Sería difícil exagerar la importancia de Alberto Villalpando en el desarrollo de la música de Bolivia. Asignarle a este eminente compositor un lugar en la historia no es consignarlo al pasado; es celebrar su presencia. Porque en 2014 Villalpando está no solo vivo, sino vital, en la plenitud de esa creatividad que ha hecho que sea ya, a la edad de 74 años, parte de la historia.

Muchos nos hemos referido a él (por ejemplo en mi reseña Apuntes y reminiscencias, www.agustinfernandez.com) como al “padre de la música contemporánea boliviana”. Más que un título honorífico —como aquel que atribuye Haydn la paternidad de la sinfonía— este sobrenombre es un resumen exacto de la labor cumplida por Villalpando a lo largo de más de medio siglo de trabajo.

Padre, en primer lugar, por su condición de pionero. Por supuesto que hubo compositores en Bolivia mucho antes que Villalpando. Pero, en la Bolivia poscolonial, Villalpando fue el primero en dedicarse profesionalmente a la creación musical, perseverando en ello a lo largo de toda una vida y permitiéndose solo las distracciones impuestas sin escapatoria por la necesidad de llevar el pan a la mesa en un país sin estructuras de remuneración al compositor.

Padre, también, porque Villalpando ha formado a dos generaciones de compositores bolivianos que hoy le debemos gratitud. La enseñanza como oficio habrá significado para muchos un refugio a salvo de las vicisitudes de vivir del arte, pero para Villalpando enseñar ha sido la expresión de una vocación de compartir, mucho más allá de una necesidad práctica.

Soy testigo presencial de un ejemplo contundente —aunque no único— de su vocación de educador: a principios de los años 70, cuando al Maestro no se le conocía ningún ingreso estable, pese a ello nos recibía en su casa con regularidad a un grupo de alumnos que estudiábamos composición bajo su tutela, sin cobrarnos jamás un centavo. Conformábamos el grupo Juan Antonio Maldonado, Willy Pozadas, Freddy Terrazas y yo. En 1974 este núcleo se integró en el primer Taller de Música en la Universidad Católica Boliviana en La Paz, y la clase creció con la llegada de compañeros como Nicolás Suárez, Franz Terceros, los hermanos José Luis, Cergio y Jaime Prudencio, y algunos otros.

La experiencia del Taller de Música fue intensa e intensiva y para sus participantes más comprometidos tuvo un efecto de transformación. Villalpando fue, junto con su colaborador y amigo Carlos Rosso, el espíritu generador y ejecutor de esta experiencia, la cual fue recreada 25 años después en la misma universidad, logrando educar a una segunda vanguardia creativa de figuras jóvenes que, cabe esperar, serán quienes moldeen el paisaje musical de Bolivia en las próximas décadas.

Ni el avance del tiempo ni el traslado de Villalpando a Cochabamba en 2001 han conseguido poner fin a su tarea pedagógica: una selección reducida pero importante de compositores jóvenes ha podido beneficiarse de la generosidad instructora del Maestro; entre ellos está el compositor, psicólogo y docente Luis Moya Salguero.

Sin ánimo de forzar la metáfora paternal más allá de la credibilidad, permítanme considerar una tercera razón para llamar a Villalpando “padre de la música contemporánea boliviana”: su dimensión vanguardista. Padre en el sentido de colector, de proveedor, de aquel que salió a cazar, corrió los peligros del experimentalismo y nos trajo el sustento de su conocimiento destilado por la experiencia.

El aspecto modernista de su trabajo puede parecer obvio ahora, pero no es tan obvio si se toma en cuenta los factores de tiempo y lugar. Si recordamos que Villalpando empezó a ejercer como compositor profesional a su retorno de Buenos Aires en 1965, sabremos que una posición de avanzada estaba de antemano condenada a provocar rechazo en los estrechos corredores por donde se movía —cuando se movía— la música en Bolivia.

Para la música en Europa y en Norteamérica, los años 60 fueron una etapa caracterizada por la profundización y el afianzamiento de los experimentos de la década anterior. A la siembra siguió la cosecha.

Los 50 produjeron obras radicales que afectarían profundamente el curso de la historia: en los Estados Unidos, December 1952 de Earle Brown y 4’33” de Cage (1952). En Alemania, Klavierstück XI (1956), Gesang der Jünlinge (1956), Gruppen (1957) y Kontakte (1960) de Stockhausen. En Francia, Le marteau sans maître (1955) y la Tercera Sonata (1957) de Boulez. En Italia, Sequenza I de Berio (1958). Y muchas otras obras provenientes de Europa y Norteamérica.

En los 60 se cosecharon los frutos de esa radicalidad y se trabajó por integrar las nuevas posibilidades dentro de una gramática sostenible. Fue en esa década de cambios embriagadores que Villalpando hizo su ingreso en la música contemporánea, y efectuó su entrada por la puerta más grande que había: la de Di Tella.

El Centro Latinoamericano de Altos Estudios Musicales (CLAEM), parte del Instituto Torcuato di Tella, fue establecido en Buenos Aires en 1962 por Alberto Ginastera, con el objetivo de formar compositores. El proyecto era atraer talento e ideas, actuando como punto focal de innovación musical americanista acorde con el status de centro mundial al que aspiraba en ese entonces la capital argentina (ver, por ejemplo, John King, El Di Tella y el desarrollo cultural argentino en la década del sesenta, Buenos Aires 1985).

La meta del CLAEM fue alcanzada solo a medias, no tanto por falta de recursos como es la historia eterna de Latinoamérica, sino por el encono personal del presidente de turno, el general Juan Carlos Onganía, quien consiguió clausurar el CLAEM antes de ser derrocado en 1970.

En distintos momentos de sus ocho años de existencia pasaron por el CLAEM en calidad de profesores invitados Sessions, Copland, Davidovsky, Ussachevsky, Earle Brown, Xenakis, Cristóbal Halffter, Messiaen, Nono, Dallapiccola, Malipiero y Maderna. A Villalpando no le tocó estudiar con todos, pero sí con una selección representativa, de la cual dejaron las huellas más hondas Dallapiccola y Malipiero. Aparte del aporte personal de estos grandes compositores, ellos le brindaron a Villalpando la oportunidad, acaso única en Latinoamérica, de ponerse al día en las últimas técnicas contemporáneas en vigencia.

Di Tella significó además para Villalpando el poder acogerse a un movimiento generacional que, bajo la figura tutelar de Ginastera, comprendía a compositores ahora emblemáticos, como el ecuatoriano Mesías Mayguashca, el peruano Édgar Valcárcel, el colombiano Blas Atehortúa, el uruguayo Coriún Aharonián y, entre otros argentinos, el rosarino Alcides Lanza.

Además del estudio analítico de las obras de los compositores invitados y muchas otras, en el CLAEM se respiraba el aire nuevo de la música de entonces: procedimientos armónicos y melódicos no tonales, serialismo, serialismo integral, formaciones estructurales nuevas —ya no dependientes de los moldes clásicos sino de la intención experimental de cada pieza— mecanismos indeterminados o aleatorios, técnicas instrumentales alternativas, y mucho más.

A su retorno a Bolivia en 1965, Villalpando llegó repleto de descubrimientos, ideas, proyectos y energía creativa. Es más —como nos cuenta Luis Moya— acababa de experimentar una epifanía frente a la geografía inmemorial del altiplano, la revelación de una estética de inspiración andina basada en una certeza profunda de que la geografía suena. Estaba listo para emprender la obra de su vida, y en su equipaje intelectual tenía las herramientas necesarias para realizarla.

Su misión era abrirse camino como compositor boliviano en Bolivia, y al hacerlo colocar a su país en el mapa musical del mundo, comunicando significados propios, únicos e irrepetibles en un idioma que el mundo reconociera como vigente. Le sería además necesario concienciar al público boliviano de la necesidad de tener una identidad musical contemporánea, ya no basada en la tarjeta postal del auto-turismo sino movida de adentro hacia fuera por una estética más intrínseca.

Y, por si ese reto creativo fuera poco, le sería necesario hacer escuela, crear un movimiento generacional que compartiera y transmitiera estos ideales. ¿Qué nivel de predisposición encontró el joven compositor en su nuevo entorno cultural de La Paz? Sin un estudio histórico detallado solo se puede especular, pero no hace falta mucha imaginación para deducirlo: la actitud predominante no pudo haber sido sino la incomprensión.

¿Cómo podía no serlo? El público musical paceño, generoso pero conservador, tenía poco conocimiento de obras que no fueran del clasicismo más reconocido, y tenía poca o ninguna experiencia de cualquier música posterior a Debussy. Su concepción, si alguna tenía, de una música clásica boliviana se cifraba en un manojo de piezas cortas de compositores como Eduardo Caba y Humberto Viscarra Monje, y en un repertorio posfolklorista de banda militar industriosamente arreglado para orquesta por el infatigable coronel Antonio Montes Calderón. Es decir, el imperio de la tonalidad era absoluto, y el maremoto de las revoluciones armónicas, rítmicas y tímbricas del modernismo era, a lo sumo, un rumor distante.

En cuanto a intérpretes, la Orquesta Sinfónica Nacional, limitada por sus condiciones de trabajo semiprofesionales, en los años 60 se veía reforzada por un contingente internacional de músicos de alto nivel, norteamericanos y sudamericanos. Numerosos testimonios orales permiten reconstruir la nómina de esos visitantes, y resulta claro que, por excelentes que hayan sido, eran pocos, y no pudieron haber conformado más que una escuadra de élite, insuficiente para producir un cuerpo orquestal cohesionado.

Para que una orquesta no cohesionada reprodujera con resultados convincentes el sonido de una sinfonía clásica, conocida por músicos y oyentes, habría hecho falta voluntad y esfuerzo, y aun así un poco de benevolencia del público crítico. Para que la misma orquesta presentara por primera vez una obra nueva en estilo desconocido, usando técnicas compositivas nunca antes oídas y requiriendo técnicas instrumentales nunca antes probadas en La Paz, y para que el resultado fuera convincente, habría hecho falta el doble de voluntad y el doble de esfuerzo. ¿Cómo se las ingeniaría el compositor de 25 años, recién llegado a la ciudad, para ganarse esa voluntad y canalizarla en su favor? ¿Cómo trasponer la muralla de indiferencia, cuando no de hostilidad? Decir que el reto que tenía por delante era formidable es decir poco. Las cifras de la probabilidad computaban en su contra, y el desenlace más previsible era el fracaso.

Pero Villalpando no fracasó. Cuarenta y nueve años después de ese retorno, podemos decir sin temor a equivocarnos que Villalpando ha triunfado. Su obra, de una magnitud considerable, incorpora la voz inconfundible de los Andes dentro de lo que el rumano Stefan Niculescu llama “una gramática planetaria”, el idioma nuevo y mutable en el que el mundo comunica su diversidad, y la comprende.

La obra de Villalpando se escucha en Bolivia y en el resto del mundo. Dos generaciones de compositores bolivianos lo consideran su maestro. Entre los galardones que ha recibido está el Premio Nacional de Cultura (1998), reservado a las figuras más eminentes que han aportado al patrimonio intelectual del país. Los estudiantes de música hacen proyectos sobre su obra. Los músicos conscientes de su identidad cultural buscan interpretar música de Villalpando; el número de estos ejecutantes progresistas es todavía reducido, pero es creciente y tengo fe en que crecerá más.

Hasta nuestras orquestas, a menudo las últimas en despertar al presente, empiezan a rendirse ante el imperativo de expresar una realidad propia y actual, y, cuando de ello se trata, las obras de Villalpando son la elección natural, porque Villalpando es el compositor boliviano por antonomasia.

La historia de cómo llegó el joven graduado de 1965 al sitio de prominencia absoluta que hoy le pertenece es larga, no desprovista de momentos felices pero ante todo traspasada de dificultades y partícipe hasta la médula del drama de la historia boliviana del último medio siglo. Contarla como se lo merece será un trabajo importante, acaso un proyecto de vida para un investigador talentoso que quizás esté leyendo estas líneas.

Entretanto, es alentador ver cómo surgen ya proyectos ambiciosos y bien concebidos. El libro de Luis Moya explora con perspicacia la dimensión estética del pensamiento y la obra de Villalpando. El Encuentro de Jóvenes Músicos Bolivianos, cuyo gestor y coordinador es Gabriel Revollo, en su edición de 2014 está dedicado a celebrar y diseminar la obra de este compositor.

Felicito a todos los responsables de instigar este despertar, y les deseo una respuesta entusiasta del público. Villalpando la merece. Bolivia la merece.

NOTA.  Este artículo es una adaptación actualizada del prólogo escrito en 2008 para el libro de Luis Moya Salguero Invenciones sobre la sonoridad andina: Estudio patrimonial sobre el pensamiento estético musical de Alberto Villalpando (Cochabamba: Universidad Mayor de San Simón, 2009).