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Paco de Lucía el flamenco universal

El guitarrista español murió el martes, a los 66 años, en México; reinventó la música flamenca

/ 2 de marzo de 2014 / 04:00

Tocaor estratosférico, compositor fecundo e imaginativo, tímido pero sublime, e infatigable embajador de la cultura española, Paco de Lucía fue un músico universal, el guitarrista que refundó el toque flamenco y lo subió a las más altas cimas artísticas haciéndolo crecer y evolucionar, y mezclándolo con otras músicas de raíz, como la bossa nova, el jazz o el blues.

Payo de nacimiento, pero gitano de alma, Francisco Sánchez Gómez, murió el martes repentinamente en una playa de México a los 66 años. Aprendió a rasguear la guitarra por pura necesidad, al mismo tiempo que empezaba a hablar, cuando vivía en el barrio caló de Algeciras, La Bajadilla. “Estábamos hambrientos y mi padre no sabía qué hacer para sacarnos adelante”, solía contar. “Los flamencos, como todos los músicos de las músicas de raíz, siempre hemos tenido la nevera vacía”.

Su madre, Luzía Gómez, dio nombre a la estirpe. Y su padre, Antonio Sánchez, fue el férreo y emprendedor productor que supervisó la carrera y la revolución flamenca que Paco de Lucía, solo y sobre todo junto a su inseparable Camarón de la Isla, cantaor legendario, montó en los años 60 y 70 al despachar una decena de discos que marcarían el futuro del flamenco.

CHIQUITOS. Antes de eso, Paco de Lucía fue Paco de Algeciras y formó con su hermano Pepe Algeciras, luego Pepe de Lucía, dos años mayor que él y cantaor de gran calidad, el dúo Chiquitos de Algeciras, que rompió el molde en un concurso flamenco celebrado en Jerez en 1962. El tocaor de pantalón corto regresó a casa con un premio especial del jurado y un sobre con 4.000 pesetas.

Contratados por Antonio El Bailarín, los Chiquitos rodaron una película y grabaron varios discos. Enseguida, el mexicano José Greco les echó el ojo y se los llevó de gira a México, África, Australia y Estados Unidos. El flamenco volvía a tomar Nueva York después de que lo hicieran, en plena Guerra Civil, La Argentinita, Pilar López, Sabicas y Carmen Amaya.

En 1966, Paco se enroló en la compañía de Antonio Gades para una gira americana en la que interpretaban la Suite flamenca. Su manera de tocar la guitarra, con las piernas cruzadas y una gran colocación de las manos, volvía locos a sus colegas, según le contó el guitarrista Emilio de Diego a José Manuel Gamboa en un memorable relato: “Paco me hacía cosas maquiavélicas muchas veces, el cabrón. Es que era un monstruo, pero de verdad. Empezaba a hacer cosas que están prohibidas anatómicamente, guitarrísticamente, musicalmente; prohibidas para todos, menos para él”.

Tras dar varias vueltas al globo, probar por primera vez a tocar jazz flamenco con Pedro Iturralde y grabar La guitarra fabulosa de Paco de Lucía en 1967, iba a nacer la pareja que cambió para siempre el destino del flamenco. El dúo Paco-Camarón fue una fulguración, un momento fundacional para la historia moderna del flamenco y un hito sureño para la música popular contemporánea. Era 1969, el año en que el hombre llegó a la Luna. De repente, dos jóvenes paupérrimos y semianalfabetos, hijos de la España aniquilada, resucitaron el arte que Falla y Lorca habían dado a conocer al mundo durante la Edad de Plata. Su revolución formal y técnica universalizó por segunda vez la maltratada música flamenca.

Nacidos, no podía ser de otra forma, en la República de Cádiz, uno en Algeciras y el otro en San Fernando, los dos genios flacos llevaban dentro el mismo patrimonio genético artístico y compartían pasiones y virtudes: afinación, invención, una insolencia muy bien educada y buen gusto musical. Grabaron juntos, entre 1969 y 1979, una decena de discos magníficos, irreprochables, llenos de fantasía y de creatividad, mezclando nuevas composiciones y géneros inventados como la bambera.

La imaginación y la magia eran tan abrumadoras que no había hueco para el relleno, y la ironía es que cuando hizo falta rellenar, como fue el caso de Entre dos aguas, una rumbita incluida a última hora por Paco en su disco Fuente y caudal (1973), el descarte se convertía en pelotazo. Entre dos aguas apareció como un símbolo de la recobrada vitalidad y del nuevo virtuosismo.

Cada cante de Camarón y cada toque de Paco eran oro molido. Su mezcla, la mejor simbiosis nunca oída entre una garganta y una sonata desde Antonio Chacón y Ramón Montoya. La separación fue traumática, pero sin exagerar. Camarón grabaría en 1979 con Tomatito La leyenda del tiempo, el disco que dio un salto mortal rockero al flamenco. Y Paco de Lucía retomaría sin mayores problemas su carrera de concertista, en solitario o en compañía de otros.

SEXTET. Tras grabar discos y solos dedicados a clásicos como Falla, Albéniz, Rodrigo o Sabicas, en 1980 se registró el histórico Friday Night In San Francisco con las guitarras de John McLaughlin y Al Di Meola; y ese mismo año Paco creó el Paco de Lucía Sextet, la formación que durante dos décadas llevaría por el orbe la marca del mejor flamenco mestizo y de la España más talentosa. Solo quiero caminar (1981), Live… One Summer Night (1984) y Live in América (1993) siguen siendo hoy referencias imprescindibles.

Tras 40 años de magisterio indiscutible, miles de conciertos y de espectadores asombrados, veintitantos discos y algunos exilios y silencios, le fue otorgado el premio Príncipe de Asturias de las Artes 2004. El premio, como él mismo se apresuró a decir, tenía más de un destinatario. Primero, el flamenco, y segundo, don José Monge Cruz, Camarón de la Isla —muerto en julio de 1992—, cómplice en las tomas de la Bastilla flamencas: “Si me hubieran dado el premio estando él vivo hubiera impuesto de alguna forma que él viniera, lo hubiera compartido con él, me hubiera dado vergüenza ganarlo yo solo”, declaró el guitarrista.

Entre gira y gira, ya con la nevera llena, el tocaor pasaba largas temporadas en sus casas de Mallorca, Toledo y Tulum, la playa de la península de Yucatán (México) donde solía bucear y donde el martes le visitó la muerte.

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Stephen king: ‘AMO A MI PAÍs, pero está lleno de basura’

Acaba de pasar por París por tercera vez en su vida para promocionar su última novela, Doctor Sueño, que es una especie de secuela o pieza separada de El resplandor.

/ 22 de diciembre de 2013 / 04:00

Stephen King ha escrito cerca de 50 novelas y ha vendido más de 300 millones de ejemplares. El autor de Carrie (1973) y El resplandor (1979), el libro que Stanley Kubrick y Jack Nicholson convirtieron en una memorable película, es seguramente el escritor vivo más popular del mundo. Símbolo y metáfora de la cultura pop estadounidense y encarnación demócrata del sueño americano, King es, sin embargo, un tipo absolutamente humilde, un histrión tierno y simpático que tiende a minimizar su talento de escritor y que se toma el pelo a sí mismo sin parar, en un ejercicio que a veces parece sano y otras parece rozar el masoquismo.

Acaba de pasar por París por tercera vez en su vida para promocionar su última novela, Doctor Sueño, que es una especie de secuela o pieza separada de El resplandor. El autor de Misery ha contado que llevaba 35 años preguntándose qué habría sido del protagonista de Doctor Sueño, que no es otro que Danny Torrance, el niño que leía el pensamiento ajeno y que sobrevivía a duras penas a los ataques violentos de su padre alcohólico y abusador, Jack Torrance, en aquel hotel triste, solitario y final donde transcurría El resplandor.

Danny tiene ahora casi 40 años, le pega al trago como papá, acude a las sesiones de Alcohólicos Anónimos y cuida a ancianos que están a punto de morir. De ahí el título de una novela que es un compendio del potente universo de King: hay vampiros que comen niños para alimentarse, gente con poderes paranormales, tiroteos, rituales satánicos y sesiones de telepatía intensiva. No se pasa un miedo cerval como en El resplandor, pero es una muy legible novela de acción.

En un reciente artículo publicado en The New Yorker, Joshua Rothman ha explicado que King es el principal canal por donde fluyen todos los subgéneros de la mitad del siglo XX: ciencia ficción, terror, fantasía, ficción histórica, libros de superhéroes, fábulas posapocalípticas, western, que luego traslada a su pequeño reducto de Maine, el remoto Estado del noreste de Estados Unidos donde vive, poblado por 1,2 millones de personas.

La prueba de su influjo en la cultura estadounidense son el cine y la televisión, que siguen rifándose sus historias. Aunque a los 65 años King continúa insistiendo en que lo que escribe no vale gran cosa, cuatro décadas de oficio y una legión de lectores en todo el mundo han acabado convenciendo a una parte de la crítica y a algunos compañeros de profesión de que su literatura pensada para entretener a la América rural pobre tiene más interés, sentido y calidad de la que él mismo cree.

En 2003, King ganó la Medalla de la National Book Foundation por su contribución a las letras americanas, un año después de que lo hiciera Philip Roth. Aquel día, el escritor Walter Mosley destacó su “casi instintivo entendimiento de los miedos que forman la psique de la clase trabajadora estadounidense”. Y añadió: “Conoce el miedo, y no sólo el miedo de las fuerzas diabólicas, sino el de la soledad y la pobreza, del hambre y de lo desconocido”.

Pero sobre todo lo demás, King es un personaje. Hijo de madre soltera y pobre, mide casi dos metros, es desgarbado y muy flaco, tiene una cara enorme, habla por los codos, no para de decir tacos, se ha metido varias cosechas de “cerveza, cocaína y jarabe para la tos”, toca la guitarra en una banda de rock con amigos, tiene una mujer católica “llena de hermanos”, tres hijos, cuatro nietos, una cuenta llena de ceros, ha pedido al Gobierno que le cobre más impuestos de los que paga, adora a Obama, odia al Tea Party, hace campaña contra las armas de fuego y es una mina como entrevistado: rara vez se olvida de dejar un par de titulares por respuesta.

— ¿Y por qué tiende a infravalorarse?

— Lo contrario de eso sería llamarme Il Grande, que sería lo mismo que llamarme El Gran Gilipollas. No quiero ser eso. Quiero ser tratado como una persona normal. Los escritores tenemos que mirar a la sociedad, y no al revés. Si mis editores me dicen que venga a París, es porque quieren vender libros. En las ferias de América trabajan chicas como gancho: se ponen en las puertas de los locales de striptease y mueven un poco el culo para atraer a los clientes. Aquí yo soy el que mueve el culo. En casa estoy en mi sitio, en la silla justa, escribiendo. Es ahí donde debo estar.

— ¿Qué se siente al haber vendido 300 millones de libros?

— Lo importante es saber que la cena está pagada, el número de copias que vendes da igual mientras sean suficientes para seguir escribiendo. Adoro este trabajo.

— ¿No siente orgullo?

— No sé si es orgullo, pero me hace feliz saber que mi trabajo conecta con la gente. Crecí para contar historias y entretener. En ese sentido creo que he sido un éxito. Pero el día a día es mi mujer diciendo: “Steve, baja la basura y pon el lavaplatos”.

— ¿Se siente maltratado por la crítica?

Al principio de mi carrera vendía tantos libros que los críticos decían: “Si eso le gusta a tanta gente, no puede ser bueno”. Pero empecé joven y he logrado sobrevivir a casi todos ellos. Muchos críticos saben que llevo años tratando de demostrar que soy un escritor popular, pero serio. A veces es verdad que lo que vende mucho es muy malo, por ejemplo 50 sombras de Grey es basura, porno para mamás. Pero La sombra del viento, de Ruiz Zafón, es bueno, y Umberto Eco ha sido muy popular y es estupendo. La popularidad no siempre significa que algo sea malo. Cuando leo una crítica muy negativa, me callo la boca para que el crítico no sepa que lloriqueo. Pero siempre las leo porque quiero aprender, y cuando una crítica está bien hecha, te ayuda a saber lo que hiciste mal. Si todos dicen que algo no funciona, te puedes fiar.

— Yo tampoco. ¿Es verdad que tuvo una infancia un poco Oliver Twist?

— Mi padre se fue de casa cuando yo tenía dos años y mi madre trabajó muy duro para criarnos a mí y a mi hermano. Lo que más siento es que murió de cáncer antes de que yo tuviera éxito. ¡Me habría gustado tratarla como a una reina! Mi primera novela, Carrie, se publicó en abril de 1974, y ella murió en febrero. Al menos recibí el adelanto y eso sirvió para cuidarla bien. Llegó a leerla y le gustó, dijo que era maravillosa y que tendría mucho éxito.

— ¿Heredó de ella la imaginación?

— No, el sentido del humor. La fantasía y la escritura las heredé de mi padre. Solía enviar relatos a las revistas ilustradas en los años 30 y 40, aunque nunca se los publicaron. Adoraba la fantasía, la ciencia ficción, las historias de terror. De pequeño encontré en casa una caja llena de libros de Lovecraft, de Clark Ashton Smith; fue como un mensaje suyo lleno de cosas buenas.

— ¿Cómo es su relación con el dinero?

— Nunca aprendí a ser rico, no dan clases para eso, y no crecí con dinero. De pequeño solía pedir 25 centavos para ir al cine o trabajar cogiendo patatas. Nunca pensé que tendría mucha pasta. Mi madre pasó sus últimos diez años cuidando de sus padres y en casa nunca hubo liquidez. En esos casos, si de repente amasas una fortuna, puedes volverte vulgar y comprarte un enorme Cadillac, trajes de tres piezas a medida y zapatos caros. Pero yo crecí en una comunidad yanqui donde la ostentación no estaba bien vista. Luego me casé con una mujer muy pegada a la tierra que se habría reído mucho si yo hubiera vuelto a casa con un abrigo de pelo de camello. Me habría dicho: “¿Quién te crees que eres? ¿Mohamed Alí?”. Aunque me vendo como una puta por los zapatos y los coches, sólo tengo un coche eléctrico. Vivimos modestamente y damos dinero a las librerías de los pueblos pequeños, a Unicef, a la Cruz Roja. Seguimos el lema de J. P. Morgan: el hombre que muere millonario muere fracasado. El dinero sirve para pagar las cuentas, hacer tu trabajo, ayudar a mi familia y a mi suegro.

ARMAS

— También hace campañas contra la venta libre de armas. ¿Una causa perdida?

— El problema no son las escopetas de caza. El 70% de Estados Unidos es rural, y no tengo problema en que la gente cace ciervos y se los coma. Tener revólveres en casa tampoco me parece mal, yo mismo tengo uno, descargado y lejos del alcance de los niños. El gran problema, lo que me pone fuera de mí, son las armas semiautomáticas. Pegan 40, 60 u 80 tiros seguidos, como la que se empleó en la matanza de Connecticut. Es vergonzoso que se vendan, pero el lobby de la Asociación Nacional del Rifle trabaja para los fabricantes de armas y se basa en la fantasía de que Estados Unidos  es como hace 50 o 60 años. Dicen que las muertes de niños son el precio a pagar por la seguridad. La cultura pistolera forma parte de la cultura americana, pero odio eso, me repugna.

Luego dicen que por qué nunca vengo a Francia o Alemania: porque son civilizados, y yo siento vergüenza de ser estadounidense. Amo a mi país, pero está lleno de basura.

— ¿Quién ganará la guerra entre Obama y el Tea Party?

— Los del Tea Party son unos idiotas y unos racistas que básicamente disparan contra Obama porque tiene la piel oscura. Cuando Bush arruinó al mundo entero en 2008 con sus ideas ultraliberales, no dijeron nada. Ahora ese alien ha crecido en el Partido Republicano y no va a parar hasta destruirlo, lo cual no me parece mal. Su única idea es bloquear al Gobierno, sin darse cuenta de que la situación económica es bastante mejor que con Bush. Son como una obstrucción intestinal. Espero que en 2014 los americanos decidan dar esos 30 escaños a 30 demócratas. Todo irá mejor. En todo caso, si están molestos con Obama, peor estarán en unos años: el próximo presidente llevará falda.

— Háblenos de Danny Torrance, el niño de El resplandor, que ahora vuelve en Doctor Sueño.

Al final de El resplandor, era 1977, Danny tenía cuatro o cinco años, porque escribí la novela en 1976, durante el bicentenario, cuando era presidente Ford. Al principio de Doctor Sueño tiene ocho años. Durante 33 años, ese niño ha estado en mi cabeza. Me preguntaba qué sería de él, si seguiría o no manteniendo ese talento, el resplandor de leer los pensamientos de la gente. Creció en una familia terrible. Su madre malherida sobrevivió de milagro a la paliza de la mesa del comedor, y el padre, Jack, era alcohólico, como yo… Sabía que Danny debía seguir estando rabioso con el mundo, porque su padre era un canalla que abusaba de ellos. La rabia es el centro del libro, de Jack a Danny hay una generación marcada por la rabia.

— ¿Usted bebía mucho entonces?

— Cuando escribí la novela, muchísimo. Pero ya sabe, los escritores tenemos que hablar de lo que conocemos.

— ¿Ha pensado en qué lugar de la literatura estadounidense quedará Stephen King?

— Es difícil saberlo. No sé si hay vida después, aunque no creo. Pero si quedara algo similar a la conciencia, lo último que me preocuparía es saber si me lee o no la próxima generación. Dicho esto, cuando los escritores mueren, o sus libros se siguen publicando, o desaparecen. La mayoría desaparece. Quedan sólo algunos, y esos son los importantes: Faulkner, Hemingway, Scott Fitzgerald, olvidado cuando murió y rescatado más tarde. En español, Cervantes, García Márquez, Roberto Bolaño, esos quedarán. Bolaño sabía tragar drogas y beber. Pero también sucede que queda la gente más rara: de Stanley Gardner, el autor de Perry Mason, quedó muy poco; pero no quedó nada de John D. McDonald, que era estupendo. Y apenas nada de John M. Cain, pero sí de Jim Thompson. Y, más extraño aún, queda Agatha Christie… Es decir, nunca sabes quién va a perdurar. Creo que los escritores de fantasía tienen más posibilidades de quedar. Y creo que, de mis libros, resistirán El misterio de Salems’ lot, El resplandor, It y quizá La danza de la muerte. Pero no Carrie. Y quizá también Misery. Esos son los imprescindibles para la gente que los leyó, pero no estoy nada seguro de que la gente siga pensando en mi trabajo cuando muera. Quién sabe. Somerset Maugham fue muy popular en su día. Ahora nadie lo lee. Escribió grandes novelas. Alguien le preguntó por su legado, y dijo: “Estaré en la primera fila del segundo rango”. Dirán eso de mí.

TALENTO

— ¿Ve cómo prefiere militar en segunda división?

— Cuando estás dentro del negocio, sabes bien cuál es tu nivel de talento. Cuando lees a un escritor bueno, piensas: “Si yo pudiera escribir así”, notas mucho la diferencia entre lo que haces y lo que escribe gente como Philip Roth, Cormac McCarthy, Jonathan Franzen o Anne Tyler. Hay muchos muy buenos.

— ¿Sigue leyendo mucho?

— Todo lo que puedo, cada día, aunque veo mucha tele. Y escribo todos los días, acabo de escribir una cosa sobre Kennedy para The New York Times. Este oficio es una pasión. Más que vivir de ella, me gusta practicarla. Preferiría estar escribiendo ahora en vez de estar aquí.

— Ya acabamos.

— No, si es usted un tipo estupendo, pero es que las ideas me vienen sin querer. Esta mañana íbamos en el coche, nos paramos al lado de un autobús donde iba una mujer sentada y pensé: ¿Y si ahora sube un tipo y le corta el cuello? Será un cuento corto, aunque eso nunca se sabe; Carrie iba a ser un relato también y acabó siendo una novela. Lo importante es esa pregunta: ¿qué pasaría si…? Ese es el motor de mis historias.

— Y luego acaban en el cine o en la tele.

— Sí, mucha gente va al cine en el mundo y eso ayuda a hacerte popular. Pero al final todo da igual, porque un día te encuentras con gente por la calle que te reconoce y te dice: “¿Eres Stephen King? me encantan tus películas”, y otro día, en un supermercado de Florida, me para una mujer y me regaña porque escribo cosas terroríficas. Dice: “Prefiero The Shawshank redemption”. Y yo: “La escribí yo”. Y ella: “No es verdad, para nada”. Y se larga.

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