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‘Antigua luz’ o el dulce pájaro de la juventud

Una entusiasta lectura de la más reciente novela del irlandés  John Banville

/ 8 de junio de 2014 / 04:00

No solo le gustan los misterios a su seudónimo o alter ego Benjamin Black, la máscara que se coloca cuando, como su nombre indica, escribe novela negra. También al propio Banville Banville, que atraviesa el abdomen de sus mariposas de ficción con la aguja del thriller metafísico, en El libro de las pruebas (1989) o en esa serena obra maestra que es El mar (2005), de tal modo que la herida existencial que produce les impide el vuelo narrativo, pero las atrapa para que mejor contemplemos su belleza. Al fin y al cabo es sabido que la grandeza de Banville reside en su prosa límpida, armada frase a frase con maneras de orfebre, más que en la primicia u originalidad de sus tramas. En realidad, de todos los misterios que atrapan a Banville no existe duda de que el más inextricable, el más enmarañado es el del propio lenguaje, no en vano, en su entrevista con The Paris Review, primavera de 2009, confesaba el autor irlandés que nada más acabar de leer Dublineses escribía, febril, pastiches de Joyce en una vieja Remington negra, reescribiendo y copiando estilos, convencido de que lo que le interesa de la narrativa no es otra cosa que el lenguaje, las palabras: “La escritura me mantiene atado al escritorio tratando de redactar la frase perfecta. La frase es el mayor invento de la civilización humana”.

Pocos han entendido mejor que el autor de Los infinitos aquella opinión contundente de su admirado Nabokov, a saber, que “el estilo y la estructura son la esencia de un libro, las grandes ideas son estupideces”. La unidad de Proust fue el capítulo como la de Pavese fue el párrafo, la de Thomas Mann fue la idea o la de Faulkner, la imagen. La unidad de Banville, como la de Hemingway, es la frase, raíz del estilo. Y el deber de sus lectores, como han hecho antes sus traductores, es degustarla, advertir su plasticidad, su vocación poética, su esmero en la elección del ritmo. “¿Recuerdan cómo era abril cuando éramos jóvenes, esa sensación de líquida impetuosidad y el viento extrayendo cucharadas azules del aire?”, evoca el narrador de su novela Antigua luz, un nabokoviano juego de espejos deformantes, tramposos reflejos y falibles recuerdos, exquisita muestra de introspección y de memoria inventada que va tejiendo también el tapiz de una herida emocional, la que en el alma del hombre maduro ha dejado la remembranza del tiempo que de joven estuvo en brazos de la mujer madura. Un muchacho imberbe, Alex Cleave, ahora un viejo actor de teatro; una mujer casada, Mrs. Celia Gray, madre de su mejor amigo y guiño a Mrs. Robinson, ahora octogenaria; el recuerdo nostálgico en blanco y negro de aquellos encuentros ilícitos en la Irlanda de los años 50 conviviendo en la memoria de Cleave con el recuerdo virulento del suicidio de su hija Cass en colores chillones, y la voz natural de Alexander, afligida aunque aplacada, conviviendo con la voz impostada del actor Mr. Cleave, “¡oh, corazón, oh, atribulado corazón!”, lamentándose de los misterios del
ineludible albur de la vida en el iluminado escenario de las páginas de Antigua luz, en el que se interpreta un soliloquio deslumbrante, shakespeariano, el mismo de siempre, ya saben, el que expresa la lucha del hombre contra el misterio de la vida, aquí en una de sus mejores versiones.

Así es, Banville quiere que Cleave, que ya fue el narrador de su novela Eclipse (2002) y personaje en Imposturas (2003), novelas con las que Antigua luz forma un tríptico especular, narre la historia como si de un hermoso monólogo teatral se tratara, dirigiéndose al lector, y Banville quiere que Banville esté presente, y lo está bajo la personalidad del anagrama JB, el autor de La invención del pasado, el libro que va a convertirse en la película que protagonizará Cleave, el personaje a quien su autor le brinda la oportunidad unamuniana de juzgarlo, de evaluar con ironía su prosa “de probo escriba bizantino”, “un tipo raro, con aire furtivo y desasosegado, incluso cuando está sentado inmóvil, como ahora, en este alto sillón de orejas con una copa de brandy en la mano”. Los Gray, JB, Cass Cleave, Alex Vander —el académico (¿Paul de Man à clef?) cuya biografía se recoge en La invención del pasado— y Alex Cleave encerrados en un círculo de tiza freudiano dibujado en la mente de este último, obligado a cuestionarse la propia memoria, siempre incierta, incapaz de acabar de verbalizar lo que ocurrió, obsesionado por hallar luz en la tiniebla y empecinado en hallarla de la mano de su estilo iluminado por la belleza, al que se asoman, discretos, Joyce o Eliot, y en el que algunos versos de Yeats parecen querer inspirar algunas frases de Banville. Y “se preguntarán qué ocurrió”…, pero solo Alex Cleave podrá explicarles si leen Antigua luz, un extravagante, engañoso y expiatorio teatro de la memoria.

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Cuando póstumo no significa menor

‘Para Isabel’, la novela póstuma del italiano Antonio Tabucchi , es, para el autor de esta nota, una obra maestra

/ 25 de enero de 2015 / 04:00

A ver quién es el guapo que cuando se habla de novela póstuma piensa en una obra maestra; a ver quién piensa con un lirio en la mano que novela póstuma no es sinónimo de borrador extraviado, de manuscrito repudiado y descubierto en aquel anaquel cercano al abigarrado escritorio del genio creador.

Para Isabel es una novela inédita póstuma de Tabucchi (1943-2012), pero no un inesperado vestigio de su talento sino una prueba esencial de éste, una obra maestra terminada de escribir en 1996, dos años después de publicar su ya legendaria Sostiene Pereira. Por qué no quiso publicarla entonces es cuestión que ni su viuda ni su editor alcanzan a revelar en el breve posliminar que cierra el volumen.

Como buen viajero que fue de los paisajes del alma, su último libro en vida fue Viajes y otros viajes. De la Toscana a su adorada Lisboa, en la que este extraño thriller póstumo sitúa también su trama de pesquisas emocionales entre carceleros y carniceros, visionarios santones y fotógrafos engreídos. De la Riviera a la India exótica, evocada aquí por los círculos de la mandala que quiere ser Para Isabel y que van estrechándose a lo largo de la novela hasta tratar de contemplar con claridad a esa enigmática Isabel que el narrador persigue por mandato del autor, y de la que el lector se despide viéndola agitar una bufanda blanca y diciéndole adiós. Hay aquí recuerdos de la idiosincrasia de la colonia conviviendo con una enceguecida y decadente metrópoli, la Lisboa de los años 60.

Para Isabel comparte con Réquiem (1992)  a Tadeus Waclaw, convertido en el detective metafísico de esta novela póstuma, y también la presencia constante de la ausencia de personajes que desaparecen como esta rebelde Isabel.

Para Isabel es un retrato caleidoscópico de la huidiza y revolucionaria protagonista. Otra autobiografía ajena y cubista de Tabucchi. Su amiga Mónica la evoca en el primer capítulo recordando los cálidos veranos de la infancia, que a algún lector lo llevará a El jardín de los Finzi-Contini, de Bassani. Tío Tom rememora para Tadeus Tabucchi, el narrador autorial que pretende transmutar el hierro de ficción de la protagonista en el oro empírico de una mujer de carne y hueso, una Isabel militante comunista bajo la dictadura de Salazar que no desentonaría en un relato de Pavese entre el compromiso político y el júbilo de vivir; Xavier, su personaje del Nocturno hindú (1984), recorre el capítulo octavo.

La novela es también un epítome de la obra de Tabucchi, un relato de viajes exóticos e identidades en ciernes o todavía abstrusas; un limbo onírico e irónico que se pretende empírico; un catálogo de “obsesiones privadas, añoranzas personales y fantasías incongruentes”, como dice el autor , y asimismo de ensueños y de recuerdos que cruzan como contrabandistas la frontera de la realidad.

Tal vez por eso Para Isabel es también un ejercicio ciertamente original de reflexión acerca del oficio de inventar ficciones, de gestar personajes que alcanzan en ocasiones a convertirse en heterónimos, acerca del hecho de escribir, de su trascendencia. Tadeus dice: “Me puse a escribir antes de reflexionar sobre lo que era de verdad la escritura, tal vez si la hubiera entendido antes no habría llegado a escribir nunca”. Pero es Tabucchi el que habla.
Y es una novela exquisita que engarza eslabones de un collar que el autor quisiera poder ponerle a Isabel al final, un relato felizmente incongruente concebido con mimo y, por encima de todo, un emocionante y titánico esfuerzo por dotar de vida a Isabel, su personaje de ficción, una metalepsis encubierta por la que Tabucchi aspira a encontrarse en el mismo nivel ontológico con su personaje Isabel.

El autor pide un encuentro real con su personaje en una Lisboa lluviosa con trasfondo político y cierta nostalgia de viajes pasados y de un futuro ya delusorio. Isabel y Antonio hablando del perpetuo noviazgo entre el arte y la fantasía con jazz de fondo y un cuadro de Chagall colgado en la pared del café. Alquimia literaria. La seducción de los recuerdos inventados y las realidades falsas. Para el lector, una dádiva póstuma de don Antonio.

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‘Antigua luz’ o el dulce pájaro de la juventud

Una entusiasta lectura de la más reciente novela del irlandés  John Banville

/ 8 de junio de 2014 / 04:00

No solo le gustan los misterios a su seudónimo o alter ego Benjamin Black, la máscara que se coloca cuando, como su nombre indica, escribe novela negra. También al propio Banville Banville, que atraviesa el abdomen de sus mariposas de ficción con la aguja del thriller metafísico, en El libro de las pruebas (1989) o en esa serena obra maestra que es El mar (2005), de tal modo que la herida existencial que produce les impide el vuelo narrativo, pero las atrapa para que mejor contemplemos su belleza. Al fin y al cabo es sabido que la grandeza de Banville reside en su prosa límpida, armada frase a frase con maneras de orfebre, más que en la primicia u originalidad de sus tramas. En realidad, de todos los misterios que atrapan a Banville no existe duda de que el más inextricable, el más enmarañado es el del propio lenguaje, no en vano, en su entrevista con The Paris Review, primavera de 2009, confesaba el autor irlandés que nada más acabar de leer Dublineses escribía, febril, pastiches de Joyce en una vieja Remington negra, reescribiendo y copiando estilos, convencido de que lo que le interesa de la narrativa no es otra cosa que el lenguaje, las palabras: “La escritura me mantiene atado al escritorio tratando de redactar la frase perfecta. La frase es el mayor invento de la civilización humana”.

Pocos han entendido mejor que el autor de Los infinitos aquella opinión contundente de su admirado Nabokov, a saber, que “el estilo y la estructura son la esencia de un libro, las grandes ideas son estupideces”. La unidad de Proust fue el capítulo como la de Pavese fue el párrafo, la de Thomas Mann fue la idea o la de Faulkner, la imagen. La unidad de Banville, como la de Hemingway, es la frase, raíz del estilo. Y el deber de sus lectores, como han hecho antes sus traductores, es degustarla, advertir su plasticidad, su vocación poética, su esmero en la elección del ritmo. “¿Recuerdan cómo era abril cuando éramos jóvenes, esa sensación de líquida impetuosidad y el viento extrayendo cucharadas azules del aire?”, evoca el narrador de su novela Antigua luz, un nabokoviano juego de espejos deformantes, tramposos reflejos y falibles recuerdos, exquisita muestra de introspección y de memoria inventada que va tejiendo también el tapiz de una herida emocional, la que en el alma del hombre maduro ha dejado la remembranza del tiempo que de joven estuvo en brazos de la mujer madura. Un muchacho imberbe, Alex Cleave, ahora un viejo actor de teatro; una mujer casada, Mrs. Celia Gray, madre de su mejor amigo y guiño a Mrs. Robinson, ahora octogenaria; el recuerdo nostálgico en blanco y negro de aquellos encuentros ilícitos en la Irlanda de los años 50 conviviendo en la memoria de Cleave con el recuerdo virulento del suicidio de su hija Cass en colores chillones, y la voz natural de Alexander, afligida aunque aplacada, conviviendo con la voz impostada del actor Mr. Cleave, “¡oh, corazón, oh, atribulado corazón!”, lamentándose de los misterios del
ineludible albur de la vida en el iluminado escenario de las páginas de Antigua luz, en el que se interpreta un soliloquio deslumbrante, shakespeariano, el mismo de siempre, ya saben, el que expresa la lucha del hombre contra el misterio de la vida, aquí en una de sus mejores versiones.

Así es, Banville quiere que Cleave, que ya fue el narrador de su novela Eclipse (2002) y personaje en Imposturas (2003), novelas con las que Antigua luz forma un tríptico especular, narre la historia como si de un hermoso monólogo teatral se tratara, dirigiéndose al lector, y Banville quiere que Banville esté presente, y lo está bajo la personalidad del anagrama JB, el autor de La invención del pasado, el libro que va a convertirse en la película que protagonizará Cleave, el personaje a quien su autor le brinda la oportunidad unamuniana de juzgarlo, de evaluar con ironía su prosa “de probo escriba bizantino”, “un tipo raro, con aire furtivo y desasosegado, incluso cuando está sentado inmóvil, como ahora, en este alto sillón de orejas con una copa de brandy en la mano”. Los Gray, JB, Cass Cleave, Alex Vander —el académico (¿Paul de Man à clef?) cuya biografía se recoge en La invención del pasado— y Alex Cleave encerrados en un círculo de tiza freudiano dibujado en la mente de este último, obligado a cuestionarse la propia memoria, siempre incierta, incapaz de acabar de verbalizar lo que ocurrió, obsesionado por hallar luz en la tiniebla y empecinado en hallarla de la mano de su estilo iluminado por la belleza, al que se asoman, discretos, Joyce o Eliot, y en el que algunos versos de Yeats parecen querer inspirar algunas frases de Banville. Y “se preguntarán qué ocurrió”…, pero solo Alex Cleave podrá explicarles si leen Antigua luz, un extravagante, engañoso y expiatorio teatro de la memoria.

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