Relación y elogio de ‘Cien años de soledad’
La novela de Gabriel García Márquez le dio un mito de origen a América Latina
Afortunadamente, en las ceremonias fúnebres de Gabriel García Márquez, el lunes en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México, no llovieron flores amarillas. Aunque no habría estado demás. Después de todo, América Latina estaba despidiendo al más querido de sus escritores y la lengua española a uno de sus creadores.
Pero no llovió, lo que quizás es señal de que las aguas del elogio —que alcanzó, hay que decirlo, dimensiones dignas del realismo mágico— comenzarán a bajar y la hagiografía cederá a un perfil más equilibrado y la emoción desmedida (especialmente esa ridiculez de llamarlo ‘Gabo’, como si todos hubieran sido sus íntimos amigos o hubieran nacido en la misma cuadra de Aracataca) cederá al entusiasmo más o menos razonado.
Pero no es fácil. García Márquez no inventó la desmesura pero la patentó, y ello autorizó a que esa forma de ser y actuar sea proclamada una seña de la identidad cultural latinoamericana. Su obra ronda esas dimensiones, lo que no es poco. Cien años de soledad (1967) le proveyó al continente un mito de origen. La novela se leyó como una épica fundadora —como La Ilíada o La Odisea— y seguramente se la seguirá leyendo así durante mucho tiempo. ¿Cómo no identificarse con esa genealogía que se hunde en el primer día de la creación, que se recita con la entonación de los relatos familiares y que a fuerza de provinciana resulta universal?
No sé —y en el fondo no interesa—si García Márquez es el mejor novelista o si Cien años de soledad es la mejor novela, pero hizo algo que muy pocas obras hacen: creó un lector asombrado y agradecido de que le cuenten su historia. (“Tu historia no es la más triste cuando la relato yo”, diría Jesús Urzagasti que hoy, precisamente, cumple un año en el más allá). Ese efecto constitutivo de Cien años de soledad —decirle a una comunidad quién es y de dónde viene— es un hecho literario pero, más allá, es un acontecimiento cultural y social; y no solo dice bien de la novela y de su autor, sino también de la literatura y hasta de la lengua.
Es cierto que a García Márquez le tocó un momento privilegiado de la lengua. Las lenguas son seres vivos y en movimiento. El primer mediodía de la lengua literaria castellana es el Siglo de Oro, de Garcilazo de la Vega a Góngora y Quevedo y, por supuesto, Miguel de Cervantes. El segundo sucede en esta orilla, a finales del siglo XIX: el Modernismo hispanoamericano con Rubén Darío y Jaimes Freyre por delante. El tercero no se deja esperar mucho. A mediados del siglo XX, una nueva prosa narrativa asoma la cabeza. En la obra del argentino Jorge Luis Borges y del mexicano Juan Rulfo esa nueva manera de fabular y de narrar ya está constituida, y luego se desata como una cascada: el famoso boom.
Cada uno de esos momentos expresa la acumulación histórica de la propia lengua, pero también expresa su voluntad de mestizaje. El Siglo de Oro no se explica sin el soneto italiano, el Modernismo sin el Simbolismo francés, y la nueva narrativa latinoamericana sin la vanguardia novelística europea y norteamericana, de Proust a Joyce y de Faulkner a Hemingway.
No es novedad, por ello, indicar el peso que tienen en la obra de García Márquez, Rulfo y Faulkner —y la fuerza poética de Darío— pero no es suficiente. García Márquez tiene genio narrativo, sin duda, una desbocada imaginación y también una compenetración con la música del lenguaje —él se lo agradece a la poesía— que le da a su prosa el ritmo preciso para crear el efecto preciso. Además es un escritor humilde: la construcción de cada oración y de cada párrafo casi siempre es perfecta.
Cien años de soledad nace además en medio de una constelación de novelas y encuentra un lugar perfectamente diferenciado entre ellas. En poco más de una década se publican Rayuela (1963) del argentino Julio Cortázar, Paradiso (1966) del cubano José Lezama Lima, Conversación en la Catedral (1969) del peruano Mario Vargas Llosa y Terra Nostra (1975) del mexicano Carlos Fuentes. Todas ellas expresan proyectos literarios ambiciosos como una muestra, precisamente, de un estado de gracia de la lengua. Rayuela, la negación de la novela; Paradiso, el hechizo barroco; Conversación en la Catedral, la novela río; Terra Nostra, la reescritura de la historia. No es casual que el primer título de Cien años de soledad fuese La casa: es la novela del origen, de la fundación.
Después de su publicación en 1967, en Buenos Aires, era previsible que Cien años de soledad y el realismo mágico hagan escuela. Los imitadores de García Márquez proliferaron como aromas después de la lluvia. El emblema de esa caterva es la chilena Isabel Allende y su novela La casa de los espíritus (el resto de su obra ni siquiera es peor). García Márquez hizo escuela, pero como dice escuetamente Christopher Domínguez Michael, “su escuela vale un carajo”.
En las letras bolivianas la aclimatación del realismo mágico fue más bien moderada y a la luz de un par de ejemplos, bien asimilada y mejor resuelta: El run run de la calavera (1983) de Ramón Rocha Monroy y El otro gallo (1984) de Jorge Suárez. Su efecto en la plástica es quizás más claro. Ricardo Pérez Alcalá y Raúl Lara inscribían enfáticamente su obra en este ámbito.
Pero así como hizo escuela y tuvo seguidores, también tuvo detractores. A mediados de los 90, un grupo de escritores jóvenes (el chileno Alberto Fuget, el boliviano Edmundo Paz Soldán, entre muchos otros), hartos del exotismo latinoamericano, decidieron jubilar a García Márquez. Creyeron que la devoción del mall era mejor que la de Macondo e izaron la bandera de la república de MacOndo. Hoy, cuando los jóvenes de entonces tienen bastantes más años que los que tenía García Márquez cuando escribió Cien años de soledad, sería un abuso de lesa humanidad poner en un plato de la balanza toda la obra de estos escritores frente no digamos a un capítulo, sino una sola página de la novela de García Márquez.
Mientras tanto, Cien años de soledad goza de buena salud, aunque su autor haya muerto, porque novelas como ésa siempre tienen una segunda oportunidad sobre la tierra.