Wednesday 17 Apr 2024 | Actualizado a 23:15 PM

El mundo de afuera

El colombiano Jorge Franco ganó el Premio Internacional de Novela Alfaguara con ‘El mundo de afuera’ , que en breve circulará en Bolivia. Estos son los primeros tramos de la narración

/ 8 de junio de 2014 / 04:00

Boletín informativo N° 034
Fuerzas militares de
Colombia
Ejército nacional
Medellín, 9 de agosto de 1971

El comandante de la IV Brigada, coronel Gustavo López Montúa, se permite informar a la ciudadanía que el día 8 de los corrientes, a las 18.20, fue secuestrado el señor Diego Echavarría Misas en las inmediaciones de su residencia “El Castillo”, en el barrio El Poblado de esta ciudad. El secuestro se produjo cuando el señor Echavarría Misas llegaba a su residencia en compañía de algunos familiares y amigos, siendo interceptado por tres antisociales armados, quienes lo redujeron a la impotencia, intimidando a sus acompañantes, y lo transportaron en el vehículo Jeep Comando de placas L4531 color blanco.

Las autoridades hacen un llamado al espíritu cívico de las gentes de bien de la ciudad de Medellín, y del departamento de Antioquia en general, con el fin de que presten su valiosa colaboración a las autoridades informando oportunamente cualquier indicio que pueda conducir a la localización y rescate de don Diego, y a la captura de los secuestradores.

1.
Apenas se oye el viento que opaca desde lo alto, como un manto protector, el rumor encajado de las textileras, de la siderúrgica, de buses, carros, motos y hasta del tren que cruza Medellín en sus últimos viajes. La loma del castillo es empinada y se aleja con arrogancia del bullicio diario. Solo tiene dos carriles pavimentados, un poco más anchos que los neumáticos de los carros. Se llama loma de los Balsos porque alguna vez estuvo sembrada de balsos desde abajo hasta la cima. Los aviones sacuden la tranquilidad de la montaña cuando vuelan pegados a la cordillera. Si alguien va en el lado derecho del avión, puede ver desde el aire el castillo y sus jardines. Y si tiene suerte, puede ver a la princesa saludando con la mano a los que  vuelan sobre ella.

Abajo, al fondo, el valle se parte en dos por un río que suelta olores y sobre el que revolotean los gallinazos atentos a lo que salga de las alcantarillas. La corriente lenta arrastra basura, excrementos y espumas, y a lado y lado vivimos un poco más de setecientas mil  personas en barrios simples y tranquilos. También hay fábricas que ensucian el aire con humo.

Oímos historias de bandidos y de atracos, del robo a una casa donde se llevaron los cubiertos de plata, o de un asalto a un banco, de peleas en las cantinas, de infidelidades, de algún padre que le pegó un tiro a un muchacho que se escapó con su hija, de un demonio que se le apareció a alguien o de un hechizo con el que alguna mujer se sonsacó un marido.

En el vecindario del castillo hay dos colegios para señoritas, una iglesia, un convento donde las monjas venden recortes de hostias, y nuestras casas: amplias y modernas, entre solares y cañadas. A los árboles llegan tucanes de montaña, barranqueros, azulejos, turpiales, tórtolas y colibríes, a los que la princesa también llama picaflores. En las noches nos dormimos con el ruido de las ranas y las chicharras, y en las mañanas nos despierta el jolgorio de los pájaros. Esos sonidos que oímos son los mismos que arrullan y levantan a la princesa.

Llueve en las noches y en el día brotan las flores mientras nosotros corremos por los lotes baldíos, loma abajo, loma arriba. Nos gusta merodear por el castillo, siempre de lejos por miedo a lo que tienen: torres, sótanos, bóvedas y fantasmas, a pesar de que en ellos vivan princesas y reyes. En el este de la loma hay una princesa a la que vemos saltar por los jardines, seguida de una señora sin aliento.

¡Isolde, Isolde!, oímos el vozarrón de Hedda cuando la llama. La niña se escabulle por entre los anturios y las musaendas y el resplandor de su vestido queda enredado en las heliconias. Salta matas en un mundo que todavía no le parece estrecho. Corre, escapándose de Hedda, que la llama a los gritos desde las torres, orientada por la risa de la niña, a quien le hacen gracia la voz de hombre y el acento crudo de la institutriz. Se esconde para obligar a Hedda a salir al sol.

—Isolde, wo bist Du?

Hay un paje, dos mucamas, dos cocineras, un chofer y un jardinero que se llama Guzmán y que le sigue a la niña el juego de esconderse. Hedda le pregunta por ella y él le dice que la vio correteando hace un rato. Hedda la llama con otro grito, la busca un rato más hasta que la vence el sofoco y entra al castillo a tomar agua y aliento para ponerle la queja a Dita.

—No aparece, siempre se esconde cuando le toca clase de bordado. Tampoco llega a la lección de aritmética, no se esmera en geografía, se la pasa metida en la selva.

Dita sonríe al oírla referirse así a su jardín. Lo habrá dicho por los cauchos, los ciruelos, las arecas y los amplísimos samanes. Mira el reloj en su muñeca.
Lo mira con tanta frecuencia que da la impresión de estar siempre a punto de salir para algún lado. Dice que es para saber qué horas son en Herscheid, porque ella vive seis o siete horas más temprano. Le dice a Hedda, déjala jugar otros quince minutos.

Hedda no oculta la molestia, no fue para que la desautorizaran que dejó Alemania, y si la niña no va a un colegio como cualquier otra, tiene que seguir las normas para hacer de ella una mujer de bien en un país salvaje. Dita nota el gesto de Hedda, mira el reloj de nuevo y dice, está bien, ya voy a buscarla.
Solo la llama una vez y la niña sale de los helechos, con briznas de hierba en el pelo y cadillos pegados a las medias. Corre hasta su mamá y le dice:
—No quiero entrar a clase.

Dita le promete que después del almuerzo puede salir a jugar de nuevo. Entonces entra resignada a tomar su clase de bordado.

En el salón de las tapicerías, la niña borda el animal que había dibujado antes sobre la tela. Un conejo con orejas largas inclinadas hacia atrás, dos dientes grandes y un cuerno en espiral que le sale del centro de la frente. Un almiraj, dijo cuando lo trazó. Hedda resopló, pero cedió con tal de que bordara.

Después toma chocolate caliente con pandequeso en el comedor auxiliar, con Hedda y su mamá.

Y cuando termina, le recuerda la promesa que le hizo de dejarla salir otra vez al jardín.

—Todavía hay sol —dice, y corre hasta la ventana.

La institutriz respira hondo, pero antes de que alguien pueda decir algo, antes de que Dita pueda arrepentirse o de que una nube tape el sol, o de que el mismo sol se meta detrás de las montañas, antes de que aterrice el último avión del día, solo un poco antes de que suenen las sirenas de las fábricas para que los obreros se vayan a casa, justo antes sale la princesa al jardín y sube al bosque, alumbrada por la última luz  de la tarde y acariciada por las ráfagas tibias de los vientos de su reino.

Ya no está Guzmán para vigilarla. Entró a su casita, en un costado de los jardines, y escucha en el radio las noticias de la tarde. Hedda está encerrada en el cuarto y se pregunta, como todos los días, qué estoy  haciendo aquí en este país de bestias, aplastando cucarachas con los pies y zancudos con las manos, lejos de ti o al menos lejos de tu recuerdo, más lejos de tu silencio con un océano de por medio. Las cocineras, en las despensas, se ingenian los platos para la cena y las  mucamas planchan las sábanas y los cubrelechos. Dita, sentada al tocador frente al espejo, se echa laca en el pelo, se pone polvo y perfume como una esposa que al final del día espera a su marido.

A Medellín lo cubre una luz gris, tanto que don Diego, sentado atrás en la limusina, le dice a Gerardo, prenda las luces, hombre, ya casi no se ve nada. Desde la ventana donde suspira, Hedda es la primera en ver las luces del carro por el camino de cipreses. Entonces corre abajo y corre afuera.
—¡Isolde, Isolde, ya llegó tu papá! —grita hacia el jardín, y justo en ese momento suena el pito y Guzmán sale apurado a abrir la reja. Dita se levanta del tocador y alisa su falda. Las mucamas y las cocineras dicen, ¡llegó el señor! Hugo, el paje, camina derecho, con pasos cortos y rápidos hasta la puerta principal, y maldice porque siempre que se pone los guantes se le van dos dedos donde solo cabe uno.

Gerardo abre la puerta de la limusina y don Diego se baja, vestido de negro de la cabeza a los pies. Respira profundo el olor de las azucenas y va hasta las escaleras amplias donde lo reciben Hugo y su venia.

La niña sale del bosque saltando sobre hortensias, crisantemos, santolinas y begonias. Esquiva las raíces de los cauchos que brotan de la tierra como anacondas. Don Diego oye los pasos que vienen en carrera, oye el jadeo y el esfuerzo de ella por llamarlo en medio de la emoción. La ve abajo del porche, a su princesa, que brilla en la penumbra con el pelo hecho un disparate: cuatro cadejos enroscados le caen como los cuernos de un gorro de bufón, en el centro le sale un  mechón en cono y en la punta, una flor.

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/ 8 de junio de 2014 / 04:00

Boletín informativo N° 034
Fuerzas militares de
Colombia
Ejército nacional
Medellín, 9 de agosto de 1971

El comandante de la IV Brigada, coronel Gustavo López Montúa, se permite informar a la ciudadanía que el día 8 de los corrientes, a las 18.20, fue secuestrado el señor Diego Echavarría Misas en las inmediaciones de su residencia “El Castillo”, en el barrio El Poblado de esta ciudad. El secuestro se produjo cuando el señor Echavarría Misas llegaba a su residencia en compañía de algunos familiares y amigos, siendo interceptado por tres antisociales armados, quienes lo redujeron a la impotencia, intimidando a sus acompañantes, y lo transportaron en el vehículo Jeep Comando de placas L4531 color blanco.

Las autoridades hacen un llamado al espíritu cívico de las gentes de bien de la ciudad de Medellín, y del departamento de Antioquia en general, con el fin de que presten su valiosa colaboración a las autoridades informando oportunamente cualquier indicio que pueda conducir a la localización y rescate de don Diego, y a la captura de los secuestradores.

1.
Apenas se oye el viento que opaca desde lo alto, como un manto protector, el rumor encajado de las textileras, de la siderúrgica, de buses, carros, motos y hasta del tren que cruza Medellín en sus últimos viajes. La loma del castillo es empinada y se aleja con arrogancia del bullicio diario. Solo tiene dos carriles pavimentados, un poco más anchos que los neumáticos de los carros. Se llama loma de los Balsos porque alguna vez estuvo sembrada de balsos desde abajo hasta la cima. Los aviones sacuden la tranquilidad de la montaña cuando vuelan pegados a la cordillera. Si alguien va en el lado derecho del avión, puede ver desde el aire el castillo y sus jardines. Y si tiene suerte, puede ver a la princesa saludando con la mano a los que  vuelan sobre ella.

Abajo, al fondo, el valle se parte en dos por un río que suelta olores y sobre el que revolotean los gallinazos atentos a lo que salga de las alcantarillas. La corriente lenta arrastra basura, excrementos y espumas, y a lado y lado vivimos un poco más de setecientas mil  personas en barrios simples y tranquilos. También hay fábricas que ensucian el aire con humo.

Oímos historias de bandidos y de atracos, del robo a una casa donde se llevaron los cubiertos de plata, o de un asalto a un banco, de peleas en las cantinas, de infidelidades, de algún padre que le pegó un tiro a un muchacho que se escapó con su hija, de un demonio que se le apareció a alguien o de un hechizo con el que alguna mujer se sonsacó un marido.

En el vecindario del castillo hay dos colegios para señoritas, una iglesia, un convento donde las monjas venden recortes de hostias, y nuestras casas: amplias y modernas, entre solares y cañadas. A los árboles llegan tucanes de montaña, barranqueros, azulejos, turpiales, tórtolas y colibríes, a los que la princesa también llama picaflores. En las noches nos dormimos con el ruido de las ranas y las chicharras, y en las mañanas nos despierta el jolgorio de los pájaros. Esos sonidos que oímos son los mismos que arrullan y levantan a la princesa.

Llueve en las noches y en el día brotan las flores mientras nosotros corremos por los lotes baldíos, loma abajo, loma arriba. Nos gusta merodear por el castillo, siempre de lejos por miedo a lo que tienen: torres, sótanos, bóvedas y fantasmas, a pesar de que en ellos vivan princesas y reyes. En el este de la loma hay una princesa a la que vemos saltar por los jardines, seguida de una señora sin aliento.

¡Isolde, Isolde!, oímos el vozarrón de Hedda cuando la llama. La niña se escabulle por entre los anturios y las musaendas y el resplandor de su vestido queda enredado en las heliconias. Salta matas en un mundo que todavía no le parece estrecho. Corre, escapándose de Hedda, que la llama a los gritos desde las torres, orientada por la risa de la niña, a quien le hacen gracia la voz de hombre y el acento crudo de la institutriz. Se esconde para obligar a Hedda a salir al sol.

—Isolde, wo bist Du?

Hay un paje, dos mucamas, dos cocineras, un chofer y un jardinero que se llama Guzmán y que le sigue a la niña el juego de esconderse. Hedda le pregunta por ella y él le dice que la vio correteando hace un rato. Hedda la llama con otro grito, la busca un rato más hasta que la vence el sofoco y entra al castillo a tomar agua y aliento para ponerle la queja a Dita.

—No aparece, siempre se esconde cuando le toca clase de bordado. Tampoco llega a la lección de aritmética, no se esmera en geografía, se la pasa metida en la selva.

Dita sonríe al oírla referirse así a su jardín. Lo habrá dicho por los cauchos, los ciruelos, las arecas y los amplísimos samanes. Mira el reloj en su muñeca.
Lo mira con tanta frecuencia que da la impresión de estar siempre a punto de salir para algún lado. Dice que es para saber qué horas son en Herscheid, porque ella vive seis o siete horas más temprano. Le dice a Hedda, déjala jugar otros quince minutos.

Hedda no oculta la molestia, no fue para que la desautorizaran que dejó Alemania, y si la niña no va a un colegio como cualquier otra, tiene que seguir las normas para hacer de ella una mujer de bien en un país salvaje. Dita nota el gesto de Hedda, mira el reloj de nuevo y dice, está bien, ya voy a buscarla.
Solo la llama una vez y la niña sale de los helechos, con briznas de hierba en el pelo y cadillos pegados a las medias. Corre hasta su mamá y le dice:
—No quiero entrar a clase.

Dita le promete que después del almuerzo puede salir a jugar de nuevo. Entonces entra resignada a tomar su clase de bordado.

En el salón de las tapicerías, la niña borda el animal que había dibujado antes sobre la tela. Un conejo con orejas largas inclinadas hacia atrás, dos dientes grandes y un cuerno en espiral que le sale del centro de la frente. Un almiraj, dijo cuando lo trazó. Hedda resopló, pero cedió con tal de que bordara.

Después toma chocolate caliente con pandequeso en el comedor auxiliar, con Hedda y su mamá.

Y cuando termina, le recuerda la promesa que le hizo de dejarla salir otra vez al jardín.

—Todavía hay sol —dice, y corre hasta la ventana.

La institutriz respira hondo, pero antes de que alguien pueda decir algo, antes de que Dita pueda arrepentirse o de que una nube tape el sol, o de que el mismo sol se meta detrás de las montañas, antes de que aterrice el último avión del día, solo un poco antes de que suenen las sirenas de las fábricas para que los obreros se vayan a casa, justo antes sale la princesa al jardín y sube al bosque, alumbrada por la última luz  de la tarde y acariciada por las ráfagas tibias de los vientos de su reino.

Ya no está Guzmán para vigilarla. Entró a su casita, en un costado de los jardines, y escucha en el radio las noticias de la tarde. Hedda está encerrada en el cuarto y se pregunta, como todos los días, qué estoy  haciendo aquí en este país de bestias, aplastando cucarachas con los pies y zancudos con las manos, lejos de ti o al menos lejos de tu recuerdo, más lejos de tu silencio con un océano de por medio. Las cocineras, en las despensas, se ingenian los platos para la cena y las  mucamas planchan las sábanas y los cubrelechos. Dita, sentada al tocador frente al espejo, se echa laca en el pelo, se pone polvo y perfume como una esposa que al final del día espera a su marido.

A Medellín lo cubre una luz gris, tanto que don Diego, sentado atrás en la limusina, le dice a Gerardo, prenda las luces, hombre, ya casi no se ve nada. Desde la ventana donde suspira, Hedda es la primera en ver las luces del carro por el camino de cipreses. Entonces corre abajo y corre afuera.
—¡Isolde, Isolde, ya llegó tu papá! —grita hacia el jardín, y justo en ese momento suena el pito y Guzmán sale apurado a abrir la reja. Dita se levanta del tocador y alisa su falda. Las mucamas y las cocineras dicen, ¡llegó el señor! Hugo, el paje, camina derecho, con pasos cortos y rápidos hasta la puerta principal, y maldice porque siempre que se pone los guantes se le van dos dedos donde solo cabe uno.

Gerardo abre la puerta de la limusina y don Diego se baja, vestido de negro de la cabeza a los pies. Respira profundo el olor de las azucenas y va hasta las escaleras amplias donde lo reciben Hugo y su venia.

La niña sale del bosque saltando sobre hortensias, crisantemos, santolinas y begonias. Esquiva las raíces de los cauchos que brotan de la tierra como anacondas. Don Diego oye los pasos que vienen en carrera, oye el jadeo y el esfuerzo de ella por llamarlo en medio de la emoción. La ve abajo del porche, a su princesa, que brilla en la penumbra con el pelo hecho un disparate: cuatro cadejos enroscados le caen como los cuernos de un gorro de bufón, en el centro le sale un  mechón en cono y en la punta, una flor.

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