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Ortega y Gasset, un retrato

A veces alguien escudriña la vida de un hombre durante cinco años y acaba pensando que apenas rozó el cofre del tesoro. Después de leer las 10.000 páginas publicadas de las obras completas y las cartas que siguen inéditas, las misivas que envió y las que recibió; después de atiborrar 20 libretas de notas y de llevar a cuestas a José Ortega y Gasset (1883-1955) como uno más de la familia durante un lustro, Jordi Gracia concluyó: “Falta todavía algo a este libro que yo no he sabido encontrar. No he dado con la ruta que lleve a la intimidad de este hombre, al lugar de lo frágil y lo incierto, al espacio intersticial donde la luz se apaga, la melancolía rumia o los sentimientos se licúan sin fuerzas ni para pronunciarse”.

Gracia, catedrático de Literatura y ensayista, acaba de publicar una biografía sobre el pensador de 600 páginas que ha hurgado más en lo personal que en lo público. O mejor dicho, ha escrutado lo privado para contextualizar con más propiedad lo público. “La biografía no puede contar el día a día, pero sí necesita saber cómo es el día a día. Lo necesitamos para comprender la dimensión humana del sujeto. Las ideas de Ortega están vinculadas a momentos concretos de su vida”, sostiene.

Para ahondar en lo privado ha resultado crucial el acceso a todo el epistolario del autor de España invertebrada que aún permanece inédito. La correspondencia hacia, desde y sobre Ortega es una colección de apellidos irrepetibles: Azaña, Ocampo, Juan Ramón Jiménez, Maeztu, Unamuno, D’Ors, Zambrano o Bergamín. Un intercambio prolífico con los nombres más lustrosos del siglo XX. Y, sin embargo, Gracia intuye que Ortega era un hombre sin amigos. “Fuera de la familia, la única persona con la que se tutea es Victoria Ocampo y yo creo que por iniciativa de ella”. La escritora argentina fue uno de sus tres amores. Una mujer capaz de rebatirle y hacerle sufrir. Aunque Ortega estuvo rodeado de poderosas mentes femeninas como las de sus discípulas Rosa Chacel o María Zambrano, su teoría sobre las mujeres no abandonó la caverna.

Ni una sola de las frases orteguianas que de tan repetidas parecen eslóganes se cuela en la conversación de Jordi Gracia: “He redescubierto un Ortega vibrante, denso, potente, convincente, agresivo”. Un individuo superdotado, excepcional y un tanto “extravagante”, como en su afán de conciliar liberalismo y socialdemocracia. O en su radical ateísmo.

¿Es el gran filósofo español? “¿Hemos tenido otro?”, responde Gracia, “es uno de los grandes escritores del siglo XX y el gran civilizador de las élites intelectuales españolas, el que enseña a pensar sin supersticiones. Reivindico su vigencia para adiestrar el pensamiento racional aunque conduzca a recortar grandes sueños o rebajar ilusiones”. Fue un púgil pesado contra la falsedad, un viejo con pulsión intelectual juvenil y un joven con lecturas de viejo. “Ortega desde luego”, escribe su biógrafo nada más empezar, “no es normal”.