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Salinger, la memoria y el laberinto

La inclinación de la narración por la memoria sugiere el atrevimiento de los autores por recargarse mucho más en los recuerdos de otros que en su propio juicio, y con razón

/ 1 de junio de 2014 / 04:00

Se puede explicar una vida a través de la memoria? Esta es, me parece, la pregunta básica que guió a David Shields (1956) y a Shane Salerno (1972) a iniciar una investigación de casi diez años del que fue, probablemente, uno de los autores más secretos y oscuros del siglo que se acaba de ir y que plasmaron en Salinger (Seix Barral, 2013).

Jerome David Salinger vivió una vida obsesivamente privada pero abiertamente pública para los demás, y que lo consagraría, más que como un autor, como un susurro: su soledad fue la punta de lanza de su propio mito. Desde una fijación que rayaba en lo incómodo por atraer mujeres mucho más jóvenes que él, hasta las heridas que su participación en la Segunda Guerra Mundial le dejó, el autor de El guardián entre el centeno se desdobla en esta biografía perfumada por las dudas que la peregrinación hacia el interior, inevitablemente, deja. La búsqueda de la escritura por la escritura misma deja en claro los misterios del escritor pero no sus propios vacíos: hay algo que sigue faltando a pesar de la minuciosidad de la memoria, las opiniones y los textos. Salinger, en algún sentido, siempre nos dejará en vilo. La soledad es un acantilado personalísimo en donde la caída no mata porque nunca termina. 

La inclinación de la narración (dividida en testimonios de las personas que lo conocieron) por la memoria sugiere el atrevimiento de los autores por recargarse mucho más en los recuerdos de otros que en su propio juicio, y con razón: el poco material de su vida privada es una cruz para quien pretende cargar los clavos que Salinger nunca expuso. Estamos ante una biografía cacofónica, y como todas las cosas en donde una multitud de seres humanos interviene, también contradictoria. Es común encontrar memorias que chocan entre ellas y que se confrontan en este salvaje círculo de preguntas y respuestas.

Un biógrafo es un arqueólogo de recuerdos y también un constructor de puentes. La biografía de Salinger no se propuso narrar una sucesión de eventos sino darle el micrófono al silencio: estamos ante un texto gravitacional en donde el hoyo negro que fue Salinger atrajo con poderosa atracción a todos aquellos a quienes lo rodearon. Dejó a sus mujeres cuando se dio cuenta que maduraban y que la sexualidad y el descubrimiento del mundo era un error tan fatal y grave que era necesario dejarlas ir. Es como si Salinger, después de la Segunda Guerra Mundial, buscase en el cuerpo y alma femeninos un atajo hacia la pureza. Fue Oona O’Neill —futura esposa de Charlie Chaplin— la impronta más importante en su vida y la que lo llevaría a la idealización de la juventud femenina como una aspiración hacia lo incólume. Fue un padre distante, un esposo alejado, un autor recluido. Dejó a las mujeres a medio camino entre el amor y el futuro. 

Con la publicación de El guardián entre el centeno la vida de Salinger tomaría un inevitable curso descendente. El monje comenzó a salir. La tortuga en su caparazón. Su viaje al interior por medio de la filosofía Vedanta provocó su reclusión pero también su propio descubrimiento: la obsesión del público por Holden Caulfield y por el propio Salinger lo llevó a establecer los parámetros de su encerrona y de lo que quería y aspiraba a ser. Los mirones lo asediaron, las cámaras lo buscaron, los lectores se preguntaban.

Si bien algunos eventos se narran con espantosa minuciosidad —como la liberación del campo de concentración Kaufering IV— otros parecen sobrar debido a esta idea de penetración y de que todo lo que el autor hace en vida, importa para crear lo que le sobrevivirá a su muerte: ¿qué importa si a Salinger le gustaba el sándwich de espinaca y hongos? ¿Nos ayuda a comprender mejor su obra si nos enteramos que en sus manuscritos ponía flechas y pequeños recordatorios? ¿Acaso es importante saber que Salinger, cuando hablaba, no parpadeaba tanto? Los detalles echan luz solamente cuando los fastidios por las generalidades se convierten en horizontes lejanísimos. Este no es el caso porque la corteza de Salinger nunca permitió recabar la claridad de sus pensamientos. El resultado de esto son recuerdos, en el mejor de los casos, inútiles para comprenderlo.

La biografía de Shields y Salerno se extiende como una liga, pero no penetra como un taladro. Quienes lo rodearon revelan hechos que no se sabían y que pueden resultar interesantes, pero sigue existiendo, muy secretamente y casi como un pacto, este pudor de no comprometerse demasiado con la propia historia de Salinger. Da la impresión de estar ante una ceremonia de olvido y de simulación que busca endulzar al personaje. Nadie se quiere meter demasiado en su psique, tampoco en sus deseos y mucho menos en sus fobias. El punto final le deja al lector una bolsa llena de datos, hechos y acciones pero también la certeza de tener dentro de ella objetos inclasificables. Esto no es un defecto. Una biografía es, a fin de cuentas, la presentación en el proscenio de un escritor que a pesar de su espectro puede examinarse. Dependerá del lector catalogar los objetos de la búsqueda. El labrado de una biografía de un autor como Salinger tenía que ser diferente porque su constitución era desigual: un ser humano con las mismas dosis de claustrofobia y de libertad que no podía salir al mundo porque el mundo no respetaba su privacidad. De ahí que el propio autor pensara que escribir El guardián entre el centeno había sido un error.

La terapia que Salinger se autoimpuso puede dividirse en tres compartimentos distintos aunque conectados: las mujeres, la Segunda Guerra Mundial y la escritura. Las digresiones de Salinger, su prisa por no dejarse ver, la higiene de su imagen, la coronación de la pureza en las mujeres. Esas revelaciones fueron las dosis que le permitieron la reclusión. La biografía reinventa a Salinger porque actualiza las dudas que nos deja. Parece como si todo este espectáculo de silencio y soledad fuese una manera —y Salinger probablemente lo sabía— de infiltrarse en la historia.

La indumentaria que mejor le queda al escritor no es la del monje sino la del rebelde. Su silencio, en un mundo ruidoso, es el mejor derroche contra la idolatría por la imagen, el comercial, el espectáculo: Salinger representa la fama encarnada en el silencio. Lo infranqueable de su figura permanecerá así. El hermetismo seguirá cobrando factura porque a pesar de la heroicidad del intento de explicarnos la vida del ermitaño, en el lector persistirá la duda del porqué de su prisión voluntaria y de sus reservas para con el mundo.

Los autores de esta biografía, en lugar de darnos la llave o el cerrojo de su vida, se limitaron —porque no había otra cosa que hacer— a señalar la puerta.
El lector tendrá que ir, él solo, a tocarla.

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Salinger, la memoria y el laberinto

La inclinación de la narración por la memoria sugiere el atrevimiento de los autores por recargarse mucho más en los recuerdos de otros que en su propio juicio, y con razón

/ 1 de junio de 2014 / 04:00

Se puede explicar una vida a través de la memoria? Esta es, me parece, la pregunta básica que guió a David Shields (1956) y a Shane Salerno (1972) a iniciar una investigación de casi diez años del que fue, probablemente, uno de los autores más secretos y oscuros del siglo que se acaba de ir y que plasmaron en Salinger (Seix Barral, 2013).

Jerome David Salinger vivió una vida obsesivamente privada pero abiertamente pública para los demás, y que lo consagraría, más que como un autor, como un susurro: su soledad fue la punta de lanza de su propio mito. Desde una fijación que rayaba en lo incómodo por atraer mujeres mucho más jóvenes que él, hasta las heridas que su participación en la Segunda Guerra Mundial le dejó, el autor de El guardián entre el centeno se desdobla en esta biografía perfumada por las dudas que la peregrinación hacia el interior, inevitablemente, deja. La búsqueda de la escritura por la escritura misma deja en claro los misterios del escritor pero no sus propios vacíos: hay algo que sigue faltando a pesar de la minuciosidad de la memoria, las opiniones y los textos. Salinger, en algún sentido, siempre nos dejará en vilo. La soledad es un acantilado personalísimo en donde la caída no mata porque nunca termina. 

La inclinación de la narración (dividida en testimonios de las personas que lo conocieron) por la memoria sugiere el atrevimiento de los autores por recargarse mucho más en los recuerdos de otros que en su propio juicio, y con razón: el poco material de su vida privada es una cruz para quien pretende cargar los clavos que Salinger nunca expuso. Estamos ante una biografía cacofónica, y como todas las cosas en donde una multitud de seres humanos interviene, también contradictoria. Es común encontrar memorias que chocan entre ellas y que se confrontan en este salvaje círculo de preguntas y respuestas.

Un biógrafo es un arqueólogo de recuerdos y también un constructor de puentes. La biografía de Salinger no se propuso narrar una sucesión de eventos sino darle el micrófono al silencio: estamos ante un texto gravitacional en donde el hoyo negro que fue Salinger atrajo con poderosa atracción a todos aquellos a quienes lo rodearon. Dejó a sus mujeres cuando se dio cuenta que maduraban y que la sexualidad y el descubrimiento del mundo era un error tan fatal y grave que era necesario dejarlas ir. Es como si Salinger, después de la Segunda Guerra Mundial, buscase en el cuerpo y alma femeninos un atajo hacia la pureza. Fue Oona O’Neill —futura esposa de Charlie Chaplin— la impronta más importante en su vida y la que lo llevaría a la idealización de la juventud femenina como una aspiración hacia lo incólume. Fue un padre distante, un esposo alejado, un autor recluido. Dejó a las mujeres a medio camino entre el amor y el futuro. 

Con la publicación de El guardián entre el centeno la vida de Salinger tomaría un inevitable curso descendente. El monje comenzó a salir. La tortuga en su caparazón. Su viaje al interior por medio de la filosofía Vedanta provocó su reclusión pero también su propio descubrimiento: la obsesión del público por Holden Caulfield y por el propio Salinger lo llevó a establecer los parámetros de su encerrona y de lo que quería y aspiraba a ser. Los mirones lo asediaron, las cámaras lo buscaron, los lectores se preguntaban.

Si bien algunos eventos se narran con espantosa minuciosidad —como la liberación del campo de concentración Kaufering IV— otros parecen sobrar debido a esta idea de penetración y de que todo lo que el autor hace en vida, importa para crear lo que le sobrevivirá a su muerte: ¿qué importa si a Salinger le gustaba el sándwich de espinaca y hongos? ¿Nos ayuda a comprender mejor su obra si nos enteramos que en sus manuscritos ponía flechas y pequeños recordatorios? ¿Acaso es importante saber que Salinger, cuando hablaba, no parpadeaba tanto? Los detalles echan luz solamente cuando los fastidios por las generalidades se convierten en horizontes lejanísimos. Este no es el caso porque la corteza de Salinger nunca permitió recabar la claridad de sus pensamientos. El resultado de esto son recuerdos, en el mejor de los casos, inútiles para comprenderlo.

La biografía de Shields y Salerno se extiende como una liga, pero no penetra como un taladro. Quienes lo rodearon revelan hechos que no se sabían y que pueden resultar interesantes, pero sigue existiendo, muy secretamente y casi como un pacto, este pudor de no comprometerse demasiado con la propia historia de Salinger. Da la impresión de estar ante una ceremonia de olvido y de simulación que busca endulzar al personaje. Nadie se quiere meter demasiado en su psique, tampoco en sus deseos y mucho menos en sus fobias. El punto final le deja al lector una bolsa llena de datos, hechos y acciones pero también la certeza de tener dentro de ella objetos inclasificables. Esto no es un defecto. Una biografía es, a fin de cuentas, la presentación en el proscenio de un escritor que a pesar de su espectro puede examinarse. Dependerá del lector catalogar los objetos de la búsqueda. El labrado de una biografía de un autor como Salinger tenía que ser diferente porque su constitución era desigual: un ser humano con las mismas dosis de claustrofobia y de libertad que no podía salir al mundo porque el mundo no respetaba su privacidad. De ahí que el propio autor pensara que escribir El guardián entre el centeno había sido un error.

La terapia que Salinger se autoimpuso puede dividirse en tres compartimentos distintos aunque conectados: las mujeres, la Segunda Guerra Mundial y la escritura. Las digresiones de Salinger, su prisa por no dejarse ver, la higiene de su imagen, la coronación de la pureza en las mujeres. Esas revelaciones fueron las dosis que le permitieron la reclusión. La biografía reinventa a Salinger porque actualiza las dudas que nos deja. Parece como si todo este espectáculo de silencio y soledad fuese una manera —y Salinger probablemente lo sabía— de infiltrarse en la historia.

La indumentaria que mejor le queda al escritor no es la del monje sino la del rebelde. Su silencio, en un mundo ruidoso, es el mejor derroche contra la idolatría por la imagen, el comercial, el espectáculo: Salinger representa la fama encarnada en el silencio. Lo infranqueable de su figura permanecerá así. El hermetismo seguirá cobrando factura porque a pesar de la heroicidad del intento de explicarnos la vida del ermitaño, en el lector persistirá la duda del porqué de su prisión voluntaria y de sus reservas para con el mundo.

Los autores de esta biografía, en lugar de darnos la llave o el cerrojo de su vida, se limitaron —porque no había otra cosa que hacer— a señalar la puerta.
El lector tendrá que ir, él solo, a tocarla.

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