Te urge el agua

ésa que te meció cuando llegabas

la misma que hoy te lava.

Atardece en la mansedumbre del bosque.

Ascensos distantes perturban

la muerte efímera del ocaso.

Son las migraciones que te conocieron

repitiendo los ciclos

en los sedimentos de una piedad

semejante al agua

que ya no bebiste.

Todo el salitre que mordió tu último desgarro.

Todo el desvelo desprovisto de algas

con que fundaste tu provincia.

Todos los confines más hermosos

que te acompañaron

mientras tejías

mientras morías.

Poblada de peces

no dejes olvidadas las orquídeas de tu

nombre

y recuerda tu último instante

aquél en que te evocaste entre campanas

cuando tus ojos errantes

abiertos

buscaban inquietos

—me atrevo a pensar—

la cuenca del altiplano.

En los orígenes vegetales de tu vida

un lobo fugitivo escarbó

en el centro de tu cuerpo.

Enfurecidos

los mares antiguos olvidaron su mesura

y se levantaron entre dientes

y arremetimos con lo que pudimos

junto a la clorofila valiente de tus párpados.

Ya devuelta a la nueva vida

cerca de las esponjas húmedas

reposas en el rumor de las quebradas

entre las sábanas de tu organismo renovado.

Desde el otro lado

un presentimiento animal

me repite sus murmullos

y la paz detenida

de tu territorio inabarcable

ignora la soledad de tu último otoño

el orificio en las agujas

tus hemisferios lastimados.

Más temprano que tarde

novia herida

te volveré a encontrar

velando las cicatrices del bisonte mítico

que cruzó tus sueños

y lamió tus manos antes de conocerlas.