Guerra y paranoia, poder y terrorismo, fe y paraísos químicos. Santería high-tech, guerra global neológica, humanidad doliente. ¿Reconocen este paisaje? Claro que sí: es la variación predecible de una melodía que ya conocemos. Su penúltima cristalización tiene lugar en Iris, nueva novela de Edmundo Paz Soldán, y no es particularmente seductora.

En el mundo posnuclear recreado por Iris, donde las colonias periféricas viven a la expectativa de lo que se decida en un mundo diplomático inaccesible y el mesianismo adopta formas convencionalmente harapientas, Paz Soldán nos propone seguir la peripecia de cinco personajes. Ellos son nuestra puerta de acceso a las jerarquías sociales inventadas por el novelista, a las múltiples formas de mutilación de la conciencia, y a la revolución que se avecina.

Pero muchas cosas fallan en este relato. La más obvia, extendida por toda la piel del texto pero con raíces profundas, es el intento de crear una lengua distópica, plagada de contracciones, neologismos, anglicismos y giros peculiares: “nau está nelbeyond”, “fokinfunny el creepshow”… Es un ejercicio delicado, y por eso valiente, pero me temo que está resuelto sin verdadera imaginación, de modo que este rasgo entorpece la lectura sin aportar ni atractivo ni relieve. Cuando leemos “nosa historia” y recordamos a JarJarBinks antes que a Anthony Burgess, es que algo falla.

Sin embargo, como Paz Soldán es un novelista que alguna vez, y pienso en Río fugitivo, demostró largo aliento y capacidad para la arquitectura ambiciosa, uno espera al menos seguir con interés a sus personajes: pero desde la doctora sufriente hasta los claroscuros ambiguos que caracterizan a soldados y resistentes, al lector le cuesta remontar el vuelo en esta lectura. Iris resulta no densa, sino pesada; no holográmica, sino paquidérmica. Y es, también, confusa; cierto que gran parte de esa confusión es deliberada y confesa por parte de Paz Soldán. Pero “deliberada” no significa necesariamente “lograda”.

Quedan la innegable coherencia de su escenografía y la solvencia, debida a la inteligencia analítica del autor, de su discurso distópico, o mejor alegórico, que reverbera texturas testamentarias y proféticas. Es por este camino por donde llegan las mejores páginas del volumen, en algunos arrebatos poéticos derivados de sus repliegues oníricos o alucinógenos. Pero las posibilidades más audaces del género le están vetadas a Iris, primero porque en realidad no es estricta ciencia ficción, y segundo porque una vez se han ritualizado todas las exigencias formales del encuentro entre el género y el estilo del autor, apenas queda recorrido para iluminar, desenfocar o desplazar la realidad a la que alude; que es la nuestra. Esa alusión se entiende, sí, pero no se impone. De este modo, despuntan algunos hallazgos dignos de ser esgrimidos en cualquier debate de sociología pirotécnica, como la idea de “alucinación consensual”, pero no encuentro nada que esté vivo en esta novela.