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Fernando Montes: El misterio de la plenitud

El miércoles 7, en el Museo Tambo Quirquincho, se abrirá la exposición retrospectiva ‘Espíritu de los Andes’, de Fernando Montes Peñaranda

/ 4 de mayo de 2014 / 04:00

Hay algo que subyuga en las últimas pinturas de Fernando Montes Peñaranda (1930-2007) y es el resplandeciente blanco de las mismas. Ese color, todo plenitud, no solo brinda el contrapunto exacto a las monumentales figuras del artista —trátese de mujeres o ruinas— sino que insufla en éstas una atmósfera de indecible calma.

Muchas veces, contemplando admirada estas obras, me pregunté de dónde venía ese blanco y por qué el maestro acudía a él en la etapa más fecunda de su vida. Conociendo el amor de Montes por el dibujo, suponía que evocaba la hoja de papel sobre la que se ordenan los trazos amorosos y amplios del carboncillo. También, sabiendo de la profunda admiración que sentía el maestro por la cultura japonesa, imaginaba que era un eco de la superficie inmaculada que envuelve los pulcros y meditados trazos de los antiguos calígrafos y pintores. Pero ahora, mirando cada tarde la queda puesta de sol, me pregunto si será el blanco que se eleva tras la línea del horizonte en los instantes inmediatos a la desaparición del sol el que ha inspirado a nuestro admirado Fernando Montes sus inolvidables cielos. Por una mágica hora, la que transcurre entre ese momento y aquel otro en el que el manto de la oscuridad cubre la tierra, perdura el blanco allá por donde la vista se pierde. Parece que es esa hora crepuscular, en la que el día toca a su fin, la que el artista nos regala. El espíritu se remansa y ante la última luz todo adquiere una intensidad desconocida. Las mezquindades del hombre, sus ambiciones y cuitas parecen poca cosa ante lo absoluto e inaprensible de esa luz que nos avisa que nuestro día termina y que la aurora traerá una luz nueva. Una luz igual de blanca.

Un amigo de Fernando Montes en Kioto resumió acertadamente su trayectoria pictórica como “un viaje de la tierra a la luz”. Ese camino se inició un buen día de 1945 cuando, habiendo sabido que junto a su casa en Buenos Aires vivía el pintor español Vicente Puig, consiguió volverse su aprendiz merced al respaldo de su liberal abuela. Fue éste el comienzo de una formación académica que, tras unos años de estudio en la carrera de Filosofía de la UMSA y otros dos de trabajo cinematográfico consagrado a plasmar la relación del hombre con la naturaleza a través de los documentales Donde nació un imperio, Tierras olvidadas y Detrás de los Andes de Jorge Ruíz, dio sus primeros frutos. En La Paz, Montes pintó retratos, desnudos y paisajes de sus montañas y valles, y una serie dedicada a la etnia mosetene del trópico paceño que había conocido en un viaje previo.

Su primera exposición individual, en 1956, se celebró en la Galería Municipal de La Paz, por entonces la única existente en la ciudad. Tras otra exitosa muestra fue invitado a representar a Bolivia en la V Bienal de Sao Paulo,  Brasil, y recompensado con una beca de estudios en la Academia de San Fernando de Madrid. Y fue allá en España, confiesa el maestro, donde descubrió el uso del blanco como color, además del naturalismo de la escuela española y el preciso dibujo de los maestros flamencos.

A la conclusión de su beca se desplazó a Londres, y habiéndose reencontrado con Marcela Villegas, contrajo matrimonio con ella en 1960. El matrimonio disfrutó de la efervescencia cultural y creativa londinense de los años 60 y dio vida a dos hijos. Entretanto, nuestro artista intentaba abrirse camino en el exigente mundo del arte. Tras pintar el perfil de la ciudad en una serie de cuadros ocupados por chimeneas y tejados, fue el ambiente de los pubs urbanos el que atrajo su atención, por las posibilidades que le brindaba de explorar las relaciones humanas en intimistas escenas de reservados diálogos o de contemplativa espera. Como bien advierte su primogénito Juan Enrique, también artista, son pinturas interesantes, hechas al pastel u óleo con colores vivos, porque, a pesar de ser las figuras de contornos mucho menos precisos que las de sus futuras series andinas, anticipan la inmovilidad y espíritu contemplativo de las que aquí le caracterizan. Además, con ese tipo de temas Montes se introducía en la más antigua tradición de la pintura británica, aquella que con Hogarth y Gainsborough elevó las piezas de conversación al género nacional por excelencia en el siglo XVIII. Difícilmente podría haber elegido una mejor temática para su primera exposición en la St. Martin’s Gallery de Londres en 1965.

El año siguiente fue para Fernando un periodo de redescubrimiento. Al visitar Bolivia con su esposa y pequeño hijo, la intensidad de la luz altiplánica le impresionó vivamente. Al ver el paisaje de su infancia con los ojos de la madurez se encontró consigo mismo como artista, según confesó en 1999, cuando Aguilar-Santillana dedicó una cuidada edición a su obra. Como Von Keyserling pensó que la Creación se estrenaba al sentir “la luminosidad de la altitud y el paisaje cósmico”.

Con esas impresiones en la memoria, tras exponer en Nueva York, Montes empezó a pintar el paisaje altiplánico. En vez de concentrarse en un lugar específico, su mirada ahora se posaba en las relaciones entre el ser humano y la tierra. Los colores se volvieron progresivamente más austeros, evocando con la humildad de los ocres y pardos el color del Altiplano. El maestro sintió que esta concepción del ser andino era la acertada cuando su cuadro Mujer y tierra fue elegido como afiche de la muestra que a los pintores bolivianos contemporáneos dedicó en 1973 el Museo de Arte Moderno de París. Estas figuras, que parecían brotar de las profundidades de la tierra, encarnaban el espíritu de la sagrada Pachamama y coincidían con el interés creciente por la ecología.  Y si bien por su temática tal tipo de pintura puede relacionarse con la escuela indigenista que se desarrolló en Bolivia desde el segundo cuarto del siglo XX, lo cierto es que sus monumentales figuras de entonces, “oscuras, densas, macizas, ensimismadas y melancólicas”, según la precisa descripción de Juan Enrique Montes, al dominar la tela con su presencia confieren a la obra de Fernando Montes un estilo único.

La monumentalidad y carácter estatuario de sus mujeres sentadas de espalda contemplando la inmensidad del altiplano causan la misma imborrable impresión que las pintadas en la Lamentación por Cristo muerto por Giotto hacia 1305 en la Capilla de los Scrovegni de Padua. Ignoro si nuestro pintor conoció la obra al fresco del más insigne artista del Trecento italiano, pero dada la formación académica de Montes, su residencia en Europa y la admiración que siempre sintió por el arte de los grandes maestros, no sería imposible algún punto de influencia. Probable es también que el enmarcamiento circular o la disposición en tríptico de algunas de sus más conocidas obras tengan alguna deuda con las obras maestras de los pintores renacentistas y flamencos.

La tonalidad terrosa que por lo general caracteriza a las mujeres pintadas por Montes desde la década de los 70, al tiempo que les confiere un aire inconfundiblemente andino        —desprovista como está de cualquier elemento accesorio—, les permite trascender cualquier particularidad geográfica o temporal y las vuelve presencias imperecederas nacidas del espíritu de la Tierra. Éste, que para Montes es superior a todo nacionalismo y tribalismo, lo anima todo. En la actitud de concentrada espera y pervivencia que ofrecen sus figuras, advierte el artista una suerte de vaticinio de lo acontecido en la política boliviana de la última década, con la asunción del poder por los indígenas después de casi 500 años postergados. Una leyenda dice que los grandes monolitos de Tiwanaku son el resultado de una raza de gigantes que quedó petrificada; otra, que los primeros incas se convirtieron en piedra, y otra, evocada por el artista, sostiene que los indígenas se volvieron de piedra tras la conquista. También muy lejos de aquí, antiguas leyendas bretonas atribuían los enhiestos menhires del fabuloso alineamiento de Carnac a la metamorfosis de antiguos guerreros en piedras.  

PIEDRA. Curiosamente —se asombra el pintor—, también él, sin haberlo planeado, ha estado haciendo monumentos humanos de piedra en todos estos años. Un legendario relato recogido por el cronista Betanzos indica que el dios Viracocha utilizó la piedra para crear a la raza humana. Algo similar sugiere el mito griego de Deucalión, el único superviviente del gran diluvio, al hacer surgir una nueva humanidad de las piedras arrojadas al suelo por instrucciones de Zeus. “La obra de Fernando Montes —señala acertadamente Valerie Fraser— evoca esta tradición de metamorfosis de la piedra”.      

Para lograr tal sensación, se sirve Montes de pequeñas pinceladas que estira, con amoroso cuidado, sobre la superficie del panel o lienzo. Los pigmentos de azul ultramar, sombra tierra y blanco de titanio con los que logra sus sutiles tonos, son aglutinados con agua y yema de huevo para producir, artesanalmente, una pasta al témpera. Esta técnica, ya utilizada por los antiguos egipcios y griegos, sirvió para crear las más delicadas y sacras pinturas del Medievo hasta que, desde el siglo XV, fue reemplazada por la más brillante del óleo, primero en Flandes y luego en la Italia de fines del Quattrocento. Hubo que esperar al siglo XIX, cuando el interés por el arte del último Medievo y del primer Renacimiento inspiró los trabajos de la Hermandad de San Lucas y los Pre-Rafaelitas, y luego al siglo XX, con las pinturas metafísicas de G. De Chirico  de la Nueva Objetividad de O. Dix, o de los pintores del Realismo Americano T. Benton o A. Wyeth,  para que esta venerable técnica recuperase una valía que nunca perdió entre los pintores de íconos ortodoxos. A pesar de la laboriosa preparación que requiere, Fernando Montes la prefiere porque con ella puede trabajar sin interrupción en numerosas capas transparentes. Así puede lograr en sus cuadros el acabado mate y un tanto áspero que confiere a sus figuras, elementos paisajísticos y ruinas esa cualidad primitiva que persigue.    

La témpera al huevo también le permite alcanzar esa luminosidad que distingue las obras de su último cuarto de siglo. Es probable que serenidad y pureza que nos transmiten sus pinturas tenga relación con la honda impresión que le produjo la cultura japonesa. Entró en contacto con ella en 1982 al ser invitado a exhibir en Osaka. Según el artista, “fue un maravilloso encuentro con una cultura altamente refinada” que hace del shibui un concepto superlativamente espiritualizado de la belleza basada en tranquilidad, simplicidad, espacio y silencio.

Dado que es todo ello lo que nos transmiten sus obras, no es de extrañar la profunda afinidad que hacia tales ideales siente el artista boliviano que vivió en ese balcón del mundo que para él es Londres. “Hay una estética japonesa —nos dice su hijo— de colores tierra, simplicidad y materiales sin refinar que tiene cierta conexión con los colores que él usa”. Lo propio sucede con los jardines zen de ripio rastrillado que invitan a la serena contemplación del mundo y con los tori o portales japoneses que demarcan la Naturaleza y al ser cruzados nos conducen hacia la luz, el espacio y el aire.

Su sobrino, L. F. Montes Ruiz, fue el primero en advertir la inspiración en el arte taoísta y en el pensamiento andino de oposición complementaria. Las figuras a contraluz del primer plano se recortan contra el paisaje y cielo luminoso del fondo, “creando una extraña sensación de profundidad, espacio y vastedad”. De este modo, lo claro y lo sombrío se armonizan, lo humano se integra a lo natural y “una paradójica conjunción de opuestos restablece el espacio y el tiempo sagrados de la unidad primigenia”.   

En cierta ocasión, alguien le dijo que su pintura es primitiva y religiosa. Me parece que todo el que se haya detenido ante sus obras puede percibirlo, dejándose envolver en el silencio que todo lo aquieta. Es una suerte de comunión con la Divinidad la que estos espacios insondables nos transmiten.

PAISAJES. Es notoria la falta de vegetación en los paisajes pintados por Montes. Dado que lo orgánico está condenado a la descomposición y el cambio, es posible que el artista lo rehúya a favor de la permanencia que intenta transmitir con sus obras. Todo tiene una extraña cualidad mineral —térrea, acuosa o aérea— en ellos; pero siempre, ya sea a través de los monumentos pétreos o de las terrazas cultivadas en las colinas que circundan las aguas, es perceptible —aunque invisible— la presencia humana. Y es la fascinación que siente por lo primordial y primigenio lo que ha convertido a las silentes ruinas de Tiwanaku, Machu Picchu, el templo de Raqchi o de la Isla del Sol, en los majestuosos protagonistas de sus últimos lienzos. Éstos han sido admirados en más de una treintena de exposiciones individuales desarrolladas en Bruselas, Nueva York, Copenhague, París, Lisboa, y en diversas ciudades de Japón e Italia, además de en numerosas muestras colectivas y en las prestigiosas bienales de Sao Paulo y Venecia. Su obra se guarda en colecciones públicas y privadas.

Fernando Montes, quien consideraba que el mundo y la vida son misteriosos e inmersos en la Creación, nos dejó en 2007, tras 50 años de entrega al arte y una vida plena. Ante la belleza y serenidad que me transmite su arte, ante tanta grandeza envuelta en silente simplicidad, siento como el poeta Ungaretti que “me ilumino d´ínmenso” y bendigo al artista que nos muestra el misterio de la plenitud en cada uno de sus lienzos.

Las pinturas no fueron expuestas antes en Bolivia

La muestra del pintor fallecido en 2007 está integrada por 31 cuadros

Rubén Vargas

Fernando Montes Peñaranda nació en La Paz en 1930. Entre 1945 y 1949 estudió pintura en Buenos Aires en el estudio de Vicente Puig. En 1959 el Gobierno de España le concedió una beca para estudiar en la Real  Academia de San Fernando en Madrid.  En 1960 se trasladó a Londres donde estudió en St. Martins y Central School of Art. Vivió en esa ciudad hasta su muerte en 2007.

En 1965 regresó a Bolivia de visita. En unas notas autobiográficas, el pintor escribe: “En esta visita me quedé deslumbrado por la intensa luz blanca de la gran altitud y otra vez encontré el magnífico paisaje de mi infancia. Al ver a los altos Andes con los ojos de una persona madura que encontré a mí mismo como un artista. La luminosidad de la altitud y el paisaje cósmico rodeado de montañas cubiertas de nieve, me recordó el comentario de Von Keyserling cuando llegó a La Paz y dijo que era ‘el tercer día de la creación’. Me di cuenta de cómo convenía su reacción a los Andes”.  

Fernando Montes: El espíritu de los Andes, la exposición que se    inaugura el miércoles 7 de mayo en el Museo Tambo Quirquincho de la plaza Alonso de Mendoza, está integrada por 31 obras que no se han expuesto antes en Bolivia: 20 témperas al huevo, 10 pasteles y un dibujo. Todas pertenecen al último periodo del trabajo del artista boliviano.

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Alfredo Loaiza Ossio y los senderos del arte en Bolivia

Bajo el título de ‘El ojo del pintor’, el Museo Nacional de Arte ha montado una exposición de homenaje a Alfredo Loaiza Ossio integrada por 80 obras. Estará abierta hasta el 6 de enero de 2013

/ 23 de diciembre de 2012 / 04:00

Los años previos a la Guerra del Chaco (1932-1935) vieron nacer a algunos de los más prestigiosos artistas bolivianos del siglo XX: Magda Arguedas, Óscar Pantoja, Víctor Zapana, Fernando Montes, Lorgio Vaca, Milguer Yapur o Enrique Arnal se cuentan entre ellos, al igual que Alfredo Loaiza Ossio. Nacido en Potosí en 1927 es estrictamente contemporáneo de María Esther Ballivián, Herminio Forno y de Rudy Ayoroa, algo mayor que los eximios Gustavo Lara y Gil Imaná y paisano de la recientemente fallecida Inés Córdova y del igualmente distinguido Alfredo La Placa. Éstos últimos han sobresalido por su inclinación al arte abstracto; en cambio, el camino de Loaiza Ossio se orientó en el último medio siglo hacia la figuración y el paisaje. A éste, y a la captación de la luz que lo baña se ha dedicado todos estos años en forma amorosa e incansable, al punto de considerarse a sí mismo un cultor del Impresionismo, tal como previamente lo hicieran su padre y los paisajistas itinerantes argentinos —Leoni Matisse, Jorge Vilar y José Malanca— que, pasando por Potosí a mediados de la pasada centuria, dejaron en él huella indeleble.

Descendiente de una familia de artistas, fue su padre, el prestigioso pintor académico potosino Teófilo Loaiza Enríquez quien le inició en el arte. De sus inquietudes culturales da fe su activa participación, siendo muy joven, en la fundación del grupo Segunda Gesta Bárbara. Se formó en la Academia de Bellas Artes de su ciudad y, ya egresado, se convirtió en parte del plantel docente de la misma entre 1958 y 1970. Con la conversión de la Academia en Facultad de Artes de la Universidad Tomás Frías de Potosí, desempeñó en ella las cátedras de Dibujo, Pintura Mural e Historia del Arte Prehispánico por otros 20 años. Todo ello, unido a la práctica asidua del dibujo y la pintura al aire libre, le ha convertido en un artista pleno, conocedor no sólo de las más variadas técnicas pictóricas, sino también de la teoría e historia en las que la práctica artística se asienta. Así lo prueban su docencia universitaria, los estudios que dedicó a la Visión plástica del mundo en Bolivia, El fenómeno artístico o al Arte precolombino y, por encima de todo, la diversidad de obras suyas que exhibe el Museo Nacional del Arte en un merecido homenaje.

La magistral plasmación de las formas coloreadas por el sol potosino constituye su principal y más reconocida aportación al arte boliviano; pero habida cuenta de que nos hallamos ante la muestra más extensa de su trabajo desde la que se ofreció en La Paz el año 2005 con motivo del Premio a la Obra de Vida que le otorgó el Jurado del Concurso Pedro Domingo Murillo, parece oportuno examinar aquellos otros estilos y temas que ensayó durante las primeras décadas de su carrera artística.

CARRERA. Se inició ésta a mediados del siglo pasado (…) Comenzó plasmando la belleza, dignidad y entereza de la mujer potosina con un estilo en donde la admiración hacia Cecilio Guzmán de Rojas se manifiesta en una composición monumental, un dibujo de recio perfilado y un colorido bien definido, tal como puede advertirse en Guadalupe, Palliri, Plata potosina, Madre minera o Belleza calcheña. Se trata de figuras que con su garbo, señorío y donaire exaltan la belleza altiplánica o, con su sencillez y hondura, rinden tributo al trabajo esforzado de las mineras potosinas. Pintó también retratos altamente expresivos, contándose entre ellos los de Marvin Sandi —a quien le unió el interés por la filosofía y la música en el Colegio Libre de Estudios Superiores— y de literatos como G. Reynolds, A. Alarcón o A. Díaz Villamil. Y en la misma década de los 60 plasmó los más encantadores semblantes de sus hijos Francisco, Beatriz, Lili y Virginia. (…)

Prueba de su interés y facilidad para ensayar diversos caminos lo brindan sus dos autorretratos de 1956: uno perfectamente realista en la captación fisionómica y desafiante en su actitud frente al mundo, en una pose propia de artista romántico ya anticipada por el napolitano Salvator Rosa en el siglo XVII, y otro esencialmente lineal y geometrizado, taquigráfico en los elementos figurativos, con bandas de color contrastado y, aún así, perfectamente reconocible como caricatura aplanada de sí mismo.

Ese interés por lo geométrico y las bandas de colores delineadas coincide en el tiempo con la pintura abstracta de “Campos de color de bordes duros” de la Escuela de Nueva York. Sin embargo, la presencia constante de la figuración —con la única excepción del titulado El hombre, la tierra… pintado en 1957, cuyo rigor de planos y líneas es afín a las contemporáneas obras de Armando Pacheco (Velas Indias), Juan Ortega Leytón (El hombre después de la guerra nuclear) o de Manuel Iturri (Zampoñeros)— y la gama cromática elegida, rica en ocres y tostados, prueba su vinculación con los textiles andinos. A ellos rinde homenaje en destacadas obras pintadas entre 1956 y 1975 (Los novios, Puka Chipaya I, Chipaya II, Los cometas, Relocalizados, Guerrero del Tamuragal, etc.), adelantándose en la plasmación de los mismos a Gustavo Medeiros y Eusebio Choque, quienes les han dedicado buena parte de sus obras en estilos muy distintos.  

 Tales cuadros —como bien dice Beatriz Loaiza— se fundamentan en el conocimiento que de los textiles, arte rupestre, arqueología y grupos étnicos del departamento de Potosí tiene el artista. En efecto, su interés por las culturas y diseños de Calcha, Yura, Ocuri, Macha o Tiwanaku, no sólo le vinculó al Departamento de Arqueología del Viceministerio de Culturas boliviano, sino que se ha manifestado en el amoroso fervor con el que ha tratado la temática indígena en todos estos años. Y es que sin haberse integrado en el grupo de pintores indigenistas (Guzmán de Rojas, Crespo Gastelú, Reque Meruvia, Rimsa, G. Ibáñez, Gil Coímbra, etc.), Loaiza plasmó con igual sinceridad, pero acaso un más profundo conocimiento, a los pueblos del altiplano boliviano.

Por el mismo tiempo, la admiración hacia los mexicanos Rivera, Orozco y Siqueiros le encaminó —igual que sucedió con los integrantes del grupo Anteo de Sucre— hacia el muralismo, que practicó como parte de su compromiso con el pueblo y de su docencia en la universidad pública potosina. Vinculadas con él están las obras de la serie Desfiles agrarios como Desfile de quechuas, Los calcheños o Educación campesina pintadas entre 1957 y 1964, las cuales, tanto por el perfilado de las áreas planas en las que se compartimentan figuras y elementos del paisaje, como por la selección ocre de tonos, denotan su conocimiento de la cerámica de las antiguas civilizaciones americanas. También ofrecen alcances de mural otras de inspiración histórica como el Descubrimiento del Cerro Rico o El arribo del Inca, en el cual la fisonomía dada al monarca se asemeja poderosamente a la de los soberanos mayas que inspiraron a los pobladores de La gran ciudad de Tenochtitlán pintada por Rivera en 1945. Responde ello, sin duda, a la profunda admiración que sentía por las culturas mesoamericanas y de la que también es testimonio su interpretación de una Pareja maya en 1979.  

En aquella época, su interés por la historia del arte y su necesidad de probar resultados con diferentes lenguajes en un momento en que se iba afianzando como artista, le animó a trabajar en estructuradas obras de inspiración cubista al servicio de situaciones y gentes distintivamente andinas. Ya se advierte algo de esto en varias de las obras anteriores y en Las hilanderas de perfil egipcio, pero se afirma más en las dos elegantes figuras femeninas y en Los proveedores, pintados en torno a 1965, además de en los bodegones compuestos una década después con las recortadas formas aplanadas propias del cubismo sintético desarrollado por Picasso y Braque desde 1911. Igualmente se observa que pinturas como En la calle o El hombre de piedra de 1968-1969 están elaboradas con las interpenetraciones de pequeñas piezas cúbicas en tonos grisáceos y pardos propias del primer cubismo analítico.

ESTILOS. Su curiosidad por las primeras vanguardias del siglo XX y su vocación humanista le animaron a ensayar también los estilos fauvista y surrealista. El primero se manifiesta en los intensos púrpuras y verdes que tiñen los tabiqueados contornos de casas, árboles y torres de dos paisajes potosinos de 1973, con un resultado más cercano al del postimpresionista Gauguin que al más estridente de sus admiradores de comienzos del pasado siglo. Su acercamiento al surrealismo fue anterior, según se advierte en una serie de obras ejecutadas entre 1963 y 1966 bajo el embrujo de Dalí, como Factum, Amanecer cósmico y Oceánides —dadas las atmósferas límpidas y sólidos ingrávidos— y en una pintura de una década antes que combina su fascinación por las antiguas culturas con el inquietante y misterioso carácter onírico de las pinturas metafísicas: Así resulta de las finas sombras proyectadas por las esquemáticas llamas que se confunden con hilos, del hipnótico ídolo y del aplanado espacio de Tótem.

Pero, con independencia del lenguaje artístico elegido, puede afirmarse que con igual seriedad ha tratado el retrato, lo costumbrista y cotidiano, los bailes, los tipos andinos, la pintura religiosa (Apóstol, Cristo atado a la columna) o la evocación de la historia potosina (La posesión del Sumac Orko, La posesión del Cerro Rico…). Con idéntica pasión ha desarrollado dibujos de trazo lleno de energía y soltura —sean a tinta y caña o a crayones—, o pinturas de pinceladas expresivas; con la misma convicción ha elaborado un distintivo estilo figurativo o experimentado con formas cubistas, intensos colores u oníricas visiones. (…)

GENTE. Con su obra encumbra Loaiza tanto la majestad silenciosa del paisaje virreinal potosino, como la nobleza, esfuerzo, alegría y sencillez de las gentes que hoy lo pueblan: mineros, albañiles, mercaderes y campesinos. Y es que, como nos dice el propio artista, la intención de su pintura es llevar “mensajes de esperanza heroica y de alegría”, tanto a los protagonistas de sus lienzos como a quienes los contemplamos. Ello es posible porque su pintura, pese a estar arraigada en lo local, trasciende fronteras y se hace atemporal y accesible a las gentes de cualquier época y pueblo.

Desde que se jubiló de sus tareas docentes en 1990, Alfredo Loaiza se ha dedicado con todo su ser al oficio pictórico, aquél por el que renunció en su juventud a una quizá prometedora carrera jurídica. Sus exposiciones —iniciadas en 1957 y más de 60 hasta la fecha— han paseado su obra por el país y otras ciudades de América —México, Lima, Sao Paulo, Tucumán, Washington y Ottawa—, permitiendo que una gran diversidad de público, durante más de 50 años, haya disfrutado y crecido en sensibilidad con la contemplación de sus cuadros.

Nos hallamos, sin duda, ante un maestro de la luz que, enamorado como está de ella, rinde un tributo de amor a la Naturaleza, su constante musa, y nos reconforta a todos con un mensaje luminoso, mostrándonos que la belleza anida en lo humilde y que la bondad divina derrama su gracia sobre quienes, como Loaiza, así lo perciben.

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