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Octavio Paz, un hombre en su siglo

/ 23 de marzo de 2014 / 04:00

Octavio Paz Lozano nació en Ciudad de México el 31 de marzo de 1914.  La afición por las simetrías permitiría decir que nació en medio de dos revoluciones. Esos meses de 1914, en México, las facciones armadas de Villa, Obregón y Zapata marchaban sobre la capital para expulsar del Palacio Nacional al usurpador Victoriano Huerta. Fue uno de los capítulos más cruentos de la Revolución Mexicana que entonces ya llevaba cuatro años de marchas y contramarchas igualmente cruentas. Apenas unos meses después, en junio de 1914, en el otro lado del mundo, en Sarajevo, una bala nacionalista ponía fin a los días del archiduque Francisco Fernando de Austria y encendía la Primer Guerra Mundial. Tres imperios se hundirían en esas trincheras de sangre y lodo y, al cabo, de esa masacre universal surgiría triunfante, en 1917, la Revolución Rusa.  

Así comenzaba el siglo XX, el siglo de las revoluciones. La revolución encarnaba la forma más radical de la idea del cambio. El cambio era el motor que empujaba a la historia. La historia se desplazaba a la conquista del futuro. El futuro era el tiempo de las promesas y las utopías que, finalmente, estaban al alcance de las manos. Revoluciones políticas y sociales, pero también revoluciones artísticas y literarias y asimismo revoluciones de la moral y las costumbres. A ese siglo de revoluciones nacía Octavio Paz.   

SIGLO. En sus 84 años de vida, Octavio Paz atravesó prácticamente todo el siglo XX. Su obra es inseparable de los avatares de su tiempo. Es un reflejo, un intento de respuesta, pero sobre todo una interrogante a la época que le tocó vivir. No es casual, por ello, que en su obra la creación haya caminado siempre de la mano de la reflexión. Fue ante todo un poeta; es decir, hizo suyo el atávico conflicto que desde el principio de los tiempos enfrenta a las palabras con las cosas: la pulsión humana que quiere nombrar un mundo que, sin embargo, siempre lo sobrepasa. Y quiere nombrar al mundo porque esa es una forma —para los poetas quizás la única— de habitarlo. Es muy suyo decir, por ello, que la poesía es siempre deseo. Pero también fue un ensayista; es decir, se acogió al género moderno por definición, al género de la crítica y de la duda, a un género, como quería el joven Lukács, más apto para formular buenas preguntas que para ofrecer respuestas únicas.

Paz creció en Mixcoac, entonces un pueblo en los suburbios de México, en la casa del abuelo paterno, un intelectual y novelista liberal. Su padre, abogado, comenzada la Revolución, se sumó al bando de Emiliana Zapata y llegó a ser su representante. Murió joven, en 1936, arrollado por un tren cuando cruzaba, borracho, las vías. “Del vómito a la sed, / atado al potro del alcohol, / mi padre iba y venía entre las llamas. / Por los durmientes y los rieles / de una estación de moscas y de polvo / una tarde juntamos sus pedazos”, escribiría Paz después en su poema autobiográfico Pasado en claro. La casa de sus mayores y el pueblo de Mixcoac —como símbolos de las tensiones familiares pero también del mundo social— son temas recurrentes de su poesía. En 1989, casi al final de su vida, escribió: “Mixcoac fue mi pueblo. tres sílabas nocturnas, / un antifaz de sombra sobre un rostro solar. / Vino Nuestra señora, la Tolvanera madre. / Vino y se lo comió. Yo andaba por el mundo. / Mi casa fueron mis palabras, mi tumba el aire”.

Tenía 19 años y era estudiante de la Escuela Nacional Preparatoria cuando publicó su primer libro de poemas: Luna silvestre (1933). Dos fuerzas tensaban el ambiente literario de México de esos años. Una corriente mayoritaria nacionalista, producto precisamente de la Revolución, y un grupo minoritario que en su propio nombre delataba su afán cosmopolita y moderno: Contemporáneos. El joven Paz se sentía más cerca de estos últimos, especialmente de Jorge Cuesta, un lúcido ensayista y crítico muerto prematuramente, y Xavier Villaurrutia, el parco y preciso autor de los sonetos de Nostalgia de la muerte. Pero las tensiones literarias eran al mismo tiempo tensiones políticas. Pero éstas no solo eran locales, sino mundiales. A principios de los años 30, el ascenso del fascismo, por un lado, y los intentos de internacionalizar la revolución bolchevique, por otro, dividían las aguas en todas partes. La guerra civil española sería en ensayo general —y sangriento— de esa confrontación.

En ese ambiente el joven Paz hizo sus primeras letras y también sus primeras armas. Se imaginaba a sí mismo como un poeta rebelde y creía que la lucha por el socialismo era una obligación moral. La poesía y la revolución tensaban su espíritu. En 1936 publicó dos libros: Raíz de hombre, un poema ‘interiorista’ y ¡No pasarán!, un poema comprometido con la causa de la República española. No solo eran dos poemas marcadamente diferentes, también parecían obra de dos poetas diferentes.      

“En 1937 —escribiría él mismo años después — abandoné, al mismo tiempo, la casa familiar, los estudios universitarios y la ciudad de México”. Imbuido por sus ideas igualitarias, se fue a Yucatán, en el sureste de México, a enseñar en una escuela para hijos de obreros y campesinos. Allí, impresionado por la vida miserable de los campesinos, escribió su poema más ambicioso hasta ese momento: Entre la piedra y la flor. Allí, también, le llegó la noticia de que había sido invitado al Segundo Congreso Internacional de Escritores Antifascistas en Valencia, España. Pablo Neruda, a esa altura ya una alta figura de la poesía y de la intelectualidad comunista, había sugerido su nombre.  

Pasó cuatro meses en la España dividida y en guerra. Escribió y leyó poemas, dio conferencias, asistió a mitines y confraternizó con los poetas de su generación, especialmente con los reunidos en la revista Hora de España. Conoció la fraternidad que nace de la comunión de las ideas y de las trincheras, pero también la intolerancia y el sectarismo de los comunistas contra quienes, en el propio bando republicano, discrepaba con su línea.

De vuelta a México fue un agitador de la causa republicana y sintió su derrota como propia. Hizo su primera revista importante, Taller, que acogería después a los poetas del exilio español. Escribió poemas y artículos periodísticos. Mientras tanto, en 1939, Hitler y Stalin firmaron el pacto de no agresión que volvió a dividir a la izquierda. En 1940, con Villaurrutia y José Bergamín, Paz compiló la antología Laurel que, por primera vez, ponía lado a lado la poesía en lengua española moderna escrita en ambos lados del Atlántico. En 1942 —tenía 28 años— hizo su primer balance poético. Reunió y depuró críticamente su obra y la publicó bajo el título de A la orilla del mundo. Al año siguiente salió de México por segunda vez. Y esta vez su ausencia duraría casi una década.

Así se cerró una etapa de su vida y obra y se abrió otra. Los intensos años formativos de la primera juventud habían concluido. Beneficiado por una beca, salió a Estados Unidos, embarcado en la Segunda Guerra Mundial, y allí se quedó dos años. Terminada la beca, se enroló en el servicio exterior de México. Se convirtió, como él mismo diría, en otro escritor colgado del “ardiente clavo de la diplomacia”.

En 1946 fue destinado a la embajada mexicana en París. Francia se recuperaba de la guerra en medio de precariedades materiales, pero París era una fiesta. Los debates políticos e intelectuales eran encendidos. Después de los campos de concentración, la bomba atómica y la victoria soviética sobre Alemania, la revolución socialista en Europa estaba otra vez en el orden del día. La experimentación en las artes se precipitaba rápidamente a un segundo mediodía vanguardista. En medio de todo ello estaba Paz. Y en París también estaban otros escritores latinoamericanos como Alejo Carpentier, Adolfo Bioy Casares, Blanca Varela y Carlos Martínez Rivas.

En 1952 fue destinado a la India, país con el que México acababa de establecer relaciones diplomáticas. Y al año siguiente, a Japón. Paz sintió como una injusticia su alejamiento de París. Pero lo esperaba el descubrimiento del Oriente.

Cuando salió de México en 1943, Paz había dejado de ser una promesa y era un joven poeta reconocido por su originalidad y su rigor. Sin embargo, su escritura había llegado a un impasse. El lenguaje de las vanguardias de los años 20 había llegado a él doblemente tamizado y depurado a través de los poetas españoles de la Generación del 27 —García Lorca, Alberti, Diego, pero sobre todo Cernuda— y de sus compatriotas, los Contemporáneos. Si algo había alcanzado claramente la escritura del joven Paz —como se puede ver en A la orilla del mundo— era el dominio de un lirismo concentrado pero también contenido. La dicotomía entre una poesía social y otra interiorista, por lo demás, era insostenible. Paz necesitaba otro lenguaje y fue en su busca.          

A lo largo de los años, en sus ensayos y artículos, hablando de otros escritores, Paz ha dejado el rastro de su autobiografía literaria. Así sabemos que en Estados Unidos se convirtió en un entusiasta lector del modernism anglosajón. No solo de Eliot a quien ya había leído en México —la primera traducción al español de The Waste Land apareció en la revista Taller— sino también de Erza Pound, Wallace Stevens, e.e. cummings y William Carlos Willams. ¿Qué aprendió de ellos? Paz lo dice: la música de la calle, es decir, el lenguaje coloquial, el lenguaje de la conversación. Fue una adquisicón fundamental para su poesía.

El París de la posguerra fue para Paz el París de los surrealistas. O, mejor, el París de un único y absorbente surrealista: André Breton. Breton había sobrevivido a su propia historia, a la guerra y a las múltiples divisiones de su movimiento. Había estado en México en 1939 y junto a Diego Rivera y León Trotsky había redactado un célebre manifiesto: Por un arte revolucionario e independiente. Para Breton la poesía y la revolución caminaban de la mano, tenían una misma misión: cambiar el mundo. Para Paz, el surrealismo se concentraba en tres palabras: el amor, la libertad y la poesía. Se hicieron amigos, el poeta mexicano asistía en las noches a la mesa de Breton en el Café de la Place Blanche y publicó una traducción de su poema en prosa Espejo de obsidiana en el Almanaque Surrealista. Paz había frecuentado la imagen del sueño en su poesía pero solo entonces se le hizo claro que el sueño no era solo una imagen sino también y sobre todo un lenguaje. Y este componente surrealista sería decisivo para su escritura.

En 1952 Paz viajó por primera vez a la India y en 1953 a Japón. Su encuentro con la literatura japonesa —especialmente con el haikú, ese poema tradicional capaz de albergar un mundo en tres líneas— fue una revelación. En 1957 publicó, con Eikichi Hayashiya, su traducción de Sendas de Oku, el clásico del poeta y monje budista del siglo XVII Matsuo Basho. La brevedad, la imagen como centro del poema, la limpidez y la sorpresa, recursos propios del haikú, también encontrarían un lugar en su escritura.

Todos esos años de aprendizaje fuera de México pronto darían fruto. En poco más de una década Octavio Paz constituyó el cuerpo central de su obra. Desde fines de los 40, uno a uno se sucedieron sus libros centrales tanto de creación como de reflexión.

En 1949 realizó su segundo gran balance poético. Revisó y seleccionó críticamente sus libros anteriores, ordenó su producción de los últimos años y publicó Libertad bajo palabra. Paz diría, años más tarde, que éste es su verdadero primer libro. En sus páginas ya está constituido su lenguaje poético con toda su originalidad. Solo un año después, en 1950 apareció El laberinto de la soledad, su gran ensayo sobre el ser mexicano, meditado y escrito en los años parisinos lejos de su patria. Es una de sus obras más conocidas y discutidas. ¿Águila o sol?, poemas en prosa en los que la impronta del surrealismo alcanzan su mejor forma, apareció en 1951.

En 1954, se publicó Semillas para un himno. En sus páginas finales se lee: “Alcé la cara al cielo, / inmensa piedra de gastadas letras: / nada me revelaron las estrellas”. El poema titula Analfabeto y en él es transparente lo que Paz le debe a la poesía japonesa. El arco y la lira, su extenso ensayo sobre la poesía y piedra de toque de toda su reflexión sobre la literatura, apareció en 1956.

Y apenas un año después, en 1957, se publicó el que la crítica de forma unánime considera uno de sus grandes poemas: Piedra de sol, un poema extenso compuesto por 584 endecasílabos engarzados en una arquitectura perfecta. José Emilio Pacheco —escritor mexicano muerto recientemente— escribió en 1970: “Piedra de sol es hasta ahora la obra maestra de Octavio Paz y mientras exista la lengua española será uno de los grandes poemas de la poesía mexicana”.

En 1957 también apareció Las peras del olmo, una compilación de sus ensayos. Y en 1958, La estación violenta, un volumen integrado por nueve poemas extensos, entre ellos Himno entre ruinas. En 1960, Paz volvió a compilar su poesía, incluyendo sus libros posteriores a 1949, en la versión definitiva de Libertad bajo palabra. Otro ciclo de su vida y de su obra se había consumado.    

Oriente. Paz regresó al Oriente en 1962 como embajador de México en la India. A diferencia de su primer viaje que fue fugaz, esta vez se quedaría seis años. Ya en El laberinto de la soledad Paz había hecho eje de su reflexión en la idea del “otro” —la otredad—: la identidad no es una sustancia sino una relación. Solo puedo ser yo a partir del otro. En él me reconozco y de él me diferencio. En la India Paz se encontró con el “otro” más extremo. No solo era otra lengua, otra geografía y otra literatura, la India también tenía otros dioses. Y otra manera de concebir al individuo y al tiempo y, con ello, otros sentidos de la historia. Para un escritor que había hecho de la modernidad y sus valores —el futuro y el progreso— el objeto de su reflexión, la India resultó un desafío fascinante.

Hay otros elementos de la época que hacen aún más intensa la experiencia de Paz. La Revolución Cubana de 1959 volvió a poner en el tapete la alternativa socialista, pero ya no en los países centrales del capitalismo sino en los periféricos. Y en los 60, el mundo se sacudió por la rebelión de los jóvenes. Querían la revolución social pero también querían la revolución de las costumbres, de la familia, de la moral, de la sexualidad y de la vida cotidiana.

La confrontación de Paz con el Oriente influyó por lo menos de dos maneras en su poesía. El erotismo, presente desde sus primeros libros, alcanzó nuevas dimensiones. Y las preguntas sobre el tiempo, igualmente recurrentes, buscaron nuevas y complejas resoluciones. Blanco, poema publicado en 1966, escenifica esas búsquedas y hallazgos. Escenifica, porque Blanco es un poema espacial construido bajo el modelo de los mandalas budistas. En su edición original es un pliego único que fluye desde la caja que lo contiene a medida que el lector lo lee. Así, el poema aparece —se hace— en la medida que es leído. Es su poema más experimental.

En 1968, México se preparaba para ser sede de las Olimpiadas. Poco tiempo antes de la inauguración de los juegos, los estudiantes tomaron las calles. Marchaban, más que bajo un programa definido, bajo una idea: democracia. Eran parte de la rebelión de la juventud mundial pero también la expresión de un momento específico de su propia historia. El 2 de octubre, mientras realizaban un mitin en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, fueron masacrados por el ejército.   

En protesta, Paz renunció a su cargo de embajador en la India. Fue un gesto político inédito. En Posdata (1970) reflexionó profundamente sobre el sangriento suceso. La masacre de Tlatelolco marcaba, para él, la crisis del Estado y del partido único surgidos de la Revolución de 1910 y la necesidad de democratizar la sociedad y el Estado.
 
Vuelta. Paz regresó a México en 1971. Se inició un nuevo ciclo en su vida y en su obra. En 1974 aparecieron tres importantes libros: El mono gramático —otra cosecha poética de su experiencia en la India—, el poema autobiográfico Pasado en claro y su más ambicioso ensayo sobre literatura: Los hijos del limo. La década se cerró con la compilación de sus ensayos políticos escritos desde su regreso a México: El ogro filantrópico.

Pero el hecho que quizás marcó de manera más clara su regreso fue la fundación de la revista Plural en 1971 y de su continuación, Vuelta, en 1976. Fueron el instrumento necesario para impulsar un debate plural —de ahí el nombre de la publicación— sobre México y el mundo. Fueron revistas de creación y reflexión bajo el signo de la crítica. En sus páginas, la literatura y el arte convivían con el ensayo político y la reflexión filosófica. Fueron plataformas para discutir un problema para Paz urgente: la democracia. Y los dos frentes de esa batalla fueron el nacionalismo y el comunismo.

Paz nació en medio de dos revoluciones, la Mexicana y la Rusa. Y al final de sus días le tocó ver otros cambios igualmente dramáticos: la disolución del imperio soviético y la quiebra del partido único que moldeó el México del siglo XX a su imagen y semejanza. Acaso sintió que sus batallas intelectuales estaban justificadas. Recibió el Premio Nobel de Literatura en 1990. En sus últimos años escribió un largo ensayo sobre el amor y el erotismo: La llama doble (1993) y se dedicó pacientemente a traducir poesía clásica china. Murió el 19 de abril de 1998.

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Las ‘Claudinas’ de la novela boliviana

Acaba de ponerse en circulación la segunda edición del estudio clásico de sociología de la literatura boliviana de Salvador Romero Pittari

/ 5 de abril de 2015 / 04:00

Salvador Romero Pittari fue lo que podríamos llamar un sociólogo de las ideas. Le interesó cómo éstas se forman, se reciben y se difunden. Y en ese proceso, los intelectuales ocupan un lugar central. Fue también, entonces, un  sociólogo de los intelectuales y de la vida intelectual.  

La primera obra de Romero Pittari que apunta en esta dirección titula La recepción académica de la sociología en Bolivia (1997). El autor se pregunta por qué en Bolivia a principios del siglo XX se siguieron ciertas corrientes  en las Ciencias Sociales en lugar de otras igualmente posibles. Y como buen sociólogo indaga los factores que determinaron esas elecciones, entre ellas el papel de las editoriales que privilegiaron la publicación y difusión de ciertos autores, y la formación de grupos y asociaciones, donde se manifestaban “microclimas intelectuales favorables a la selección de unos y no de otros autores”.

Inmediatamente, las mismas preocupaciones lo llevaron al estudio de la literatura, específicamente de la novela de las primeras décadas del siglo XX, la cual, según sus propias palabras, “expresó la sensibilidad moderna, ganada a las nuevas corrientes artísticas y morales, a la razón y la ciencia positiva”. De esas lecturas nació Las Claudinas, libros y sensibilidades a principios del siglo XX en Bolivia (1998), cuya segunda edición acaba de poner en circulación Plural Editores. En este libro Romero Pittari trata de la llegada de las ideas de la modernidad a través de la novela boliviana del primer cuarto de siglo.

Finalmente en 2009 publicó El nacimiento del intelectual en Bolivia, un libro que de alguna manera refunde los anteriores e inscribe la problemática de la génesis de ciertas ideas del pensamiento social y de las concepciones y las prácticas literarias en un horizonte más amplio y ambicioso. Ese horizonte es el de los intentos para poner al país en los senderos de la modernidad que encarnaron los pensadores y escritores nacidos alrededor de 1879 —fecha fatídica de la pérdida del Litoral— y que comenzaron a exponer públicamente sus ideas y obras en las dos primeras décadas del siglo XX.

“El propósito —dice Romero Pittari en el capítulo inicial— es analizar las condiciones de aparición del intelectual, su formación, sus modalidades de acción y compromiso, la difusión y recepción de su obra, los estilos de relación con los pares, con la sociedad, sus reclamos de status, de legitimidad”.

Las Claudinas, libros y sensibilidades a principios del siglo XX en Bolivia es, entonces, un momento de una reflexión sociológica más amplia —la de las ideas y de los intelectuales en Bolivia en los albores del siglo XX, campo en el cual el trabajo de Romero es sin duda singular—. Pero al mismo tiempo es un momento privilegiado de su obra. Por lo menos por razones. En primer lugar, es un estudio pero que adquiere la forma de un ensayo. Tiene la información y la demostración de ideas propias de un estudio pero tiene la ligereza del ensayo. Es decir tiene una preocupación por la escritura. En segundo lugar, por el método. Las relaciones entre la literatura y la sociedad constituyen un viejo problema. Con demasiada frecuencia se ha reducido esa relación a la de un espejo: la literatura refleja a la sociedad. Con demasiada frecuencia también se ha proclamado la total autonomía de la creación literaria respecto a la sociedad. Salvador Romero Pittari supo ubicar su mirada de sociólogo en el punto preciso: puede hacerle decir mucho a la novela sobre la sociedad pero respetando escrupulosamente sus especificidades. “La literatura no se reduce a reflejar los estados de la sociedad, como pretenden algunas opiniones, ella constituye, con frecuencia, el lugar donde se manifiestan los signos precursores de las transformaciones de los ideales de los hombres y de sus intercambios sociales”, dice Romero. Y en tercer lugar, por el hallazgo que está inscrito en su título. Tres personajes femeninos de tres novelas, que por feliz coincidencia llevan el mismo nombre, Claudina, le sirven para llevar a sus últimas consecuencias una de sus reflexiones: el encholamiento.   

“Este libro —dice Romero de Las Claudinas…— trata de la llegada de las ideas de la modernidad a través de la novela boliviana del primer cuarto de siglo, de las sensibilidades nuevas en la sociedad boliviana a caballo entre dos siglos, agrupadas bajo la enseña del progreso.” El sociólogo fija su atención en algunos autores: Jaime Mendoza (En las tierras del Potosí), Armando Chirveches (Celeste. La casa solariega, La Virgen del lago), Demetrio Canelas (Aguas estancadas), Enrique Finot (El cholo Portales), Adolfo Costa Du Rels (La Miski Simi) y Carlos Medinacelli (La Chaskañawi).

“¿En qué medida —se pregunta sobre el corpus de su investigación— ese conjunto de autores generacionalmente distintos constituye una unidad referida a la recepción de los temas de la modernidad en la sociedad boliviana?”.

“Sin postular la existencia de una intencionalidad o de una escuela compartida, explícita o implícita     —responde Romero—, entre los autores, cada uno con estilo y preocupaciones estéticas e ideológicas propias, no resulta arbitrario hablar de una época, pues los autores admiten aproximaciones entre ellos que ponen en evidencia temas recurrentes, como el del progreso o el del héroe moderno, distanciado de las tradiciones, con una subjetividad exacerbada, enfermiza, el cuestionamiento del pasado y sus valores de cuño colonial, no desprovisto de ambivalencia.  Estos escritores exhiben el influjo de la modernidad con distinta fuerza, aceptación y uso.”

“Las obras presentan las ideas científicas, literarias, artísticas llegadas con el siglo —advierte el autor— que buscan reemplazar el romanticismo, el conservadurismo hasta entonces dominantes, los personajes y grupos que las defienden o rechazan, el uso que les dan en sus prácticas sociales.  No puede negarse el carácter convencional del corte introducido con el siglo XX, pero tampoco puede ignorarse el sentimiento de ruptura experimentado por los hombres con la entrada de  la centuria.”  

Hay, sin embargo, un asunto de esa sensibilidad que le interesa particularmente a Romero: el encholamiento, un fenómeno social ampliamente tratado en la novela boliviana de principios del siglo XX que se relaciona en un horizonte más profundo con el mestizaje y en uno más cercano con la movilidad y la estratificación social. Y junto al encholamiento, a Romero le interesa indagar en el carácter decadente de la sociedad finisecular y sus inevitables componentes subjetivos: el pesimismo, o “la enfermedad del siglo” que caracteriza a una parte importante de los protagonistas masculinos de esas novelas.    

Las consecuencias del encholamiento tienen una arista subversiva. “El encholamiento —dice el sociólogo— puso en entredicho las relaciones entre rangos sociales distintos, antes que entre grupos raciales diferentes. Se acompañó de un estigma, de una reprobación social dada por los de arriba que abarcó más allá de la tacha de ilegitimidad de las uniones y de los hijos, un juicio moral de la persona envuelta en esas relaciones”.

Ese tipo de relaciones y sus consecuencias las estudia con detalle en tres poderosos personajes femeninos —las Claudinas— de tres novelas: En las tierras del Potosí (1911) de Jaime Mendoza, La Miski Simi (1923) de Adolfo Costa Du Rels y La Chaskañawi (1947) de Carlos Medinacelli.   

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Las ‘Claudinas’ de la novela boliviana

Acaba de ponerse en circulación la segunda edición del estudio clásico de sociología de la literatura boliviana de Salvador Romero Pittari

/ 5 de abril de 2015 / 04:00

Salvador Romero Pittari fue lo que podríamos llamar un sociólogo de las ideas. Le interesó cómo éstas se forman, se reciben y se difunden. Y en ese proceso, los intelectuales ocupan un lugar central. Fue también, entonces, un  sociólogo de los intelectuales y de la vida intelectual.  

La primera obra de Romero Pittari que apunta en esta dirección titula La recepción académica de la sociología en Bolivia (1997). El autor se pregunta por qué en Bolivia a principios del siglo XX se siguieron ciertas corrientes  en las Ciencias Sociales en lugar de otras igualmente posibles. Y como buen sociólogo indaga los factores que determinaron esas elecciones, entre ellas el papel de las editoriales que privilegiaron la publicación y difusión de ciertos autores, y la formación de grupos y asociaciones, donde se manifestaban “microclimas intelectuales favorables a la selección de unos y no de otros autores”.

Inmediatamente, las mismas preocupaciones lo llevaron al estudio de la literatura, específicamente de la novela de las primeras décadas del siglo XX, la cual, según sus propias palabras, “expresó la sensibilidad moderna, ganada a las nuevas corrientes artísticas y morales, a la razón y la ciencia positiva”. De esas lecturas nació Las Claudinas, libros y sensibilidades a principios del siglo XX en Bolivia (1998), cuya segunda edición acaba de poner en circulación Plural Editores. En este libro Romero Pittari trata de la llegada de las ideas de la modernidad a través de la novela boliviana del primer cuarto de siglo.

Finalmente en 2009 publicó El nacimiento del intelectual en Bolivia, un libro que de alguna manera refunde los anteriores e inscribe la problemática de la génesis de ciertas ideas del pensamiento social y de las concepciones y las prácticas literarias en un horizonte más amplio y ambicioso. Ese horizonte es el de los intentos para poner al país en los senderos de la modernidad que encarnaron los pensadores y escritores nacidos alrededor de 1879 —fecha fatídica de la pérdida del Litoral— y que comenzaron a exponer públicamente sus ideas y obras en las dos primeras décadas del siglo XX.

“El propósito —dice Romero Pittari en el capítulo inicial— es analizar las condiciones de aparición del intelectual, su formación, sus modalidades de acción y compromiso, la difusión y recepción de su obra, los estilos de relación con los pares, con la sociedad, sus reclamos de status, de legitimidad”.

Las Claudinas, libros y sensibilidades a principios del siglo XX en Bolivia es, entonces, un momento de una reflexión sociológica más amplia —la de las ideas y de los intelectuales en Bolivia en los albores del siglo XX, campo en el cual el trabajo de Romero es sin duda singular—. Pero al mismo tiempo es un momento privilegiado de su obra. Por lo menos por razones. En primer lugar, es un estudio pero que adquiere la forma de un ensayo. Tiene la información y la demostración de ideas propias de un estudio pero tiene la ligereza del ensayo. Es decir tiene una preocupación por la escritura. En segundo lugar, por el método. Las relaciones entre la literatura y la sociedad constituyen un viejo problema. Con demasiada frecuencia se ha reducido esa relación a la de un espejo: la literatura refleja a la sociedad. Con demasiada frecuencia también se ha proclamado la total autonomía de la creación literaria respecto a la sociedad. Salvador Romero Pittari supo ubicar su mirada de sociólogo en el punto preciso: puede hacerle decir mucho a la novela sobre la sociedad pero respetando escrupulosamente sus especificidades. “La literatura no se reduce a reflejar los estados de la sociedad, como pretenden algunas opiniones, ella constituye, con frecuencia, el lugar donde se manifiestan los signos precursores de las transformaciones de los ideales de los hombres y de sus intercambios sociales”, dice Romero. Y en tercer lugar, por el hallazgo que está inscrito en su título. Tres personajes femeninos de tres novelas, que por feliz coincidencia llevan el mismo nombre, Claudina, le sirven para llevar a sus últimas consecuencias una de sus reflexiones: el encholamiento.   

“Este libro —dice Romero de Las Claudinas…— trata de la llegada de las ideas de la modernidad a través de la novela boliviana del primer cuarto de siglo, de las sensibilidades nuevas en la sociedad boliviana a caballo entre dos siglos, agrupadas bajo la enseña del progreso.” El sociólogo fija su atención en algunos autores: Jaime Mendoza (En las tierras del Potosí), Armando Chirveches (Celeste. La casa solariega, La Virgen del lago), Demetrio Canelas (Aguas estancadas), Enrique Finot (El cholo Portales), Adolfo Costa Du Rels (La Miski Simi) y Carlos Medinacelli (La Chaskañawi).

“¿En qué medida —se pregunta sobre el corpus de su investigación— ese conjunto de autores generacionalmente distintos constituye una unidad referida a la recepción de los temas de la modernidad en la sociedad boliviana?”.

“Sin postular la existencia de una intencionalidad o de una escuela compartida, explícita o implícita     —responde Romero—, entre los autores, cada uno con estilo y preocupaciones estéticas e ideológicas propias, no resulta arbitrario hablar de una época, pues los autores admiten aproximaciones entre ellos que ponen en evidencia temas recurrentes, como el del progreso o el del héroe moderno, distanciado de las tradiciones, con una subjetividad exacerbada, enfermiza, el cuestionamiento del pasado y sus valores de cuño colonial, no desprovisto de ambivalencia.  Estos escritores exhiben el influjo de la modernidad con distinta fuerza, aceptación y uso.”

“Las obras presentan las ideas científicas, literarias, artísticas llegadas con el siglo —advierte el autor— que buscan reemplazar el romanticismo, el conservadurismo hasta entonces dominantes, los personajes y grupos que las defienden o rechazan, el uso que les dan en sus prácticas sociales.  No puede negarse el carácter convencional del corte introducido con el siglo XX, pero tampoco puede ignorarse el sentimiento de ruptura experimentado por los hombres con la entrada de  la centuria.”  

Hay, sin embargo, un asunto de esa sensibilidad que le interesa particularmente a Romero: el encholamiento, un fenómeno social ampliamente tratado en la novela boliviana de principios del siglo XX que se relaciona en un horizonte más profundo con el mestizaje y en uno más cercano con la movilidad y la estratificación social. Y junto al encholamiento, a Romero le interesa indagar en el carácter decadente de la sociedad finisecular y sus inevitables componentes subjetivos: el pesimismo, o “la enfermedad del siglo” que caracteriza a una parte importante de los protagonistas masculinos de esas novelas.    

Las consecuencias del encholamiento tienen una arista subversiva. “El encholamiento —dice el sociólogo— puso en entredicho las relaciones entre rangos sociales distintos, antes que entre grupos raciales diferentes. Se acompañó de un estigma, de una reprobación social dada por los de arriba que abarcó más allá de la tacha de ilegitimidad de las uniones y de los hijos, un juicio moral de la persona envuelta en esas relaciones”.

Ese tipo de relaciones y sus consecuencias las estudia con detalle en tres poderosos personajes femeninos —las Claudinas— de tres novelas: En las tierras del Potosí (1911) de Jaime Mendoza, La Miski Simi (1923) de Adolfo Costa Du Rels y La Chaskañawi (1947) de Carlos Medinacelli.   

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‘Debemos reflexionar sobre lo que estamos haciendo’

Amparo Canedo pone el foco en el trabajo cotidiano de los periodistas: ¿es o no es inclusivo? Su libro se presenta este miércoles, a las 11.00, en el paraninfo de la Universidad Católica

/ 15 de marzo de 2015 / 04:00

A la comunicadora y periodista Amparo Canedo le parece que una salida a la situación actual del periodismo escrito es que éste sea cada vez más inclusivo. Y en busca de esa inclusividad emprendió una investigación, calificada como pionera por José Luis Aguirre Alvis en el prólogo al libro que recoge los resultados de la indagación: Pasado, presente y futuro del periodismo, publicado por la Universidad Católica Boliviana y Plural. En el inicio de sus pesquisas, Canedo —magíster en comunicación estratégica— se hizo algunas peguntas: ¿Qué tipo de periodismo puede evitar una mayor caída del tiraje de los periódicos? ¿Qué cambios deberíamos hacer en el periodismo para que éste responda mejor a las expectativas y necesidades de la población? ¿Qué tipo de perfil deberían tener los periodistas? En su libro está algunas propuestas.   

—El tema del libro es la práctica periodística ‘inclusiva’. ¿Cuáles son los alcances de este concepto?

—Una de las críticas a los medios de comunicación es que no deberían ser llamados de ese modo porque, en realidad, no comunican, sino únicamente informan y lo hacen de manera unilateral, sin siquiera tomar en cuenta las necesidades y expectativas de la población. Este cuestionamiento aún hoy puede ser escuchado de labios de muchos comunicadores. Sin embargo, una de las cosas que intento demostrar en mi libro es que esto no tiene por qué ser así. Tal vez por eso el comunicador José Luis Aguirre ha llamado a esta investigación pionera en su especie porque dice que hablar del periodismo inclusivo es algo novedoso e indica que en Bolivia no existe antecedente de esto.

Cuando nació en 1979 la propuesta del comunicador boliviano Luis Ramiro Beltrán de la comunicación  horizontal, él mismo dejó establecido que, en realidad, si los periodistas y medios quisieran, podrían establecer un diálogo con la población. Sin embargo, la comunicación horizontal tuvo eco en el área de la comunicación y el desarrollo que terminó desarrollando esa línea hasta desembocar en lo que hoy se llama comunicación inclusiva; pero no en el periodismo.
La base de esa comunicación inclusiva (que se asienta en gran medida en el respeto de los derechos humanos) es la misma que planteo recuperar desde el periodismo porque es la planteada en los códigos de ética periodísticos. A partir de ese lugar se pueden tender y articular puentes entre diferentes áreas de la comunicación, pero siempre y cuando la o el periodista cumpla sus códigos de ética que le mandan a ser un guardián de los derechos humanos de las y los ciudadanos.

Entonces, lo que se hace en la investigación publicada ahora con auspicio de la Universidad Católica Boliviana y Plural Editores es mostrar, primero, que es posible dialogar desde los medios; pero para que esto se efectúe desde un escenario más inclusivo, debemos primero revisar las herramientas con las que contamos y trabajamos todos los días las y los periodistas. Me refiero, por ejemplo, a la estructura de la pirámide invertida que heredamos del siglo XIX y que habiéndose alimentado de la corriente positivista terminó no solo siendo muy estrecha, sino excluyente. Por eso, propongo que revisemos desde el concepto de la noticia. Al respecto debo aclarar que no se trata de una idea loca. Ya en los años 80 este planteamiento fue hecho por personajes de talla mundial que habían hablado de la necesidad de revisar el concepto de la noticia porque lo consideraban muy estrecho.

Después de explicar todo esto en más de 70 páginas del libro, lanzo la propuesta de 27 indicadores de inclusividad creados a partir de los códigos de ética y pensados desde el trabajo cotidiano del periodista, porque el otro problema que existe es que los códigos de ética únicamente contienen principios y no cables a tierra para el trabajo cotidiano de las y los periodistas. ¿Qué significa esto? Es como tener una ley sin reglamento. Precisamente por ello, los 27 indicadores que planteo tienen que ver con el trabajo periodístico cotidiano. A futuro podrían existir más o menos porque, además, estos indicadores van muy de la mano del desarrollo de la democracia.

—La indagación no solo tiene una dimensión conceptual y teórica sino, sobre todo, empírica. Ese decir que ha indagado sobre la inclusividad (o no) de la práctica periodística en medios concretos y en un tiempo concreto. ¿Con qué criterios ha conformado ese corpus de estudio?

—Propongo 27 indicadores de inclusividad en el periodismo. Los apliqué  en la prensa paceña para identificar a las secciones más inclusivas de cuatro periódicos La Razón, El Diario, Página Siete y La Prensa. Después de aplicar los indicadores en artículos de todas las secciones, con la ayuda de una escala de medición llamada Likert, los datos fueron incorporados en un programa que es usado en las encuestas grandes denominado SPSS. El programa arrojó como resultados que las secciones más inclusivas son: Sociedad y Cultura de Página Siete, y Seguridad e Informe Especial de La Razón. Debo aclarar que si bien estas secciones salieron como las más inclusivas, aún están lejos de ser cien por ciento inclusivas.

—Al inicio de su investigación se preguntaba, ¿qué cambios deberíamos hacer en el periodismo para que éste responda mejor a las expectativas y necesidades de la población? Hecha la investigación, ¿tiene una respuesta?

—Primero, las y los periodistas debemos reflexionar sobre lo que estamos haciendo y revisar los conceptos, los géneros y, en general, todo lo que hacemos cotidianamente. Por ejemplo, yo les diría que tan importante como el “qué” de la noticia es el “por qué”, es decir los procesos que desembocan en un hecho. En segundo lugar pondría como herramienta central del actual y futuro periodista a la investigación, sobre todo para quienes trabajan en prensa porque es su plus valioso frente a la televisión, la radio e incluso internet; aunque últimamente existen excelentes investigaciones en medios de la red como, por ejemplo, Animal Político, La Silla Vacía o SoloLocal.

Tercero, creo que debemos dejar de producir como si fuéramos máquinas. Hay periódicos en los que les dan a los editores demasiadas páginas para ser resueltas en el día con pocos periodistas que ni siquiera están muy bien entrenados. ¿Qué puede resultar de esta forma de periodismo? Cuarto: está muriendo una forma de hacer periodismo y de relacionarse con la sociedad. Hay que conectarse con la gente y las nuevas tecnologías son, en ese sentido, una gran oportunidad. No debemos tener miedo.

Finalmente, es absurdo que pensemos que podemos responder, desde un solo medio, a todas las expectativas y necesidades de una sociedad porque sería un trabajo titánico y muy costoso. Por un lado queremos parecer nacionales y no terminamos de ser ni siquiera locales. Es interesante observar cómo los medios en internet son, más bien, muy locales a pesar de que uno esperaría que fueran lo contrario por el alcance de la red.

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Kafka, la metamorfosis

Hace cien años se publicó por primera vez una de las narraciones más extrañas de la literatura universal

/ 8 de marzo de 2015 / 04:00

Una mañana, al despertar de un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se encontró en la cama transformado en un insecto monstruoso.” Es apenas la primera oración del relato La metamorfosis de Franz Kafka, pero lo que dice y sobre todo la manera cómo lo hace fueron suficientes para cambiar el curso de la literatura del siglo XX.     

Kafka lo escribió a fines de 1912 —no fue un escritor precoz, tenía entonces 29 años—, lo publicó por primera vez en 1915 en una revista alemana y un año después, en 1916, apareció en forma de libro.

La metamorfosis es, sin duda, la obra más conocida del escritor praguense (1883-1924). Pero esa popularidad mundial ha condenado al relato a ser, en el mejor de los casos, un paradigma del cuento fantástico y, en el peor —pero el más frecuente— una especie de símbolo o alegoría de otra cosa: ¿Qué quiere decir Kafka con esta historia?

(La respuesta —ya se sabe— es muy sencilla: quiere decir que una mañana, al despertar de un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se encontró en la cama transformado en un insecto monstruoso).

Pero La metamorfosis no es un hecho aislado. Es parte de algo que con toda propiedad se puede llamar ‘el mundo’ de Franz Kafka. Es un mundo desconcertante, ciertamente, y no pocas veces intolerable, pero no es mundo fantástico y menos alegórico. Algún día se escribirá la historia de las lecturas de la obra de Kafka. Esa historia será al mismo tiempo la historia del desconcierto frente a su obra. En esas hipotéticas páginas es posible que encuentren un lugar estos singulares casos.   

En los cursos de literatura europea que dio en las universidades de Cornell y Wellesley, cuando se refugió en Estados Unidos, Vladimir Nabokov habló frecuentemente de La metamorfosis. Pero antes de entrar en materia, insistía en rechazar dos opiniones. “La primera es la opinión de Max Brod —decía Navokov refiriéndose al amigo y albacea literario de Kafka— según la cual la única categoría aplicable a los escritos de Kafka, para la comprensión, es la santidad y no la literatura… No creo que pueda encontrarse implicaciones religiosas en el genio de Kafka. La otra opinión que quiero rechazar es la freudiana. Sus biógrafos freudianos sostienen por ejemplo que La metamorfosis se basa en las complejas relaciones de Kafka con su padre, y en su perenne sentimiento de culpa; afirman además que, en el simbolismo mítico, los hijos están representados por bichos. La chinche, dicen ellos, es un símbolo muy apropiado para caracterizar el sentimiento de inutilidad frente al padre”.

 “Me interesan las chinches —concluye el perspicaz autor de Lolita—, no las chinchonerías; así que rechazo esta clase de disparates”.

Mientras tanto a Nabokov le interesa, por ejemplo, establecer con absoluta precisión en qué clase de bicho se ha convertido Samsa.
Jorge Luis Borges se declaró enfáticamente un tardío discípulo de Kafka. Sin duda lo leyó en alemán en su adolescencia ginebrina, en los años del esplendor expresionista. Durante décadas, desde los años 40 cuando apareció en la colección Cuadernos de la Quimera, la traducción de La metamorfosis que se leía en Sudamérica se la atribuía a Borges. No hay tal. Solo fue el autor del prólogo.

Para Borges, dos ideas, o más bien dos obsesiones, rigen la obra de Kafka: la subordinación y el infinito. “En casi todas sus ficciones —escribe— hay jerarquías y esas jerarquías son infinitas”. El motivo de la infinita postergación es igualmente importante, asegura Borges. Y aporta varios ejemplos: en un cuento, un mensaje imperial no llega nunca, debido a las personas que entorpecen el trayecto del mensajero; en otro, un hombre  muere sin haber conseguido visitar un pueblito próximo. En el más memorable de todos, dice Borges —La edificación de la muralla china, 1919—, el infinito es múltiple: “para detener el curso de ejércitos infinitamente lejanos, un emperador infinitamente remoto en el tiempo y en el espacio ordena que infinitas generaciones levanten infinitamente un muro infinito que dé la vuela a su imperio infinito”.

Harold Bloom en El canon occidental asevera que Kafka es el escritor que mejor representa al siglo XX, al que llama “la edad caótica”. Asombrosamente, Bloom —tan agudo en tantas partes de su libro—, limita la discusión de la obra de Kafka a determinar la medida de su judaísmo, una versión aggiornada de  la lectura religiosa que nació con Max Brod. La ley, la culpa, lo indestructible afanan la mente del crítico canónico. Es decir, la larga sombra del mesianismo. ¿Qué se puede decir al respecto?

El gran Irwin Howe, en un texto de los 50 del siglo XX sobre la intelectualidad de Nueva York (la intelectualidad judía de Nueva York, por supuesto), recuerda un chiste judío. Los vecinos designan a un hombre para que haga guardia en la puerta de la ciudad a la espera del Mesías. “Bueno —dice el guardián—, no pagan bien pero el trabajo es seguro”. Si algún día —Yaveh no lo permita— Bloom es exonerado de Yale, podría aspirar al puesto del guardián.       

A los diez años de la muerte de Kafka (1934). Walter Benjamin escribió un ensayo sobre al autor de La condena. Ese texto es clave porque le permitió al mismo tiempo afinar su perspectiva crítica, iluminar la obra de Kafka —leerla como un lenguaje de gestos, entre otros hallazgos— y ‘escabullirse’ de los inevitables tópicos judíos de la obra de Kafka vistos por un escritor inclinado a la mística judía en las páginas de una revista judía.

El juicio final se acerca y no hay tiempo para entrar en detalles. Baste decir, por ejemplo, que Benjamin argumenta que la relación del mundo de Kafka con la tradición judía no se establece en torno a la Ley sino a través de la escritura. Y eso le permite escarbar, quizás como nadie, en las tensiones entre la vida (el mundo) y la escritura (la literatura) que gobernaron la existencia del praguense.

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Hace cien años se publicó por primera vez una de las narraciones más extrañas de la literatura universal

/ 8 de marzo de 2015 / 04:00

Una mañana, al despertar de un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se encontró en la cama transformado en un insecto monstruoso.” Es apenas la primera oración del relato La metamorfosis de Franz Kafka, pero lo que dice y sobre todo la manera cómo lo hace fueron suficientes para cambiar el curso de la literatura del siglo XX.     

Kafka lo escribió a fines de 1912 —no fue un escritor precoz, tenía entonces 29 años—, lo publicó por primera vez en 1915 en una revista alemana y un año después, en 1916, apareció en forma de libro.

La metamorfosis es, sin duda, la obra más conocida del escritor praguense (1883-1924). Pero esa popularidad mundial ha condenado al relato a ser, en el mejor de los casos, un paradigma del cuento fantástico y, en el peor —pero el más frecuente— una especie de símbolo o alegoría de otra cosa: ¿Qué quiere decir Kafka con esta historia?

(La respuesta —ya se sabe— es muy sencilla: quiere decir que una mañana, al despertar de un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se encontró en la cama transformado en un insecto monstruoso).

Pero La metamorfosis no es un hecho aislado. Es parte de algo que con toda propiedad se puede llamar ‘el mundo’ de Franz Kafka. Es un mundo desconcertante, ciertamente, y no pocas veces intolerable, pero no es mundo fantástico y menos alegórico. Algún día se escribirá la historia de las lecturas de la obra de Kafka. Esa historia será al mismo tiempo la historia del desconcierto frente a su obra. En esas hipotéticas páginas es posible que encuentren un lugar estos singulares casos.   

En los cursos de literatura europea que dio en las universidades de Cornell y Wellesley, cuando se refugió en Estados Unidos, Vladimir Nabokov habló frecuentemente de La metamorfosis. Pero antes de entrar en materia, insistía en rechazar dos opiniones. “La primera es la opinión de Max Brod —decía Navokov refiriéndose al amigo y albacea literario de Kafka— según la cual la única categoría aplicable a los escritos de Kafka, para la comprensión, es la santidad y no la literatura… No creo que pueda encontrarse implicaciones religiosas en el genio de Kafka. La otra opinión que quiero rechazar es la freudiana. Sus biógrafos freudianos sostienen por ejemplo que La metamorfosis se basa en las complejas relaciones de Kafka con su padre, y en su perenne sentimiento de culpa; afirman además que, en el simbolismo mítico, los hijos están representados por bichos. La chinche, dicen ellos, es un símbolo muy apropiado para caracterizar el sentimiento de inutilidad frente al padre”.

 “Me interesan las chinches —concluye el perspicaz autor de Lolita—, no las chinchonerías; así que rechazo esta clase de disparates”.

Mientras tanto a Nabokov le interesa, por ejemplo, establecer con absoluta precisión en qué clase de bicho se ha convertido Samsa.
Jorge Luis Borges se declaró enfáticamente un tardío discípulo de Kafka. Sin duda lo leyó en alemán en su adolescencia ginebrina, en los años del esplendor expresionista. Durante décadas, desde los años 40 cuando apareció en la colección Cuadernos de la Quimera, la traducción de La metamorfosis que se leía en Sudamérica se la atribuía a Borges. No hay tal. Solo fue el autor del prólogo.

Para Borges, dos ideas, o más bien dos obsesiones, rigen la obra de Kafka: la subordinación y el infinito. “En casi todas sus ficciones —escribe— hay jerarquías y esas jerarquías son infinitas”. El motivo de la infinita postergación es igualmente importante, asegura Borges. Y aporta varios ejemplos: en un cuento, un mensaje imperial no llega nunca, debido a las personas que entorpecen el trayecto del mensajero; en otro, un hombre  muere sin haber conseguido visitar un pueblito próximo. En el más memorable de todos, dice Borges —La edificación de la muralla china, 1919—, el infinito es múltiple: “para detener el curso de ejércitos infinitamente lejanos, un emperador infinitamente remoto en el tiempo y en el espacio ordena que infinitas generaciones levanten infinitamente un muro infinito que dé la vuela a su imperio infinito”.

Harold Bloom en El canon occidental asevera que Kafka es el escritor que mejor representa al siglo XX, al que llama “la edad caótica”. Asombrosamente, Bloom —tan agudo en tantas partes de su libro—, limita la discusión de la obra de Kafka a determinar la medida de su judaísmo, una versión aggiornada de  la lectura religiosa que nació con Max Brod. La ley, la culpa, lo indestructible afanan la mente del crítico canónico. Es decir, la larga sombra del mesianismo. ¿Qué se puede decir al respecto?

El gran Irwin Howe, en un texto de los 50 del siglo XX sobre la intelectualidad de Nueva York (la intelectualidad judía de Nueva York, por supuesto), recuerda un chiste judío. Los vecinos designan a un hombre para que haga guardia en la puerta de la ciudad a la espera del Mesías. “Bueno —dice el guardián—, no pagan bien pero el trabajo es seguro”. Si algún día —Yaveh no lo permita— Bloom es exonerado de Yale, podría aspirar al puesto del guardián.       

A los diez años de la muerte de Kafka (1934). Walter Benjamin escribió un ensayo sobre al autor de La condena. Ese texto es clave porque le permitió al mismo tiempo afinar su perspectiva crítica, iluminar la obra de Kafka —leerla como un lenguaje de gestos, entre otros hallazgos— y ‘escabullirse’ de los inevitables tópicos judíos de la obra de Kafka vistos por un escritor inclinado a la mística judía en las páginas de una revista judía.

El juicio final se acerca y no hay tiempo para entrar en detalles. Baste decir, por ejemplo, que Benjamin argumenta que la relación del mundo de Kafka con la tradición judía no se establece en torno a la Ley sino a través de la escritura. Y eso le permite escarbar, quizás como nadie, en las tensiones entre la vida (el mundo) y la escritura (la literatura) que gobernaron la existencia del praguense.

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