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Richard Strauss, héroe entre tres guerras

Nacido en pleno Romanticismo hace 150 años y fallecido después de la Segunda Guerra Mundial, Richard Strauss fue, ante todo, un superviviente

/ 29 de junio de 2014 / 04:00

Cuando Richard Strauss nació en Múnich en 1864, Baviera era aún un reino. Seis años después, se aliaría con Prusia en la guerra contra Francia y la victoria acabaría desembocando en la unificación alemana y la proclamación del Imperio. La posterior derrota en la Gran Guerra permitió el nacimiento de la República de Weimar, mientras que su temible sucesor, el Tercer Reich, se desmoronaría a su vez con el triunfo aliado y soviético en la Segunda Guerra Mundial, la tercera gran contienda de las que fue testigo el compositor. Strauss aún vivió lo suficiente, antes de morir el 8 de septiembre de 1949, para ver la proclamación de la República Federal de Alemania el 23 de mayo de ese año. Y, de haber resistido su cuerpo apenas cuatro semanas más, habría contemplado —incrédulo— el nacimiento oficial de su hermana comunista, la República Democrática de Alemania. Dresde, la ciudad en la que se habían estrenado —primero en la Hofoper, la Ópera de la Corte, y, a partir de Intermezzo, en la Staatsoper, la Ópera del Estado— nada menos que nueve de sus dramas y comedias musicales, pertenecía ahora, tras la escisión, a otro país que ya no era el suyo: demasiados cambios, quizá, para una sola vida.

La propia música de Strauss conoció también un aluvión de metamorfosis. A pesar de que su padre, solista de trompa de la Ópera de la Corte de Múnich, había tocado en los estrenos de varias de las grandes óperas de Richard Wagner (desde Tristán e Isolda en 1865 hasta Parsifal en 1882), y del nombre que decidió poner a su hijo, Franz Strauss no fue nunca un devoto de la música de su compatriota. Tampoco lo era de la de su antagonista, Johannes Brahms, a pesar de lo cual el joven Richard se sintió irresistiblemente atraído hacia ambas. Asistió a las primeras representaciones de Parsifal en Bayreuth y logró ver a Wagner en una ocasión; con Brahms llegó incluso a trabar cierta amistad en Meiningen, adonde acudió reclamado por su protector, el pianista y director de orquesta Hans von Bülow, primer marido de Cosima Wagner. Por entonces (1885), Strauss era un volcánico dechado de ambición, talento y empuje, mientras que Brahms, que estrenó allí su Cuarta sinfonía, estaba ya iniciando su lenta retirada.

Fue Brahms precisamente quien lo animó a emprender un viaje a Italia en vez de establecerse en Berlín, y aquel periplo acabaría sirviendo de inspiración inmediata para su primera obra orquestal de fuste, la “fantasía sinfónica”, de claro componente autobiográfico, Aus Italien, dedicada a Von Bülow “con la más profunda veneración y agradecimiento”. Dos años después, en 1888, llegaría su primer poema sinfónico, y su primera gran e indiscutible obra maestra, Don Juan. Para entonces, superadas las tempranas influencias de Wagner y Brahms, Strauss ya había encontrado su propio lenguaje y comenzado a conformar una identidad que, en lo esencial, ya no lo abandonaría nunca.

A partir de ahí, Strauss hizo cuanto quiso, como quiso y cuando quiso. En la conservadora Alemania guillermina compuso óperas sangrientas y brutalmente expresionistas, como Salomé y Electra; en la transgresora República de Weimar, en cambio, optó por alumbrar una cotidiana “comedia burguesa” en Intermezzo, una visión mucho más filosófica y apacible de la Grecia antigua en La Helena egipcia y la comedia aristocrática Arabella. Se sentía cómodo revisitando el siglo XVIII (El caballero de la rosa, Ariadna en Naxos o La mujer silenciosa, las dos últimas con ingeniosos juegos metaoperísticos) o la Grecia clásica (Dafne, El amor de Dánae), tanto como adentrándose en la espesura estética y metafísica con que a veces lo desafiaba Hugo von Hofmannsthal (La mujer sin sombra).

Sobrado de instinto teatral, siempre bien pertrechado de recursos musicales y poseedor de una inventiva melódica desbordante, Richard Strauss no dejó territorio musical sin explorar: su catálogo refleja a un músico total, capaz de producir obras maestras en cualquier género. Fue, tras sus máscaras, poco dado a la modestia o la discreción, como queda patente en el hecho de autoenaltecerse como un moderno y triunfante paladín en Una vida de héroe, de permitirnos asomarnos a su intimidad familiar en la Sinfonía doméstica, de erigirse en adalid de la lucha de los compositores por el control de los derechos de autor de sus obras frente a los todopoderosos y vilipendiados editores en el ciclo de canciones Krämerspiegel, de retratar su pasión por los Alpes en Una sinfonía alpina (su señorial villa de Garmisch-Partenkirchen se encuentra a los pies de la impresionante Zugspitze, la montaña más alta de Alemania) o de autorretratarse como un digno émulo de Don Quijote en el poema sinfónico homónimo. Nada le era ajeno y su estilo, gracias a una armonía densa y a menudo lujuriosa, resulta igualmente inconfundible en la intimidad de sus canciones o en la potencia avasalladora de sus poemas sinfónicos, como ese comienzo de Así habló Zaratustra eternizado por Stanley Kubrick en su 2001: una odisea del espacio.

En 1933, sin embargo, lo que hasta entonces habían sido molinos de viento se tornaron realmente en gigantes. Para el régimen nazi, que no logró contar nunca en el ámbito musical con el equivalente de una Leni Riefenstahl o un Albert Speer, Strauss era un huésped incómodo, del mismo modo que, para el compositor, Hitler era probablemente una presencia indeseada. Famoso mundialmente, enseña viva e incontestable de la música alemana, el dictador no podía prescindir de él y optó por ganarlo para su causa. Strauss profesaba una lealtad sin fisuras por la cultura alemana y fue eso, unido a su avanzada edad y a sus ideas políticas conservadoras, lo que facilitó su asimilación de la ideología febrilmente patriótica del nazismo. Jamás contempló el exilio o la lucha activa contra el régimen, como sí hizo, por ejemplo, Thomas Mann. Aceptó cargos honoríficos, dirigió y compuso para el nazismo (como el himno de los Juegos Olímpicos de 1936), pero también se encaró con él, luchando por la vida de la familia política judía de su hijo Franz y defendiendo a músicos perseguidos con más discreción y menos autobombo que Furtwängler. Como recuerda Rosa Sala, la Gestapo interceptó en 1935 una carta dirigida a Stefan Zweig en la que confesaba su desapego de los principios nazis y su constante recurso al disimulo a fin de impedir males mayores. Pero el daño ya estaba hecho y eso explica una frase como la atribuida, quizás espuriamente, a Arturo Toscanini: “Ante el Strauss músico, me quito el sombrero; ante el hombre Strauss, vuelvo a ponérmelo”.

También las valoraciones de sus méritos estrictamente musicales se han situado en las antípodas. Le salió un fervoroso e insospechado valedor póstumo en Glenn Gould, quien lo ensalzó en 1962 como “el más grande hombre musical de nuestro tiempo”, a la vez que negaba cualquier posible influencia de él en el futuro de la música y sentenciaba que “Richard Strauss tiene muy poco que ver con el siglo XX tal y como lo conocemos”. Más previsibles eran las andanadas de Theodor Adorno, el filósofo de la nueva música, que dos años después, en el centenario del compositor, arremetió sin piedad contra él y su “gárrula inanidad”.

A los 76 años, en plena contienda mundial, Richard Strauss decidió acometer la lectura de las obras completas de Goethe en la magna edición de Propyläen. Tenía motivos más que suficientes para sentirse un hijo espiritual de su compatriota, había seguido su consejo de extenderse en todas las direcciones del ámbito mortal para alcanzar así la inmortalidad y debió de encontrar entre las longevas y sinuosas vidas de ambos sorprendentes paralelismos y similares contradicciones. Ambos sobrevivieron a las guerras que se sucedían a su alrededor, ambos fueron entronizados como glorias nacionales y los dos hubieron de aprender a acomodarse a la sensación no siempre agradable de tener que avanzar a horcajadas entre dos siglos y otras tantas —o más— épocas.

El último Strauss, el que lee a Goethe en silencio para hacer balance y entenderse a sí mismo, y que moriría exactamente 200 años después del nacimiento del escritor, es un ser melancólico, que asiste desconsolado a la deshumanización y la barbarie de su país, y que ve cómo han ido muriendo sus colaboradores más íntimos, con Hofmannsthal y Zweig a la cabeza. Se despide pausadamente del mundo con Capriccio, una metaópera que él mismo describió como una “conversación musical”; con Metamorfosis, una obra para 23 instrumentos de cuerda con partes todas ellas diferenciadas, en la que resuena de manera inequívoca la marcha fúnebre de la Sinfonía “Heroica” de Beethoven; y con las Cuatro últimas canciones, basadas en tres poemas de Hermann Hesse (el presente) y uno de Joseph von Eichendorff (el pasado), que se cierra con un verso revelador: “¿Será esto, acaso, la muerte?”.

ADIOSES. Son tres despedidas muy diferentes, la expresión de lo que Glenn Gould calificó de “la luz transfiguradora del reposo filosófico supremo”, un adiós en tres estadios de quien ya no se siente con ánimos para hacer otra cosa. El mundo que dejaba atrás nada tenía que ver con el que había conocido en su infancia: todo era diferente. En 1942, en uno de sus numerosos encontronazos con Joseph Goebbels, Strauss defendió que los compositores alemanes eran los únicos capacitados para ejercer de jueces a la hora de establecer valoraciones artísticas, rechazando así cualquier injerencia política. La reacción iracunda del jerarca nazi no se hizo esperar: “¡Cállese! ¡Usted no tiene ni idea de quién es usted o de quién soy yo! ¿Se atreve a referirse a Léhar [el autor de operetas como La viuda alegre] como un músico callejero? Déjese, de una vez por todas, de decir paparruchas sobre la importancia de la música seria. No van a servirle para elevar su propio prestigio. ¡El arte del mañana es diferente del de ayer! ¡Usted, Herr Strauss, pertenece al ayer!”.

Goebbels creyó, sin duda, estar insultándolo pero, en su fuero interno, Strauss tuvo quizás una percepción muy diferente. Él se sentía orgulloso de pertenecer y haber contribuido a la grandeza de El mundo de ayer, ese cuyo ocaso había glosado su amigo Stefan Zweig y que hemos visto libre y jovialmente evocado hace poco en la película El Gran Hotel Budapest, de Wes Anderson. Pero, al contrario que Zweig, Strauss no se suicidó: aguantó hasta el infarto final, afligido bajo el doloroso peso de sus errores y arropado por el balsámico recuerdo de sus muchos aciertos. Fue hasta su muerte, a despecho de guerras, envidias e injusticias, un superviviente: el héroe que siempre se resistió a dejar de ser.

‘Salomé’ y los maestros peregrinos de Graz

‘Salomé’, ópera de tema bíblico, fue la obra más controvertida de Strauss

Rubén Vargas – Periodista

Bienaventurados los tiempos en los que la música podía aun provocar un escándalo. A principios de 1906, Richard Strauss estrenó su ópera Salomé en Dresde, Alemania. El estreno no se realizó donde era natural que sucediera dado el prestigio del que gozaba el compositor, en la Ópera de la Corte de Viena, porque los censores imperiales la habían prohibido. Quizás no les faltaba razón. Después de todo, Salomé estaba basada en una pieza teatral del innombrable irlandés Oscar Wilde; era una versión bastante perversa de la historia bíblica —los escarceos sexuales de Salomé con su padrastro Herodes no admiten disimulo y ésta acaba besando apasionadamente la cabeza decapitada del Bautista que exige a Herodes a cambio de sus favores— y, de yapa, era “ultradisonante” —para usar la palabra de Alex Ross que cuenta esta historia estupendamente en El ruido eterno.

La noticia de la ópera intolerable corrió-como-reguero-de pólvora. Por eso, cuando unos meses después se anunció que el propio Strauss la dirigiría en la ciudad austriaca de Graz, comenzó una verdadera peregrinación. Para empezar, viajó al estreno Gustav Mahler, director de la Ópera de la Corte de Viena donde la obra de Strauss había sido prohibida. Su dulcísima e incomparable esposa Alma lo acompañaba. Mahler y Strauss eran los polos contrapuestos de ese apasionante momento histórico y artístico: la gloriosa decadencia antes del estallido de la modernidad. Las entradas, por supuesto, estaban agotadas. Incluso el exitoso y mediterráneo Giacomo Puccini se animó a dejar el sol italiano para asomarse por la ciudad. Los hoteles estaban a punto de colapsar. El belicoso Arnold Schoemberg y sus alumnos, entre ellos Alban Berg, decidieron no faltar. Muchos años después Hitler le contó al hijo de Strauss que había pedido prestado dinero para viajar al estreno de Salomé. Tal fue la dimensión de la peregrinación que hasta un personaje de ficción consideró que su presencia era una obligación. Adrian Leverkühn, el compositor que vende su alma al diablo a cambio de ser poseído por el entusiasmo en la novela Doktor Faustus de Thomas Mann, hace un alto en la búsqueda de su destino y llega a Graz.  

El estreno austriaco de Salomé fue todo un éxito, es decir, fue todo un escándalo. El siglo XX acababa de comenzar.

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Wagner, más allá del bien y del mal

Nació hace 200 años; pocas figuras han suscitado tantas pasiones o despertado polémicas tan acerbas

/ 26 de mayo de 2013 / 04:00

John Cage, que habría sido centenario en 2012, ideó en 1987, junto al realizador Frank Scheffer, una transgresora versión de El anillo del nibelungo de Richard Wagner —nacido en Leipzig el 22 de mayo de 1813. Por la película del iconoclasta compositor estadounidense vemos desfilar a nornas, dioses, gigantes, valquirias, enanos, gibichungos, héroes y villanos al completo. Las aproximadamente 15 horas de la tetralogía original quedan reducidas, sin embargo, en Wagner’s Ring a tres minutos cuarenta segundos de vertiginosas secuencias mudas, o con un ruido creciente de fondo, rodadas con idéntico encuadre en la Ópera Estatal de Baviera y cuyo desarrollo secuencial se decidió aleatoriamente por medio del libro de cabecera de Cage, el milenario I Ching o Libro de los cambios chino. El autor de 4’33 desproveía así a Wagner, de un plumazo, de las coordenadas espacio temporales que constituyen la esencia de su obra y lo mostraba desnudo, indefenso, a la intemperie.

Por extraño que pueda parecer, cabe entroncar fácilmente a Cage con Wagner, porque su maestro y mentor en Los Ángeles, Arnold Schönberg, dio comienzo a su “emancipación de la disonancia”, a su revolución —atonal primero, dodecafónica después—, apurando justamente la misma mecha que había empezado a prender tras la subversión armónica operada por Tristán e Isolda, El anillo del nibelungo o Parsifal.

Schönberg reconoció que Wagner había fomentado “un cambio en la lógica y en el poder constructivo de la armonía”, lo cual había dado lugar a un “destronamiento” de la tonalidad, al tiempo que confesaba haber aprendido de él que “es posible manipular los temas con fines expresivos” y “considerarlos como si fueran ornamentos complejos, de manera que puedan utilizarse con respecto a sus armonías de un modo disonante”. Inculcó esta misma admiración a sus alumnos y Alban Berg regaló a su maestro en las navidades de 1911 la primera edición comercial de Mein Leben (la reinvención fabulada de Wagner de su propia vida hasta 1864). Schönberg leyó el libro, sin embargo, con sentimientos ambivalentes, pues apenas halló lo que más ansiaba descubrir. En una carta de agradecimiento enviada a Berg el 13 de enero de 1912 confiesa echar en falta “revelaciones sobre las experiencias internas que lo condujeron a sus obras. Él escribe, en cambio, casi exclusivamente —y de manera intencionada, es evidente— sobre circunstancias externas”.

El autor de los Gurrelieder pone el dedo en la llaga que asoma en cuanto empieza a ahondarse en la figura de Wagner. El músico escribió de manera casi compulsiva sobre cualesquiera temas imaginables, compendiando, como ha escrito uno de sus grandes exégetas, Carl Dahlhaus, “toda la herencia intelectual de su época”. La modestia le era ajena y a los 60 años ya había supervisado personalmente la publicación de los nueve primeros volúmenes de sus Escritos y poemas completos, en los que conviven entremezclados premoniciones y desvaríos, discernimientos y aberraciones: el caso más flagrante y conocido, el ensayo El judaísmo en la música, un verdadero catálogo de infamias y atrocidades. Tampoco dejó al margen de su grafomanía su periplo vital. Empezó a dictarlo en 1865 a su entonces amante, Cosima von Bülow, si bien mitologizando tendenciosamente este soberbio ejercicio de egotismo y maquillando a capricho su biografía. La remozó a fin de presentarla tal y como quería que hubiese sido realmente, con objeto de poder postularse, sin que nada chirriara, a los dos títulos que ansiaba ostentar por encima de todo: el de heredero natural de Beethoven y el de gran redentor —una palabra tan de su gusto— del “sagrado arte alemán”, así caracterizado al final de Los maestros cantores de Núremberg.

Sin embargo, con contadísimas excepciones, apenas nos legó información sobre las claves últimas de su obra, sobre su factura puramente musical y su simbología dramática, sobre la extraña omnipresencia del agua en sus libretos, dejando ladinamente intactas y en penumbra sus amplias zonas de sombra. Teorizó durante décadas —con muy desigual fortuna— sobre todo lo divino y lo humano, pero evitó deliberadamente dar demasiadas pistas sobre aspectos concretos y tangibles de sus dramas, lo cual pensaba que garantizaría aún más su perdurabilidad y aseguraría, como de hecho ha sucedido, las especulaciones, análisis y debates sin fin que no han dejado de perpetuarse hasta hoy.

WAGNERISMO. Wagner anhelaba, por encima de todo, sobrevivir. Ya que físicamente no era posible, buscó hacerlo a través del avatar del wagnerismo, que él mismo fundó, y que constituye un caso único de religión en la que se arrogó para sí los papeles de dios, profeta, evangelista, forjador de ritos y arquitecto ante mortem de su propio santuario: Bayreuth.

Wagner antepuso todo a la pervivencia de sus ideas y no hizo nunca ascos a maquinaciones, mentiras o subterfugios para conseguir sus propósitos, algo que lo sitúa en las antípodas de Giuseppe Verdi, su exacto contemporáneo y compañero natural de efeméride. Giuseppina Strepponi se preguntaba en 1869, en una carta al editor Ricordi: “¿No es cierto, Giulio, que en Verdi el hombre supera al artista?”.

Difícilmente cabe plantearse una disyuntiva semejante en el caso de Wagner, de conducta y opiniones muchas veces indefendibles, de una incontinencia oral pareja a la escrita, pero capaz de elevarse sobre todas sus miserias y contradicciones en su faceta de creador iconoclasta y visionario. Porque es aquí donde hay que rendirse ante los logros de este compositor en gran medida autodidacta que sí acusó, en cambio, con fuerza en su música influencias exógenas.

A la cabeza, sin duda, la filosofía de Arthur Schopenhauer, que le proporcionó “conceptos que —confesó— son perfectamente congruentes con mis propias intuiciones” y le ayudó a desenmarañar la madeja para lograr hacer confluir razón y corazón. Los sentimientos más recónditos, la voluntad de los seres humanos, de los personajes de una ópera, podían adquirir únicamente plena expresión por medio de la música, capaz de llegar a ámbitos infranqueables para las palabras. A Wagner, en consecuencia, no le interesa tanto lo fáctico, los acontecimientos mejor o peor engarzados, como los estados de ánimo, la transformación psicológica de los personajes, la vida interior de su variopinto desfile de arquetipos, aquello que puede ser expresado únicamente por medio de la música, superior, por consiguiente, a las demás artes.

Aceptadas las nuevas reglas del juego, sólo cabe rendirse ante la perfecta construcción de sus estructuras dramáticas, que reposan casi siempre en esquemas sumamente sencillos y admiten lecturas muy distintas, cuando no abiertamente enfrentadas, en coyunturas históricas también cambiantes. Por eso los dramas de Wagner sirven de bisturí hermenéutico psicológico y social de primer orden y, al desasirse con tanta naturalidad de la contingencia histórica que los vio nacer, son, y serán, siempre actuales.

NIETZCHE. Hay quienes han caído en sus redes, como Friedrich Nietzsche, y luego se han tornado apóstatas furibundos: el filósofo alemán pasó de idolatrarlo como un dios a tildarlo del “archiembaucador”. “Éramos amigos y nos hemos convertido en dos extraños condenados a ser enemigos aquí en la tierra”, escribió en 1883, aunque al final de su vida, en Ecce Homo, aún tuvo arrestos para admitir que Wagner había sido “el mayor benefactor” de su vida. Otros, como Thomas Mann, fueron siempre fieles a una atracción que vivieron como irresistible (aunque, en su caso, poblada de oscuridades, patologías sexuales y afinidades edípicas).

Más incluso que el Anillo, la ópera que no ha dejado nunca de conquistar devotos ha sido la más radical de todas, Tristán e Isolda, por lo que no puede sorprender su presencia, muchas décadas después, en propuestas no menos vanguardistas como La tierra baldía, el largo poema de T. S. Eliot, o Un perro andaluz, la breve película de Luis Buñuel.

Nietzsche pensaba que “todo el mundo debe quedar fascinado por su música”. Esta nos apela y remueve por igual, comprendamos o no su carácter revolucionario —que va mucho más allá de sus hallazgos armónicos— y la extraordinaria complejidad de su armazón interna. Hay pocas músicas más sobrenaturales que el dúo del segundo acto y nadie lo ha expresado tan gráfica, cruda y cabalmente como el compositor Virgil Thomson, un crítico musical de sagacidad e ingenio inigualables: “Los amantes eyaculan simultáneamente siete veces”, momentos todos “claramente indicados en la partitura”.

MODERNA. Isolda, un personaje femenino que rompe por completo con una tradición secular y es, operísticamente hablando, la primera mujer moderna, rememora al final del drama, casi como una alucinación, parte de la música de ese dúo, cuando ambos cantan: “¡Así moriríamos para, sin separarnos, eternamente uno, sin fin, sin despertar, sin temer, sin nombre, abrazados en el amor, entregados del todo a nosotros, vivir únicamente para el amor!”. La melodía parece emanar del cadáver de Tristán que tiene a su lado y sólo ella la oye al tiempo que, más que propiamente morir, se transfigura para evitar la separación de su amado y trascender con ello el deseo y el dolor (las heroínas de Wagner no agonizan desangrándose como sus héroes, sino que expiran sin más o se inmolan).

“Ya no es ni siquiera música”, le confesó un día un anonadado Bruno Walter a Thomas Mann después de haber dirigido Tristán e Isolda. Es mucho más que eso: en los primeros años había personas que se desmayaban e incluso vomitaban durante la representación. Y el primer Tristán, el tenor Ludwig Schnorr, murió tan solo un mes después del estreno en Múnich. Acababa de cumplir 29 años.

Al final, el 13 de febrero de 1883, en Venecia, el creador omnipotente, el dios, encontró también la muerte, pues, como dice Gurnemanz sobre Titurel en el tercer acto de Parsifal, su última ópera, Wagner resultó ser al cabo, también él, “un hombre como todos”. Pocos meses antes se había parado el corazón de Charles Darwin y sólo cuatro semanas después fallecería su compatriota Karl Marx en Londres. Los tres grandes revolucionarios del siglo XIX (Sigmund Freud era aún demasiado joven para haber roto moldes), los tres artífices de la modernidad, se iban casi a la vez, con los deberes hechos, dejando un mundo radicalmente diferente del que se habían encontrado y con los tres ismos a que dieron lugar sobreviviéndoles como activísimos fermentos de transformación política, científica y cultural.

Para Wagner, sin embargo, lo peor estaba aún por llegar: su viuda lo sacralizó y sus hijos políticos lo nazificaron. Cosima, que había ofrecido una visión paradisiaca de la vida de la pareja en sus diarios, ejerció, con mejor voluntad que acierto, de custodio y suma sacerdotisa del Grial del wagnerismo, haciendo de su R un objeto de culto. Pero, muy pronto, de la hagiografía se pasó a la demonización. Su hija mayor, Eva, se casó con un apóstol del racismo, Houston Stewart Chamberlain, y la muerte del heredero, el débil Siegfried, que sobrevivió sólo cuatro meses a su madre, dejó las riendas de Bayreuth en manos de su mujer, otra británica, Winifred, una nazi confesa que sentía una fascinación enfermiza por Hitler y que había vivido su primer éxtasis wagneriano a los 17 años: “A partir de ahora, para mí ya no existía otra cosa que Wagner y el mundo de Bayreuth”. El legado del compositor quedaba así, irremediablemente, a los pies de los caballos. Él había tirado las primeras piedras, es cierto, pero la lapidación en toda regla quedó en manos de otros.

VIDA. Por fortuna, y por más que pueda pesarle a su disfuncional familia, hay vida wagneriana más allá de Bayreuth. Quien quiera enfrentarse con provecho a Wagner tendrá, pues, que hacer tabla rasa de contradicciones y disimulos, abstraerse de excesos y desvaríos, pasar por alto hurtos y tergiversaciones, desprenderse de mitologías y sectarismos, prescindir de Hitler y de Nietzsche, huir de apologetas y detractores, para armarse, en cambio, de mesura, de paciencia, de ecuanimidad, de capacidad de asombro, dejando a un lado tanta hojarasca acumulada y la inacabable retahíla de prejuicios heredados.

Dos siglos después del nacimiento de Wagner, no es fácil esquivar la espesa y pegajosa maraña que sigue embrollándolo, vestirse de inocencia y situarse —y situarlo— más allá del bien y del mal, pero, si se consigue, su música y sus poemas, como a él le gustaba llamarlos, se bastan por sí solos para atraparte y acaban por dejarte inerme, atónito, incapaz de ofrecer resistencia alguna. “Zum Raum wird hier die Zeit” (“el tiempo deviene aquí en espacio”), afirma también Gurnemanz, crípticamente, en el primer acto de Parsifal. Más quizá que ningún otro dramaturgo o compositor, para que su magia surta efecto, para poder experimentar, como le sucedió a un subyugado Charles Baudelaire tras escuchar en 1860 varias de sus obras en París, “el orgullo y la dicha de comprender, de dejarme penetrar, invadir, una voluptuosidad verdaderamente sensual, y que se asemeja a la de elevarse en el aire o mecerse sobre el mar”, Wagner precisa justamente de las dos cosas de que lo despojó la maliciosa travesura de John Cage: un espacio —real o mental— en el que desvelar sus dramas y un tiempo —largo y desahogado en el que desplegar su música—.

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