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Un príncipe en el escenario

Fue uno de los grandes actores argentinos de las últimas décadas

/ 20 de abril de 2014 / 04:00

Alfredo Alcón, uno de los actores más prodigiosos en un país de excelentes actores, murió el 9 de abril en Buenos Aires a los 84 años. Solo se precisaba verlo un segundo en escena para darse cuenta de lo que significaba Alfredo Alcón en su país. Nada más aparecer el público comenzaba a aplaudir. No murió sobre un escenario, pero apuró hasta el año pasado. En sus dos últimas obras actuó siempre sentado.

Hace dos años representó en la porteña calle Corrientes Filosofía de vida, del mexicano Juan Villoro. Y el año pasado, en la acera de enfrente de la misma calle, protagonizó y dirigió Final de partida, de Samuel Beckett. Alcón comentaba, en una entrevista con La Nación, que estaba enamorado de esa obra que había representado 23 años antes: “Comienzo a leer las primeras palabras: ‘Ahora me toca a mí’ y no puedo dejar de seguirla, me mete en unos laberintos que no sé a dónde me llevan, remueve mi interior, me saca de la butaca en la que estoy sentado, me hace creer que el teatro tiene el poder de despertar conciencia”.

La profundidad que sabía imprimir a cada palabra lo convirtió en uno de los mejores intérpretes de William Shakespeare. Representó dos veces El rey Lear, obra por la que también se sentía fascinado. “Las grandes obras no tienen límites”, afirmaba en una entrevista de hace tres años en El Intransigente, “están más vivas que nosotros. Dentro de 500 años nadie se va a acordar ni de vos, ni de mí. En cambio El rey Lear va a seguir siendo interpretada”.

Nació en Buenos Aires en 1930, como hijo único de una madre que se quedó muy pronto viuda. “Yo envidio a la gente que ha tenido hermanos”, confesaba en una entrevista al diario Clarín. “Quien los tiene sabe que una persona lo puede querer y querer a otro con la misma intensidad y que lo que hay se reparte. Al hijo único le cuesta entender eso porque está formado en el privilegio. Ya la palabra único es jodida”.

Su abuela paterna era andaluza de Cádiz y la materna era de Castilla. De ellas heredó el acento que le permitió representar en España Eduardo II, Don Álvaro o la fuerza del sino o El Público y Yerma, de Lorca. Intervino en más de 40 obras de teatro y unas 50 películas, además de varias telenovelas. Entre sus películas destacan Un guapo del 900, Martín Fierro, El santo de la espada, Los siete locos —Oso de Plata en la Berlinale de 1973—, Boquitas pintadas y El pibe Cabeza.

Durante la dictadura (1976-1983) su nombre estuvo en la listas negras de los militares, solo por representar La muerte de un viajante, de Arthur Miller. Aquello le valió para que le acusaran de difundir ideas judeo-marxistas.

Tuvo la suerte de vivir en un país donde se mima a los actores. “En Argentina”, confesaba a El País, “ya seas el malo o el bueno, no te cobran los taxis, muchas veces te invitan en los restaurantes. Me lo dijo un actor español: ‘Sois mejores actores porque la gente os mira con afecto, y el afecto hace crecer”. Vivió rodeado de afecto.

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Halperin, adiós al historiador

El 14 de noviembre murió el historiador argentino Tulio Halperin Donghi

/ 23 de noviembre de 2014 / 04:00

Pocas veces en la Argentina de hoy se da un consenso tan unánime en torno a una persona, viva o muerta. El historiador Tulio Halperin Donghi, antiperonista de toda la vida, falleció a los 88 años el 14 de noviembre en Berkeley (California) entre el reconocimiento y la admiración de sus compatriotas de todo signo político. Clarín, el diario más crítico con el Gobierno, lo calificó como “el historiador de la Argentina”. La Nación, también crítico, tituló que había fallecido un personaje “imprescindible” para entender la historia del país. El historiador y columnista argentino Carlos Pagni comentaba ayer que probablemente Halperin Donghi haya sido, junto a Jorge Luis Borges, una de las personas más inteligentes que haya dado Argentina. Y desde el lado opuesto, el diario afín al Gobierno Página 12 titulaba: “Se fue una parte de la historia”.

Tulio Halperin se labró un prestigio a prueba de las muchas polémicas en las que nunca temió meterse. Eso sí: en buena parte se lo labró desde el extranjero, ya que a partir de 1966 fue profesor en las universidades de Harvard y de Oxford, y desde 1971 enseñó en la de California, en Berkeley.
Hijo de un profesor de latín y una profesora de español, Halperin nació en Buenos Aires en 1926. Estudió Química durante dos años y medio, hasta que se dio cuenta de que quería ser historiador. Su padre insistió en que consiguiera un título y se licenció en Derecho. Después se doctoró en Historia, completó su formación en Turín y París y en 1972 publicó en la editorial Siglo XXI su gran obra, Revolución y guerra, imprescindible para quienes pretendan conocer la élite política, económica y militar argentina en la lucha por su independencia, entre 1810 y 1820. En 1972 se marchó a Berkeley, donde daba clases como profesor emérito. Pero Argentina era su gran obsesión. Entre su profusa bibliografía se podría destacar Historia contemporánea de América Latina (1967).

Una nación para el desierto argentino (1982) y La lenta agonía de la Argentina peronista (1994). En este último se preguntaba por qué había un consenso tan generalizado sobre uno de los próceres de Argentina, Manuel Belgrano (1770-1820), sobre el que el mes pasado publicó su estudio, El enigma Belgrano.

En el bisemanario Perfil, la crítica literaria Beatriz Sarlo escribió: “Lo extrañaremos y nos hará falta. Hace poco escribí una frase que él consideró ridícula. Escribí: ‘Halperin Donghi es un genio’. La inteligencia era una parte de su fascinación. La otra, más compleja, era la rarísima mezcla de mordacidad y benevolencia, una mezcla que parece imposible. A medida que fue envejeciendo no abandonó la ironía, pero se volvió más bondadoso. Cuando terminó la dictadura y nos visitó en los tempranos 80, dejamos de temerle y, más tranquilos, pasamos simplemente a admirarlo”.

Su muerte ha suscitado en Argentina un consenso semejante al que había sobre el héroe Manuel Belgrano hasta que él mismo diseccionó al personaje.

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Fue uno de los grandes actores argentinos de las últimas décadas

/ 20 de abril de 2014 / 04:00

Alfredo Alcón, uno de los actores más prodigiosos en un país de excelentes actores, murió el 9 de abril en Buenos Aires a los 84 años. Solo se precisaba verlo un segundo en escena para darse cuenta de lo que significaba Alfredo Alcón en su país. Nada más aparecer el público comenzaba a aplaudir. No murió sobre un escenario, pero apuró hasta el año pasado. En sus dos últimas obras actuó siempre sentado.

Hace dos años representó en la porteña calle Corrientes Filosofía de vida, del mexicano Juan Villoro. Y el año pasado, en la acera de enfrente de la misma calle, protagonizó y dirigió Final de partida, de Samuel Beckett. Alcón comentaba, en una entrevista con La Nación, que estaba enamorado de esa obra que había representado 23 años antes: “Comienzo a leer las primeras palabras: ‘Ahora me toca a mí’ y no puedo dejar de seguirla, me mete en unos laberintos que no sé a dónde me llevan, remueve mi interior, me saca de la butaca en la que estoy sentado, me hace creer que el teatro tiene el poder de despertar conciencia”.

La profundidad que sabía imprimir a cada palabra lo convirtió en uno de los mejores intérpretes de William Shakespeare. Representó dos veces El rey Lear, obra por la que también se sentía fascinado. “Las grandes obras no tienen límites”, afirmaba en una entrevista de hace tres años en El Intransigente, “están más vivas que nosotros. Dentro de 500 años nadie se va a acordar ni de vos, ni de mí. En cambio El rey Lear va a seguir siendo interpretada”.

Nació en Buenos Aires en 1930, como hijo único de una madre que se quedó muy pronto viuda. “Yo envidio a la gente que ha tenido hermanos”, confesaba en una entrevista al diario Clarín. “Quien los tiene sabe que una persona lo puede querer y querer a otro con la misma intensidad y que lo que hay se reparte. Al hijo único le cuesta entender eso porque está formado en el privilegio. Ya la palabra único es jodida”.

Su abuela paterna era andaluza de Cádiz y la materna era de Castilla. De ellas heredó el acento que le permitió representar en España Eduardo II, Don Álvaro o la fuerza del sino o El Público y Yerma, de Lorca. Intervino en más de 40 obras de teatro y unas 50 películas, además de varias telenovelas. Entre sus películas destacan Un guapo del 900, Martín Fierro, El santo de la espada, Los siete locos —Oso de Plata en la Berlinale de 1973—, Boquitas pintadas y El pibe Cabeza.

Durante la dictadura (1976-1983) su nombre estuvo en la listas negras de los militares, solo por representar La muerte de un viajante, de Arthur Miller. Aquello le valió para que le acusaran de difundir ideas judeo-marxistas.

Tuvo la suerte de vivir en un país donde se mima a los actores. “En Argentina”, confesaba a El País, “ya seas el malo o el bueno, no te cobran los taxis, muchas veces te invitan en los restaurantes. Me lo dijo un actor español: ‘Sois mejores actores porque la gente os mira con afecto, y el afecto hace crecer”. Vivió rodeado de afecto.

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