amateurismo, después el “profesionalismo” hasta la Liga del Fútbol Profesional Boliviano. Y relata tanto la evolución de los equipos locales como de la selección nacional, con un énfasis en las transiciones que estas organizaciones han ido atravesando hasta llegar al actual sistema federado.

Sin embargo, la diseminación del fútbol en Bolivia ha sido más diversa de lo que tal versión pone de relieve. En algunos lugares empezó a practicarse tempranamente, en otros relativamente tarde. Las condiciones que posibilitaron esta recepción fueron diferentes. Mientras que en Oruro el ferrocarril, la minería y el personal inglés y chileno de ambos sectores resultaron determinantes, en La Paz el fútbol ganó jugadores gracias a marineros e ingenieros ingleses, estudiantes bolivianos retornados de Inglaterra y misiones religiosas. En Tarija y en áreas rurales fronterizas de Oruro y de La Paz, parece clave la migración circular a Argentina y Chile, donde los migrantes partieron para trabajar en la agricultura del norte argentino y como vendedores de carnes y verduras de la economía salitrera chilena.

La historia de la popularización del fútbol ha de tomar en cuenta dimensiones aún más particulares: incontables historias sobre la llegada del fútbol a comunidades y escuelas mediante una persona concreta y en una situación singular. Müller comparte la historia que narra Toribio Claure en un libro de recuerdos sobre la escuela rural de Vacas (Cochabamba) en la década de 1930, mientras Quisbert cuenta qué tejemanejes se urdieron en 1953 alrededor del Primer Campeonato Obrero de Fútbol. En esta trama, el fútbol fue extendiéndose también entre 1910 y 1940 a través de las escuelas indigenales.

WARISATA. Una de las expresiones más interesantes de este proceso es el caso de Warisata, que Müller analiza en este volumen. Paralelamente al fútbol boliviano oficial, el balompié con pelota de trapo (tejeta) ha existido al menos desde la década de 1920 en el departamento de La Paz, seguido por el fútbol jugado en los sectores populares e indígena-campesinos, ya más institucionalizado. El artículo histórico de Quisbert reconstruye cómo la práctica del fútbol poco a poco fue arraigándose en Bolivia hasta la Revolución de 1952, que aceleró su popularización. El autor arroja luz, también, sobre otro aspecto de esa historia: en las áreas rurales, el fútbol se ha visto íntimamente ligado al surgimiento de los sindicatos campesinos, cuyas directivas incluían secretarías de deporte dedicadas, casi en exclusividad, a la organización de campeonatos de fútbol.

Estas historias demuestran que la institucionalidad, creada para organizar la competición, no fue desde el principio un atributo solamente del fútbol federado. De hecho, pensamos que uno de los rasgos significativos en esas otras narrativas es la intención por normar y regular la práctica futbolística y de esta manera ritualizarla en términos competitivos.

El fútbol como juego que opone y contrapone, en diversos niveles, a personas y comunidades, a equipos y facciones, no tiene rival en Bolivia. Es la actividad que cuenta con más seguidores y practicantes. Mueve más recursos que todos los deportes en su conjunto. A través de la selección boliviana, el fútbol expresa la implicación social colectiva en el “Espíritu Nacional” y se hace presente en las calles y en las escuelas. Es más, a lo largo del tiempo, una minuciosa labor de creación de instituciones ha ido expresando una organización en colectivos, estructurada pero disruptiva de las obligaciones cotidianas.

LIBRO. En este libro nos hemos propuesto estudiar diversas facetas del fútbol boliviano, por fuera de las federaciones mayores: cómo en Bolivia el fútbol ha devenido una herramienta de organización social y una importante fuente de sentido, donde juegan lo suyo la competitividad y la ritualidad. Los textos aquí reunidos transitan los caminos del balón, lo siguen por campeonatos, ligas y asociaciones sociales y deportivas en barrios periurbanos, en comunidades rurales, y en países donde ha llegado una fuerte migración boliviana. Ninguno de estos procesos pertenece al sistema federado. Sin embargo, como veremos más adelante, eso no implica que sean espontáneos y privados de toda formalidad; antes bien, todos los partidos y eventos que se tratan en este volumen son actos públicos, que requieren cooperación y promueven compromisos.

La organización, la competencia, los espectadores, el entrenamiento y la dedicación como practicante se asocian generalmente con el fútbol federado. Queremos demostrar que el fútbol no federado también presenta esas características. En Bolivia, por fuera de las federaciones, se organizan competencias con un alto nivel futbolístico, que congregan a muchas personas alrededor de las canchas y promueven una variedad de procesos sociales.

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Kafka entre otros

Luis H. Antezana J. propone en este ensayo un recorrido por la literatura boliviana siguiendo las huellas kafkianas

/ 2 de marzo de 2014 / 04:00

En lo que sigue, me ocuparé, básicamente, de indicar algunos ecos kafkianos en la narrativa boliviana. Un par de reflexiones sobre el universalismo (o cosmopolitismo) de Kafka será el umbral para dicha indicación.

Una de las connotaciones afines al cosmopolita como “ciudadano del mundo” es que este tipo de personas se sentiría “como Pedro en su casa” en cualquier parte del mundo. En el caso de Kafka, es casi un oxímoron pensar que su cosmopolitismo implicaría también la comodidad que supone esa connotación; pero, es un hecho que, ahora podemos encontrarle en cualquier parte y siempre —eso es lo importante— diciendo lo suyo. En otras palabras, Kafka no es de aquellos cosmopolitas que se mimetizan rápidamente en los nuevos entornos sino uno que lleva lo suyo a los lugares a los que llega y que, además, muy frecuentemente, altera y hasta transforma el horizonte literario de sus otras (posibles) residencias. En su caso, esa economía doméstica —valga la redundancia— tiene mucho más que ver con la “extraña familiaridad” (Umheimlichkeit), de la que hablaba Freud, que con, digamos, un migrante y literal “sueño americano” —aunque Kafka, como sabemos, no haya ignorado América. Y, así, ancho, ajeno y, a su manera, propio, le podemos reconocer y considerar ubicuo. En esa metonimia, pese a las apariencias, no resulta nada incoherente encontrarle en todo tipo de situaciones, aun extremas: en el canon de la literatura occidental de Harold Bloom, por ejemplo, es decir, como representante de la totalidad del siglo XX y, un poco más allá, encontrarle como muestra excepcional de una “literatura menor”, de esas que, según Gilles Deleuze y Felix Guattari, se resisten a cualquier tipo de canonización vertical. (Kafka. Pour une littérature mineure, 1975).

Después de “Kafka y sus precursores” de Borges, sabemos que su versión literaria crea todo tipo de originales, pero no habría por qué limitarlos al pasado lineal sino, siguiendo a Walter Benjamin, bien podríamos considerarle errando laberínticamente para nombrarlo todo, futuro incluido y, ahí, sus influencias y posibles ecos no serían simplemente la utilización o aprovechamiento de sus logros sino elementos de su proceso de nominación, desplazado, en el tiempo, hacía muchos otros Sanchos que aprovechan los desquicios que provocan sus demonios (Walter Benjamin: “Franz Kafka. Zur zehnten Wiederkehr sein Todestages”, “Franz Kafka: Beim Bau der Chinesischen Mauer”.) En breve: toda literatura kafkiana, previa o posterior al checo, sigue intentando agotar el mundo o, dicho sea á la Mallarmé, sigue intentando agotar el libro hacia el que debería devenir el mundo.

ORIGINAL. En esta vena, Kafka sería el original de muchas versiones y de ahí, entre otros, el enorme alcance de su cosmopolitismo; pero, en su caso, es difícil asumir una diseminación inmediata, es decir, una que vaya directamente de Kafka hacia los kafkianos. La irreductible dificultad de su obra parece que exige intermediarios que ayuden a entenderlo. Un examen empírico de la recepción universal de la obra de Kafka probaría —estoy casi seguro—ampliamente este hecho. Cuando sale de su ghetto, Kafka transita siempre acompañado. La manera más fácil de asumir esta posibilidad es que —más allá de sus pocas publicaciones en vida— inclusive los más inmediatos lectores del grueso de su obra no pudieron evitar el puente tendido por Max Brod. Lúdicamente dicho, Brod es como el Borges de Cartaphilus —que también es Homero— o el Cervantes de Cide Hamete Benengeli: sin esos intermediarios no hay, en rigor, original para las versiones. ¡Qué habría pasado si, en efecto, Brod hubiera cumplido el mandato de Kafka! Más tarde, a lo largo del tiempo y sus laberintos de publicación y lectura, sí es posible asumir lecturas más directas de la obra de Kafka, pero, en principio, la diseminación del grueso de su obra no radica en esa posibilidad, antes, hay, por lo menos, ese decisivo intermediario, ese Horacio que nos dio la noticia: Max Brod.

Este pequeño rodeo por la teoría de la recepción quiere apuntar a dos blancos: en primer lugar, a que la apropiación lectora de Kafka tiende a necesitar de intermediarios y, en segundo lugar, a que nuestro reconocimiento del cosmopolitismo kafkiano difícilmente puede evitar el impacto de esos metalenguajes. Por así decirlo, en general, asimilamos a Kafka ayudados o guiados por lecturas previas o paralelas. Junto con la instrumentalidad histórica de Brod, el cosmopolitismo del texto kafkiano sería no una obra —su obra— como núcleo de irradiación sino, más bien, un abigarrado conjunto de hilos propios y afines —y de múltiples colores. Como indican varios de sus estudiosos (Benjamin, Adorno, Robert, entre otros), Kafka mismo ya sospechaba este hecho: ese universo, su literatura, es como uno de sus más sugerentes y extraños personajes, es un Odradek, el personaje de “Las preocupaciones de un padre de familia”.

HUELLAS. Porque, como indiqué al principio, quiero destacar algunas huellas kafkianas en la literatura boliviana, debo subrayar que el Kafka que conozco —ese que reconoceré en autores bolivianos— es como ese Odradek, uno entornado de varios hilos discursivos, propios y ajenos. Puedo, por supuesto, realizar discernimientos, pero no puedo ignorar ese hecho. Mi recurso a las lecturas de Kafka es parte de la construcción de mi comprensión de su obra. Necesité de muchas ayudas para “entender” a Kafka. En rigor, llegué a él para tratar de entender El proceso de Orson Welles. Como no entendía la película, decidí acercarme a la fuente: a la novela misma, que fue mi primera lectura de su obra, poco después leí el volumen traducido y presentado por Borges (La metamorfosis). Como seguía perplejo, pero ya algo fascinado, no cesé de perseguir lo suyo y leí, casi al unísono, otros textos suyos y manuales o estudios sobre su obra. Por ahí, por ejemplo, pero después de Kafka, leí a Brod que, en mi caso, no fue tanto el intermediario fático de los orígenes históricos sino otra propuesta hermenéutica más. A la larga, han pasado muchos años, creo “entender” a Kafka —y El proceso de Welles— y, claro, tengo mis discernimientos. Walter Benjamin y Klaus Wagenbach, por ejemplo, serían mis favoritos. Y, operativamente, muchos otros, según las circunstancias, me ayudaron y ayudan a entenderle. Solo guardo distancias con aquellas lecturas que, desde una cualquier hermenéutica, tienden a reducirlo a un único tema “fundamental”. Prefiero leerlo diverso y abierto. Por ahí anda el Kafka que suelo reconocer en otras partes del mundo.

Uno de los impactos de Kafka es el haber radicalizado las posibilidades de la ficción. A partir de él, ya no solo se trata de narrar verosímilmente lo posible —criterio que, ahora, podemos aplicar hasta a la narración realista— sino de hacer verosímil aún lo imposible. Harold Bloom suele utilizar esa ruptura paradigmática para caracterizar la cuentística a partir de la segunda mitad del siglo XX y habla del cuento “antes de Kafka y después de Kafka.” Como una réplica, valga el término, podemos reconocer ese mismo tipo de ruptura en la narrativa boliviana cuando y desde que Óscar Cerruto (1912-1981) publica su libro de cuentos Cerco de penumbras (1958). Su impacto no desató un inmediato “efecto dominó” o algo por el estilo, pero, a la larga, mediando un par de cámaras de resonancia —como la consolidación de la renovación poética en Bolivia a partir de los 1960 y, casi inmediatamente, el eco local del boom de la narrativa latinoamericana—, su quiebre se hizo cada vez más evidente. No en vano, en 2008, se realizó un seminario académico recordando el cincuentenario de ese hecho (La Paz, Carrera de Literatura de la Universidad Mayor de San Andrés). Así, hoy en día, la narrativa boliviana se lee, pues, como “antes y después de Cerco de penumbras”. Kafka, obviamente, es un precursor de ese tipo de rupturas en el que la ficción sensu strictu altera los horizontes denotativos de los realismos. Convendría recordar, al pasar, que la previa narrativa boliviana fue dominantemente denotativa, casi totalmente volcada hacia el discernimiento discursivo de la realidad social y política del país. Pero, volviendo a Cerruto, “después de Cerco de penumbras”, por ejemplo, hasta un género tan radicalmente social y político como el de la narrativa minera boliviana se desplaza —en la obra de René Poppe, notablemente— desde el tradicional social y político “exterior mina” hacia el más sombrío y fantástico “interior mina”, donde no faltan los inagotables laberintos de los socavones subterráneos ni algunos seres, hasta infernales, como El Tío de la Mina que impone su “rigor adamantino” al esquivo destino de los trabajadores en el interior mina. Por último, volviendo a Kafka, ya en los cuentos mismos, destacaría “Los Buitres”, no solo por sus afinidades discursivas con el narrador checo sino, también, porque narra un viaje en tranvía que empieza, precisamente, en Buenos Aires, y, poco a poco, se transforma en una pesadilla de metamorfosis a medida que avanza hacia el norte —¿Bolivia?— al que parece que nunca llega.

SAENZ. La obra de Jaime Saenz (1921-1986) también tendría herencias kafkianas, tanto temática como discursivamente. Las imposibles búsquedas de sentido que Saenz frecuenta tanto en su poesía como en su narrativa provocan, como en Kafka, hasta el recurso a instrumentos trascendentes de explicación, como, por ejemplo, el de una “mística negativa,” o sea, una que, pese a su objetivo final, no tiene otro remedio que visitar oscuridades y tinieblas, márgenes y terrores, porque la Luz definitiva, bueno, se basta por sí sola. En el caso de Saenz, uno de sus caminos hacia la posible plenitud es la noche y sus excesos alcohólicos en los márgenes de la ciudad de La Paz, frecuentando las bodegas donde los aparapitas rematan sus días y, a la larga, sus vidas. Antes, destaqué la imagen del Odradek como posible clave de la obra de Kafka. Saenz frecuenta una imagen parecida en su narrativa: la del saco de aparapita. Los aparapitas portan un saco hecho de remiendos, con todo tipo de retazos de las más diversas telas (“remiendos tan pequeños como una uña, y tan grandes como una mano;[…] remiendos de cuero y de terciopelo, de tocuyo, de franela, de seda y de bayeta, de jerga y de paño, de goma, de diablofuerte, de cotense y de gamuza, de lona y de hule”, anota Saenz) y cosidos entre sí con todo tipo de hilos (“hilo, pita, cordel, cable eléctrico, guato de zapato, alambre o tiras de cuero”). (Felipe Delgado, 1979). Con el tiempo, nada queda del saco original salvo su forma y, porque los aparapitas recogen sus materiales en los basurales de la ciudad, en cierta forma, sus sacos sintetizan sus excesos, sus restos, sus sobras, sus pasados, como un Mertzbau dadaísta.

Por otra parte, ese saco también indica la ciudad de La Paz donde crecen entreverados, prácticamente a cada paso, todos y cada uno de sus momentos históricos, desde antes de la Colonia hasta nuestros días, pasando por todos los periodos republicanos. No deja de ser sugerente que, pese a todo, ese caos de sobras y restos, ese conjunto de  inútiles versiones y fragmentos, conserve latente la forma del saco original. Por ahí buscaba Saenz la plenitud que él denominaba “júbilo,” donde el horror y lo sublime son la misma cosa. También, como Kafka, Saenz puebla su narrativa con todo tipo de personajes extraños, casi siempre trazados con una perspectiva lúdica, a veces grotesca, indicativa de otros sentidos más que los habituales. Saenz se sentía comodísimo en su ciudad de La Paz, pero ello no le impidió buscar quién, en rigor, acompañaba a quién: ¿el cuerpo al yo, o a la inversa?; ¿la muerte a la vida, o a la inversa?; ¿el horror a la plenitud, o a la inversa? Eso sí, en su caso, solo la noche le permitía llegar, quizá, a la plenitud del día. Para él, como para Kafka, el problema era cómo avanzar en los laberintos de la vida y la muerte, o sea, en su caso, cómo “recorrer esta distancia”, título de uno de sus más notables poemas.

Hasta aquí, las indicaciones. En breve: por su impacto en la literatura boliviana, Kafka sería un nómada que provoca quiebres en las literaturas que le acogen y que, mientras recorre o ayuda a recorrer insalvables distancias, permite rescatar todos los detalles y restos que también son nombres en y para el mundo.

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Tardan pero llegan…

Guillermo Ruiz Plaza —poeta y narrador boliviano— le ha dedicado un esclarecedor estudio a la poesía y al ensayo de Eduardo Mitre

/ 12 de enero de 2014 / 04:00

Tardan pero llegan. Nos faltaba un estudio monográfico sobre la obra amplia de Eduardo Mitre y, bueno, felizmente, ahora ya tenemos uno. Últimamente, dicho sea de paso, han ido apareciendo varios trabajos monográficos sobre los principales poetas bolivianos. Pienso, por ejemplo, en la colección “La crítica y el poeta”, coordinada por Mónica Velázquez —desde la Carrera de Literatura de la UMSA— y publicada por Plural Editores, donde ya contamos con volúmenes dedicados a la poesía de Jaime Saenz (2011), Óscar Cerruto (2011), Edmundo Camargo (2011), Blanca Wiethüchter (2011) y Ricardo Jaimes Freyre (2012). Con matices de perspectiva, obviamente, podríamos asociar este Eduardo Mitre de Guillermo Ruiz Plaza a ese reciente esfuerzo por ayudar a leer más de cerca y más frecuentemente la poesía boliviana.

Este Eduardo Mitre de Ruiz Plaza, decía, se ocupa de la obra amplia de Mitre, es decir, examina con detalle su poesía, pero, también, no descuida la otra parte de su obra: el ensayo literario. Empieza con la poesía, cuyo trayecto persigue desde Elegía a una muchacha (1965) hasta El paraguas de Manhattan (2004) y, en una segunda parte, examina sus ensayos críticos relativos tanto a la poesía boliviana como a la hispanoamericana. Sigamos, brevemente, sus pasos.

De partida, comparando Elegía a una muchacha con Ferviente humo (1976), destaca muy bien el tránsito de un trabajo con imágenes al de la nominación ostensible (valga la casi redundancia) que será una de las características de la poesía de Mitre posterior a la Elegía. Luego, examinando Morada (1975), subraya el carácter espacial que empieza a frecuentar la poesía de Mitre y donde, recordemos, entre otros medios, experimenta con la llamada “poesía concreta”. Esta atención espacial no altera, desde ya, su tendencia nominativa sino la arraiga, se diría, más cerca de la página blanca —su “espacio” más íntimo e inmediato— en la que se inscriben sus versos y tensiones. Desde ya, Ruiz Plaza afirma que Morada ya diseña el ámbito en el que, luego, transitará la poesía de Mitre. En sus palabras: Morada “[s]e erige así como el eje central alrededor del cual gira el discurso poético mitreano. En ella residen las marcas fundamentales de la obra posterior y, en su vínculo problemático con Ferviente humo, la estructura ética y estética de la obra poética en su conjunto”      (: 33). Luego, siguiendo con Mirabilia (1979) hasta El paraguas de Manhattan analiza y destaca las (otras) principales preocupaciones y tensiones presentes en la poesía de Mitre. Ahí, destaca algunos senderos frecuentados: la constante dialéctica entre celebración y elegía, la introspección autobiográfica (Desde tu cuerpo o “Yaba Alberto”), su atención histórica y contextual, y, claro, indica y analiza la permanente atención crítica hacia el alcance de sus versos, en particular, y de la poesía o literatura, en general, o sea, la actitud crítica inscrita dentro de su labor poética.

Todos estos temas y variaciones, Ruiz Plaza los examina con un método analítico que no agota todos los poemas contenidos en los libros sino privilegia algunos que serían claves representativas de los temas —y variaciones— objeto de estudio. Ahí, en cada caso, es minucioso (detallista) y sus argumentos examinan, paso a paso, todos los matices formales y significativos de los versos objeto de análisis, para así demostrar los alcances del tema o del libro que, en su momento, le ocupa.

Luego de examinar la poesía, Ruiz Plaza se ocupa de los ensayos de Mitre y, muy apropiada y lúcidamente, a lo largo de esta sección, el analista se las ingenia para no dejar de establecer puentes entre este género y la poesía. La permanente actitud crítica —también, autocrítica— presente en la poesía de Mitre le sirve de horizonte para los ensayos que son, sobre todo, ensayos de lectura literaria crítica. Ahí, distingue y, a la vez, conjuga, en sus términos, al ensayista como pensador y al poeta como pensante (: 60), donde, dicho sea de paso, las palabras se desplazan linealmente en el prosista, mientras avanzan el espiral con el poeta (: 57). Los puentes que propone Ruiz Plaza son harto intensos porque en ellos el poeta y el ensayista se entretejen, a veces, hasta el detalle, más aún cuando recordamos que Mitre es, sobre todo, un lector de poetas y poesía (s). Así, un primer puente son cartas de Mitre en las que él medita sobre la escritura de dos de sus (propios) poemas (“El peregrino y la ausencia” y “Carta a Susana San Juan”). Obviamente, ahí, vía el género epistolar, el crítico dialoga inevitablemente con el poeta, es decir, en este caso, prácticamente, consigo mismo. Análogamente, otro puente, aunque no tan “personal”, implica directamente, una vez más, las dos ocupaciones de Mitre: ahí, Ruiz Plaza analiza el paralelismo existente (tema y variaciones) entre, por un lado, los poemas y, por otro, los ensayos que Mitre les ha dedicado a tres autores: José Eduardo Guerra, Óscar Cerruto y Jaime Saenz. Así, puede demostrarnos cómo o qué dicen el poeta y el ensayista respectivamente sobre un mismo tema. Estos dos son, creo, los dos instrumentos más intensos para marcar las afinidades —y diferencias— entre las dos ocupaciones de Mitre. Luego, por medio de muestras representativas, diseña los contextos boliviano y latinoamericano que acompañan los ensayos de Mitre. En el primer caso, explicita sus lecturas de José Eduardo Guerra, Ricardo Jaimes Freyre y Edmundo Camargo; en el ámbito latinoamericano, destaca sus lecturas de Vicente Huidobro, Juan José Tablada y Octavio Paz. Una palabra sobre este último. A diferencia de Huidobro y Tablada, Mitre no le ha dedicado un ensayo relativamente extenso a Paz, pero, la presencia —sea puntual o dispersa— de Octavio Paz en la obra de Mitre es tan evidente que, con razón, Ruiz Plaza lo trata como si la suma de sus partes constituiría un largo ensayo relativo. Efectivamente, Paz es un buen contexto afín y alterno para acompañar la lectura de Mitre.

El único desliz —si se puede decir— en este libro es, curiosamente, el título —digo “curiosamente” porque, en general, uno no empieza sino acaba con el título de un cualquier texto. Por la conjunción Mitre, por un lado, y, por otro, la generación dispersa, uno espera un tratamiento proporcional de ambos temas, pero, en rigor, el segundo término de esta conjunción (“la generación dispersa”) es relativamente puntual, indicativa y conjetural, pues, solo  le dedica 7 de las 127 páginas del argumento. Salvo ese desliz, por lo demás, es decir, por las otras 120 páginas argumentativas y demostrativas, sin duda, este libro nos ofrece un detallado y muy ilustrativo, también acertado, recorrido por la obra amplia de Eduardo Mitre.

Tardan pero llegan, felizmente, para reactivar la lectura de, en este caso, una de las más notables producciones de la poesía boliviana.

Guillermo Ruiz Plaza

Eduardo Mitre y la generación dispersa. La Paz, Gente Común-Editorial 3600, 2013, 134 pp.

Bordes

Eduardo Mitre. – Poeta

El borde de la cuna
donde el amor se inclina
a contemplar a la criatura.
 
El borde del aro
que con una pelota
nos suspende el ánimo.
 
El borde de la blusa
por el que asoman dos lunas
que el deseo despuntan.

El borde del asiento
que el otro ocupa
y deviene extranjero.
 
El borde de la mesa
en que se posan vacías
las manos de la pobreza.
 
El borde del cuchillo
que corre dos veces
hacia el mismo filo.
 
El borde de las fronteras
que con tentáculos de pulpo
se extienden y estrechan.
 
El borde de la carretera
donde aguarda la muerte
a diestra y siniestra.
El borde de la vigilia
que nos sumerge en el sueño
y nos devuelve a otro día.
 
El borde de la vejez
que lentamente aparece
por toda la piel.
 
El borde de la cama
en la que alguien se sienta,
mira al enfermo y se calla.
 
El borde de la agonía
como la boca de un túnel
¿que nada ilumina?
 
El borde del ataúd
donde amanece una cara
ya indiferente a la luz.
El borde de la lápida
donde el dolor se inclina
con flores y lágrimas.
 
El borde de la memoria
que se resiste al olvido
y finalmente se borra.
 
El borde del infinito
y los pasos del astronauta
que nos mantienen en vilo.
 
El borde de la página
donde acaba una línea
y comienza otra.

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Tardan pero llegan…

Guillermo Ruiz Plaza —poeta y narrador boliviano— le ha dedicado un esclarecedor estudio a la poesía y al ensayo de Eduardo Mitre

/ 12 de enero de 2014 / 04:00

Tardan pero llegan. Nos faltaba un estudio monográfico sobre la obra amplia de Eduardo Mitre y, bueno, felizmente, ahora ya tenemos uno. Últimamente, dicho sea de paso, han ido apareciendo varios trabajos monográficos sobre los principales poetas bolivianos. Pienso, por ejemplo, en la colección “La crítica y el poeta”, coordinada por Mónica Velázquez —desde la Carrera de Literatura de la UMSA— y publicada por Plural Editores, donde ya contamos con volúmenes dedicados a la poesía de Jaime Saenz (2011), Óscar Cerruto (2011), Edmundo Camargo (2011), Blanca Wiethüchter (2011) y Ricardo Jaimes Freyre (2012). Con matices de perspectiva, obviamente, podríamos asociar este Eduardo Mitre de Guillermo Ruiz Plaza a ese reciente esfuerzo por ayudar a leer más de cerca y más frecuentemente la poesía boliviana.

Este Eduardo Mitre de Ruiz Plaza, decía, se ocupa de la obra amplia de Mitre, es decir, examina con detalle su poesía, pero, también, no descuida la otra parte de su obra: el ensayo literario. Empieza con la poesía, cuyo trayecto persigue desde Elegía a una muchacha (1965) hasta El paraguas de Manhattan (2004) y, en una segunda parte, examina sus ensayos críticos relativos tanto a la poesía boliviana como a la hispanoamericana. Sigamos, brevemente, sus pasos.

De partida, comparando Elegía a una muchacha con Ferviente humo (1976), destaca muy bien el tránsito de un trabajo con imágenes al de la nominación ostensible (valga la casi redundancia) que será una de las características de la poesía de Mitre posterior a la Elegía. Luego, examinando Morada (1975), subraya el carácter espacial que empieza a frecuentar la poesía de Mitre y donde, recordemos, entre otros medios, experimenta con la llamada “poesía concreta”. Esta atención espacial no altera, desde ya, su tendencia nominativa sino la arraiga, se diría, más cerca de la página blanca —su “espacio” más íntimo e inmediato— en la que se inscriben sus versos y tensiones. Desde ya, Ruiz Plaza afirma que Morada ya diseña el ámbito en el que, luego, transitará la poesía de Mitre. En sus palabras: Morada “[s]e erige así como el eje central alrededor del cual gira el discurso poético mitreano. En ella residen las marcas fundamentales de la obra posterior y, en su vínculo problemático con Ferviente humo, la estructura ética y estética de la obra poética en su conjunto”      (: 33). Luego, siguiendo con Mirabilia (1979) hasta El paraguas de Manhattan analiza y destaca las (otras) principales preocupaciones y tensiones presentes en la poesía de Mitre. Ahí, destaca algunos senderos frecuentados: la constante dialéctica entre celebración y elegía, la introspección autobiográfica (Desde tu cuerpo o “Yaba Alberto”), su atención histórica y contextual, y, claro, indica y analiza la permanente atención crítica hacia el alcance de sus versos, en particular, y de la poesía o literatura, en general, o sea, la actitud crítica inscrita dentro de su labor poética.

Todos estos temas y variaciones, Ruiz Plaza los examina con un método analítico que no agota todos los poemas contenidos en los libros sino privilegia algunos que serían claves representativas de los temas —y variaciones— objeto de estudio. Ahí, en cada caso, es minucioso (detallista) y sus argumentos examinan, paso a paso, todos los matices formales y significativos de los versos objeto de análisis, para así demostrar los alcances del tema o del libro que, en su momento, le ocupa.

Luego de examinar la poesía, Ruiz Plaza se ocupa de los ensayos de Mitre y, muy apropiada y lúcidamente, a lo largo de esta sección, el analista se las ingenia para no dejar de establecer puentes entre este género y la poesía. La permanente actitud crítica —también, autocrítica— presente en la poesía de Mitre le sirve de horizonte para los ensayos que son, sobre todo, ensayos de lectura literaria crítica. Ahí, distingue y, a la vez, conjuga, en sus términos, al ensayista como pensador y al poeta como pensante (: 60), donde, dicho sea de paso, las palabras se desplazan linealmente en el prosista, mientras avanzan el espiral con el poeta (: 57). Los puentes que propone Ruiz Plaza son harto intensos porque en ellos el poeta y el ensayista se entretejen, a veces, hasta el detalle, más aún cuando recordamos que Mitre es, sobre todo, un lector de poetas y poesía (s). Así, un primer puente son cartas de Mitre en las que él medita sobre la escritura de dos de sus (propios) poemas (“El peregrino y la ausencia” y “Carta a Susana San Juan”). Obviamente, ahí, vía el género epistolar, el crítico dialoga inevitablemente con el poeta, es decir, en este caso, prácticamente, consigo mismo. Análogamente, otro puente, aunque no tan “personal”, implica directamente, una vez más, las dos ocupaciones de Mitre: ahí, Ruiz Plaza analiza el paralelismo existente (tema y variaciones) entre, por un lado, los poemas y, por otro, los ensayos que Mitre les ha dedicado a tres autores: José Eduardo Guerra, Óscar Cerruto y Jaime Saenz. Así, puede demostrarnos cómo o qué dicen el poeta y el ensayista respectivamente sobre un mismo tema. Estos dos son, creo, los dos instrumentos más intensos para marcar las afinidades —y diferencias— entre las dos ocupaciones de Mitre. Luego, por medio de muestras representativas, diseña los contextos boliviano y latinoamericano que acompañan los ensayos de Mitre. En el primer caso, explicita sus lecturas de José Eduardo Guerra, Ricardo Jaimes Freyre y Edmundo Camargo; en el ámbito latinoamericano, destaca sus lecturas de Vicente Huidobro, Juan José Tablada y Octavio Paz. Una palabra sobre este último. A diferencia de Huidobro y Tablada, Mitre no le ha dedicado un ensayo relativamente extenso a Paz, pero, la presencia —sea puntual o dispersa— de Octavio Paz en la obra de Mitre es tan evidente que, con razón, Ruiz Plaza lo trata como si la suma de sus partes constituiría un largo ensayo relativo. Efectivamente, Paz es un buen contexto afín y alterno para acompañar la lectura de Mitre.

El único desliz —si se puede decir— en este libro es, curiosamente, el título —digo “curiosamente” porque, en general, uno no empieza sino acaba con el título de un cualquier texto. Por la conjunción Mitre, por un lado, y, por otro, la generación dispersa, uno espera un tratamiento proporcional de ambos temas, pero, en rigor, el segundo término de esta conjunción (“la generación dispersa”) es relativamente puntual, indicativa y conjetural, pues, solo  le dedica 7 de las 127 páginas del argumento. Salvo ese desliz, por lo demás, es decir, por las otras 120 páginas argumentativas y demostrativas, sin duda, este libro nos ofrece un detallado y muy ilustrativo, también acertado, recorrido por la obra amplia de Eduardo Mitre.

Tardan pero llegan, felizmente, para reactivar la lectura de, en este caso, una de las más notables producciones de la poesía boliviana.

Guillermo Ruiz Plaza

Eduardo Mitre y la generación dispersa. La Paz, Gente Común-Editorial 3600, 2013, 134 pp.

Bordes

Eduardo Mitre. – Poeta

El borde de la cuna
donde el amor se inclina
a contemplar a la criatura.
 
El borde del aro
que con una pelota
nos suspende el ánimo.
 
El borde de la blusa
por el que asoman dos lunas
que el deseo despuntan.

El borde del asiento
que el otro ocupa
y deviene extranjero.
 
El borde de la mesa
en que se posan vacías
las manos de la pobreza.
 
El borde del cuchillo
que corre dos veces
hacia el mismo filo.
 
El borde de las fronteras
que con tentáculos de pulpo
se extienden y estrechan.
 
El borde de la carretera
donde aguarda la muerte
a diestra y siniestra.
El borde de la vigilia
que nos sumerge en el sueño
y nos devuelve a otro día.
 
El borde de la vejez
que lentamente aparece
por toda la piel.
 
El borde de la cama
en la que alguien se sienta,
mira al enfermo y se calla.
 
El borde de la agonía
como la boca de un túnel
¿que nada ilumina?
 
El borde del ataúd
donde amanece una cara
ya indiferente a la luz.
El borde de la lápida
donde el dolor se inclina
con flores y lágrimas.
 
El borde de la memoria
que se resiste al olvido
y finalmente se borra.
 
El borde del infinito
y los pasos del astronauta
que nos mantienen en vilo.
 
El borde de la página
donde acaba una línea
y comienza otra.

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