Tuesday 23 Apr 2024 | Actualizado a 12:53 PM

La mujer y la niña

‘Cuatro’ es el título del nuevo y esperado libro de cuentos de Rodrigo Hasbún. Con permiso de la editorial El Cuervo, ofrecemos a nuestros lectores un adelanto

/ 15 de junio de 2014 / 04:00

1. Tocaron el timbre de la casa (antes de que la derruyeran, etc.) una tarde a finales de marzo de 1990. Yo voy, me ofrecí como siempre, porque a mis nueve años me aburría como un idiota, sobre todo por las tardes, a la vuelta del colegio, pero también porque mi estrategia para ir ganándome la estima ajena consistía justamente en hacer aquello que los demás despreciaban. Los que tocaban eran casi siempre indigentes que pedían comida o ropa, gente que no tenía dónde caerse muerta, y ya me sabía de memoria la respuesta que me daría mamá, así que la decía sin necesidad de ir a preguntar. Te lo vamos a juntar chompas para la próxima semana, decía casi creyéndolo yo mismo, o no está nadie ahorita, volvé mañana, o lo hemos regalado todo. Pero ellas, aunque se veían miserables, no venían a mendigar. Quiero hablar con la señora, dijo la mujer. ¿De parte de quién?, pregunté. De Rosario dígale, dijo. Su forma de mirar, y cómo agarró a la niña apenas mencionó su nombre, todo se sentía un poco extraño, como si de pronto algo estuviera fuera de lugar, ellas dos o yo o la casa o la ciudad entera incluso. No está, dije, pero le voy a decir que has venido.Trabajaba en la casa de la señora Berta, que en paz descanse, se apuró a decir ella. Se refería a mi abuela, que llevaba muerta un par de años. ¿A qué hora la encuentro a su mamá, joven? Al final de la tarde, dije incómodo por tanta insistencia y me di la vuelta y volví adentro. ¿Quién era?, preguntó mamá en la sala. Pedigüeños, dije.

2. El Mundial de Italia se acercaba a pasos galopantes y yo estaba completando el álbum de figuritas. Baggio era de los más difíciles de conseguir y ya tenía a Baggio. Rijkaard era de los más difíciles de conseguir y ya tenía a Rijkaard. Me faltaban diecinueve jugadores, entre ellos Maradona y Cannigia, aunque la verdad es que el equipo de los argentinos me valía un bledo. Nada de eso importa realmente. Importan la mujer y la niña, su determinación. Volvieron a las cinco de la tarde del día siguiente. Esto se está poniendo peor y peor, se quejó mamá. Voy, dije y me levanté del sofá donde veíamos tele (donde yo esperaba a que sonara el timbre, etc.), para salir corriendo de la casa, atravesar el jardín y llegar donde ellas. Buenas tardes, joven, me saludó la mujer.

Por algún motivo me había tomado en serio la misión, que era contradictoria y no entendía pero que me correspondía a mí y solo a mí. No está, fue lo primero que dije. Ella se quedó muda, visiblemente decepcionada. ¿Para qué sería?, pregunté. ¿Y su papá tampoco está? Mi papá trabaja, dije. ¿Sigue en la tienda?, preguntó. Miré a la niña con un poco más de atención, era linda. Y a ti qué te importa, podía responder. O que la tienda había dejado de existir, aunque claro que seguía existiendo. Segundos después, cuando estaba por decir que no volvieran más, sentí la mano de mamá en mi cabeza. Rosario, la escuché saludar detrás de mí y fue tanta la vergüenza que solo atiné a salir disparado. Luego, apenas llegué a mi cuarto, miré por la ventana. Hablaban, con la reja de por medio. Hablaban y seguían hablando.

3. Mamá no contó nada a la hora del té, ni siquiera cuando se lo pregunté directamente. ¿Rosario?, se interesó papá. Sí, vino por la tarde. ¿A qué se dedica ahora? Es costurera parece, dijo mamá. El tema se diluyó pronto en algún otro, quizá los problemas de mi hermano en el colegio. Papá me preguntó cómo me había ido a mí. Lo puse al tanto del ejercicio de matemáticas que nadie en el curso comprendió y que yo había resuelto en segundos. Hasta me felicitó la profe, dije, y vi sonreír a papá y me sentí justificado pero también impaciente. Más tarde, cuando se metieron en su cuarto, me paré al lado de la puerta para oír la conversación que no tuvieron en el comedor. La niña es idéntica al Cachito, escuché decir a mamá, la misma boca, los mismos ojos. Papá dijo algo que no logré distinguir. Mamá respondió que claro, que qué más.

El Cachito era mi tío Cachito, eso entendí. Y lo que hasta entonces sabía sobre él, a grandes rasgos, era que había sido desde siempre el más serio de los hermanos de mamá y que estaba a punto de recibirse como médico cuando un sábado, de ida en moto al hospital de provincia donde hacía residencia, atropelló a un hombre de la zona. Pudo huir como hacen todos, pero se bajó a socorrerlo. Viendo que no reaccionaba (lo haría poco después, irremediablemente tarde, etc.), tres amigos del hombre le dieron una golpiza furibunda a tío Cachito, al que solo luego de unos días encontraron en una acequia. La historia siempre estuvo presente en casa y yo oí varias veces que la abuela nunca logró sobreponerse. A mí me constaba que a veces le hablaba en voz alta a su hijo muerto y que era huraña, no sé si a raíz de la pérdida o de qué. Me constaba también que no dejaba de fumar y por eso su vida terminó como terminó.

Lo que ahora sabía sobre tío Cachito, además de lo anterior, era que había embarazado a la empleada antes de morirse y que, por lo tanto, esa niña idéntica a él era mi prima hermana, lo que convertía a la mujer en mi tía. Una tía y una prima que tocaban el timbre como miserables.

4. Volvieron la tarde siguiente y esta vez mamá las hizo pasar. Vayan a jugar atrás, me ordenó a mí. La niña no dejaba de mirarme. ¿Qué quieres hacer?, le pregunté cuando ya estábamos afuera. Nada, dijo, no quiero hacer nada. Se sentó en el pasto y yo me senté al lado. Juguemos algo, propuse al rato, no tenía sentido quedarnos tanto tiempo quietos. Pesca-pesca si quieres, dije y me puse de pie y le toqué el brazo antes de comenzar a correr, en vano porque ella ni se movió. ¿Quién crees que gane el Mundial, Holanda o Brasil?, le pregunté minutos después, de nuevo a su lado. Se estaba hurgando la nariz con un dedo. Aproveché para mirarla mejor y para intentar descubrir si también se parecía a mí. Mi papá era un desgraciado, soltó de pronto. Apenas empezábamos a conocernos y ya decía cosas así. Tú qué sabes, dije. Sé, dijo, era un canalla y un borracho. Yo ni siquiera sabía qué significaba canalla, pero no podía dejarme vencer tan fácilmente. No seas puerca, contraataqué, por algo se ha inventado el papel higiénico. Después volvimos a quedarnos callados. Ella se echó, yo me puse a trepar árboles. A que tú no puedes, le grité desde la cima del guayabero. Se acercó y me miró. Eso nomás sabía hacer, mirar y decir cosas hirientes, y ser linda. Bajate de ahí, me gritó mamá en ese momento. Estaba parada en la puerta que daba a la cocina, al lado de la mujer. Vamos, Vanesa, le dijo ella.

5. Al día siguiente me hice al tonto y le pregunté a mamá quiénes eran. Rosario trabajaba en la casa hace años, ahora su hija necesita ayuda. ¿Vanesa?, pregunté. Sí, dijo ella, con ese tono que usaba cuando no quería que hiciera más preguntas, y me pidió que me sacara el uniforme del colegio para salir. No quiero, dije sabiendo que de todas maneras me obligaría. Sorprendentemente, aceptó que me quedara. Era mi primera tarde solo en casa y fui directo a buscar cosas secretas en el velador de mi hermano. Leí sus tarjetas y cartas, la mayoría de Anna, y olí sus cigarrillos y miré de qué eran sus casetes, aunque la verdad es que no podía dejar de pensar en Vanesa. ¿Por qué necesita ayuda?, insistí a la noche. Después de mucho, mamá confesó que la niña tenía leucemia (una enfermedad de la sangre, etc.) y que existían pocas posibilidades de que sobreviviera. Se estaba muriendo, entonces. Aunque por fuera no se le notara, la niña se estaba muriendo. ¿O era todo una mentira para conseguir plata? No se lo pregunté a mamá, me lo pregunté a mí mismo. Ya la hemos ayudado esta tarde, añadió ella. Pero tampoco supe si creerle.

6. Luego de ese día, como antes de que tocaran el timbre, nadie volvió a  mencionar a la empleada a la que tío Cachito abusaba o no, a la que amaba o no, a la que hubiera abandonado o no de haber seguido vivo. Salí de aquí, india de mierda, imaginé muchas veces a la abuela diciéndole apenas le notificó que estaba embarazada, te vas ahora mismo, por mentirosa y por puta. ¿Él ya sabía que iba a ser padre, mientras le destrozaban la cabeza? ¿Pensaba en el futuro de su hija, mientras se ahogaba en la acequia en la que lo botaron? Tampoco nadie volvió a mencionar a la niña, mi prima enferma y extraviada, mi prima fantasmita, aunque me pasé años prestando atención en la calle, pensando en ella, en qué tipo de mujer sería si seguía viva.

7. Que yo sepa, nunca la volví a ver.

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/ 7 de junio de 2015 / 04:00

El día que papá volvió de Nanga Parbat (con unas imágenes que trituraban el alma, tanta hermosura no era humana), mientras cenábamos, nos dijo que el alpinismo se había tecnificado demasiado y que lo importante se estaba perdiendo, que ya no escalaría más. Tras oírlo mamá sonrió como una idiota, creyendo que esas palabras contenían algún tipo de promesa, pero se quedó callada para no interrumpir. Es la comunión con la naturaleza lo que importa, siguió diciendo él, la barba más larga que nunca, tan oscura como sus ojos un poco desquiciados, la posibilidad de llegar a los lugares que han sido abandonados hasta por Dios es lo que importa. No, por Dios, no, se corrigió, en el principio de uno de esos monólogos que duraban horas apenas llegaba, antes de que empezaran a crecerle el silencio y las ganas de emprender una nueva aventura, es más bien en esos lugares donde se lo encuentra, donde Dios descansa de nuestra ingratitud y sordidez.

Monika y Trixi lo oían sumidas en una hipnosis incipiente y mamá ni qué decir. Éramos su clan, las que lo esperábamos, hasta entonces siempre en Múnich, pero ahora en La Paz desde hacía un año y medio. Irse, eso era lo que papá sabía hacer mejor, irse pero también volver, como un soldado de la guerra permanente, hasta reunir fuerzas para irse una vez más. Solía suceder luego de unos meses de quietud. Esta vez, justo después de quejarse del alpinismo, con la boca medio llena, mencionó que pronto se largaría en busca de Paitití, una antigua ciudad inca que había quedado enterrada en medio de la selva amazónica. Nadie la ha visto en siglos, dijo y me dio pena mirar a mamá, constatar lo poco que le había durado la ilusión. Está llena de tesoros, los incas los resguardaban ahí de la codicia de los conquistadores, añadió él, pero eso era lo que menos le interesaba, su único tesoro sería encontrar las ruinas de la ciudad. Lo cierto es que a su regreso de Nanga Parbat había hecho una escala decisiva en São Paulo y finalmente tenía el financiamiento y los equipos. No hay que olvidar cuánto tiempo pasó desapercibida Machu Picchu, dijo, durante cientos de años nadie sabía que estaba donde está, hasta que el audaz de Hiram Bingham la encontró.

Papá se sabía los nombres de mil exploradores, yo no. Me faltaba un año de colegio y mis preocupaciones eran otras, entre ellas qué haría después. La Paz no estaba tan mal, pero era caótica y nunca dejaríamos de ser extraños, gente venida de otro mundo, un mundo envejecido y frío. Al menos ya habíamos logrado adaptarnos, después de meses de meses luchando contra todo, incluido el bendito español. Mamá apenas podía hablarlo, pero mis hermanas lo manejaban cada vez mejor y yo me defendía sin grandes dificultades. Mi segunda opción era regresar a Múnich. Me disuadía el hecho de que Monika estuviera considerándolo también, porque en ese caso quizá terminaríamos viviendo juntas. Ella tenía 18 recién cumplidos y acababa de graduarse y estaba más confundida y rabiosa que nunca. Con sus crisis nerviosas había logrado que todo girara a su alrededor aún más que antes, y que Trixi y yo tuviéramos que resignarnos a ser personajes secundarios, un poco como mamá en relación con papá. Era feo verla revolcándose, no voy a negarlo. Era impactante, horrible incluso, hasta habíamos tenido que atarla la última vez. ¿Papá ya sabía? ¿Se lo había contado mamá en alguna carta? ¿Se lo había contado más temprano, apenas se quedaron solos en su cuarto, antes de la cena? Aunque mamá llevara meses implorando, Monika no le daba importancia al asunto (no es nada, decía, déjenme en paz) y se negaba tajantemente a visitar a un psiquiatra o a un médico internista.

En cualquier caso, el desorden interior de mi hermana coincidiría diez días después de la llegada de papá con esto otro: los arqueólogos brasileños a los que esperaba le notificaron que necesitaban postergar el inicio de la expedición. Él no entendió los motivos o los asumió como una afrenta personal, y una tormenta de mierda se desató entonces en casa. En los días siguientes lo oímos hacer llamadas interminables, cerrar puertas con todas sus fuerzas, amenazar y gritar. Entre medio se la pasaba rumiando como una bestia en cautiverio, como un hombre que lo ha perdido todo. Nosotras estábamos de vacaciones y no podíamos eludir el martirio. Al fin, una tarde en la que Monika y yo lo ayudábamos en el jardín, le propuso a ella que lo acompañara. Mi hermana no sabía si quería estudiar ni qué estudiaría si lo hacía, ni dónde lo haría de hacerlo. Por lo demás, ella había sido la que cuestionó más la decisión de instalarnos en Bolivia, hasta en el barco sus reproches fueron de nunca acabar. No podemos dejar nuestras vidas así como así, decía antes de que empezara el pataleo, eso no se hace. Empezar de cero es una oportunidad que pocos tienen, decía papá. Empezar de cero no se puede, lo cortaba mi hermana, irse es de cobardes. Ante palabras como ésas, él se quedaba callado y a ella su silencio le daba rienda suelta, al menos hasta que él perdía la paciencia, y entonces mamá nos decía a Trixi y a mí que nos fuéramos a pasear por la borda mientras ellos se quedaban discutiendo, a veces durante horas. Luego, el día que llegamos a La Paz, entendí mejor los temores de mi hermana. Nada era reconocible (había niños mendigando por las calles, indios cargando bultos enormes en sus espaldas, demasiadas casas a medio construir), y en general todo se veía precario y sucio. Un par de meses después, ya acomodadas en un barrio céntrico y luego de que papá se hubiera ido a Nanga Parbat, empezaron las crisis nerviosas de Monika. Había pasado más de un año desde entonces. Ahora, en el jardín, para mi sorpresa, aceptó de inmediato la propuesta que él acababa de hacerle.

Obviamente papá intentaba matar dos pájaros de un tiro: contar con su ayuda para la expedición, que según supimos entonces había decidido no retrasar un solo segundo, pero además alejar a Monika de sus demonios y de su incertidumbre. Tras oírlo, incrédula, dije que también debía llevarme. Tú todavía estás en el colegio, pelotuda, se entrometió mi hermana. Puedo faltar unos meses, respondí sin perder la calma, y luego volví a dirigirme a papá. Algo como esto podría ser importante en mi vida, dije, tú lo sabes mejor que nadie. ¿Cómo sería para él volver a casa después de tanto tiempo rodeado de naturaleza inhóspita, acompañado únicamente por hombres parecidos a él? ¿Habría pasado algo de lo que no estábamos al tanto para que no quisiera seguir escalando? Y con lo de Paitití, ¿qué buscaba realmente? ¿Y yo? ¿Faltar a clases nada más? ¿Sentirme única entre mis amigas, que reventarían de la envidia al enterarse? ¿No quedarme atrás en relación con Monika? Como si lo hubiera previsto todo, incluidas las preguntas que me estaba haciendo, se le formó una sonrisa rara a papá mientras asentía. Se me heló el pecho y miré a mi hermana y ella me miró y ya ninguna supo qué decir. Supongo que nos dio miedo saber que el asunto iba en serio.

Es necesario estar preparados, dijo él al rato. Entre nosotros hablábamos en alemán, las pocas veces que debíamos hacerlo en español se sentía falso. Atardecía, pronto tendríamos que volver adentro. Ya habíamos terminado de desyerbar el jardín, solo faltaba hacerle un nudo a la bolsa de yute y salir a la calle a botarla. Materialmente estamos más que listos, dijo, tenemos trajes a prueba de picaduras, aparatos de radiotelegrafía, escalas de aluminio, estuches especiales para proteger el celuloide, una cámara estupenda, tenemos todo lo que necesitaríamos para llegar al mismísimo fin del mundo. Ese equipo pudo comprarlo gracias al apoyo de algún ministerio boliviano y del instituto brasileño, que había aceptado que se fuera sin su gente. El futuro sucederá aquí, lo había escuchado decir varias veces en los últimos días, Europa ha perdido la oportunidad, es el turno de países como éste. En el nuestro ya no lo querían y el desprecio era mutuo, aunque la cinematografía alemana le debiera tanto. Durante las Olimpiadas de Berlín, en la famosa producción de Leni Riefenstahl, papá había sido el primer camarógrafo en filmar bajo el agua y en hacer unas tomas aéreas increíbles, el primero en tantas cosas.

También se había dedicado durante años a sacar fotos impresionantes de la guerra. Lo sabían todos y nosotras más que nadie, no por nada tuvimos que mudarnos de continente y de vida. Materialmente estamos preparados, insistió él en el jardín, poniéndose al hombro la bolsa de yute, pero logísticamente aún no, ni física ni mentalmente, y espiritualmente menos. ¿Sabría mamá? ¿Lo habrían discutido ya? ¿Nos iríamos sin su consentimiento? No será fácil, dijo él, nadie dijo que lo será, ni para ustedes ni para mí, pero encontraremos Paitití. Paitití nos espera hace siglos, dijo, llegaremos cueste lo que cueste.

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/ 7 de junio de 2015 / 04:00

El día que papá volvió de Nanga Parbat (con unas imágenes que trituraban el alma, tanta hermosura no era humana), mientras cenábamos, nos dijo que el alpinismo se había tecnificado demasiado y que lo importante se estaba perdiendo, que ya no escalaría más. Tras oírlo mamá sonrió como una idiota, creyendo que esas palabras contenían algún tipo de promesa, pero se quedó callada para no interrumpir. Es la comunión con la naturaleza lo que importa, siguió diciendo él, la barba más larga que nunca, tan oscura como sus ojos un poco desquiciados, la posibilidad de llegar a los lugares que han sido abandonados hasta por Dios es lo que importa. No, por Dios, no, se corrigió, en el principio de uno de esos monólogos que duraban horas apenas llegaba, antes de que empezaran a crecerle el silencio y las ganas de emprender una nueva aventura, es más bien en esos lugares donde se lo encuentra, donde Dios descansa de nuestra ingratitud y sordidez.

Monika y Trixi lo oían sumidas en una hipnosis incipiente y mamá ni qué decir. Éramos su clan, las que lo esperábamos, hasta entonces siempre en Múnich, pero ahora en La Paz desde hacía un año y medio. Irse, eso era lo que papá sabía hacer mejor, irse pero también volver, como un soldado de la guerra permanente, hasta reunir fuerzas para irse una vez más. Solía suceder luego de unos meses de quietud. Esta vez, justo después de quejarse del alpinismo, con la boca medio llena, mencionó que pronto se largaría en busca de Paitití, una antigua ciudad inca que había quedado enterrada en medio de la selva amazónica. Nadie la ha visto en siglos, dijo y me dio pena mirar a mamá, constatar lo poco que le había durado la ilusión. Está llena de tesoros, los incas los resguardaban ahí de la codicia de los conquistadores, añadió él, pero eso era lo que menos le interesaba, su único tesoro sería encontrar las ruinas de la ciudad. Lo cierto es que a su regreso de Nanga Parbat había hecho una escala decisiva en São Paulo y finalmente tenía el financiamiento y los equipos. No hay que olvidar cuánto tiempo pasó desapercibida Machu Picchu, dijo, durante cientos de años nadie sabía que estaba donde está, hasta que el audaz de Hiram Bingham la encontró.

Papá se sabía los nombres de mil exploradores, yo no. Me faltaba un año de colegio y mis preocupaciones eran otras, entre ellas qué haría después. La Paz no estaba tan mal, pero era caótica y nunca dejaríamos de ser extraños, gente venida de otro mundo, un mundo envejecido y frío. Al menos ya habíamos logrado adaptarnos, después de meses de meses luchando contra todo, incluido el bendito español. Mamá apenas podía hablarlo, pero mis hermanas lo manejaban cada vez mejor y yo me defendía sin grandes dificultades. Mi segunda opción era regresar a Múnich. Me disuadía el hecho de que Monika estuviera considerándolo también, porque en ese caso quizá terminaríamos viviendo juntas. Ella tenía 18 recién cumplidos y acababa de graduarse y estaba más confundida y rabiosa que nunca. Con sus crisis nerviosas había logrado que todo girara a su alrededor aún más que antes, y que Trixi y yo tuviéramos que resignarnos a ser personajes secundarios, un poco como mamá en relación con papá. Era feo verla revolcándose, no voy a negarlo. Era impactante, horrible incluso, hasta habíamos tenido que atarla la última vez. ¿Papá ya sabía? ¿Se lo había contado mamá en alguna carta? ¿Se lo había contado más temprano, apenas se quedaron solos en su cuarto, antes de la cena? Aunque mamá llevara meses implorando, Monika no le daba importancia al asunto (no es nada, decía, déjenme en paz) y se negaba tajantemente a visitar a un psiquiatra o a un médico internista.

En cualquier caso, el desorden interior de mi hermana coincidiría diez días después de la llegada de papá con esto otro: los arqueólogos brasileños a los que esperaba le notificaron que necesitaban postergar el inicio de la expedición. Él no entendió los motivos o los asumió como una afrenta personal, y una tormenta de mierda se desató entonces en casa. En los días siguientes lo oímos hacer llamadas interminables, cerrar puertas con todas sus fuerzas, amenazar y gritar. Entre medio se la pasaba rumiando como una bestia en cautiverio, como un hombre que lo ha perdido todo. Nosotras estábamos de vacaciones y no podíamos eludir el martirio. Al fin, una tarde en la que Monika y yo lo ayudábamos en el jardín, le propuso a ella que lo acompañara. Mi hermana no sabía si quería estudiar ni qué estudiaría si lo hacía, ni dónde lo haría de hacerlo. Por lo demás, ella había sido la que cuestionó más la decisión de instalarnos en Bolivia, hasta en el barco sus reproches fueron de nunca acabar. No podemos dejar nuestras vidas así como así, decía antes de que empezara el pataleo, eso no se hace. Empezar de cero es una oportunidad que pocos tienen, decía papá. Empezar de cero no se puede, lo cortaba mi hermana, irse es de cobardes. Ante palabras como ésas, él se quedaba callado y a ella su silencio le daba rienda suelta, al menos hasta que él perdía la paciencia, y entonces mamá nos decía a Trixi y a mí que nos fuéramos a pasear por la borda mientras ellos se quedaban discutiendo, a veces durante horas. Luego, el día que llegamos a La Paz, entendí mejor los temores de mi hermana. Nada era reconocible (había niños mendigando por las calles, indios cargando bultos enormes en sus espaldas, demasiadas casas a medio construir), y en general todo se veía precario y sucio. Un par de meses después, ya acomodadas en un barrio céntrico y luego de que papá se hubiera ido a Nanga Parbat, empezaron las crisis nerviosas de Monika. Había pasado más de un año desde entonces. Ahora, en el jardín, para mi sorpresa, aceptó de inmediato la propuesta que él acababa de hacerle.

Obviamente papá intentaba matar dos pájaros de un tiro: contar con su ayuda para la expedición, que según supimos entonces había decidido no retrasar un solo segundo, pero además alejar a Monika de sus demonios y de su incertidumbre. Tras oírlo, incrédula, dije que también debía llevarme. Tú todavía estás en el colegio, pelotuda, se entrometió mi hermana. Puedo faltar unos meses, respondí sin perder la calma, y luego volví a dirigirme a papá. Algo como esto podría ser importante en mi vida, dije, tú lo sabes mejor que nadie. ¿Cómo sería para él volver a casa después de tanto tiempo rodeado de naturaleza inhóspita, acompañado únicamente por hombres parecidos a él? ¿Habría pasado algo de lo que no estábamos al tanto para que no quisiera seguir escalando? Y con lo de Paitití, ¿qué buscaba realmente? ¿Y yo? ¿Faltar a clases nada más? ¿Sentirme única entre mis amigas, que reventarían de la envidia al enterarse? ¿No quedarme atrás en relación con Monika? Como si lo hubiera previsto todo, incluidas las preguntas que me estaba haciendo, se le formó una sonrisa rara a papá mientras asentía. Se me heló el pecho y miré a mi hermana y ella me miró y ya ninguna supo qué decir. Supongo que nos dio miedo saber que el asunto iba en serio.

Es necesario estar preparados, dijo él al rato. Entre nosotros hablábamos en alemán, las pocas veces que debíamos hacerlo en español se sentía falso. Atardecía, pronto tendríamos que volver adentro. Ya habíamos terminado de desyerbar el jardín, solo faltaba hacerle un nudo a la bolsa de yute y salir a la calle a botarla. Materialmente estamos más que listos, dijo, tenemos trajes a prueba de picaduras, aparatos de radiotelegrafía, escalas de aluminio, estuches especiales para proteger el celuloide, una cámara estupenda, tenemos todo lo que necesitaríamos para llegar al mismísimo fin del mundo. Ese equipo pudo comprarlo gracias al apoyo de algún ministerio boliviano y del instituto brasileño, que había aceptado que se fuera sin su gente. El futuro sucederá aquí, lo había escuchado decir varias veces en los últimos días, Europa ha perdido la oportunidad, es el turno de países como éste. En el nuestro ya no lo querían y el desprecio era mutuo, aunque la cinematografía alemana le debiera tanto. Durante las Olimpiadas de Berlín, en la famosa producción de Leni Riefenstahl, papá había sido el primer camarógrafo en filmar bajo el agua y en hacer unas tomas aéreas increíbles, el primero en tantas cosas.

También se había dedicado durante años a sacar fotos impresionantes de la guerra. Lo sabían todos y nosotras más que nadie, no por nada tuvimos que mudarnos de continente y de vida. Materialmente estamos preparados, insistió él en el jardín, poniéndose al hombro la bolsa de yute, pero logísticamente aún no, ni física ni mentalmente, y espiritualmente menos. ¿Sabría mamá? ¿Lo habrían discutido ya? ¿Nos iríamos sin su consentimiento? No será fácil, dijo él, nadie dijo que lo será, ni para ustedes ni para mí, pero encontraremos Paitití. Paitití nos espera hace siglos, dijo, llegaremos cueste lo que cueste.

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/ 15 de junio de 2014 / 04:00

1. Tocaron el timbre de la casa (antes de que la derruyeran, etc.) una tarde a finales de marzo de 1990. Yo voy, me ofrecí como siempre, porque a mis nueve años me aburría como un idiota, sobre todo por las tardes, a la vuelta del colegio, pero también porque mi estrategia para ir ganándome la estima ajena consistía justamente en hacer aquello que los demás despreciaban. Los que tocaban eran casi siempre indigentes que pedían comida o ropa, gente que no tenía dónde caerse muerta, y ya me sabía de memoria la respuesta que me daría mamá, así que la decía sin necesidad de ir a preguntar. Te lo vamos a juntar chompas para la próxima semana, decía casi creyéndolo yo mismo, o no está nadie ahorita, volvé mañana, o lo hemos regalado todo. Pero ellas, aunque se veían miserables, no venían a mendigar. Quiero hablar con la señora, dijo la mujer. ¿De parte de quién?, pregunté. De Rosario dígale, dijo. Su forma de mirar, y cómo agarró a la niña apenas mencionó su nombre, todo se sentía un poco extraño, como si de pronto algo estuviera fuera de lugar, ellas dos o yo o la casa o la ciudad entera incluso. No está, dije, pero le voy a decir que has venido.Trabajaba en la casa de la señora Berta, que en paz descanse, se apuró a decir ella. Se refería a mi abuela, que llevaba muerta un par de años. ¿A qué hora la encuentro a su mamá, joven? Al final de la tarde, dije incómodo por tanta insistencia y me di la vuelta y volví adentro. ¿Quién era?, preguntó mamá en la sala. Pedigüeños, dije.

2. El Mundial de Italia se acercaba a pasos galopantes y yo estaba completando el álbum de figuritas. Baggio era de los más difíciles de conseguir y ya tenía a Baggio. Rijkaard era de los más difíciles de conseguir y ya tenía a Rijkaard. Me faltaban diecinueve jugadores, entre ellos Maradona y Cannigia, aunque la verdad es que el equipo de los argentinos me valía un bledo. Nada de eso importa realmente. Importan la mujer y la niña, su determinación. Volvieron a las cinco de la tarde del día siguiente. Esto se está poniendo peor y peor, se quejó mamá. Voy, dije y me levanté del sofá donde veíamos tele (donde yo esperaba a que sonara el timbre, etc.), para salir corriendo de la casa, atravesar el jardín y llegar donde ellas. Buenas tardes, joven, me saludó la mujer.

Por algún motivo me había tomado en serio la misión, que era contradictoria y no entendía pero que me correspondía a mí y solo a mí. No está, fue lo primero que dije. Ella se quedó muda, visiblemente decepcionada. ¿Para qué sería?, pregunté. ¿Y su papá tampoco está? Mi papá trabaja, dije. ¿Sigue en la tienda?, preguntó. Miré a la niña con un poco más de atención, era linda. Y a ti qué te importa, podía responder. O que la tienda había dejado de existir, aunque claro que seguía existiendo. Segundos después, cuando estaba por decir que no volvieran más, sentí la mano de mamá en mi cabeza. Rosario, la escuché saludar detrás de mí y fue tanta la vergüenza que solo atiné a salir disparado. Luego, apenas llegué a mi cuarto, miré por la ventana. Hablaban, con la reja de por medio. Hablaban y seguían hablando.

3. Mamá no contó nada a la hora del té, ni siquiera cuando se lo pregunté directamente. ¿Rosario?, se interesó papá. Sí, vino por la tarde. ¿A qué se dedica ahora? Es costurera parece, dijo mamá. El tema se diluyó pronto en algún otro, quizá los problemas de mi hermano en el colegio. Papá me preguntó cómo me había ido a mí. Lo puse al tanto del ejercicio de matemáticas que nadie en el curso comprendió y que yo había resuelto en segundos. Hasta me felicitó la profe, dije, y vi sonreír a papá y me sentí justificado pero también impaciente. Más tarde, cuando se metieron en su cuarto, me paré al lado de la puerta para oír la conversación que no tuvieron en el comedor. La niña es idéntica al Cachito, escuché decir a mamá, la misma boca, los mismos ojos. Papá dijo algo que no logré distinguir. Mamá respondió que claro, que qué más.

El Cachito era mi tío Cachito, eso entendí. Y lo que hasta entonces sabía sobre él, a grandes rasgos, era que había sido desde siempre el más serio de los hermanos de mamá y que estaba a punto de recibirse como médico cuando un sábado, de ida en moto al hospital de provincia donde hacía residencia, atropelló a un hombre de la zona. Pudo huir como hacen todos, pero se bajó a socorrerlo. Viendo que no reaccionaba (lo haría poco después, irremediablemente tarde, etc.), tres amigos del hombre le dieron una golpiza furibunda a tío Cachito, al que solo luego de unos días encontraron en una acequia. La historia siempre estuvo presente en casa y yo oí varias veces que la abuela nunca logró sobreponerse. A mí me constaba que a veces le hablaba en voz alta a su hijo muerto y que era huraña, no sé si a raíz de la pérdida o de qué. Me constaba también que no dejaba de fumar y por eso su vida terminó como terminó.

Lo que ahora sabía sobre tío Cachito, además de lo anterior, era que había embarazado a la empleada antes de morirse y que, por lo tanto, esa niña idéntica a él era mi prima hermana, lo que convertía a la mujer en mi tía. Una tía y una prima que tocaban el timbre como miserables.

4. Volvieron la tarde siguiente y esta vez mamá las hizo pasar. Vayan a jugar atrás, me ordenó a mí. La niña no dejaba de mirarme. ¿Qué quieres hacer?, le pregunté cuando ya estábamos afuera. Nada, dijo, no quiero hacer nada. Se sentó en el pasto y yo me senté al lado. Juguemos algo, propuse al rato, no tenía sentido quedarnos tanto tiempo quietos. Pesca-pesca si quieres, dije y me puse de pie y le toqué el brazo antes de comenzar a correr, en vano porque ella ni se movió. ¿Quién crees que gane el Mundial, Holanda o Brasil?, le pregunté minutos después, de nuevo a su lado. Se estaba hurgando la nariz con un dedo. Aproveché para mirarla mejor y para intentar descubrir si también se parecía a mí. Mi papá era un desgraciado, soltó de pronto. Apenas empezábamos a conocernos y ya decía cosas así. Tú qué sabes, dije. Sé, dijo, era un canalla y un borracho. Yo ni siquiera sabía qué significaba canalla, pero no podía dejarme vencer tan fácilmente. No seas puerca, contraataqué, por algo se ha inventado el papel higiénico. Después volvimos a quedarnos callados. Ella se echó, yo me puse a trepar árboles. A que tú no puedes, le grité desde la cima del guayabero. Se acercó y me miró. Eso nomás sabía hacer, mirar y decir cosas hirientes, y ser linda. Bajate de ahí, me gritó mamá en ese momento. Estaba parada en la puerta que daba a la cocina, al lado de la mujer. Vamos, Vanesa, le dijo ella.

5. Al día siguiente me hice al tonto y le pregunté a mamá quiénes eran. Rosario trabajaba en la casa hace años, ahora su hija necesita ayuda. ¿Vanesa?, pregunté. Sí, dijo ella, con ese tono que usaba cuando no quería que hiciera más preguntas, y me pidió que me sacara el uniforme del colegio para salir. No quiero, dije sabiendo que de todas maneras me obligaría. Sorprendentemente, aceptó que me quedara. Era mi primera tarde solo en casa y fui directo a buscar cosas secretas en el velador de mi hermano. Leí sus tarjetas y cartas, la mayoría de Anna, y olí sus cigarrillos y miré de qué eran sus casetes, aunque la verdad es que no podía dejar de pensar en Vanesa. ¿Por qué necesita ayuda?, insistí a la noche. Después de mucho, mamá confesó que la niña tenía leucemia (una enfermedad de la sangre, etc.) y que existían pocas posibilidades de que sobreviviera. Se estaba muriendo, entonces. Aunque por fuera no se le notara, la niña se estaba muriendo. ¿O era todo una mentira para conseguir plata? No se lo pregunté a mamá, me lo pregunté a mí mismo. Ya la hemos ayudado esta tarde, añadió ella. Pero tampoco supe si creerle.

6. Luego de ese día, como antes de que tocaran el timbre, nadie volvió a  mencionar a la empleada a la que tío Cachito abusaba o no, a la que amaba o no, a la que hubiera abandonado o no de haber seguido vivo. Salí de aquí, india de mierda, imaginé muchas veces a la abuela diciéndole apenas le notificó que estaba embarazada, te vas ahora mismo, por mentirosa y por puta. ¿Él ya sabía que iba a ser padre, mientras le destrozaban la cabeza? ¿Pensaba en el futuro de su hija, mientras se ahogaba en la acequia en la que lo botaron? Tampoco nadie volvió a mencionar a la niña, mi prima enferma y extraviada, mi prima fantasmita, aunque me pasé años prestando atención en la calle, pensando en ella, en qué tipo de mujer sería si seguía viva.

7. Que yo sepa, nunca la volví a ver.

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