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Fernando Montes: El misterio de la plenitud

El miércoles 7, en el Museo Tambo Quirquincho, se abrirá la exposición retrospectiva ‘Espíritu de los Andes’, de Fernando Montes Peñaranda

/ 4 de mayo de 2014 / 04:00

Hay algo que subyuga en las últimas pinturas de Fernando Montes Peñaranda (1930-2007) y es el resplandeciente blanco de las mismas. Ese color, todo plenitud, no solo brinda el contrapunto exacto a las monumentales figuras del artista —trátese de mujeres o ruinas— sino que insufla en éstas una atmósfera de indecible calma.

Muchas veces, contemplando admirada estas obras, me pregunté de dónde venía ese blanco y por qué el maestro acudía a él en la etapa más fecunda de su vida. Conociendo el amor de Montes por el dibujo, suponía que evocaba la hoja de papel sobre la que se ordenan los trazos amorosos y amplios del carboncillo. También, sabiendo de la profunda admiración que sentía el maestro por la cultura japonesa, imaginaba que era un eco de la superficie inmaculada que envuelve los pulcros y meditados trazos de los antiguos calígrafos y pintores. Pero ahora, mirando cada tarde la queda puesta de sol, me pregunto si será el blanco que se eleva tras la línea del horizonte en los instantes inmediatos a la desaparición del sol el que ha inspirado a nuestro admirado Fernando Montes sus inolvidables cielos. Por una mágica hora, la que transcurre entre ese momento y aquel otro en el que el manto de la oscuridad cubre la tierra, perdura el blanco allá por donde la vista se pierde. Parece que es esa hora crepuscular, en la que el día toca a su fin, la que el artista nos regala. El espíritu se remansa y ante la última luz todo adquiere una intensidad desconocida. Las mezquindades del hombre, sus ambiciones y cuitas parecen poca cosa ante lo absoluto e inaprensible de esa luz que nos avisa que nuestro día termina y que la aurora traerá una luz nueva. Una luz igual de blanca.

Un amigo de Fernando Montes en Kioto resumió acertadamente su trayectoria pictórica como “un viaje de la tierra a la luz”. Ese camino se inició un buen día de 1945 cuando, habiendo sabido que junto a su casa en Buenos Aires vivía el pintor español Vicente Puig, consiguió volverse su aprendiz merced al respaldo de su liberal abuela. Fue éste el comienzo de una formación académica que, tras unos años de estudio en la carrera de Filosofía de la UMSA y otros dos de trabajo cinematográfico consagrado a plasmar la relación del hombre con la naturaleza a través de los documentales Donde nació un imperio, Tierras olvidadas y Detrás de los Andes de Jorge Ruíz, dio sus primeros frutos. En La Paz, Montes pintó retratos, desnudos y paisajes de sus montañas y valles, y una serie dedicada a la etnia mosetene del trópico paceño que había conocido en un viaje previo.

Su primera exposición individual, en 1956, se celebró en la Galería Municipal de La Paz, por entonces la única existente en la ciudad. Tras otra exitosa muestra fue invitado a representar a Bolivia en la V Bienal de Sao Paulo,  Brasil, y recompensado con una beca de estudios en la Academia de San Fernando de Madrid. Y fue allá en España, confiesa el maestro, donde descubrió el uso del blanco como color, además del naturalismo de la escuela española y el preciso dibujo de los maestros flamencos.

A la conclusión de su beca se desplazó a Londres, y habiéndose reencontrado con Marcela Villegas, contrajo matrimonio con ella en 1960. El matrimonio disfrutó de la efervescencia cultural y creativa londinense de los años 60 y dio vida a dos hijos. Entretanto, nuestro artista intentaba abrirse camino en el exigente mundo del arte. Tras pintar el perfil de la ciudad en una serie de cuadros ocupados por chimeneas y tejados, fue el ambiente de los pubs urbanos el que atrajo su atención, por las posibilidades que le brindaba de explorar las relaciones humanas en intimistas escenas de reservados diálogos o de contemplativa espera. Como bien advierte su primogénito Juan Enrique, también artista, son pinturas interesantes, hechas al pastel u óleo con colores vivos, porque, a pesar de ser las figuras de contornos mucho menos precisos que las de sus futuras series andinas, anticipan la inmovilidad y espíritu contemplativo de las que aquí le caracterizan. Además, con ese tipo de temas Montes se introducía en la más antigua tradición de la pintura británica, aquella que con Hogarth y Gainsborough elevó las piezas de conversación al género nacional por excelencia en el siglo XVIII. Difícilmente podría haber elegido una mejor temática para su primera exposición en la St. Martin’s Gallery de Londres en 1965.

El año siguiente fue para Fernando un periodo de redescubrimiento. Al visitar Bolivia con su esposa y pequeño hijo, la intensidad de la luz altiplánica le impresionó vivamente. Al ver el paisaje de su infancia con los ojos de la madurez se encontró consigo mismo como artista, según confesó en 1999, cuando Aguilar-Santillana dedicó una cuidada edición a su obra. Como Von Keyserling pensó que la Creación se estrenaba al sentir “la luminosidad de la altitud y el paisaje cósmico”.

Con esas impresiones en la memoria, tras exponer en Nueva York, Montes empezó a pintar el paisaje altiplánico. En vez de concentrarse en un lugar específico, su mirada ahora se posaba en las relaciones entre el ser humano y la tierra. Los colores se volvieron progresivamente más austeros, evocando con la humildad de los ocres y pardos el color del Altiplano. El maestro sintió que esta concepción del ser andino era la acertada cuando su cuadro Mujer y tierra fue elegido como afiche de la muestra que a los pintores bolivianos contemporáneos dedicó en 1973 el Museo de Arte Moderno de París. Estas figuras, que parecían brotar de las profundidades de la tierra, encarnaban el espíritu de la sagrada Pachamama y coincidían con el interés creciente por la ecología.  Y si bien por su temática tal tipo de pintura puede relacionarse con la escuela indigenista que se desarrolló en Bolivia desde el segundo cuarto del siglo XX, lo cierto es que sus monumentales figuras de entonces, “oscuras, densas, macizas, ensimismadas y melancólicas”, según la precisa descripción de Juan Enrique Montes, al dominar la tela con su presencia confieren a la obra de Fernando Montes un estilo único.

La monumentalidad y carácter estatuario de sus mujeres sentadas de espalda contemplando la inmensidad del altiplano causan la misma imborrable impresión que las pintadas en la Lamentación por Cristo muerto por Giotto hacia 1305 en la Capilla de los Scrovegni de Padua. Ignoro si nuestro pintor conoció la obra al fresco del más insigne artista del Trecento italiano, pero dada la formación académica de Montes, su residencia en Europa y la admiración que siempre sintió por el arte de los grandes maestros, no sería imposible algún punto de influencia. Probable es también que el enmarcamiento circular o la disposición en tríptico de algunas de sus más conocidas obras tengan alguna deuda con las obras maestras de los pintores renacentistas y flamencos.

La tonalidad terrosa que por lo general caracteriza a las mujeres pintadas por Montes desde la década de los 70, al tiempo que les confiere un aire inconfundiblemente andino        —desprovista como está de cualquier elemento accesorio—, les permite trascender cualquier particularidad geográfica o temporal y las vuelve presencias imperecederas nacidas del espíritu de la Tierra. Éste, que para Montes es superior a todo nacionalismo y tribalismo, lo anima todo. En la actitud de concentrada espera y pervivencia que ofrecen sus figuras, advierte el artista una suerte de vaticinio de lo acontecido en la política boliviana de la última década, con la asunción del poder por los indígenas después de casi 500 años postergados. Una leyenda dice que los grandes monolitos de Tiwanaku son el resultado de una raza de gigantes que quedó petrificada; otra, que los primeros incas se convirtieron en piedra, y otra, evocada por el artista, sostiene que los indígenas se volvieron de piedra tras la conquista. También muy lejos de aquí, antiguas leyendas bretonas atribuían los enhiestos menhires del fabuloso alineamiento de Carnac a la metamorfosis de antiguos guerreros en piedras.  

PIEDRA. Curiosamente —se asombra el pintor—, también él, sin haberlo planeado, ha estado haciendo monumentos humanos de piedra en todos estos años. Un legendario relato recogido por el cronista Betanzos indica que el dios Viracocha utilizó la piedra para crear a la raza humana. Algo similar sugiere el mito griego de Deucalión, el único superviviente del gran diluvio, al hacer surgir una nueva humanidad de las piedras arrojadas al suelo por instrucciones de Zeus. “La obra de Fernando Montes —señala acertadamente Valerie Fraser— evoca esta tradición de metamorfosis de la piedra”.      

Para lograr tal sensación, se sirve Montes de pequeñas pinceladas que estira, con amoroso cuidado, sobre la superficie del panel o lienzo. Los pigmentos de azul ultramar, sombra tierra y blanco de titanio con los que logra sus sutiles tonos, son aglutinados con agua y yema de huevo para producir, artesanalmente, una pasta al témpera. Esta técnica, ya utilizada por los antiguos egipcios y griegos, sirvió para crear las más delicadas y sacras pinturas del Medievo hasta que, desde el siglo XV, fue reemplazada por la más brillante del óleo, primero en Flandes y luego en la Italia de fines del Quattrocento. Hubo que esperar al siglo XIX, cuando el interés por el arte del último Medievo y del primer Renacimiento inspiró los trabajos de la Hermandad de San Lucas y los Pre-Rafaelitas, y luego al siglo XX, con las pinturas metafísicas de G. De Chirico  de la Nueva Objetividad de O. Dix, o de los pintores del Realismo Americano T. Benton o A. Wyeth,  para que esta venerable técnica recuperase una valía que nunca perdió entre los pintores de íconos ortodoxos. A pesar de la laboriosa preparación que requiere, Fernando Montes la prefiere porque con ella puede trabajar sin interrupción en numerosas capas transparentes. Así puede lograr en sus cuadros el acabado mate y un tanto áspero que confiere a sus figuras, elementos paisajísticos y ruinas esa cualidad primitiva que persigue.    

La témpera al huevo también le permite alcanzar esa luminosidad que distingue las obras de su último cuarto de siglo. Es probable que serenidad y pureza que nos transmiten sus pinturas tenga relación con la honda impresión que le produjo la cultura japonesa. Entró en contacto con ella en 1982 al ser invitado a exhibir en Osaka. Según el artista, “fue un maravilloso encuentro con una cultura altamente refinada” que hace del shibui un concepto superlativamente espiritualizado de la belleza basada en tranquilidad, simplicidad, espacio y silencio.

Dado que es todo ello lo que nos transmiten sus obras, no es de extrañar la profunda afinidad que hacia tales ideales siente el artista boliviano que vivió en ese balcón del mundo que para él es Londres. “Hay una estética japonesa —nos dice su hijo— de colores tierra, simplicidad y materiales sin refinar que tiene cierta conexión con los colores que él usa”. Lo propio sucede con los jardines zen de ripio rastrillado que invitan a la serena contemplación del mundo y con los tori o portales japoneses que demarcan la Naturaleza y al ser cruzados nos conducen hacia la luz, el espacio y el aire.

Su sobrino, L. F. Montes Ruiz, fue el primero en advertir la inspiración en el arte taoísta y en el pensamiento andino de oposición complementaria. Las figuras a contraluz del primer plano se recortan contra el paisaje y cielo luminoso del fondo, “creando una extraña sensación de profundidad, espacio y vastedad”. De este modo, lo claro y lo sombrío se armonizan, lo humano se integra a lo natural y “una paradójica conjunción de opuestos restablece el espacio y el tiempo sagrados de la unidad primigenia”.   

En cierta ocasión, alguien le dijo que su pintura es primitiva y religiosa. Me parece que todo el que se haya detenido ante sus obras puede percibirlo, dejándose envolver en el silencio que todo lo aquieta. Es una suerte de comunión con la Divinidad la que estos espacios insondables nos transmiten.

PAISAJES. Es notoria la falta de vegetación en los paisajes pintados por Montes. Dado que lo orgánico está condenado a la descomposición y el cambio, es posible que el artista lo rehúya a favor de la permanencia que intenta transmitir con sus obras. Todo tiene una extraña cualidad mineral —térrea, acuosa o aérea— en ellos; pero siempre, ya sea a través de los monumentos pétreos o de las terrazas cultivadas en las colinas que circundan las aguas, es perceptible —aunque invisible— la presencia humana. Y es la fascinación que siente por lo primordial y primigenio lo que ha convertido a las silentes ruinas de Tiwanaku, Machu Picchu, el templo de Raqchi o de la Isla del Sol, en los majestuosos protagonistas de sus últimos lienzos. Éstos han sido admirados en más de una treintena de exposiciones individuales desarrolladas en Bruselas, Nueva York, Copenhague, París, Lisboa, y en diversas ciudades de Japón e Italia, además de en numerosas muestras colectivas y en las prestigiosas bienales de Sao Paulo y Venecia. Su obra se guarda en colecciones públicas y privadas.

Fernando Montes, quien consideraba que el mundo y la vida son misteriosos e inmersos en la Creación, nos dejó en 2007, tras 50 años de entrega al arte y una vida plena. Ante la belleza y serenidad que me transmite su arte, ante tanta grandeza envuelta en silente simplicidad, siento como el poeta Ungaretti que “me ilumino d´ínmenso” y bendigo al artista que nos muestra el misterio de la plenitud en cada uno de sus lienzos.

Las pinturas no fueron expuestas antes en Bolivia

La muestra del pintor fallecido en 2007 está integrada por 31 cuadros

Rubén Vargas

Fernando Montes Peñaranda nació en La Paz en 1930. Entre 1945 y 1949 estudió pintura en Buenos Aires en el estudio de Vicente Puig. En 1959 el Gobierno de España le concedió una beca para estudiar en la Real  Academia de San Fernando en Madrid.  En 1960 se trasladó a Londres donde estudió en St. Martins y Central School of Art. Vivió en esa ciudad hasta su muerte en 2007.

En 1965 regresó a Bolivia de visita. En unas notas autobiográficas, el pintor escribe: “En esta visita me quedé deslumbrado por la intensa luz blanca de la gran altitud y otra vez encontré el magnífico paisaje de mi infancia. Al ver a los altos Andes con los ojos de una persona madura que encontré a mí mismo como un artista. La luminosidad de la altitud y el paisaje cósmico rodeado de montañas cubiertas de nieve, me recordó el comentario de Von Keyserling cuando llegó a La Paz y dijo que era ‘el tercer día de la creación’. Me di cuenta de cómo convenía su reacción a los Andes”.  

Fernando Montes: El espíritu de los Andes, la exposición que se    inaugura el miércoles 7 de mayo en el Museo Tambo Quirquincho de la plaza Alonso de Mendoza, está integrada por 31 obras que no se han expuesto antes en Bolivia: 20 témperas al huevo, 10 pasteles y un dibujo. Todas pertenecen al último periodo del trabajo del artista boliviano.

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’98 segundos sin sombra’, entre lo surreal y lo bello

Una reseña del más reciente filme de Juan Pablo Richter, realizada por el escritor Adrián Nieve.

/ 25 de noviembre de 2021 / 13:51

Pocas veces reconocemos lo rara que es la vida. Pero Genoveva Bravo, la protagonista del filme 98 segundos sin sombra (98sss), lo sabe bien. Y no solo lo reconoce, sino que lo analiza, segundo a segundo, en este efectivo filme dirigido por Juan Pablo Richter.

Encarnada por la actriz Irán Zeitún, Genoveva es una chica de 16 años que trata de sobrevivir a las monjas de su colegio, a sus hostiles compañeras de curso, a sus padres sin esperanza y al narcotráfico en “Culo del Mundo”, su pueblo en el oriente boliviano.

Como personaje, Genoveva —originalmente creada por la escritora Giovanna Riveros para la novela homónima en la que se basa esta película—, es el mayor acierto del filme, pero no él único. 98 segundos sin sombra, además de mucha actitud, tiene varias cosas por decir, entre lo que sucede en el pueblo de Genoveva y todas las ideas que pasan por la cabeza de la adolescente.

Y lo visual. El filme tiene una calidad cinematográfica muy fresca, casi surreal, una que ayuda a ilustrar el mundo interno de Genoveva y que intenta mostrarnos las cosas de una forma no lineal. Más interesante, más sentimental.

Porque la historia de 98sss es intensa, es triste, pero también es tierna de una manera muy peculiar. Esto, obviamente, se nota más en la novela de Riveros, en la que tenemos acceso ilimitado a los pensamientos de Genoveva, mientras que en el filme hay solo un par de recursos que nos permiten acceder a la riqueza de los mismos.

Sin embargo, una comparación entre novela y película sería más que injusta. Richter creó una buena adaptación, nos trajo la esencia de Genoveva, ese maravilloso personaje literario, y la permitió ser ella misma en una película cuyos escollos son muy pequeños.

Porque a lo mejor habría sido mejor si el filme se animaba a romper más de frente la cuarta pared. Quizás así esas ideas tan potentes de la novela de Rivero se sentirían menos forzadas cada que Genoveva las mete en las charlas, al menos al inicio del filme, cuando recién te estás acostumbrando al ambiente de la película.

Pero, repito, son cosas muy pequeñas que no le ganan al simple y llano hecho de que 98sss se anima a ser rara: entre tierna y violenta, entre graciosa y triste, entre relacionable y surreal. Un buen filme que vale cada segundo y centavo de ir al cine.

Adrián Paredes (1989), mejor conocido por su seudónimo Adrián Nieve, es escritor y periodista. Estuvo en el programa de radio La Cabina Azul y en los de televisión Revista Gorila, Cinema Trailer y Maga Cine. Ha publicado la novela «El Camino Amarillo de Drogothy» (2016, Gran Elefante Editorial) y «Hayley» (2018, 3600 Editorial). En 2022, publicará la novela «Morbo» (Parc Editores).

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Mujeres ‘Ornamento’

Una reseña de 'Ornamento' la novela del galardonado autor colombiano Juan Cárdenas, publicada para Bolivia por Dum Dum Editora.

/ 11 de noviembre de 2021 / 18:39

“Es una droga peligrosa porque te da lo que necesitas”

Juan Cárdenas

A través de su novela Ornamento (Dum Dum, 2019), el escritor colombiano Juan Cárdenas, nos deleita con una prosa adictiva, tan adictiva cómo la droga que se desarrolla en un laboratorio, qué si bien se deja en claro que está situado en Colombia, me figuro que bien podríamos ubicarlo en un hipotético chapare boliviano. Esta droga a diferencia de muchas promete ser democrática por el precio y lo novedoso es que sólo tiene efecto en las féminas, razón por la que se tienen como personajes principales a mujeres, mujeres obra de arte, mujeres ornamento.

En ese efecto ornamental, las mujeres son conejillas de indias, son mujeres trofeo, mujeres objeto del deseo que sólo sirven para ser amantes o eventuales parejas sexuales, mujeres que atraviesan crisis artísticas existenciales, mujeres drogadictas, mujeres escultura, mujeres enganchadas a la sustancia que saquean la ciudad, mujeres que comprometen su integridad física para complacer los cánones macho de la belleza, mujeres que sufren abuso sexual pero no denuncian y aprenden a convivir con su abusador, mujeres madres que refuerzan la disimulada sumisión machista/femenina, que perpetúan el maltrato y la explotación. En esta tenebrosa realidad devenida en propuesta literaria, Cárdenas nos muestra varias caras del odio al principio cósmico de lo femenino.     

La trama tiene un médico narrador y protagonista que podría ser una mezcla de científico loco de películas de serie B con un genio elaborador de drogas a lo Walter White de Breaking Bad en versión sudaca; por otra parte, las pacientes, y en particular la número 4, es quien despierta el interés y obsesión del médico, para luego ser parte de un triángulo poliamoroso incluida la esposa de este. El doctor deambula entre la figura de lealtad a su mujer representada por los perros y la lujuria que simbolizan los monos. Por otro lado, la paciente número 4, es una mujer autodidacta, que nos revela que detrás de la belleza física puede existir astucia e inteligencia, que detrás de las carencias económicas no existen excusas para no ser lúcida y procurar educación. Sin embargo, la 4 es presa de sus propios traumas, de su propio ídolo/madre y no logra trascender esas cadenas inconscientes colectivas de su propia feminidad. Al parecer existe una idolatría por las mujeres así, las cabronas, las sicarias al mejor estilo de Rosario Tijeras.

En Ornamento, no existen nombres, el escritor logra hábilmente prescindir de ellos. El arte, la arquitectura, atisbos de horror y un acertado humor para descostillarse de la risa, hacen de este viaje casi onírico, una novela densa que te interpela, te perturba y te eleva en un éxtasis narcótico hacia una realidad en la que se alucina con entregarles, de una buena vez, la posibilidad de sentir placer a las mujeres.   

Valeria S. Arias Jaldin es paceña de Uyuni. Ñusta y egresada de Turismo de la UMSA. Historiadora a medias. Directora de Dreammakers Bolivia DMC. Feminista. Astróloga autodidacta y tarotista. Fotógrafa y catadora de atardeceres. Oveja aurinegra. Coautora del libro “Entrada Universitaria Folklorica” ( 2009, IEB) junto al Dr. Fernando Cajias, retornó a las letras gracias a la pandemia. Aspira a ser políglota, mientras aprende quechua de su abuela.

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Alex Vella: ‘Lo único importante es que mi escritura sea verdadera, sea lo que sea sobre lo que escriba’

Una entrevista con Alex Vella Gera, autor de la novela 'Troyano', publicada por Editorial El Cuervo en Bolivia.

/ 3 de noviembre de 2021 / 10:07

—Troyano retrata a Ġianni Muscatt, un personaje complejo, muy maltés pero a la vez universal. ¿Cuál fue la motivación para abordar un personaje así?

—Ganni Muscat vive dentro mío. Es una parte mía con la que lucho por coexistir. Traerlo a la existencia mediante la escritura quizás fue mi forma de purgarme de él. Pero aunque es en gran medida una mezcla de mi conciencia interior, nació por circunstancias del mundo real. Cuando me juzgaron por obscenidad entre 2010 y 2012, fui atacado de manera bastante irracional por las generaciones más antiguas de escritores malteses, incluidos los que se destacaron en los años 60 y 70 y que eran conocidos como enfants terribles, artistas que por entonces desafiaban las costumbres sociales en sus obras, pero cuando yo emprendí mi propia rebelión contra la hipocresía literaria me tildaron de obscene, advenedizo y fraudulento. Muscat es mi intento de entrar en sus psiques, de ser ellos. No atacarlos, sino darles una voz sesgada por mis prejuicios sobre ellos. Entonces Ganni Muscat es el reaccionario dentro mío, al que temo, desprecio pero con el que también simpatizo e incluso amo, y al que veo vivo en otras personas, maltesas y de otras nacionalidades de todo el mundo, expresado en toda su plenitud. Me refiero, por supuesto, al reaccionario moderno, a los intolerantes hastiados que ahora viven peligrosamente, votando por individuos claramente corruptos que sienten que pueden detener la marea del cambio hacia una sociedad más abierta e inclusiva, no porque esta sociedad pueda construirse sobre un terreno ideológico inestable e injusto por su propia naturaleza y  a los ricos, sino simplemente porque las guerras culturales son el único campo de batalla que ven.

—¿Cómo ves la tensión que asedia a Ġianni, la tensión entre lo global y las tradiciones maltesas? ¿Y cómo se enfrenta un escritor maltés con la tradición universal?

—El espíritu reaccionario de Ganni no es único. Existe en Malta y en todas partes. Entonces, aunque es un personaje muy maltés, si se le quitan ciertas peculiaridades que pueden ser exclusivas del reaccionario habitante de una pequeña nación insular en el Mediterráneo, no estaría fuera de lugar en otros países. Lo que quizás explique el éxito que ha tenido Troyano en varios países de América Latina. Sin embargo, hay que decir que sus tendencias reaccionarias son en parte el resultado de la influencia extranjera en su país. La introducción de la legislación sobre el divorcio en Malta hace menos de 10 años, por ejemplo, fue vista por los conservadores como la infiltración de ideas liberales extranjeras en lo que alguna vez fue una nación católica pura. La batalla que se avecina por el aborto (todavía ilegal en Malta) será aún más intensa. De modo que hay dos fuerzas en acción dentro de Ganni Muscat. La que lo define en oposición a una cosmovisión ajena que está corrompiendo a su nación, y otra que lo une con los reaccionarios del mundo.

La segunda parte de la pregunta requiere una respuesta aparte. A nivel universal, escribir como maltés puede ser un desafío, porque lo local, con todas sus especificidades, me llama a respetarlo y a escribir exclusivamente para el lector maltés. Malta es tan pequeña que esto puede crear su propio conjunto de problemas para el escritor, porque lo universal puede perder frente a lo particular. Sin embargo, no contemplo este problema, porque para mí lo único importante es que mi escritura sea verdadera, sea lo que sea sobre lo que escriba. Y por verdad quiero decir que provenga de un lugar auténtico dentro de mí. Eso por sí solo es un desafío y si los resultados, cuando tienen éxito,incluyen lo universal en lo particular, entonces mi éxito es doble y los lectores de Bolivia y Malta me entienden.

—Trabajas como traductor y vives fuera de Malta ¿Cómo ha influido en tu obra esta distancia?

—He vivido fuera de Malta la mayor parte de mi vida adulta. Primero en Londres, luego en Praga, luego en Luxemburgo y ahora en Bruselas. La distancia no solo ha influido en mi trabajo, sino también profundamente en cada aspecto en mi propia vida. No enumeraré todas las influencias que la distancia ha tenido sobre mí, pero diré esto: no siento que pertenezca a ningún lado, y mientras vivía en Malta esa falta de pertenencia era igual de fuerte. Pero fue solo con una distancia geográfica real y concreta que esa falta se hizo clara para mí y de ser un simple aspecto de mi identidad, se convirtió en mucho más que eso, un espacio psíquico en el que crear mi propia Malta, mi propio país, para servir como una lente a través de la cual observar (y escribir sobre) la verdadera Malta concreta a la que no pertenezco. Pueden preguntar, ¿por qué sigo escribiendo sobre Malta cuando no siento que pertenezco? Porque Malta es mis raíz, soy yo, así que, en cierto modo, no pertenezco a mí mismo, y mi camino como escritor es aceptar esto, crear contextos literarios y explorar esta carencia y, al hacerlo, pertenecer, si no a mis raíces, al menos al sentido de lo que significan para mí.

—Hace algunos años fuiste censurado en tu país y acusado de obscenidad y blasfemias, ¿qué ha significado esta experiencia en tu carrera como escritor y en tu perspectiva como ciudadano?

—Como ya expliqué anteriormente, el juicio por obscenidad fue la chispa que desató el fuego que se convirtió en Ganni Muscat y Troyano. Pero también me afectó de otras formas, naturalmente. Para el lector maltés en general, me dio una identidad, una identidad que mis acusadores sin duda no habían deseado que tuviera, es decir, como un héroe, un luchador por la libertad, un alma valiente. Todos estos son solo parcialmente ciertos. En muchos sentidos, el juicio por obscenidad fue un error, un accidente, algo en lo que entré a ciegas, no conscientemente. Pero sucedió y me convirtió durante un par de años en un participante pleno de la vida política del país. Me llevó a realizar acciones muy públicas de protesta contra el gobierno, que de alguna manera solidificaron mi sentido de ciudadanía, lo cual es un tanto irónico porque ciertamente soy uno de los que describiría como desencantado de la política local. Me comprometió y me dio el sentido del deber de estar comprometido. Ese sentido del deber ahora se está desvaneciendo, y no estoy seguro de si debería estar agradecido por eso o disgustado conmigo mismo por permitir que se desvanezca.

Como escritor, en el sentido más estricto del término, es decir, en el acto real de escribir con todo lo que conlleva, el juicio por obscenidad y todas sus ramificaciones tuvieron un solo efecto en mí, y fue negativo. Me hizo muy consciente de mis lectores. Esa burbuja de aislamiento que sostuvo mi escritura desde la adolescencia en adelante se rompió y me ha llevado casi una década volver a encerrarme en ella.

—¿En qué proyectos trabajas ahora?

—Hay dos novelas en proceso. Son criaturas largas y complejas que tardaré un tiempo en domar. Pero necesito que sigan siendo salvajes y quiero llevarlos a un territorio desconocido. Mi afán por publicar está bastante ausente por ahora, y eso es algo bueno. Hay muchas voces y distracciones, demasiadas. No quiero simplemente añadir algo a la cacofonía. En cierto modo, visualizo mi escritura ahora como una última voluntad y testamento, algo que dejar atrás a medida que se acerca el infinito, pero estoy (con suerte) lejos de mi lecho de muerte, así que no puedo decir qué significa eso exactamente.

Alex Vella ha obtenido el Premio nacional del libro maltés en dos ocasiones por sus novelas Las serpientes han vuelto a ser venenosas y Troyano. En 2009 fue acusado de obscenidad en su país y el caso llevó a una revisión de las leyes de censura de Malta. Troyano es su primera obra traducida al español.

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‘Dune’: La asfixia de lo monotonal

Una reseña del filme 'Dune' de Denis Villeneuve, escrita por el periodista y novelista Adrián Nieve.

/ 22 de octubre de 2021 / 07:43

Una buena película sabe manejar su tono de tal forma que sus momentos clave sean poderosos. Una muy buena película puede cambiar de tono sin que siquiera lo notemos, sin que dejemos de fluir con la historia. Dune de Denis Villeneuve no logra nada de eso y termina siendo una experiencia tan monotonal que asfixia.

Todo está centrado en Paul Atreides, el personaje de Timothée Chalamet, cuya familia toma control de un planeta desértico rico en especia, un bien de alto valor capitalista para un imperio que comprende varios planetas. Paul deberá enfilarse hacia su destino mientras la compleja política intergaláctica asedia el bienestar de su familia.

Es un gran espectáculo visual y una inventiva construcción de mundos, pero eso solo actúa como un truco de magia que distrae del gran problema: Dune te cuenta toda su historia en un solo tono, uno tan formal que aburre. Y no hay problema con que una película sea solemne, pero si solo es eso, entonces nada de lo que se dice importa. Todo el drama político, la tristeza de lo inevitable y la espiritualidad que caracterizan a la historia de Paul Atreides se pierden.

Ojo. No estoy diciendo que deberían llenarla de chistes o que debería ser más ligera. No solo no es el estilo de Villeneuve (director de excelentes películas como Arrival), sino que ya también convertirían a Dune en otro filme más del montón. Pero sí sería ideal que se encuentre una forma de escapar a ese “tomarse muy en serio” que no se lleva bien con la fantasía que, al fin y al cabo, es la historia escrita por el autor estadounidense Frank Herbert.

La gran prueba de ello es que Josh Brolin y Javier Bardem son de lo mejor del filme, pues en la construcción de sus personajes saben imprimir una violencia tan notoria, que hasta se convierten en respiros a lo monotonal. Jason Momoa lo intenta y casi lo logra. Dave Bautista también lo intenta, pero no lo logra. Y tengo el presentimiento que Oscar Isaac lo habría logrado si hacían de él el protagonista de esta cinta. El resto de los personajes no dejan huella, o solo importan mientras aparecen en pantalla.

Y la música del compositor Hans Zimmer… tan obvia, trillada y ruidosa que se siente como otro par de manos apretándote la garganta para reforzar ese sentimiento de asfixia en los 155 minutos que dura la película.

A eso se suma un final anticlimático, un “continuará” que no usa esa palabra, pero que te deja con la sensación de una película que tenía mucho que decir, pero que al final dijo muy poco. En definitiva, Dune de Denis Villeneuve es una experiencia visual y de mucha imaginación que fascinará a quienes han leído obsesivamente la novela desde que se publicó en 1965. Es un filme que en sí es un logro a nivel de realización, producción y fidelidad en la adaptación de un libro tan complejo como es la novela de Herbert. Pero ni siquiera los lectores acérrimos podrán obviar la monotonalidad de una película a la que le falta alma, chispa, fuego, caos, o como se quiera llamarlo.

Eso sí, falta la segunda parte que no redimirá a esta primera entrega, pero que puede ser una mejor película por si misma.

Adrián Paredes (1989), mejor conocido por su seudónimo Adrián Nieve, es escritor y periodista. Estuvo en el programa de radio La Cabina Azul y en los de televisión Revista Gorila, Cinema Trailer y Maga Cine. Ha publicado la novela «El Camino Amarillo de Drogothy» (2016, Gran Elefante Editorial) y «Hayley» (2018, 3600 Editorial). En 2021, publicará la novela «Morbo» (Parc Editores).

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‘Kajillionaire’: El mundo está lleno de gente horrible

Una reseña de la película de 2020 'Kajillionaire' de Miranda July, con las actuaciones de Evan Rachel Wood, Gina Rodríguez. Richard Jenkins y Debra Winger.

/ 21 de octubre de 2021 / 07:17

. Hagan una pausa para pensarlo: el mundo está lleno de gente horrible. Nombres y rostros vienen a sus mentes porque, en lo objetivo o lo subjetivo, es una de esas cosas que tarde o temprano hay que aceptar.

Y esta peli dirigida por Miranda July es una forma de aceptarlo. Sin mostrar nada escandaloso, sin deleitarse en el morbo de lo cruel, Kajillionaire te trae la historia de Old Dolio, una chica de 26 años que junto a su padre y su madre se dedican a hacer estafas de poca monta que apenas les traen billetes para malgastar en sus paranoicas vidas de aves de rapiña.

Los padres, más allá de miserables, avaros y egoístas, tratan a su hija como basura, sin un solo gesto de cariño, demasiado perdidos en buscar la carroña para seguir sosteniendo su casi surrealista estilo de vida.

Lo bello de un filme como este es que conocemos a Old Dolio, interpretada por Evan Rachel Wood, en un momento de cambio, la vemos tratar de mirar más allá del mundo que conoce para comenzar a cuestionar su vida, sus costumbres, su adicción a una relación con unos padres para los que no es más que un instrumento en sus estafas.

De hecho, a nivel visual, la película no es, lo que se dice, un triunfo. Tiene lo suyo, sí, con colores apagados, momentos en que las luces resaltan a los personajes y tonos pastel que luego contrastan con momentos apagados. Y eso es porque el corazón de la película está en las interpretaciones de sus personajes. Tanto así que uno de los momentos más fuertes lo vivimos a oscuras, apenas notando unos puntitos, como si estuviéramos viendo el universo mientras un importante diálogo entre Wood y la actriz Gina Rodríguez nos muestra todo lo que necesitamos ver.

A ratos incómoda, a ratos tierna, casi constantemente muy triste, Kajillionaire está llena de personajes reaccionando horriblemente a situaciones intensas que nos ayudan, como espectadores, a encontrarle cierta belleza a la vida. Y al lograrlo se vuelve una película muy sentimental, que quizá no convenza a algunos, pero que por su ejecución y actuación merece que le den una oportunidad o dos.

Adrián Paredes (1989), mejor conocido por su seudónimo Adrián Nieve, es escritor y periodista. Estuvo en el programa de radio La Cabina Azul y en los de televisión Revista Gorila, Cinema Trailer y Maga Cine. Ha publicado la novela «El Camino Amarillo de Drogothy» (2016, Gran Elefante Editorial) y «Hayley» (2018, 3600 Editorial). En 2021, publicará la novela «Morbo» (Parc Editores).

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