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Solo hay buena y mala música

Chucho Valdés presenta su más reciente  creación, el disco ‘Free-Border’.

/ 13 de julio de 2014 / 04:00

Ya en la escuela, era irse al baño la maestra y ponerse a enredar. —¿¡Qué estás haciendo!? —Pero, profesora, mira lo bien que suena Mozart con ritmos cubanos.

Chucho Valdés (Quivicán, Cuba, 1941) recuerda entre risas cómo empezó todo. Y cómo ha seguido, en definitiva. “Es lo que he hecho siempre, lo que realmente me gusta. Tomar elementos de uno y otro sitio y crear cosas nuevas con ellos. Al principio lo hacía como un chiste, pero poco a poco me fue agradando cada vez más, fui poco a poco entrando en los ritmos e instrumentos que dejaron como legado los africanos y los fui mezclando”.

Así pues, lentamente, decenas de discos después, hasta su último Free-Border. Un disco liberador para el que es uno de los grandes pianistas de la música latina, en el que entremezcla la guajira o el son cubano con el ritmo de los tambores batá… o el flamenco, al que se ha acercado desde que intercala Cuba con Benalmádena, donde compartió los últimos días de su padre, el eterno Bebo. “Me siento muchísimo más cerca del flamenco cuando estoy aquí, lo entiendo mejor. En mi caso, tengo que estudiarlo, y he aprendido compartiendo con músicos de aquí. Tiene una riqueza y una pasión increíble. Los cantantes lo viven todo con una fuerza…”, sentencia el músico.

El flamenco está presente en su último trabajo, un álbum con el que reivindica un jazz sin fronteras, porque ‘nunca hay tres tipos de música. Solo puede haber dos: la mala y la buena. El resto no es más que tomar elementos que encuentras y tratas de hacerlos compatibles para crear algo diferente, original”.

En esta ocasión, Chucho Valdés ahonda también en las raíces americanas, las del comanche que ilustra el disco. “Fueron una tribu deportada en el siglo XIX hacia México, aunque algunos terminaron en Cuba. Vivieron sobre todo en la parte oriental. Trabajaron allí, se juntaron con los africanos, hicieron familia. Y música, de la que apenas quedó nada. Tuve que investigar, que es lo que me gusta para empaparme de las raíces y poder hacer cosas diferentes”.

Un trabajo, este de indagar, que no parece tener fin en el pianista. “Siempre faltan cosas por descubrir, como el legado que dejaron los esclavos de Nigeria, del Congo… Hay mucho aún que se puede mejorar en cuanto a rítmica, pero también en melodía. Realmente, lo que hago es buscar en mis raíces, en mi identidad afrocubana”.

En esa constante necesidad de fusionar géneros, Chucho Valdés siempre tiene presente la figura de su padre. El fallecido Bebo Valdés (Quivicán, Cuba, 1918-Estocolmo, 2013) que, pese a vivir lejos de la isla, se mantuvo fiel a la tradición del jazz afrocubano.

“Bebo es un concepto, un estilo. No necesitaba hacer nada de esto, a él hay que seguirlo. Fue un compositor súper original y una escuela de piano única. Yo soy de otra generación, tomé todo lo de él, y luego de aquí y de allá, dice finalmente Chucho.

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Territorio jaguar

Viaje al corazón de la selva maya de Calakmul, donde un grupo de conservacionistas mexicanos trata de salvar al gran felino de América.

/ 3 de enero de 2018 / 04:00

La cadencia de los ladridos de Minerva marca la proximidad de la presa. Cuando esta sabuesa percibe que la carnada se ha evaporado, se agita y gruñe pausadamente. Es la señal. Entonces comienza a seguir el rastro de la bestia que ha devorado la pieza, junto a siete perros más y dos hombres a través de la frondosa selva. El sol comienza a dar vida a caminos imposibles por los que se abren paso con un machete. El ritmo es vertiginoso. Los ladridos se aceleran al sentir que cercan al gran felino, que ya no tiene escapatoria. Una vez rodeado el depredador más preciado de los trópicos de América, la intensidad de los aullidos aminora. Ya solo es cuestión de esperar.

Las curtidas manos de don Pancho acarician a Minerva como quien posee un tesoro mientras rememora lo que supone encontrarse con un jaguar. “Llegar, ver al animal y saber que no le vamos a hacer nada. Eso me emociona”. La emoción de don Pancho, si acaso don Panchito, porque ya nadie fuera de los trámites burocráticos le llama Francisco Zabala, no ha llegado por ósmosis. Antes, si buscaba un jaguar era para matarlo. El felino fue durante años su enemigo, el que devoraba el ganado con el que, mal que bien, conseguía salir adelante en Tamaulipas, donde creció, en el norte de México, en la frontera que décadas después se desangra por el crimen organizado. “Era legal”, recuerda don Pancho. El trato de usted se le reconoce por los 76 años de su documento de identidad. También porque pocas personas en México han capturado tantos jaguares como él: “Más de 200 tigres. He llegado a ver 300”.

Don Pancho no mata un jaguar desde hace 30 años. Ahora, en la otra punta del país, acompaña en el terreno al proyecto de preservación del felino del Laboratorio de Ecología y Conservación de Fauna Silvestre del Instituto de Ecología de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), que ha obtenido el Premio Fundación BBVA en su XII edición, por el trabajo de protección de la biodiversidad en Latinoamérica. Durante más de dos décadas, un equipo dirigido por el investigador Gerardo Ceballos ha desarrollado una estrategia para analizar la ecología del jaguar y contribuir a su conservación.

En México habitan alrededor de 4.000 de estos depredadores, según un censo elaborado entre 2009 y 2011; con la próxima actualización se prevé que pueda aumentarse en unos 500. Del total, 600 se encuentran en la región de Calakmul, en el Estado de Campeche, en la península de Yucatán, muy cerca de las fronteras con Guatemala y Belice. En medio de esa selva, los mayas erigieron en el primer milenio antes de Cristo la ciudad de Calakmul, que compitió en grandeza con Chichén Itzá al norte y con Tikal al sur, y tuvo su esplendor entre los siglos VII y X de nuestra era. Los arqueólogos han localizado unas 6.000 estructuras. Desde lo alto de las ruinas se atisba uno de los pocos océanos verdes del planeta, parte de las 723.000 hectáreas decretadas como reserva de la biosfera por el Gobierno mexicano. El yacimiento y los bosques tropicales han sido declarados por la Unesco patrimonio de la humanidad. Y son el corazón del jaguar en México.

Una variada y rica fauna y flora rodea Calakmul, un yacimiento arqueológico prehispánico maya situado en el sureste del estado mexicano de Campeche, en la región del Petén, en el núcleo de la reserva de la biosfera de Calakmul, de más de 700.000 hectáreas, a pocos kilómetros de la frontera con Guatemala.

El trabajo del equipo dirigido por Ceballos ha facilitado un diagnóstico exhaustivo del comportamiento del felino, animal temido y adorado en la época de los mayas. Los machos abarcan un territorio mucho más grande que el de las hembras y suelen ser solitarios. Apenas se juntan para aparearse, ya que las hembras paren y cuidan a las crías solas; y se separan de ellas al cabo de un año. El jaguar mexicano puede pesar entre 50 y 70 kilos. Es de menor tamaño que el que se encuentra al sur del continente —que alcanza los 100 kilos— y se alimenta de presas más pequeñas. Las más habituales son el venado, el tejón o el armadillo, la misma cacería de subsistencia con la que los pobladores locales dotan de proteína a sus animales. Esa pugna orilla al jaguar a matar al ganado en vez de a sus presas naturales. “Hay una competencia muy fuerte entre el hombre y el jaguar”, admite Ceballos. El conflicto dificulta la conservación del felino. Convencer a los humildes ganaderos de esta zona del sur de México, ya de por sí deprimida, de la necesidad de ­preservar al depredador no es sencillo. A cambio, y en el mejor de los casos, reciben poco. La ayuda del Gobierno no siempre llega y, generalmente, se siente insuficiente. “Muchas veces nos recriminan: ‘Ustedes quieren jaguares gordos y niños flacos”. La subsistencia del animal resulta, no obstante, capital para el investigador. “Su preservación contribuye a conservar centenares de especies. Si el jaguar vive en un ambiente de cobertura forestal y hay presas, es raro que haga ­incursiones hacia las áreas abiertas”.

Para preservar, primero hay que capturar; solo así se podrán seguir los pasos y el comportamiento del felino. La tecnología es clave. Cuando Ceballos arrancó el proceso con su equipo, apenas tenían detectados 50 puntos en todo el territorio por los que se desplazaba el jaguar. Después se incorporaron unos collares que precisaban sus movimientos. Pero no son eternos y, para cambiarlos, hay que atrapar de nuevo al animal. Desde hace cuatro años, los artefactos tienen un dispositivo que, al acabarse la batería, provoca que se abran y caigan al suelo. Hasta entonces permiten un seguimiento casi milimétrico que ayuda a conocer más la biología del animal.

El trabajo se complementa con un sistema de cámaras trampa que se suelen colocar a unos 50 centímetros del suelo. Por el área de influencia del equipo de Ceballos, unos 117 kilómetros cuadrados, hay distribuidas más de 50. Las baterías suelen durar cinco semanas y, aunque pueden grabar video, generalmente se utilizan para hacer fotos. No siempre se capta a un jaguar. Las cámaras son sensibles a cualquier movimiento, como atestigua Heliot Zarza, mano derecha de Ceballos, mientras muestra algunos ejemplos: armadillos, tejones y, sí, también el deseado felino.

En Laguna Om, cerca de Calakmul, se encuentra el humilde centro de operaciones del proyecto que dirige Ceballos. Bordeado por una charca que estos días ha recobrado el vigor tras la alarmante sequía de semanas anteriores, el campamento está en permanente renovación. Unas barracas cubren las tiendas de campaña mientras se construyen varios habitáculos en los que poder alojar, en un futuro cercano, a estudiantes y visitantes interesados en el trabajo. A la espera de contar con un generador de luz, las linternas y las velas sirven de guía desde que cae el sol hasta el amanecer, hora de partida.

El turismo es una de sus fuentes de subsistencia.

Apenas son las cuatro de la madrugada cuando la calma en el campamento se ve alterada por el ladrido de los perros, inquietos, sabedores de lo que se viene. Los collares y las cámaras han permitido conocer por dónde se desplazan los jaguares y abonar así caminos para facilitar su posible captura. Sin embargo, en época de lluvias, como este noviembre mexicano, los senderos están inundados por el barro. Encontrar un jaguar resulta complejo. Aun así, una camioneta con Heliot Zarza y Pocho, uno de los dos chicos que se abrirán paso con los sabuesos por el bosque en busca del jaguar, se adentra por un camino improvisado. Don Pancho se mantiene en la retaguardia, en el vehículo que transporta a los perros.

No hay luz todavía cuando la camioneta principal encalla en el barrizal. Marcos, uno de los guías de los perros, decide adentrarse en la selva para comprobar si la carnada que dejaron hace un día sigue ahí. Si no está, avisarán a Ceballos y al resto del equipo, entre ellos una veterinaria, que aguarda en el campamento. Es el momento que todos esperan. El de los aullidos de Minerva, la sabuesa. Solo Marcos y Pocho podrán seguir el ritmo de los perros. El resto se demorará hasta llegar al jaguar: 20 minutos, una hora, tres horas…, quién sabe. Aquí no hay GPS que valga. Solo los ladridos sirven de orientación. Por delante, la selva emergerá sin fin.

A los investigadores les resulta imposible de explicar el cúmulo de sensaciones que produce tener un jaguar cara a cara. Hay que actuar con delicadeza. Si el felino permanece en el suelo, puede revolverse. Los perros guardan distancia. Un zarpazo acabará con cualquiera de ellos. Los ladridos fuerzan generalmente a que el animal trepe al árbol. En ese momento, Marcos se subirá a otro para disparar la anestesia. La veterinaria es la encargada de calibrar la dosis necesaria teniendo en cuenta el peso del animal. La caída no es automática, el jaguar suele descender. Ya en el suelo, se desmayará. No hay tiempo que perder: se le protegerán los ojos, se le pesará y se tomarán muestras de sangre para estudiar su evolución. Se le colocará el collar pertinente y se asegurará que, poco a poco, va despertando.

“Me queda claro que lo importante es conservar”, ­resume don Pancho. Preservar, el mantra de Gerardo Ceballos desde que, siendo niño, leyó El último chorlito, el libro que marcó su infancia y modeló su vida profesional: “Decía algo como que las grandes bandadas no llegan ya y solo quedan las leyendas; últimos de una especie agonizante, vuelan solos… Yo imaginaba cómo sería llegar a un lugar y no ver a nadie. Esa enorme soledad”.

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RULFO RESUENA

La incuestionable obra del escritor mexicano continúa trasladando, entre murmullos, un mensaje importante y absolutamente actual.

/ 28 de mayo de 2017 / 04:00

Hay algo que trasciende cualquier efeméride sobre Juan Rulfo, de cuyo nacimiento se cumplieron este martes 100 años: el poso de su obra en el México actual, que avanza por un 2017 marcado por el repunte de la violencia, la consolidación del mal endémico de la corrupción y una sensación de búsqueda a sí mismo en el que surgen dos cuestiones: ¿Qué queda del México de Rulfo hoy? ¿Qué tiene aún que decir Rulfo a los mexicanos hoy?

“Del México rural de Rulfo queda Rulfo, como del mundo griego antiguo queda Homero. Una desgracia de no saber griego antiguo es no saber a qué suena Homero. Una desgracia de no saber español mexicano es no saber cómo resuena Rulfo”, responde a la primera de las cuestiones Héctor Aguilar Camín, periodista y escritor. “Su obra no tiene edad. El México de ayer, de hoy y de mañana es el México de Rulfo. Rulfo lo recreó y en algún sentido lo creó”, ahonda el historiador Enrique Krauze.

Pocos en México, o más bien nadie, se han atrevido hasta ahora a alzar la voz para cuestionar la obra de Rulfo, como ha podido ocurrir con otros autores. “Es incuestionable y una prueba de ellos es la cantidad de lecturas y reacciones que provoca aún”, opina el escritor Antonio Ortuño, reciente ganador del Premio Ribera de Duero. Ortuño ve en algunos de los narradores contemporáneos —Yuri Herrera, Emiliano Monge o Fernanda Melchor— “resonancias rulfianas”. En este sentido, Monge es contundente sobre qué queda del México de Rulfo hoy: “Todo. La desigualdad, la hidra del desprecio, el tiempo detenido, la pobreza como sello de clausura. Somos ese país donde el progreso ha sido tan solo una forma más del despojo. El abandono del México rural y el deterioro imparable del México gobernado como tierra de caciques siguen siendo los mismos que Rulfo fotografió, escribió y entendió mejor que cualquiera”. El autor de Las tierras arrasadas cree que “en pleno siglo XXI, México permanece extraviado entre un pasado que no ha sabido digerir y una modernidad que no calza con su horma”.

Para Jorge Volpi, el México que refleja Pedro Páramo aún pervive. “Quizás los pueblos de Jalisco y Colima ya no se hallen en ese estado de abandono, pero basta redirigir la mirada hacia Guerrero o Chiapas para observar lo mismo que él atestiguó en su tierra. Y, por supuesto, el autoritarismo de entonces se mantiene, en muchas medidas, en nuestro presente”.

La vigencia de la obra de Rulfo es indudable para Krauze. “En cada página hay un toque de piedad, de misericordia, de compasión. También de crueldad ciega, de aridez, de silencio. Su novela se iba a llamar Los murmullos. México (el subsuelo de México) murmura en sus cuentos. Muertos y vivos susurran sus murmullos en sus páginas”, profundiza el historiador cuando se le pregunta por qué tiene que decir Rulfo a los mexicanos hoy en día.

Aguilar Camín recurre de nuevo a los clásicos para realzar el mensaje del autor: “Le dice a los mexicanos de hoy lo que dicen los mitos: la verdad de un mundo ido que no se ha ido. Lo que el Edipo de Sófocles le dice al Edipo de Freud, y lo que ambos nos dicen a nosotros”. “Como todo clásico, porque Rulfo ya lo es, nos habla tanto de su tiempo como del nuestro”, profundiza Volpi. “Hoy vivimos otro momento marcado por la ira y la rabia por los agravios de los años que corren justo entre la publicación de Pedro Páramo y nuestros días. A caballo entre dos tiempos, agotados y desesperanzados, nosotros también podríamos ser retratados como esos muertos vivos o vivos muertos de Rulfo. Pero, desde luego, hay mil cosas más que Rulfo nos sigue diciendo a los mexicanos, y a todos los lectores que se atreven a entrar en sus páginas y a sorprenderse con su lenguaje y su forma y sus silencios”, añade.

Antonio Ortuño, que admite haber transitado del rechazo adolescente —“en Guadalajara es una suerte de culto laico”— al respeto enorme, cree que, como ocurre con Gardel y los aficionados del tango, “Rulfo cada vez escribe mejor”. Aunque advierte: “En México tendemos a endiosar a las personas acríticamente. Parte de la desgracia de autores como Carlos Fuentes fue esa: la muralla de caravanas que iba rodeando su paso, en vida, pasó a una suerte de hartazgo. De momento, se habla poco de él. No pasó eso con Rulfo, porque tenía otro talante. Pero puede pasarle a su figura y su obra. Corremos el riesgo de repetir tanto que Rulfo es un símbolo de la mexicanidad que quizá acabemos convirtiéndolo en el nuevo Frida Kahlo. La obra de Rulfo va más allá. Es un autor fundamental del idioma”.
Emiliano Monge cree que la vigencia del mensaje de Rulfo se encuentra en aquello que dijo desde el principio y que los mexicanos no han “querido o sabido asimilar: que la violencia es un escenario, el gran escenario donde se ha dirimido y se dirime, todavía hoy, la mexicanidad”.

Aún así, para Monge lo importante no es lo que Rulfo aún tenga que decir, sino lo que ya dijo a los mexicanos, pero no supieron, o no quisieron, escuchar. “¿Cómo explicar, si no, que la mayor ficción de nuestra lengua, en la que nos hablan los muertos desde sus tumbas, preconfigurara con tal exactitud la realidad que hoy determina y explica a este país, es decir, la de un territorio retacado de fosas comunes? Más de medio siglo antes de que México empezara a enterrar a sus habitantes en las arenas del olvido y la impunidad, Rulfo enterró allí a sus personajes. ¡Y no supimos leer todo lo que con esto nos estaba advirtiendo!”.

Mexicanos cotidianos

Personajes reales pero duros y risueños, como si salieran de ‘Pedro Páramo’ o ‘El llano en llamas’

Claudio Ferrufino-Coqueugniot – Escritor

Me ocurrió con los rusos, a pesar de que un buen porcentaje de los que llegaron a Denver en los 90 eran judíos, armenios, kazajos, rusos blancos. Miraba a esa gran población migrante que de pronto había venido a ocupar puestos de trabajo en la gloriosa era Clinton, donde el dinero fluía a patadas y “América” era esa del sueño y la leyenda. Llenaron posiciones menores, de peones por usar una palabra, aunque no era la suya labor agrícola. Hice amistad, devoré borsch con crema agria y eneldo; los catliets ucranios eran oblongas albóndigas de inolvidable sabor, tal vez debido a la cantidad de masa grasosa; dulce es la muerte.

Observándolos, me pregunté muchas veces si estos podían ser aquellos de febrero y octubre del 17. De indisciplinadas costumbres, poco aseo, escaso interés en lo que convenía al colectivo; parecía que no. Claro que los hechos sociales no se guían por minucias como las de la aversión al agua o la borrachera perenne que en los edificios de apartamentos de Valentia Street teníamos con vodka. Poco a poco me di cuenta que sí, descendientes directos de los milicianos subidos sobre los carros de asalto para escuchar a Dybenko. Es más, eran ellos, muchos pequeños y esmirriados, lejos de la idea que tenemos del ruso, los que habían correteado a los alemanes hasta Berlín.

Pues lo de los mexicanos vino a ser narración similar. Mi vicio con la cronología y los héroes, en medio de una masa que hacía de rodillo histórico que permitía descollar a los líderes, me llevó a observar a los vecinos, compañeros de trabajo, al vendedor de elotes con mayonesa y mostaza en las tardes de otoño; la vendedora de pan dulce, la tamalera, cuyos rasgos eran tan dulces y tan fieros como soldaderas entonces, y tan serios y cojonudos ellos, los machines, vendiendo helados hoy o como cuando morían en las cuerdas de Pancho Reatas, según le decían a Francisco Murguía, constitucionalista y carrancista, ayer.

No cabía duda: los mismos pelados de la revolución. Chaparros, en su mayoría, gente por la que la patronal gringa no apuesta un peso, tan insignificantes aparentan ser. No encontré sino en un par de ocasiones bigotazos clásicos entre los norteños; mucho bigotito tipo sobaco de niña denunciando la sangre india, el pueblo labrador, hacia el centro y hacia el sur. Por un lado, la humildad del que siempre ha sido pobre; por otro, el orgullo que caracteriza a su nación —en general— y que les hace despreciar la muerte por ser vieja poco cachonda y “jedionda”. Cuanto antes, mejor.

Los mexicanos de El llano en llamas vivían alrededor. Dichoso yo que trashumaba la gran literatura tocando a la puerta, escuchando el verbo, sin necesidad de acercarme a la academia. Leí a Rulfo entre los amigos coculenses de un Jalisco bordeando ya Michoacán. Sentí el polvo, lo olí, Sahuayo y Comala, un humo que se arrastraba desde el volcán de Colima para ennegrecer el cielo también pesado de cuervos. Pensé en Joaquín, mi padre, que me hacía leer a Martín Luis Guzmán a mis 10 años.

En un festín de tacos: al carbón, de carnita, lengua, tuétano y ojo, contemplé en un mexicano sesentón a Pedro Páramo. Se apoyaba en la baranda de un centro vecinal para fiestas, con un fondo de piscina, y echaba pausadamente chile casi guindo sobre la carne humeante. Le pregunté de dónde era; no quién porque lo sabía de antemano. “Gómez Balazo”, respondió casi con rictus mientras le chorreaba el ají de árbol por el costado canoso de la barba y se lamía los dedos ensuciados por las diminutas tortillas. “Un gusto”, y me alejé. Solo faltaba el traje negro y viento de angustia. Pero esto era Colorado y lo negro del crepúsculo no lo es tanto como al sur.

Por supuesto Gómez Balazo no existe. Bueno, sí, pero se llama Gómez Palacio, ahí entre Durango y Coahuila. Y no es que Pedro Páramo se burlase de mí, de allí venía, de la muerte, y no huía de ella sino que la trajo consigo para cuando llegue el tiempo de noviar y acostarse.

Si Macondo fue de lluvia, Jalisco de polvo fue. Al ventear, lo que se levanta del suelo y vuela por el aire puede ser fina arena, ceniza, pueden ser muertitos que fallecieron con sonrisa en labios porque se les frotó el cuerpo con vino, por donde entrarían las balas. O angustiados. O indiferentes, remojándose los labios mientras les acomodan la soga. Aquí van a morir valientes.

Claro que son los de la era revolucionaria. En la noche puedo sentir los pasos cortos de gente que llevó eternamente guaraches. Los de Rulfo, seguro, si parece que sus páginas se escriben alrededor, mientras cuecen carnitas de color naranja en discos metálicos.

Cada uno de ellos, los mexicanos cotidianos, los que te traen atole con tamarindo y tamal con epazote y son dicharacheros, maliciosos, reidores, llevan detrás, se les nota, muy poco miedo y harto de tragedia. También crueldad, lo he percibido. También piedad.

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RULFO RESUENA

La incuestionable obra del escritor mexicano continúa trasladando, entre murmullos, un mensaje importante y absolutamente actual.

/ 28 de mayo de 2017 / 04:00

Hay algo que trasciende cualquier efeméride sobre Juan Rulfo, de cuyo nacimiento se cumplieron este martes 100 años: el poso de su obra en el México actual, que avanza por un 2017 marcado por el repunte de la violencia, la consolidación del mal endémico de la corrupción y una sensación de búsqueda a sí mismo en el que surgen dos cuestiones: ¿Qué queda del México de Rulfo hoy? ¿Qué tiene aún que decir Rulfo a los mexicanos hoy?

“Del México rural de Rulfo queda Rulfo, como del mundo griego antiguo queda Homero. Una desgracia de no saber griego antiguo es no saber a qué suena Homero. Una desgracia de no saber español mexicano es no saber cómo resuena Rulfo”, responde a la primera de las cuestiones Héctor Aguilar Camín, periodista y escritor. “Su obra no tiene edad. El México de ayer, de hoy y de mañana es el México de Rulfo. Rulfo lo recreó y en algún sentido lo creó”, ahonda el historiador Enrique Krauze.

Pocos en México, o más bien nadie, se han atrevido hasta ahora a alzar la voz para cuestionar la obra de Rulfo, como ha podido ocurrir con otros autores. “Es incuestionable y una prueba de ellos es la cantidad de lecturas y reacciones que provoca aún”, opina el escritor Antonio Ortuño, reciente ganador del Premio Ribera de Duero. Ortuño ve en algunos de los narradores contemporáneos —Yuri Herrera, Emiliano Monge o Fernanda Melchor— “resonancias rulfianas”. En este sentido, Monge es contundente sobre qué queda del México de Rulfo hoy: “Todo. La desigualdad, la hidra del desprecio, el tiempo detenido, la pobreza como sello de clausura. Somos ese país donde el progreso ha sido tan solo una forma más del despojo. El abandono del México rural y el deterioro imparable del México gobernado como tierra de caciques siguen siendo los mismos que Rulfo fotografió, escribió y entendió mejor que cualquiera”. El autor de Las tierras arrasadas cree que “en pleno siglo XXI, México permanece extraviado entre un pasado que no ha sabido digerir y una modernidad que no calza con su horma”.

Para Jorge Volpi, el México que refleja Pedro Páramo aún pervive. “Quizás los pueblos de Jalisco y Colima ya no se hallen en ese estado de abandono, pero basta redirigir la mirada hacia Guerrero o Chiapas para observar lo mismo que él atestiguó en su tierra. Y, por supuesto, el autoritarismo de entonces se mantiene, en muchas medidas, en nuestro presente”.

La vigencia de la obra de Rulfo es indudable para Krauze. “En cada página hay un toque de piedad, de misericordia, de compasión. También de crueldad ciega, de aridez, de silencio. Su novela se iba a llamar Los murmullos. México (el subsuelo de México) murmura en sus cuentos. Muertos y vivos susurran sus murmullos en sus páginas”, profundiza el historiador cuando se le pregunta por qué tiene que decir Rulfo a los mexicanos hoy en día.

Aguilar Camín recurre de nuevo a los clásicos para realzar el mensaje del autor: “Le dice a los mexicanos de hoy lo que dicen los mitos: la verdad de un mundo ido que no se ha ido. Lo que el Edipo de Sófocles le dice al Edipo de Freud, y lo que ambos nos dicen a nosotros”. “Como todo clásico, porque Rulfo ya lo es, nos habla tanto de su tiempo como del nuestro”, profundiza Volpi. “Hoy vivimos otro momento marcado por la ira y la rabia por los agravios de los años que corren justo entre la publicación de Pedro Páramo y nuestros días. A caballo entre dos tiempos, agotados y desesperanzados, nosotros también podríamos ser retratados como esos muertos vivos o vivos muertos de Rulfo. Pero, desde luego, hay mil cosas más que Rulfo nos sigue diciendo a los mexicanos, y a todos los lectores que se atreven a entrar en sus páginas y a sorprenderse con su lenguaje y su forma y sus silencios”, añade.

Antonio Ortuño, que admite haber transitado del rechazo adolescente —“en Guadalajara es una suerte de culto laico”— al respeto enorme, cree que, como ocurre con Gardel y los aficionados del tango, “Rulfo cada vez escribe mejor”. Aunque advierte: “En México tendemos a endiosar a las personas acríticamente. Parte de la desgracia de autores como Carlos Fuentes fue esa: la muralla de caravanas que iba rodeando su paso, en vida, pasó a una suerte de hartazgo. De momento, se habla poco de él. No pasó eso con Rulfo, porque tenía otro talante. Pero puede pasarle a su figura y su obra. Corremos el riesgo de repetir tanto que Rulfo es un símbolo de la mexicanidad que quizá acabemos convirtiéndolo en el nuevo Frida Kahlo. La obra de Rulfo va más allá. Es un autor fundamental del idioma”.
Emiliano Monge cree que la vigencia del mensaje de Rulfo se encuentra en aquello que dijo desde el principio y que los mexicanos no han “querido o sabido asimilar: que la violencia es un escenario, el gran escenario donde se ha dirimido y se dirime, todavía hoy, la mexicanidad”.

Aún así, para Monge lo importante no es lo que Rulfo aún tenga que decir, sino lo que ya dijo a los mexicanos, pero no supieron, o no quisieron, escuchar. “¿Cómo explicar, si no, que la mayor ficción de nuestra lengua, en la que nos hablan los muertos desde sus tumbas, preconfigurara con tal exactitud la realidad que hoy determina y explica a este país, es decir, la de un territorio retacado de fosas comunes? Más de medio siglo antes de que México empezara a enterrar a sus habitantes en las arenas del olvido y la impunidad, Rulfo enterró allí a sus personajes. ¡Y no supimos leer todo lo que con esto nos estaba advirtiendo!”.

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Me ocurrió con los rusos, a pesar de que un buen porcentaje de los que llegaron a Denver en los 90 eran judíos, armenios, kazajos, rusos blancos. Miraba a esa gran población migrante que de pronto había venido a ocupar puestos de trabajo en la gloriosa era Clinton, donde el dinero fluía a patadas y “América” era esa del sueño y la leyenda. Llenaron posiciones menores, de peones por usar una palabra, aunque no era la suya labor agrícola. Hice amistad, devoré borsch con crema agria y eneldo; los catliets ucranios eran oblongas albóndigas de inolvidable sabor, tal vez debido a la cantidad de masa grasosa; dulce es la muerte.

Observándolos, me pregunté muchas veces si estos podían ser aquellos de febrero y octubre del 17. De indisciplinadas costumbres, poco aseo, escaso interés en lo que convenía al colectivo; parecía que no. Claro que los hechos sociales no se guían por minucias como las de la aversión al agua o la borrachera perenne que en los edificios de apartamentos de Valentia Street teníamos con vodka. Poco a poco me di cuenta que sí, descendientes directos de los milicianos subidos sobre los carros de asalto para escuchar a Dybenko. Es más, eran ellos, muchos pequeños y esmirriados, lejos de la idea que tenemos del ruso, los que habían correteado a los alemanes hasta Berlín.

Pues lo de los mexicanos vino a ser narración similar. Mi vicio con la cronología y los héroes, en medio de una masa que hacía de rodillo histórico que permitía descollar a los líderes, me llevó a observar a los vecinos, compañeros de trabajo, al vendedor de elotes con mayonesa y mostaza en las tardes de otoño; la vendedora de pan dulce, la tamalera, cuyos rasgos eran tan dulces y tan fieros como soldaderas entonces, y tan serios y cojonudos ellos, los machines, vendiendo helados hoy o como cuando morían en las cuerdas de Pancho Reatas, según le decían a Francisco Murguía, constitucionalista y carrancista, ayer.

No cabía duda: los mismos pelados de la revolución. Chaparros, en su mayoría, gente por la que la patronal gringa no apuesta un peso, tan insignificantes aparentan ser. No encontré sino en un par de ocasiones bigotazos clásicos entre los norteños; mucho bigotito tipo sobaco de niña denunciando la sangre india, el pueblo labrador, hacia el centro y hacia el sur. Por un lado, la humildad del que siempre ha sido pobre; por otro, el orgullo que caracteriza a su nación —en general— y que les hace despreciar la muerte por ser vieja poco cachonda y “jedionda”. Cuanto antes, mejor.

Los mexicanos de El llano en llamas vivían alrededor. Dichoso yo que trashumaba la gran literatura tocando a la puerta, escuchando el verbo, sin necesidad de acercarme a la academia. Leí a Rulfo entre los amigos coculenses de un Jalisco bordeando ya Michoacán. Sentí el polvo, lo olí, Sahuayo y Comala, un humo que se arrastraba desde el volcán de Colima para ennegrecer el cielo también pesado de cuervos. Pensé en Joaquín, mi padre, que me hacía leer a Martín Luis Guzmán a mis 10 años.

En un festín de tacos: al carbón, de carnita, lengua, tuétano y ojo, contemplé en un mexicano sesentón a Pedro Páramo. Se apoyaba en la baranda de un centro vecinal para fiestas, con un fondo de piscina, y echaba pausadamente chile casi guindo sobre la carne humeante. Le pregunté de dónde era; no quién porque lo sabía de antemano. “Gómez Balazo”, respondió casi con rictus mientras le chorreaba el ají de árbol por el costado canoso de la barba y se lamía los dedos ensuciados por las diminutas tortillas. “Un gusto”, y me alejé. Solo faltaba el traje negro y viento de angustia. Pero esto era Colorado y lo negro del crepúsculo no lo es tanto como al sur.

Por supuesto Gómez Balazo no existe. Bueno, sí, pero se llama Gómez Palacio, ahí entre Durango y Coahuila. Y no es que Pedro Páramo se burlase de mí, de allí venía, de la muerte, y no huía de ella sino que la trajo consigo para cuando llegue el tiempo de noviar y acostarse.

Si Macondo fue de lluvia, Jalisco de polvo fue. Al ventear, lo que se levanta del suelo y vuela por el aire puede ser fina arena, ceniza, pueden ser muertitos que fallecieron con sonrisa en labios porque se les frotó el cuerpo con vino, por donde entrarían las balas. O angustiados. O indiferentes, remojándose los labios mientras les acomodan la soga. Aquí van a morir valientes.

Claro que son los de la era revolucionaria. En la noche puedo sentir los pasos cortos de gente que llevó eternamente guaraches. Los de Rulfo, seguro, si parece que sus páginas se escriben alrededor, mientras cuecen carnitas de color naranja en discos metálicos.

Cada uno de ellos, los mexicanos cotidianos, los que te traen atole con tamarindo y tamal con epazote y son dicharacheros, maliciosos, reidores, llevan detrás, se les nota, muy poco miedo y harto de tragedia. También crueldad, lo he percibido. También piedad.

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Estados Unidos de Hispanoamérica

La primera potencia tiene pasado hispano, herencia que los propios estadounidenses desconocen.

/ 7 de diciembre de 2014 / 04:00

La década de 1850 trajo la fiebre del oro a California. Miles de inmigrantes acudieron en busca del deseado metal. De aquella época datan las andanzas de Joaquín Murrieta, el bandolero de origen mexicano que resistía a la conquista anglosajona de California. Su vida inspiró algunas de las aventuras de El Zorro. Y éste, con el tiempo, a otros personajes ya sin el distintivo hispano, como El Llanero Solitario o el Cisco Kid, de O. Henry. “La tradición de los superhéroes norteamericanos procede de las raíces hispanas, del ejemplo modélico de El Zorro, esa persona al margen de la sociedad que se convierte mágicamente en un individuo al servicio de ella. El extranjero, el extraño, que se convierte en salvador”, argumenta el historiador Felipe Fernández-Armesto, que brama entre risas: “Todos los grandes superhéroes, salvo Superman, heredan esa estética de cubrirse la cara antes de ejercer sus poderes”.

La relevancia de El Zorro en la historia de Estados Unidos puede resultar anecdótica, pero para Fernández-Armesto (Londres, 1950) es un ejemplo más de hasta qué punto las raíces hispanas están implantadas en el país, algo que aborda en su nuevo libro Nuestra América: una historia hispana de Estados Unidos (Galaxia Gutenberg en colaboración con la Fundación Rafael del Pino); de ese pasado desconocido en un país cada vez más hispanohablante e hispanocultural, y cuyos ciudadanos han aprendido la historia “como si hubiera ido conformándose exclusivamente de este a oeste”, lamenta el historiador. “Pero no hay tejido posible sin una fuerte urdimbre que la cruce perpendicularmente de abajo hacia arriba. La historia hispana de Estados Unidos constituye esa urdimbre: un eje norte-sur en torno al cual se formó Estados Unidos, que se cruza con el eje este-oeste que suele primar en la perspectiva convencional. Hacer visible la contribución hispana es como inclinar el mapa hacia un lado y ver Estados Unidos desde un punto de vista inusual”.

Doctor en Historia por la Universidad de Oxford y actualmente profesor de la Universidad de Notre Dame, en Indiana, Fernández-Armesto, de padre español, sitúa la génesis del libro en una visita a la Academia de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos en Colorado, un enclave de tradición conservadora, donde hace años dio unas charlas. Con uno de los profesores mantuvo una larga conversación sobre inmigración. No diferían demasiado. Hasta que el militar sacó a colación que el problema radicaba en que todo el mundo debía aprender la lengua nativa. “Estoy completamente de acuerdo”, le respondió el historiador: “Todo el mundo tendría que aprender español”. Ante la incredulidad del militar, prosiguió. “¿Cómo se llama el Estado en el que estamos? Como era Colorado, me dio la razón”, ríe Fernández-Armesto durante una conferencia en Madrid, donde recuerda el relato con el que inicia el libro. Sobre hasta qué punto los estadounidenses son conscientes de su pasado hispano, el historiador incide en una posterior entrevista: “En absoluto, pero los hispanos tampoco. En ciertas zonas, como el sur del estado de Florida, el sistema educativo ha abarcado la presencia y el pasado hispano. Pero, en términos generales los estadounidenses son muy ignorantes de su historia. La educación a nivel básico en Estados Unidos es un proceso de mitificación. Lo que saben son historietas, no historia. La educación sigue siendo un proceso poco ambicioso, que consiste en evitar que la gente joven salga a la calle y así convertirles en buenos ciudadanos que aceptan todos los mitos básicos fundamentales de la formación del país”.

A través de la obra, un ensayo que poco tiene de exhaustivo estudio académico, el autor busca “estimular una reflexión más que acumular conocimientos” y desvelar esa parte de la historia “que no se ha enfatizado lo suficiente”. Desde las primeras colonias españolas en Puerto Rico, hasta el papel que jugaron los españoles en la expansión de la California de mediados del siglo XIX, con un lenguaje mordaz, repleto de ingenio, Fernández-Armesto también reivindica por qué Estados Unidos “es y tiene que ser” un país latinoamericano, y rechaza la dicotomía entre lo hispano y lo anglosajón. “Esos vicios del caudillismo, de los pronunciamientos y la intervención militar en los conflictos son rasgos característicos tanto de las colonias españolas como de las inglesas. En el siglo XIX los países más desgraciados eran hispanos. Eso dio lugar al mito de la superioridad protestante y anglosajona. España y sus repúblicas han sido víctimas de esa tendencia, de menospreciar lo hispano y ensalzar lo anglosajón. Esa herencia es aún hoy un punto de contacto entre los pueblos a ambos lados del océano”.

Más allá del aprecio al héroe marginal, en lugares como Texas o California, destaca el historiador, se aprecia el legado de la cultura hispana: “Hay vestigios de la tradición de la jurisprudencia española, de la presencia del código civil en las leyes. También en Luisiana, pero tal vez más por herencia francesa. Las estructuras políticas derivan de modelos ingleses”.

La creciente presencia hispana en el día a día de Estados Unidos se percibe también en la obra. Fernández-Armesto no cree, sin embargo, que haya una serie de rasgos comunes entre la actual población hispana. “Me gustaría que así fuera, pero lo único que les une es la inmigración”, con un componente claro: “Claro que hay hispanos que han contribuido en la vida académica, empresarial, pero en términos masivos siguen siendo mano de obra barata. En ese sentido, valoran más sus prioridades morales que sus necesidades económicas. Por eso veo más natural que acaben recurriendo al Partido Republicano”.

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Solo hay buena y mala música

Chucho Valdés presenta su más reciente  creación, el disco ‘Free-Border’.

/ 13 de julio de 2014 / 04:00

Ya en la escuela, era irse al baño la maestra y ponerse a enredar. —¿¡Qué estás haciendo!? —Pero, profesora, mira lo bien que suena Mozart con ritmos cubanos.

Chucho Valdés (Quivicán, Cuba, 1941) recuerda entre risas cómo empezó todo. Y cómo ha seguido, en definitiva. “Es lo que he hecho siempre, lo que realmente me gusta. Tomar elementos de uno y otro sitio y crear cosas nuevas con ellos. Al principio lo hacía como un chiste, pero poco a poco me fue agradando cada vez más, fui poco a poco entrando en los ritmos e instrumentos que dejaron como legado los africanos y los fui mezclando”.

Así pues, lentamente, decenas de discos después, hasta su último Free-Border. Un disco liberador para el que es uno de los grandes pianistas de la música latina, en el que entremezcla la guajira o el son cubano con el ritmo de los tambores batá… o el flamenco, al que se ha acercado desde que intercala Cuba con Benalmádena, donde compartió los últimos días de su padre, el eterno Bebo. “Me siento muchísimo más cerca del flamenco cuando estoy aquí, lo entiendo mejor. En mi caso, tengo que estudiarlo, y he aprendido compartiendo con músicos de aquí. Tiene una riqueza y una pasión increíble. Los cantantes lo viven todo con una fuerza…”, sentencia el músico.

El flamenco está presente en su último trabajo, un álbum con el que reivindica un jazz sin fronteras, porque ‘nunca hay tres tipos de música. Solo puede haber dos: la mala y la buena. El resto no es más que tomar elementos que encuentras y tratas de hacerlos compatibles para crear algo diferente, original”.

En esta ocasión, Chucho Valdés ahonda también en las raíces americanas, las del comanche que ilustra el disco. “Fueron una tribu deportada en el siglo XIX hacia México, aunque algunos terminaron en Cuba. Vivieron sobre todo en la parte oriental. Trabajaron allí, se juntaron con los africanos, hicieron familia. Y música, de la que apenas quedó nada. Tuve que investigar, que es lo que me gusta para empaparme de las raíces y poder hacer cosas diferentes”.

Un trabajo, este de indagar, que no parece tener fin en el pianista. “Siempre faltan cosas por descubrir, como el legado que dejaron los esclavos de Nigeria, del Congo… Hay mucho aún que se puede mejorar en cuanto a rítmica, pero también en melodía. Realmente, lo que hago es buscar en mis raíces, en mi identidad afrocubana”.

En esa constante necesidad de fusionar géneros, Chucho Valdés siempre tiene presente la figura de su padre. El fallecido Bebo Valdés (Quivicán, Cuba, 1918-Estocolmo, 2013) que, pese a vivir lejos de la isla, se mantuvo fiel a la tradición del jazz afrocubano.

“Bebo es un concepto, un estilo. No necesitaba hacer nada de esto, a él hay que seguirlo. Fue un compositor súper original y una escuela de piano única. Yo soy de otra generación, tomé todo lo de él, y luego de aquí y de allá, dice finalmente Chucho.

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