Márgenes de Yourcenar
Margarite Yourcenar no solo escribió novelas extraordinarias como ‘Memorias de Adriano’ y ‘Opus Nigrum’, sino también poemas; esta reseña de dos libros de versos ronda esos márgenes de su escritura
Fuegos fue escrito en 1935 —Margarite Yourcenar tenía entonces 32 años— y fue publicado al año siguiente. En el prólogo a una edición posterior, su autora define al libro como: “producto de una crisis pasional”, y lo describe “como una colección de poemas de amor o, si se prefiere, como una serie de prosas líricas unidas por una cierta noción de amor”. Definición y descripción breves y precisas que convienen por demás a un libro también breve y preciso.
En efecto, Fuegos (Alfaguara, 1982) es un libro que contiene, por igual, la intensidad de los destellos que dicta la inmediatez con que se vive la pasión amorosa y el desarrollo sereno de una idea o noción del amor. Fuegos que queman, se diría, pero también fuegos que iluminan.
La estructura del libro manifiesta por sí misma la alternancia de la pasión del amor y de la noción del amor. A lo largo del libro dos formas juegan simétricamente en una suerte de contrapunto. Por una parte, una serie de anotaciones breves, de pensamientos separados y, por otra, una serie de narraciones líricas, cuyos temas y personajes están tomados de la leyenda o de la historia.
Las anotaciones o pensamientos remiten, de alguna manera, al presente de la escritura: son las huellas que el suceder de la pasión inscribe como certezas o como interrogantes, como presencias o como ausencias. Las narraciones, más míticas que históricas, remiten al pasado, pero a un pasado que trasciende su propia temporalidad para revelar la permanencia del amor y de sus enigmas en el tiempo. Las dos formas convergen, finalmente, en una sola imagen densa del amor: singularidad y pluralidad, inmediatez y permanencia, inmanencia y trascendencia, vida y muerte.
Las anotaciones o pensamientos breves provienen en su mayor parte, tal como lo aclara la propia Yourcenar, de un diario íntimo. “Espero que este libro no sea leído jamás”, dice el primero de ellos delatando así el carácter íntimo de su escritura, pero también, y al mismo tiempo, su condición de literatura. La amante, la que padece el amor, no escribe una confesión, hace de su confesión una escritura. En esta conversión radica, quizás, la intensa lucidez de las anotaciones de Fuegos: provenientes de un sujeto particular, iluminado o ensombrecido por una pasión particular, lo trascienden. Así, inscripciones como “No hay amor desgraciado: no se posee sino lo que no se posee. No hay amor feliz: lo que se posee, ya no se posee”, o: “No hay amores estériles. Y es inútil tomar precauciones. Cuando te dejo llevo dentro de mí el dolor, como una especie de hijo horrible”, expresan, en la economía del libro, el carácter de la pasión de quien escribe pero, inmediatamente, están fuera de ella como cifras permanentes y trascendentes de una noción de amor.
Pero los pensamientos operan también en otra dimensión: participan desde afuera, como voces o coros, de las historias que narra Yourcenar. Estas narraciones líricas —“Fedra o la desesperación”, “Aquiles o la mentira”, “María Magdalena o la salvación”, “Safo o el suicidio”, etc.— trasladan al lector a los ámbitos más caros de la autora: la antigüedad. Aquí, se diría, la historia, la leyenda o el mito proporcionan el tema o el punto de partida para el despliegue de una indagación penetrante y conmovedora del amor. Penetrante, porque Yourcenar puede aprehender los sustratos más oscuros y densos que encierran las leyendas o los mitos y que los personajes hacen visibles bajo la forma de la tragedia o el designio. Conmovedora, porque es una indagación que se resuelve como la creación de personajes de carne y hueso, sujetos a sentimientos, a pasiones y situaciones extremas: el amor en unas dimensiones donde la vida y la muerte pueden confundir sus términos y sus valores.
Estas narraciones, ejecutadas con un conocimiento profundo de los mundos que en ellas se representan y con un rigor clásico en la prosa, desplazan sus historias de amor hacia dimensiones más abstractas y abarcadoras, pero no por ello menos intensas. La forma del amor que expresan sus personajes, “escandaloso en ocasiones, pero imbuido de una especie de virtud mística”, como escribe en el prólogo la autora, “no puede subsistir a no ser asociándolo a una forma cualquiera de fe en la trascendencia”. Así, en el amor filial de Antígona se juega también la noción de justicia; en el amor de María Magdalena, Dios; en el amor de Fedón a su maestro, el conocimiento. Estos valores de orden metafísico o moral no son, en la visión de Yourcenar, una negación de la carnalidad del amor, sino más bien, su más acabada expresión. En Fedón o el vértigo, dice de Sócrates: “A aquel anciano, que solo conocía el mundo de los barrios de Atenas, algunos dulces cuerpos amados le habían enseñado el Absoluto y también el Universo”; y en una anotación, la amante implora: “Dios, mío, en vuestras manos entrego mi cuerpo”.
Carnal y metafísica, la noción de amor que Yourcenar desarrolla en Fuegos se mueve en el tiempo. El amor viene desde los aires de la antigüedad y se hace presente en el tiempo de su autora. Este tiempo es el de la escritura: instantáneo en las anotaciones o pensamientos, abundante en las narraciones: una ofrenda y una entrega. La escritura que se entrega a la recreación de la antigüedad —la forma clásica del tiempo— ¿no es acaso también una forma de amor?
“No darse ya es seguir dándose. Es dar nuestro sacrifico”, escribe Yourcenar en Fuegos, y esa lucidez sobre el sentido que encarna el acto del sacrificio parecería anunciar una de las dimensiones más hondas de Las caridades de Alcipo (Visor, 1982). La traductora de este notable poema, Silvia Baron Superville, apunta que fue publicado en Bélgica en 1956. Siguiendo ese dato, cabe suponer que entre Fuegos y este libro no solo median 20 años, sino también obras de Yourcenar tan importantes como su novela Memorias de Adriano (1951).
Las caridades de Alcipo es un poema dividido en cuatro partes; su traductora sacrifica el sutil juego de rimas, y con él la musicalidad del poema, en función de la transmisión de sentido. La voz del poema es la voz de Alcipo, pero también es la voz de la poeta; el tenue hilo que engarza la sucesión del poema es la sucesión de sus sacrificios; su atmósfera es la de la evocación y su tiempo el tiempo que concentra y disuelve todos los tiempos. Los seres convocados por Alcipo requieren de él un sacrificio: las Sirenas, “Amantes sin amor, cautivas para siempre”, “querían ese corazón para sufrir y saber”; las estatuas de los dioses romanos y griegos “me pedían mi alma inagotable / que de ellos como una fuente inagotable manaría”; “los muertos me pedían entregarles mi cuerpo. / Reclamaban de mí el amalgama de átomos / que sirve de soporte al furor del deseo”. Estos sacrificios o caridades de Alcipo una vez consumados le hacen exclamar en el último verso del poema: “Existo eternamente en lo que di”. El sentido del poema parecería resumirse en una metáfora de la propia creación artística: el poeta engendra sacrificando su propio ser, y en esa desposesión se funda su permanencia y su trascendencia al tiempo y la muerte. El sacrificio es un acto de amor.