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Frank Gehry, el arquitecto-artista

Con 85 años, diseñando sombreros para Lady Gaga o joyas para Tiffany’s al tiempo que reinventa la capacidad expresiva de los rascacielos, Frank Gehry (Toronto, 1929) es el ícono de la arquitectura icónica, el más osado entre los más creativos. Premiarlo con el Príncipe de Asturias de las Artes 2014 implica valorar esta disciplina como él mismo siempre la ha defendido: como un arte por encima de cualquier otra implicación o consecuencia. En ese sentido la decisión del jurado es o valiente… o inconsciente. Perpetuando el reconocimiento al componente plástico —por encima de valores sociales o económicos— contrasta con la línea actual de la arquitectura, que busca contactar con la sociedad transformándose en una disciplina más necesaria que visual.

Con todo, el talentoso autor del Guggenheim de Bilbao, España (1997) —posiblemente su mejor trabajo aunque la crítica estadounidense se inclina por el posterior Auditorio Disney de Los Ángeles (2003)— es hoy, indiscutiblemente, una marca. Amigo de cantantes y actores y convertido en “el arquitecto más importante de nuestro tiempo” según la revista Vanity Fair —que la web Gehry Technologies cita como referencia— el canadiense ha llegado a ser un personaje de los Simpson (un arquitecto que veía cómo su auditorio se convertía en prisión) y es conocido, y celebrado, por el gran público. Algo insólito para un proyectista vivo.

CASA. Afincado en Santa Mónica (California), donde construyó ayudándose de materiales de ferretería su propia vivienda en 1978 —un proyecto que le reportaría fama mundial— Gehry celebró su 82 cumpleaños en Nueva York, en el piso 76 de la Torre Spruce (2010), su primer rascacielos y el primer inmueble que —aceptando la inminente densificación de los centros urbanos— apostó por romper la geometría y llevar una expresión orgánica a las fachadas de los edificios en altura. ¿Qué arquitecto del mundo festejaría su cumpleaños con Bono, el cantante de U2? Aquel 29 de febrero a sus amigos de siempre, entre ellos el escultor pop Claes Oldenburg o el pintor Chuck Close, se unieron sus compañeros de estatus: la actriz Candice Bergen o el citado Bono. El arquitecto dijo entonces que levantar un rascacielos en Manhattan —“la ciudad a la que mi padre llegó como inmigrante”— era importante para él.

Y es que, a pesar de ser un proyectista sumamente osado, Frank Gehry arrastra una biografía de miedos. Dejó de ser Frank Owen Goldberg para convertirse en Gehry en 1954, cuando tenía 25 años y dos hijas. Y aunque Wikipedia asegura que su primera mujer le impulsó a cambiarse el nombre, él ha explicado que lo hizo por miedo a que esas hijas de su primer matrimonio sufrieran, por ser judías, el acoso que él había padecido de niño en Toronto.
Tras décadas firmando edificios cúbicos y blancos, hijos del movimiento moderno, Gehry encontró su oportunidad transformando su casa. Corrían los últimos años de la década de los 70, tenía 50 años y se atrevió a ser un arquitecto-artista. Basta verlo trabajar, retorciendo una maqueta en lugar de dibujar un croquis como primera aproximación a un proyecto, para apreciar que siempre ha sido un escultor que estudió arquitectura. El nuevo Gehry fracturó el espacio del Museo Aeroespacial de Los Ángeles (1984) y colgó de esa fachada un jet para convertir el edificio en anuncio. Por entonces, el escultor Claes Oldenburg, que había realizado los gigantescos binoculares que singularizaron el edificio para la agencia de publicidad Chiat/Day que Gehry firmó cerca de su casa (hoy llamado Binoculars Building) lo recomendó en Alemania. Allí diseñó el Vitra Design Museum, su primer encargo europeo (1989). Ese edificio revolucionó la productora de muebles hasta el punto de que tiró por tierra el plan general que había encargado a Nicholas Grimshow y pasó a coleccionar los primeros inmuebles europeos de creadores insignes como Zaha Hadid o Tadao Ando. Así, cuando ese mismo año consiguió el premio Pritzker, Gehry aún no había firmado los edificios que le reportarían fama fuera del ámbito arquitectónico y que colocarían a Bilbao entre los destinos del mundo. La ciudad española sacó lo mejor del arquitecto, pero esa valentía tuvo una mala digestión al despertar la envidia de los alcaldes menos imaginativos decididos a inaugurar sus propios monumentos.

Por eso hoy, cuando algunos de sus edificios no encuentran consenso a la hora de ser juzgados como los más creativos o los más torturados, la acusación de autoparodiarse lo persigue en la prensa especializada. Los cuerpos encorsetados del Stata Center (2004) en Cambridge (Massachusetts) recuerdan a la Casa Danzante (1996) que mira al Moldava en Praga. Más allá del alcance del eco estilístico del arquitecto, el Massachusetts Institute of Technology, MIT, lo denunció cuando el mencionado Stata Center se agrietó y se llenó de goteras.

Entre encargos, reconocimiento, premios y críticas, Frank Gehry se ha cansado de repetir que la expresión de sus trabajos no es un capricho sino el resultado de rigurosas investigaciones. Para investigar fundó una empresa que calcula los volúmenes imposibles de proyectos como los suyos. Gehry Technologies ofrece sus servicios a quienes no se conforman con la frialdad moderna. Se podría decir que hoy esa empresa es el laboratorio que, a finales de los 70, fue su propia casa en Santa Mónica. Puede que limitar la expresión plástica llegue a apartar de la arquitectura a talentos creativos como el de Gehry. En cualquier caso, más allá de su efecto, el Guggenheim dejó bien claro que no todo el mundo es capaz de diseñar un Guggenheim.