Los antiguos peruanos se cuentan entre los más grandes investigadores agrícolas del mundo, y construyeron numerosas estaciones experimentales donde los cultivos podían crecer de diferentes modos. Así, no sorprende que consagraran exclusivamente un lugar como Machu Picchu a esa actividad. Tanto si esta montaña realmente funcionó como una antigua estación agrícola experimental como si no, probablemente los indios de los Andes realizaron más experimentos con plantas que cualquier otro pueblo conocido.

Miles de años antes que los incas, los nativos ya sabían cómo obtener grandes cosechas de papas en pequeñas parcelas. En el mundo moderno, las grandes cosechas se deben principalmente al desarrollo de plantas que puedan crecer en diversos ambientes y, cuando es necesario, mediante la manipulación de su entorno inmediato con el fin de asegurar que reciban solo la cantidad correcta de humedad, nitrógeno y otros requisitos para un óptimo crecimiento. Al parecer los peruanos se acercaron al problema de manera opuesta. Buscaron desarrollar un tipo diferente de planta para cada tipo de tierra, sol y condiciones de humedad. Valoraron la diversidad. Quisieron que el tubérculo se diera en diferentes tamaños, texturas y colores; desde las papas blancas y amarillas hasta las púrpuras, rojas, naranjas y pardas; algunas de sabor dulzón y otras demasiado amargas para servir de alimento humano, pero perfectas como pienso animal.

Y no buscaron esta diversidad por el simple placer estético, sino porque esa variedad de formas, colores y texturas significaba diversidad en propiedades menos notorias. Algunas papas maduraban rápido y algunas lento, una consideración importante en un país donde la etapa de crecimiento varía con la altitud. Algunas papas requerían mucha agua y otras, muy poca, lo que hacía que una variedad fuera más adaptable que otra a los muy diversos niveles de precipitaciones de los diferentes valles.

Algunas papas podían almacenarse fácilmente por largos periodos, y otras servían de inmejorable alimento para el ganado.

Además de la papa, los incas produjeron otros tubérculos y cultivos de raíces como la oca, la achira, el añu, la papa liza, el luki y la maca, algunos de los cuales ni siquiera tienen nombre en castellano. También cultivaron maíz en muchas variedades y diversos hábitat, y cereales nativos americanos como la kiwicha (o amaranto, Amaranthus caudatus) y la quinua (Chenopodium quinoa).

El éxito de estos adelantados investigadores podemos comprobarlo hoy. No solo en la variedad de cultivos alimenticios, sino también en las extensas ruinas agrícolas del valle del Urubamba, que se extiende desde Machu Picchu hasta la capital inca de Cuzco. Las ruinas indígenas que resistieron la conquista española constituyen una visión permanente a medida que se avanza por el valle. Torreones desmoronados puntean las altas cumbres como una hilera de dientes deteriorados. Ciudadelas vacías aparecen casi como pueblos fantasmas. Piedras y barro colman desde hace siglos los canales de regadío que alguna vez condujeron el agua desde las derretidas nieves de la alta montaña hasta estas terrazas. (…)

A medida que los ejércitos, el clero y las enfermedades españolas barrían el valle fluvial, pueblos enteros morían o se los llevaban a trabajar en las minas de Potosí.

Pronto, el rico valle del río Urubamba se sumió en la decadencia y el olvido. Una zona que pudo haber aportado millones conserva apenas una fracción de su población anterior. Mientras estos campos permanecen abandonados, el Gobierno del Perú, tierra de la papa, importa el tubérculo de los Países Bajos para alimentar a su pueblo.

Los indios han cultivado papas en las laderas de los Andes y en sus valles por lo menos durante los últimos cuatro mil años. Al parecer, la papa desciende de un tubérculo, el Solanum, que creció silvestre por toda América hasta en sitios tan septentrionales como el sudoeste de Estados Unidos, y para los navajos representaba la mayor parte de su dieta. Es posible que los indios de Estados Unidos y México se hallaran en proceso de aclimatar sus propias variedades cuando llegaron los españoles, en el siglo XVI.

TRES MIL. En el momento de producirse la conquista española, los campesinos andinos ya producían unas tres mil variedades de solanáceas; ello contrasta con las escasas 250 variedades que crecen ahora en América del Norte, de las cuales no más de 20 conforman las tres cuartas partes del total de solanácea cosechada. Gracias a la gestión de los campesinos indígenas de los Andes, la papa fue cimiento de más de un imperio andino. El último de ellos fue el inca, que sucumbió ante Francisco Pizarro en 1531.

Los mismos campesinos inventaron y perfeccionaron los primeros métodos de conservación  mediante el congelamiento y la desecación. Por la noche dejaban sus papas al aire libre, expuestas a la fría atmósfera de la alta cordillera. Durante el día, el sol las descongelaba y la familia completa caminaba sobre ellas para extraerles la humedad. Después de repetir varias veces este proceso, la papa se deshidrataba hasta quedar hecha una pasta blanca muy parecida a la moderna espuma plástica. Así se reducía el peso de los sacos y los incas podían transportar fácilmente grandes cantidades de papas a depósitos lejanos, donde podían guardarlas por cinco o seis años sin que sufrieran ningún daño. Cuando se requería, las reconstituían remojándolas en agua y luego cocinándolas. A veces, los cocineros las molían para preparar sopas y otros platos.

En nuestros días, en miles de aldeas esparcidas por todos los Andes, los indios se valen exactamente del mismo procedimiento que sus antepasados; la papa deshidratada se conoce por el nombre quechua “chuño”, y continúa siendo un alimento básico en la cocina andina durante todas las estaciones del año.

Los incas aplicaron sus técnicas de desecación en una variedad de vegetales, e incluso para conservar carnes. El “charqui”, nombre quechua para el tasajo o carne salada, llegó a contar con el favor de los europeos, quienes lo consideraron una forma conveniente y ligera de guardar y transportar carne. Su nombre se tomó y deformó en los países anglosajones hasta convertirse en jerky, una de las pocas palabras inglesas derivadas del quechua.

Al igual que la plata de Potosí, que se extendió por Europa y luego por el imperio otomano, Tombuctú y China, provocando un cambio mayor en la economía mundial; la humilde papa se diseminó por el planeta. Lo hizo mucho más lentamente que la plata, pero en relación con los otros cultivos originarios de América tendría mucho mayor impacto.

Es difícil imaginar lo que sería Irlanda sin la papa. ¿Qué comerían rusos, alemanes, polacos y escandinavos? Sin este tubérculo, la extinta Unión Soviética jamás se habría convertido en potencia mundial, Alemania no habría podido enfrentar dos guerras mundiales, y los países escandinavos y del Benelux no ostentarían los niveles de vida más altos del mundo.

Antes del descubrimiento de América, el Viejo Mundo dependía principalmente de las cosechas de cereales domesticados como trigo, centeno, cebada y avena en Europa y el Cercano Oriente, de arroz en el Lejano Oriente, y de mijo y sorgo en África. Todos estos cultivos, sin embargo, presentaban problemas en su ciclo de crecimiento.

Sus altos tallos los volvían presa fácil de elementos destructivos como el viento, el granizo, los aguaceros y la nieve, así como de pájaros, insectos y animales.

Por siglos, y cada vez que el mal clima provocaba escasez de cereales, países septentrionales como Rusia y Alemania debían enfrentar la hambruna. Mientras el Viejo Mundo dependió de las cosechas de granos, las grandes poblaciones y los centros de poder se ubicaron en las naciones más cálidas del sur, en tomo del Mediterráneo, donde brotaban con facilidad. Grecia, Roma, Persia y Egipto debieron sus exitosos imperios principalmente a su control sobre la producción de cereales. Incluso una nación tan norteña como Francia fue capaz de llegar a ser potencia mundial al convertirse en un productor de granos razonablemente eficiente.

En cambio, el clima imprevisible y la preocupación por el suministro de alimentos constituyeron siempre una carga para los estados germanos, Inglaterra, Escandinavia y Rusia, que a veces exportaba grano y otras lo importaba; todas ellas sociedades que esperaban su oportunidad para actuar en el escenario cultural y político mundial, pero que primero debían asegurar un suministro estable de comestibles nutritivos y baratos que las sustentasen. Hasta que arribó la forma algo desmañada de la papa andina. El maíz procedente de México y las papas constituirían lo que el historiador francés Fernand Braudel llamó “los cultivos milagrosos”.

CEREALES. Al principio, los europeos demostraron escaso entusiasmo por la nueva planta. Los campesinos la despreciaron. Aparte de los ocasionales entremeses de chirivías, nabos y zanahorias, los europeos no comían tubérculos, y ciertamente no iban a adoptar uno como alimento básico en su dieta diaria. Su alimento básico eran los cereales que podían moler y después hornear para hacer pan o, más comúnmente, comerlos en forma de papillas, como la oatmeal, harina de avena escocesa e irlandesa, o la gruel, la gacha inglesa. Ésa era verdadera comida para el campesino europeo, no un tubérculo rugoso cultivado por salvajes americanos.

Su aspecto desagradable y amorfo contribuyó a que europeos fantasiosos pregonaran que la papa causaba lepra. Algunas sectas ortodoxas en Rusia la llamaban “la planta del diablo” y decretaron que era pecado comerla, al igual que el tomate y el azúcar, pues no se mencionaban en la Biblia. Aun un medio tan respetable como La Encyclopedie de 1765, de Denis Diderot, la acusaba de insípida y de causar flatulencia en los campesinos que la consumían.

Uno de los primeros defensores de la papa fue Adam Smith, quien teorizó sobre la tremenda importancia que su adopción tendría en Europa. Smith predijo con precisión que el aumento de su cultivo causaría un incremento en la producción, en la población y en el valor del suelo. Basándose en sus observaciones en Irlanda —en aquel tiempo el único país donde la papa era extensamente cultivada—, Smith consideró el tubérculo como un excelente alimento, sobre todo para las clases más bajas. En su opinión, la papa había tornado a los hombres más fuertes y a las mujeres más bellas; opinión que podía confrontarse al contemplar a las prostitutas y a los obreros irlandeses en Londres. A pesar de su fuerte defensa de este cultivo andino, sin embargo, Smith dudó que llegara a popularizarse, dada la dificultad de almacenarla por más de una estación.

Así pues, durante sus dos primeros siglos en Europa la papa fue poco más que una curiosidad que crecía en los huertos de monasterios y universidades. Mientras las masas ignoraban absolutamente a la intrusa, las clases alta y media la consumían como una novedad. No fue sino hasta la segunda mitad del siglo XVIII que echó raíz en los campos del norte de Europa. Los campesinos la aceptaron, de mala gana, después de que sus gobernantes les forzaran a hacerlo.

Un antropólogo  en los mundos indígenas

El antropólogo norteamericano Jack Weatherford (South Carolina, 1946) estuvo por primera vez en Bolivia en 1985 investigando para su libro El legado indígena. De cómo los indios de las Américas transformaron el mundo, que se publicó originalmente en inglés en 1988.  Desde entonces, Bolivia —especialmente sus mundos indígenas— formó parte central de sus intereses académicos. Ahora, el investigador regresará al país para la presentación de la edición de su obra traducida al español por Roberto Palet y publicada por la Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia.

Sus investigaciones en el país —entre ellas, la explotación de la plata del Cerro Rico de Potosí y cómo ese mineral llegó hasta el Asia— fueron también parte fundamental de su libro más conocido y reconocido internacionalmente: La historia del dinero (1997). Y le llevaron a escribir Narcóticos en Bolivia y los Estados Unidos, libro publicado en Bolivia por Los Amigos del Libro en 1987.

El legado indígena. De cómo los indios de las Américas transformaron el mundo se presentará —con la participación del autor— en La Paz el 25 de marzo, en Sucre el 26, en Potosí el 28 y en Santa Cruz el 2 de abril.