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Nunca te enamores de una sirena

Monstruosas, sabias, bellísimas, lúbricas melancólicas, enamoradas... así son esos seres fabulosos a los que Carlos García Gual ha dedicado un profundo estudio

/ 10 de agosto de 2014 / 04:00

Sirenas de toda clase: monstruosas, bellísimas, fieras, melancólicas, taimadas, hambrientas, enamoradas, sabias, lúbricas, terroríficas, encantadoras, acuáticas y aéreas. Pocos seres legendarios ofrecen una variabilidad tan grande y han sido retratadas de manera tan distinta a lo largo de la historia. Desde las mujeres pájaro de la cerámica clásica griega o las esculturas funerarias hasta las versiones contemporáneas, pasando por las hermosas doncellas prerrafaelitas de tersos pechos, las atracciones de barraca de feria y los polvorientos híbridos de los viejos gabinetes de curiosidades, las sirenas no dejaron de cautivar la imaginación de la humanidad. Fascinado por esos seres míticos, el especialista en la antigüedad clásica Carlos García Gual  publicó un libro culto y apasionante, Sirenas, seducciones y metamorfosis (Turner), que nos lleva en un viaje irresistible en pos de ellas por los anchos mares de la leyenda. Obra llena de historias maravillosas, no deja de tener algún aspecto práctico, como el viejo consejo de arrojar frascos al agua para que las sirenas se entretengan jugando con ellos y nos dejen pasar. O la advertencia: “Los amores con una sirena suelen acabar mal, fatalmente”.

El autor parte de la sirena griega, la de la Odisea, que no se parece en nada a la que se identifica hoy popularmente. “No solo se diferencian porque una tiene alas y la otra cola de pez, sino porque la sirena moderna heredó una relación con el amor de la que carece la antigua”, explica García Gual. Las sirenas de Ulises, primas de las arpías, las esfinges y las gorgonas, no eran precisamente criaturas de las que uno pudiera enamorarse, sino monstruos mortíferos. De hecho, apunta el estudioso, ni siquiera está claro que el sagaz rey de Ítaca llegara a verlas. “Lo que atraía de ellas era su canto —melifluo, dice Homero—, una trampa musical”.

La gran pregunta es qué cantaban y ofrecían las sirenas para resultar tan irresistibles. “No lo sabemos. Ya el emperador Tiberio mandó a sus eruditos para que lo averiguaran. Sospecho que a cada uno lo que le atrajera más, que tenían un canto personalizado para cada víctima. Imagino que cantaban a la carta. A Ulises probablemente trataran de seducirle con su punto flaco, la curiosidad, la sed de conocimientos, la vanidad y las noticias de casa”. No era una promesa de placer como las sirenas posteriores. “Bueno, hay que recordar que para los griegos la sabiduría era un placer, un deleite, aunque es cierto que el canto de la sirena, por así decirlo, su poder de atracción, se volvió luego más erótico y definitivamente sexual, teñido a menudo de amor sentimental, romántico”.

Para García Gual resulta fascinante ver cómo evoluciona y se ramifica el mito, pasando por Homero, Ovidio, Lactancio Plácido, Boccaccio, los bestiarios o Andersen, e incluso Kafka. “Trato de mostrar el proceso en el libro. En un momento determinado, la sirena ave original, tras ser desplumada por las musas, se entremezcla con las náyades y las nereidas, las ninfas marinas —una de las cuales era Tetis, la madre de Aquiles—, y adquiere sus características acuáticas y su belleza”.

Posteriormente, el mito enlaza las leyendas medievales y folklóricas de las doncellas marinas y fluviales que toman maridos humanos y establecen tabúes sobre su identidad, como Melusina y Loreley. La sirena, sin perder ecos antiguos, se funde con la poesía romántica y la tradición de la ondina y la mermaid anglosajona y sus hermosas y perturbadoras representaciones, en las que el poder de atracción continúa en parte en el canto, pero reside especialmente en la belleza feérica de la criatura y, muy concretamente, en el largo cabello y los voluptuosos pechos desnudos, explica el estudioso.

Parece evidente, observo, que el erotismo de la sirena no puede residir más abajo. “Hay sirenas que despliegan dos colas, como piernas, lo que les permite tener sexo. Pero en la sirena habitual, pez de la cintura a la cola, lo que atrae no es tanto el sexo como la promesa de placer que se expresa en su largo cabello, sus bonitos pechos y su mirada”.

La sirena romántica es también un ser muy ambiguo, que oscila entre la fragilidad enamoradiza y un salvaje apetito sexual de depredadora ninfómana. Una evolución más moderna es la sirena de las películas de Hollywood, claro, más domesticada, incluida la sirenita de Walt Disney, que, apunta García Gual, contrasta con la icónica desnudez pectoral y significativamente “lleva sujetador”.

¿Cómo se explica el éxito de las sirenas? “Es la llamada del placer ligada a la seducción femenina, el espejismo encantador, la atracción fatal, la mujer regresiva que arrastra al desenfreno al hombre —a su vez ansioso de ser seducido—, cosas muy universales. La sirena se va dotando de características que robustecen el mito. Obviamente la vinculación al agua, el que sea medio pez, da mucha mayor fuerza, nos remite al mundo del subconsciente. El líquido está muy unido a la idea del placer”.

El estudioso recalca que hay muchas cosas de las sirenas que rechinan o no están claras. “No sabemos si en el mundo griego te devoraban o es que con su canto conseguían que te olvidaras de todo hasta morir, y los huesos que blanqueaban su isla no eran de viajeros comidos, sino consumidos por el tiempo en su estupefacta inacción”.

Antes que a Ulises atrajeron a los argonautas. Si el primero logró salvarse gracias a los consejos de Circe —la cera en los oídos de los remeros y él atado al mástil—, Jasón y su equipo de superhéroes se libraron merced a la contraofensiva musical de uno de ellos, Orfeo, intérprete más formidable que dejó a las chicas gallináceas a la altura de teloneras. Según algunas contradictorias tradiciones, despechadas, las sirenas se mataron. En diferentes ciudades de la antigüedad, como la actual Nápoles, se acreditaba la existencia de una tumba de sirena.

¿Tienen futuro las sirenas? “En la civilización moderna los encantos femeninos ya no son lo que eran. Si la moral es represiva, el encanto de la sexualidad es mayor y se desborda en la imaginación. Sin embargo, siempre hay espacio para un símbolo de la llamada del placer que te tienta a desviarte del deber. Es un tema de enorme atractivo”.

García Gual, pese a toda su sabiduría y conocimiento de las sirenas, parece muy vulnerable al encanto de las tan románticas pintadas por Draper o los prerrafaelitas como Burne-Jones y Waterhouse que remiten a amores, ay, imposibles y nostálgicos. “Son algunas de mis representaciones favoritas”, suspira, y parece oírse de fondo, como el murmullo de la espuma, un canto indescifrable sobre el que se imponen finalmente los versos de José Emilio Pacheco (Echando de menos a las sirenas), que el clasicista cita en su libro: “Lo único malo es que no existen / Lo realmente funesto es que sean imposibles”.

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Jane Goodall, loca por los chimpancés

La inglesa científica y activista asegura que estos primates son lo más cercano al ser humano.

/ 19 de julio de 2015 / 04:00

La célebre estudiosa de los primates, de 81 años, asegura que las vidas de esos animales, a los que atribuye elevados sentimientos, pueden ser tan felices y desgraciadas como las nuestras. “Es solo una cuestión de grado lo que nos separa de ellos”. Jane Goodall está hoy muy lejos de Gombe —su ya legendario predio tanzano— y de sus amados chimpancés. Pero esta planta del edificio de la Fundación RBA en Barcelona, donde se encuentra invitada para dar una de sus famosas y concurridas charlas, parece iluminarse con un excitante resplandor libre y silvestre con su sola presencia.

La primatóloga más famosa del mundo y seguramente la científica viva más popular de nuestro tiempo se somete con paciencia franciscana al apretado programa de entrevistas que le han organizado. Cuenta 81 años (nació en Londres en 1934), pero desde luego no los representa y demuestra su proverbial resistencia.

— ¿Qué ve en el fondo de los ojos de un chimpancé?

— Como si mirara en los de un ser muy cercano. Veo una personalidad, una mente. Siento que me sumerjo en los ojos de alguien que tiene mucho que enseñarme.

— ¿Quiénes son? ¿Algo así como nuestros hermanos pequeños?

— Biológicamente están muy cercanos. ¡Tan cercanos! En su anatomía, en su sangre; sufren las mismas enfermedades, la polio, el sida, la hepatitis; su cerebro es muy parecido. Es solo una cuestión de grado lo que nos separa.

— Pero hay una barrera infranqueable, dice usted, y lo dice con gran pena.

— Son otra especie. Cada criatura tiene sus características. Ellos, aunque evolucionan, lo hacen en su propia dirección; no son humanos, nunca lo serán. Creer otra cosa es un error. Yo jamás pierdo de vista esa línea divisoria por muy borrosa que pueda ser.

— Y sin embargo sus vidas, sus relaciones, tal y como las ha recogido usted en sus libros, tras tantas horas de observación, nos resultan tan próximas…

— Parecen personajes de novela. ¡Lo son! Las historias de las familias de los chimpancés son muy parecidas a las de la gente. Buenas y abnegadas madres, jóvenes promiscuas, machos estúpidos…

— ¿Diría usted que todas las familias felices de chimpancés se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera?
¿…?

— Bueno, parafraseaba a Anna Karenina. Quiero decir si son tan intensas sus historias como las nuestras.

— Ah, seguro. Y algunas de sus vidas son muy terribles, especialmente en el caso de las hembras. Pero también hay historias felices y divertidas.

— Hablando de las hembras, su existencia, sometidas a los violentos machos que las usan muy a su antojo, invita a pensar si el machismo y la violencia de género no tienen unas raíces biológicas, si no son comportamientos de monos que hay que erradicar culturalmente.

— Eso sospecho. También es cierto que si la existencia es muy dura para algunas chimpancés, para otras no. Las hembras en general parecen disfrutar mucho con el sexo. Hay mucho sexo bueno y tranquilo en su vida.

— Hay mucho sexo en la vida de los chimpancés por lo que explica usted.

— Sí. Son sexis los chimpancés

— A usted la besó profundamente uno.

— ¿A mí? No lo recuerdo.

— Pues es como para acordarse. Sí, Lucy, lo explica en ese maravilloso libro que es Through a Window sobre sus años con los chimpancés de Gombe.

— Ah, pero ella era una chimpancé criada en cautividad, no un ejemplar salvaje. Me miró mucho rato a los ojos, lo que fuera que vio le gustó y esa fue una forma de mostrar que me aceptaba. Muchas veces han puesto su brazo en torno de mis hombros y me han acariciado.

— A un colega suyo, Frans de Waal, el estudioso de los bonobos, los chimpancés pigmeos, que utilizan el sexo como medio de pacificación social.

—y que vivan los bonobos—, una hembra le besó y cuando él se dio cuenta ya tenía la lengua en la garganta.

— Sí, así son los bonobos, muy especiales.

— En cambio, la sociedad chimpancé es muy violenta. Esa guerra de los cuatro años en Gombe, los atronadores e hirsutos despliegues de fuerza de los machos (Figan usaba incluso viejas latas para hacer más ruido), las peleas (usted describe cómo Satán recogía con la mano la sangre que brotaba de una gran herida en la mejilla de Sniffy y se la bebía), las rencillas de las hembras que llevan al infanticidio. ¿Han sido agresivos con usted?

— Sí, he sido arrastrada, pisoteada, me han arrojado piedras que podrían haberme matado. En realidad, creo que, por muy brutal que sea su comportamiento a veces, no son capaces como nosotros de actos de crueldad deliberada.

— ¿Le han dejado cicatrices? (La primatóloga se limita a alzar la mano derecha: le falta la falange del pulgar. Trago saliva. Jane Goodall observa con curiosidad científica, no exenta de cierto humor, mi reacción).

— Me arrancó el pulgar un chimpancé que estaba en una jaula en un centro de experimentación con primates, al tratar de tranquilizarlo. Lo tenían metido en una jaula pequeña, era horrible, un sitio espantoso. He visitado muchos lugares de esos.

— ¿Le guarda rencor?

— No, no. No fue su culpa. Si les concedemos derechos –se ha hablado incluso de darles la propiedad de sus selvas–, quizá también haya que pedirles responsabilidades. Acaso algún día veamos juzgar a un chimpancé. Por algunos actos como el de Passion, que le arrancó de los brazos el hijo a Gilka, lo mató de un mordisco en la frente y se lo comió con su familia.

Yo no lucho por darles derechos como los nuestros, lucho para que los seres humanos seamos conscientes de nuestras responsabilidades hacia ellos y hacia la naturaleza en general. Abusamos de los chimpancés, y de tantos otros seres. Nadie sabe cómo evolucionarán los chimpancés, pero la cuestión primordial hoy es si sobrevivirán a la destrucción tan rápida que estamos causando de su hábitat, como de toda la naturaleza.

— ¿Se ha sonrojado ante algún comportamiento sexual de los chimpancés?

— Pues a mí me ha impactado una foto de Through a Window en que el babuino Ayax trata de montar a la chimpancé Moeza en lo que es todo un canto a la relación entre especies. Se da el caso de chimpancés interesados en las babuinas, y al contrario. En una ocasión observé al chimpancé de siete años Flint realizando los gestos de apareamiento de su especie frente a una babuina, Apple, que no entendía el código, excepto por lo del pene erecto. Finalmente se le ofreció a la manera babuina, diferente de como lo hacen las hembras chimpancés.

Él quedó algo perplejo, pero, esforzándose ambos, cediendo un poco uno y un poco la otra, lo consiguieron. Fue algo extraordinario.

— ¿Cree que los chimpancés tienen algún sentido de la trascendencia?

— ¡Sabemos tan poco, tenemos tanto que descubrir! Lo que está claro es que tienen una mente muy compleja y son capaces de emociones y cualidades muy refinadas: alegría, tristeza, felicidad, amor, compasión, autosacrificio. Y realizan esas danzas de la lluvia, como las llamamos, una manifestación muy singular.

– ¿Entienden la muerte?

– Uno de los momentos más dramáticos que he visto fue a Olly, una madre, llevando cuidadosamente a su hijo de un mes enfermo de polio en brazos, durante la epidemia de 1966 en Gombe, y cómo al morir ya lo cargaba como si fuera solo una cosa. Está claro que distinguen entre estar vivo y muerto. Flint murió de tristeza tras la muerte de su madre, la querida Flo.

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Chester Nez, eL último hombre de los wingtalkers

Los indios navajos apoyaron a los militares de EEUU para diseñar un código secreto.

/ 22 de junio de 2014 / 04:00

En marzo de 2011 despedíamos a Lloyd Olivier, el penúltimo del grupo original de 29 navajos reclutados como codificadores de mensajes y radiofonistas por el Ejército de Estados Unidos durante la II Guerra Mundial y galardonados colectivamente con la Medalla de Oro del Congreso en 2001 en reconocimiento a su colaboración a la victoria. Pues bien, la vida ha seguido su inexorable curso y el 4 de junio hemos tenido que lamentar la muerte del último de esos valientes indios del Pelotón 382 de los marines, Chester Nez, quien falleció a los 93 años mientras dormía en su residencia de Albuquerque, estado de Nuevo México, a causa de un fallo renal. Veterano de la sangrienta campaña del Pacífico, Nez estuvo en Guadalcanal, Guam, Peleliu, Saipán y Bougainville.

El primer mensaje enviado desde primera línea por este wingtalker (habla como el viento) es significativo de lo que fue su experiencia: “Ametralladora japonesa en su flanco derecho, destrúyala”.

Desmovilizado con el rango de cabo al final de la guerra en 1945, se reenganchó para la de Corea. Las banderas han ondeado a media asta en la Nación Navajo durante tres días por decisión de su presidente Ben Shelly, mostrando el profundo respeto por un hombre que ha sido un orgullo para su pueblo (“un tesoro viviente”) como lo fueron todos y cada uno de esos 29 navajos de la primera promoción de codificadores (luego siguieron unos 400, de los que viven una treintena) protagonistas vivieron una de las aventuras más curiosas de la guerra. Su peripecia fue plasmada en el cine de Hollywood por la popular película de John Woo Windtalkers (2002), en la que Nicholas Cage interpretaba a un marine con la misión de evitar por todos los medios, incluida la eliminación, que su camarada navajo radiofonista cayera en manos de los japoneses. La existencia de personal y órdenes encaminados a liquidar a los codificadores navajos en un aprieto parece ser un mito.

El ejército estadounidense echó mano de los navajos con el fin de elaborar un código de comunicaciones militares que el enemigo no pudiera romper. Y lo consiguió: los japoneses nunca descifraron la clave, que no solamente aprovechaba la natural dificultad de la lengua navajo, cuya sintaxis y características tonales son casi imposibles para los no navajos, sino que daba otra vuelta de tuerca criptográfica utilizando palabras tradicionales para describir términos militares inexistentes en el idioma original. “Avión torpedero”, por ejemplo, era tass-chizzle, “golondrina”. Es como para compadecer a los radioescuchas nipones, que debían imaginar que aquellos chasquidos guturales eran interferencias.

Orgullo por su trabajo

Chester Nez, un hombre modesto y poco hablador —su conversación abundaba en silencios y hows— pero encantador según los que le conocieron íntimamente, se mostraba muy orgulloso de su papel en la guerra mundial: “Nunca consiguieron romper nuestro código”, decía, y añadía con una curiosa propensión al drama en una persona tan lacónica: “Si nos hubieran atrapado, los japoneses nos habrían torturado y cortado la lengua” (lo último que probablemente hubieran hecho). Nez recordaba la paradoja de que EEUU se sirvió de su idioma cuando muchos navajos como él habían sufrido los intentos gubernamentales para erradicarla. Explicaba que en el colegio les frotaban la boca con jabón cuando hablaban en navajo.

A Chester Nez lo reclutó en un instituto de Flagstaff, Arizona, el veterano de la I Guerra Mundial Philip Johnston, que fue el que tuvo la idea de desarrollar el código navajo en 1941. El destino de los voluntarios era secreto hasta para sus familias, como contó Nez en sus memorias (2011). Recordó que los marines los trataban bien y hasta los admiraban como guerreros, aunque en realidad solo murió uno en combate. Tras su paso por el Ejército, el navajo trabajó como pintor.

Con motivo del fallecimiento del último codificador, el Cuerpo de Marines ha emitido un comunicado en el que señala que lloran su pérdida pero honran y celebran en el fallecido “el indomable espíritu y compromiso” de los codificadores navajos.

Han deplorado especialmente la muerte de Nez los Red Sox, equipo de béisbol al que estaba vinculado pues se considera que les dio buena suerte para ganar las series mundiales en 2004, cuando hizo el primer saque y una ceremonia propiciatoria, ayudado por su bolsa de poder, para conjurar la supuesta vieja maldición por la venta de Babe Ruth a los Yankees en 1920.

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National Geographic, El hogar de los exploradores

El archivo gráfico de NG tiene ¡nueve millones de fotos!, además de dibujos e ilustraciones originales, en estanterías de casi 5m de altura.

/ 20 de enero de 2013 / 04:00

La joven abrió los cierres de la caja y ahí, envuelto en un molde de porexpan, estaba el tesoro. Casi caigo de rodillas. La bota amarilla de Barry Bishop destellaba bajo la luz con todo el fulgor de la aventura. Antes de que pudieran impedírmelo —estas reliquias se tienen que manipular con guantes de goma—, la tomé en mis manos temblorosas de emoción. Esa bota fue de las primeras en hollar la cumbre del Everest. Bishop hizo cima el 22 de mayo de 1963 junto a Lute Jerstad —el noveno y el décimo en llegar allá arriba—, en el marco de la American Everest Expedition, consagrada a lograr el primer ascenso estadounidense de la montaña. Bishop y su compañero seguían los pasos de su compatriota Jim Whittaker —y el sherpa Gombu—, que puso la bandera de las barras y estrellas en el techo del mundo el día 1, y precedían en unas horas a otros dos miembros del equipo, Hornbein y Unsoeld, que subieron por la cresta oeste. Lo que sostenía en mis profanadoras manos era historia viva de la exploración. Volteé la larga bota disimuladamente para ver si caía algo de dentro: es sabido que Bishop se dejó en la empresa todos los dedos de los pies, congelados en la escalada. La apoteosis de la bota fue uno de los momentos culminantes de mi visita al cuartel general de National Geographic (NG) en Washington con motivo del 125 aniversario de la sociedad, que se cumplió el 13 de enero y que va a servir para que la venerable institución reflexione en profundidad sobre su papel y su futuro.

Una palabra clave, subrayan todos en la sociedad, es adaptación. Adaptación a un mundo cambiante que exige una redefinición de lo que es explorar y de lo que es un explorador. Visitar esa casa madre de la exploración resulta en sí toda una aventura, en el curso de la cual puedes encontrarte, como me sucedió, con gente que sobrevuela el desierto en ultraligero, investiga islas remotas, se zambulle en el océano para colocar cámaras a los peces espada o regresa de buscar la legendaria tumba perdida de Gengis Kan. Tener una cita con la bota de Bishop, en cambio, no es corriente. Ésa y otras piezas históricas de la memoria de la sociedad —NG patrocinó la expedición al Everest, y Bishop trabajaba para ella y ocupó puestos importantes en su staff— se guardan en un almacén en las afueras de la capital al que es tan difícil acceder que empiezo a sospechar que guardan allí el Arca perdida o el ovni de Roswell…

Ya a la entrada de los headquarters me topé en el vestíbulo con una sensacional exposición llena de chillidos y plumas sobre las aves del paraíso, resultado de un estudio de NG que ha durado ocho años y en el curso del cual los exploradores Tim Laman y Edwin Scholes tomaron 40 mil fotos, grabaron 2.256 videos y audios, y… subieron a 146 árboles. El trabajo con las aves del paraíso, que ha dado pie a un reportaje en la revista (con versión ampliada para iPad), un documental de National Geographic Channel, un DVD, un libro y la exposición (entre cuyos grandes atractivos está que puedes practicar el baile de cortejo de una iridiscente astrapia como si fueras un pájaro en celo), es un ejemplo de cómo se hacen las cosas en la casa. Y de cómo han cambiado desde aquel ya lejano día (bueno, en realidad fue de noche) en que 33 tipos muy serios y científicos se reunieron en el Cosmos Club de Washington DC para fundar una sociedad destinada a incrementar y difundir el conocimiento de la geografía. La revista llegó más tarde —el primer número se publicó en octubre de aquel año— y con un formato y un contenido que hoy echa para atrás: artículos sesudos y a palo seco, y estrictamente de geografía. La primera foto no apareció en la revista hasta julio de 1890 —ese año también fue el de la primera expedición patrocinada por la sociedad, a Alaska y Canadá—, y la primera en color se publicó en julio de 1914 (la revista no fue mensual hasta 1896).

Cuando tomo los ascensores para acudir a la larga serie de visitas y entrevistas que me han planificado en NG, no puedo dejar de recordar con un escalofrío de placer que, pese a todos los cambios y modernidades, ésta es la casa que cobijó en sus exploraciones y aventuras a Robert Peary, al almirante Byrd, a Bingham y un montón de gente que cabe calificar de heroica. Conozco personalmente a un buen puñado de los actuales séniors de NG, la crème de la sociedad, los llamados “exploradores en residencia”, pero, pese a su denominación, es difícil encontrártelos aquí; se hallan en sitios lejanos y generalmente peligrosos: el matrimonio Joubert en África con sus grandes gatos, Robert Ballard en algún submarino, Silvia Earle enamorando pulpos, Johan Reinhard rescatando momias andinas, Paul Sereno persiguiendo dinosaurios, Jane Goodall arropando chimpancés… Anoche, sin embargo, tuve el privilegio de conocer a otro explorer in residence que pasó fugazmente por la sede para presentar su investigación  en el marco de unas simpáticas veladas que organiza NG. Llegué tarde… En el auditorio estaba hablando un individuo delgado con coleta de su estudio de las remotas islas Pitcairn, el último puerto de la Bounty y sus amotinados. Como muchas de las exploraciones modernas de la sociedad, ésta hunde sus raíces en otras anteriores de la misma.

Efectivamente, en 1957, uno de los históricos de NG, Luis Marden, encontró los restos del legendario y revoltoso barco. “Sabemos poco de las Pitcairn, están lejos y es casi imposible llegar”, decía el simpático investigador de la coleta mostrando fotos, “así que fuimos allí corriendo”. El explorador explicó que trabajan por la creación de la reserva marina más grande del planeta.

A la mañana siguiente me encuentro con el arqueólogo Fredrik Hiebert, fellow de NG, que ha investigado durante 20 años el comercio terrestre y marítimo de la antigüedad, ha realizado excavaciones a todo lo largo de la Ruta de la Seda y descubrió en 2001 una ciudad de 4.000 años en Turkmenistán.

Intimamos. “La arqueología ha adquirido un gran peso en NG, en todos los soportes, tenemos tres arqueólogos en el staff científico”, explica. Apunta que entre los proyectos arqueológicos más interesantes en la actualidad en NG están los de William Saturno (“un hombre con dedos de oro para los descubrimientos”) en el área maya y la búsqueda de la tumba de Gengis Kan que lleva a cabo Albert Yu-Min Lin.

En una reunión con Hiebert y varios otros responsables de proyectos para el aniversario, me explican que va a ser un año muy movido. “El pasado de NG es excitante, el futuro va a ser igual”, señala Barbara Moffet, directora de planes y programas de la oficina de comunicación de NG; “aunque la exploración no es necesariamente la misma de antes en nuestra sociedad: han crecido la ciencia y la tecnología, y cada vez es más importante el concepto de conservación”. Uno de los retos es redefinir en el siglo XXI el concepto de exploración. Habrá conferencias, un tour mundial de luminarias de NG y una gran exposición (véase www.nationalgeographic.com/125). La revista publica este enero un número especial consagrado a la “Nueva edad de la exploración”.

Pregunto —con la esperanza de que me inviten— si se prepara una fiesta de 125 aniversario tan sonada como la del centenario, a la que acudieron Jacques Cousteau y Edmund Hillary (ya no podrán venir: se han marchado a la exploración definitiva). “Esperamos que sí; la gala será el 13 de junio, y en ella se otorgarán a los exploradores las medallas y honores de la sociedad”.

Sin apenas tiempo a anotar todo esto, me embarcan en un tour maratoniano por la sede de la sociedad. En el piso 8 me encuentro (¡esto es National Geographic!) con una mujer neandertal desnuda. Es una estupenda reproducción a tamaño natural muy pormenorizada —incluye el curioso detalle del pelo púbico pelirrojo— que ilustró la portada de la revista de octubre de 2008. Tiene unos ojos azules preciosos, aunque la mutación que dio lugar a ese color es, por lo visto, 18 mil años posterior a los neandertales. “Fue un fallo, publicamos una fe de errores y lo corregimos”, comenta Betty Clayman, jefa de diseño de NG. “Es lo bueno de NG: nos apasionamos y cuestionamos continuamente”. Hago notar que alguien le ha quitado la lanza de la mano a la neandertal, que por cierto se llama Wilma (!). “Está guardada, es muy peligrosa”. Vaya, no sé qué dirá la Asociación Nacional del Rifle…

La generación de historias

En un despacho se pueden ver desplegadas las páginas del número sobre las fronteras del imperio romano y los layout de otros reportajes. “El equilibrio en cada número es muy importante, deben combinarse adecuadamente los temas de ciencia, arqueología, naturaleza, exploración, aventura…”, apunta Clayman. “Algunas historias se desarrollan durante tres años, aunque lo normal son ocho semanas sobre el terreno. Las de animales suelen costar más tiempo, unos seis meses, porque es imposible controlar su comportamiento. Hay una relación muy profunda y continuada entre los investigadores y los fotógrafos, y luego con los editores de las fotos. No es inusual que un reportaje produzca 5.000 fotos”.

La visita continúa con la directora de archivos y colecciones especiales Renee Braden en el anexo edificio antiguo de NG, de 1903, donde se despliegan fotos y bustos de los personajes relevantes de la historia de la sociedad. Aquí, lejos del tráfago de la modernidad, se venera el disco duro de la institución.

Una imagen muestra la célebre reunión de Peary y Amundsen (enero, 1913). Otras, a Byrd en traje de vuelo, Chapman en el Gobi, Beebe en su batiscafo…

Durante la comida, en la cafetería de NG, me sientan entre un buceador cubano, que me susurra rumores acerca de un posible barco anterior a Colón que habría sido descubierto en Cuba (¡), y una tibetana que lucha por salvar las comunidades de su país y su cultura. Sin tiempo a tomar postre ni café, tratando de no exteriorizar mi rencor, entrevisto a George Steinmetz, autor de sensacionales fotografías aéreas de desiertos  tomadas desde un ingenio de su invención que se expone en la sede de NG junto con el trabajo del fotógrafo y que me parece de una fragilidad espeluznante. “¿Mi lugar favorito? El desierto de Sonora, por su diversidad biológica”. Steinmetz añade con una curiosa nostalgia: “Desde el aire veía a los escorpiones correr por la arena”. El fotógrafo reflexiona de su aventurera técnica: “No es la manera más fácil, pero es la mejor. Con una cámara en el cuello y una hélice detrás puedes hacer cosas increíbles”. Le pregunto por el miedo, un clásico. “Miedo no, pero respeto siempre, hay que ir con mucho cuidado; aun así, me he estrellado muchas veces”. Steinmetz ha sobrevolado parajes de Egipto, Irán, Tíbet (Bolivia, el salar de Uyuni). “Soy un fotógrafo que vuela”, asevera, y la frase queda ahí suspendida en el aire en toda su julesverniana gloria.

De nuevo en la venerable sala de reuniones, la productora ejecutiva de NGC, Pam Caragol Wells, esposa del célebre genetista de NG Spencer Wells, me pasa un aperitivo del programa de televisión del 125 aniversario. Es impresionante. Retengo imágenes de cirugía biónica, de un cazador de tormentas y de un guepardo que se filma a sí mismo. El programa menciona los valores eternos de la sociedad, y yo le digo a la productora que confío en que algunos hayan cambiado, como lo de marginar a los negros o hacer comer a los hombres y mujeres por separado. Sonríe y añade deportivamente que algunos exploradores trabajaron para la CIA.

Terry Adamson es el vicepresidente ejecutivo de NG. Me recibe en su despacho, en el que destacan pertinentemente varios globos terráqueos. “El aniversario es una ocasión vital para ver dónde estamos y asegurarnos un futuro de por lo menos otros 125 años. Hemos de reflexionar sobre los cambios de la sociedad y dar respuesta a las nuevas necesidades. La manera en que la gente recibe y procesa hoy la información, por ejemplo, es muy distinta y debemos ser capaces de adaptarnos. Lo estamos haciendo, con la televisión, la edición digital, la versión para tabletas y para móviles… En su día fuimos pioneros en el uso de la fotografía, no sin controversia, y hoy debemos serlo en los nuevos soportes”.

La revista amarilla no se libra de la caída general de las ventas de publicaciones y ha habido una erosión de la circulación en inglés —la principal edición—, que ha pasado de los 12 millones de ejemplares en su mejor momento a la mitad ahora. “Pero tenemos otras nuevas ediciones que equilibran el panorama, 37 ediciones en 35 idiomas que no son el inglés —incluidos el farsi, el árabe, el hebreo y el mandarín—, con una circulación combinada de 2.600.000 ejemplares”. Según la sociedad, cerca de 60 millones de personas leen la revista cada mes en el mundo. Adamson no cree que la versión en papel desaparezca nunca, aunque la circulación bajará. “Hay cambios y tenemos que cambiar, manteniendo la inspiración y la calidad”. El mundo nuevo de NG puede apreciarse en la reunión a la que asisto, en la que un jovencísimo investigador, Sam Friederichs, presenta a evaluación su proyecto de monitorizar con cámaras Crittercam acopladas al animal la vida de los peces espada. Friederichs, que es todo un bollicao de Minnesota, muestra imágenes de su trabajo, que incluye luchar a lo Hemingway con esas poderosas criaturas para instalar la minicámara y luego zambullirse para recogerla.

Más tarde entrevisto al famoso creador de las Crittercam, el legendario Greg Marshall, en el laboratorio de ingeniería de NG, en los sótanos. “La primera generación de cámaras las creamos en 1986 y han cambiado mucho desde entonces, sobre todo al reducirlas de tamaño y peso”, dice Marshall. “Al principio sólo podías colocarlas en animales grandes y lentos”. ¿Dinosaurios? Marshall ríe. “No, las grandes tortugas marinas”. ¿Cuál es el animal más difícil para ponerle una cámara? ¿Los leones? “No, los grandes felinos no son difíciles, bueno, no del todo. La foca leopardo quizá sea la más complicada. El ser más extraño al que le hemos colocado una es el calamar Humboldt. El reto es siempre conseguir buenas tomas, aunque lo importante, lo prioritario, es la ciencia.

No esperamos de los animales que sean buenos cineastas. El 90% de lo que vemos es interesante para la ciencia, pero no mucho para los mortales comunes”. Le pregunto a qué animal le gustaría colocarle una cámara. “Nunca se la hemos puesto a un delfín, tenemos el proyecto de instalársela a un cóndor… hay tanto por hacer”. ¿Se lo imagina en insectos? “¡Todo está llegando!”.  

Trabajo para largo

Terry García es responsable de una de las áreas nucleares de NG, los programas de las misiones. En su despacho, explica que en un año típico la sociedad apoya y gestiona 300 expediciones y proyectos de conservación. ¿Habrá algún gran hallazgo para el aniversario? , inquiero. “No buscamos hacerlo, pero si aparece, fantástico”. García recalca que hay mucho por descubrir. “Sobre todo en el océano, en lo más profundo solo hemos estado dos veces, merece más exploración”. Para él la inestabilidad política en el mundo “es un reto, pero también una oportunidad”. ¿Acabará alguna vez la exploración del planeta? “Posiblemente no, cuando respondes a una pregunta aparece otra, las respuestas generan nuevas preguntas, e, insisto, los océanos solo están explorados en un 5%”. Y los otros planetas, añado. Terry García esboza una sonrisa. “Sí, de momento no vamos a quedarnos sin trabajo”.

En el despacho de Renee Braden, la fotógrafa está retratando la bota de Bishop que han conseguido quitarme de las manos. Mientras, Braden me explica que vio al escalador y fotógrafo muchas veces en NG. “Solía fumar en el patio, no sabíamos que era él”. Me asomo corriendo a la ventana para ver si el fantasma del viejo explorador sigue ahí. No está, pero el mundo allá fuera nunca ha parecido tan grande y tan hermoso, tan, sí, explorable. Me giro y regreso al reino amarillo de National Geographic dispuesto a seguir disfrutando de la visita y preguntándome si me enseñarán de una maldita vez las viejas cajas de galletas del capitán Scott.

Nota: Por determinación de National Geographic, las imágenes de este artículo sólo podrán ser publicadas en la edición impresa de La Razón.

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Las cartas del nómada dorado

A 23 años de la muerte de Bruce Chatwin, se han compilado y publicado sus cartas. Una suerte de autobiografía zigzagueante

/ 6 de enero de 2013 / 04:00

Apunto de cumplirse 23 años de su muerte, ¿qué nos queda de Bruce Chatwin? Los viñedos de Afganistán, el anhelo de Persépolis bajo la lluvia, las pisadas de las gacelas en la arena africana, los alminares de Jam, los arriates de rosas en los jardines de Istalif, el canto perdido de un viejo aborigen en los de-siertos de Australia, toda Patagonia, un vehemente deseo de belleza y libertad… No hemos sido tan afortunados como Werner Herzog, que heredó su baqueteada mochila. Pero es igual, mientras tengamos sus libros, unas botas y un destino (¡y una Moleskine!), Chatwin seguirá con nosotros.

“Era una fuerza de la naturaleza”, me dice otro gran viajero, Colin Thubron, que lo conoció bien. “Muy obsesivo, tremendamente hablador cuando tenía una idea en la cabeza (que era casi siempre). Violentamente imaginativo más que juiciosamente erudito, y ciertamente no académico. Te sentías arrastrado por la pura fiebre de su entusiasmo”.

No sé, es pensar en el rubio Bruce y sentirse invadido de un deseo de partir y de una rara melancolía que se extiende como un hermoso vellón dorado sobre el extenso suelo del mundo. El James Dean de los viajes, el Alejandro de los trotamundos, el culto, narcisista y bisexual efebo errante, Bruce Chatwin (1940-1989) alzó la antorcha de su vida para señalarnos la dirección de una existencia nómada en caminos, intereses y afectos. ¿Adónde hubiera llegado? Rushdie, su amigo, ha dicho que Chatwin sólo estaba empezando y que únicamente hemos podido ver el primer acto de lo que hubiera podido llegar a ser.

Cruzó los límites entre la ficción y la no ficción, viajó como una efervescente reencarnación de Rimbaud. Era capaz de hacer un viaje para ver la armadura de un mongol disecado en el desierto de Sind, motivarse con un trozo de perezoso gigante y hasta tuvo de mascota una pitón. ¿Cómo no rendirse a alguien así?

CARTAS. Ahora llegan sus cartas para iluminar el trayecto intelectual y vital de un personaje cuya dimensión se agiganta con el paso del tiempo. Le muestran más inseguro que sus seis libros, más humano, vulnerable, inquieto e impaciente. Automitificador, snob, poseur, deseoso de impresionar, sí, pero, como dijo nada menos que Robin Lane Fox: “boy, he knew”; vamos, que ¡sabía de todo! Lleno de planes volátiles y viajes que nunca se realizan. Y muy preocupado, obsesionado incluso, por las cuestiones económicas.

Bajo el sol es una selección de varios centenares de cartas enviadas por Chatwin —incluyendo postales (como la del Zamzama, el cañón de Kim, en Lahore; o la del cráneo de Cromañón, en Les Eyzies) y algún telegrama—, que ha realizado su viuda Elizabeth Chatwin en colaboración con el notable biógrafo del escritor, Nicholas Shakespeare. La colección, minuciosamente anotada y comentada, abarca 40 años. Arranca con una carta de Bruce a sus padres en mayo de 1948, desde el colegio, y acaba con otra dirigida al propio Shakespeare el 29 de diciembre de 1988 (Bruce murió el 18 de enero siguiente, cuatro meses antes de cumplir los 49 años), escrita por mano de Elizabeth. De hecho las últimas cartas de Bruce Chatwin, estragado por el sida, las dictó todas a su mujer (“tengo las manos entumecidas y soy incapaz de usar las piernas”). Entre la primera y la última, como una caravana de papel que atravesara el mundo hasta sus confines, se extiende el increíble y fascinante itinerario de un alma inquieta devota como pocas de lo exótico y lo hermoso.

El reguero de cartas se puede leer, recalca Shakespeare, como una suerte de autobiografía en zig-zag y lo más cercano posible a una conversación con Chatwin. Su trabajo en Sotheby’s, los estudios de arqueología, la fascinación con los nómadas, la génesis de los libros, los viajes, su etapa de periodista (entrevistó a Malraux, a Mandelstam, a Indira Gandhi, la vida mundana a la que era tan adepto (“escoltando a Jacqueline Onassis a la ópera el jueves”), la ruptura con Elizabeth (pese a que su mujer le dejaba vivir libre sus aventuras, las de mochila y las otras), y la vuelta con ella, el rosario de dolencias provocadas por el sida…

Hay en las cartas —en las que aparecen citados infinitud de personajes, Jan Morris, Michel Tournier (a propósito de las conexiones entre Los me-teoros y su Colina negra), Peter Matthiessen— frases y descripciones maravillosas. “Los aborígenes australianos aunque infinitamente fascinantes son también infinitamente tristes”, “las ovejas eran del mismo color dorado que la hierba agostada, un arco iris se elevaba de un lado a otro y bajo él una bandada de grajos alzó el vuelo centellando como diamantes negros”.

Encontramos en origen algunas de sus citas más célebres: “Dentro de todo viajero un anacoreta está de-    seando quedarse”. “El cambio es la única cosa por la que merece la pena vivir. Nunca aparques tu vida en un escritorio. Lo que sigue son las úlceras y los problemas cardíacos”. “Tengo la compulsión de vagabundear y la de volver, como un ave migratoria”. Una carta está dedicada al problema de conseguir las libretitas Moleskine, que él convirtió en icono del viaje.

Otras muestran a un Chatwin en horas bajas, indeciso, insatisfecho. Hay chismes y pequeñas bajezas. Un afán de socializar y aparentar. Resulta también terriblemente patético, o acaso entrañable, el empeño en sus penúltimas cartas por negar la evidencia del sida y disfrazarlo de enfermedad glamorosa: “Malaria no diagnosticada cogida en el famoso viaje a Ghana”, “el hongo que me ha atacado la médula ósea se ha identificado sólo en diez campesinos chinos (presumiblemente es en China donde lo he cogido), unos pocos tais y una orca arrojada en las costas de Arabia”. “Metabolizó su dolencia en algo rico y extraño”, anotan su mujer y su biógrafo.

Aunque aparecen sus amantes, Teddy Millington-Drake, Andrew Batey, Jasper Conran o Donald Richards, no se encuentran en las cartas muchas referencias a las relaciones homosexuales de Chatwin. En realidad casi todas las que hay las acota Shakespeare porque si no resultan ininteligibles. Su espléndida biografía (Bruce Chatwin, Muchnik Editotres, 2000) es infinitamente más explícita y reveladora en ese sentido, y los dos libros se complementan como un todo.
Es difícil quedarse con una carta. Pero encuentro especialmente conmovedora la que envió a su padre para disculparse por haber explicado en En la Patagonia una historia de-   safortunada de su bisabuelo. “I am sorry”. Como frase es notable la de una carta desde el Hotel Cabo de Hornos, en Punta Arenas: “Mi mochila está tomando la más bella pátina”.

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Grandes aventuras en el desierto: sudor, arena y sangre

Lugar inmenso, donde las temperaturas pueden rozar los 60º, acecha el beduino y no hay mejor transporte que el camello.

/ 4 de noviembre de 2012 / 04:00

El desierto parece un lugar vacío, pero está lleno de nombres que excitan la imaginación e inflaman nuestro espíritu de la misma manera que el sol torna incandescentes las arenas. Nombres de lugares, reales y legendarios: Wa di Rum, el Gran Mar de Arena, Zerzura, Blad el Juf (“el sitio del miedo”, el Hoggar), las dunas de Uruk al Shaiba, el Nefud, el fuerte Zinderneuf. Nombres de tribus hostiles y de tropas curtidas: Beni Snassen, Ait Atta —equivalentes bereberes de los comanches—, tuareg; chasseurs d’Afrique, tiralleurs du Sahara, spahis, goumiers. Y nombres de personajes: Auda, el soberbio jefe guerrero de los howaitat persuadido por Lawrence de Arabia para tomar Aqaba y del que se decía que se había comido (¡como el indio Magua!) el corazón de varios de los 75 hombres a los que mató con su propia mano; Alexine Tinne, “la sultana rubia”, la primera mujer en explorar el Sahara, muerta a manos de los tuareg Ajjer cerca del oasis de Ghat en 1869; el mayor Ralph Bagnold, creador de las patrullas del desierto (los “escorpiones” de Hugo Pratt) que volvieron loco al Afrika Korps; los hermanos Geste, cuyas luminosas sombras nos invitan con su valiente ejemplo a buscar un destino mejor en la Legión Extranjera. No hay escenario más grandioso para la aventura que el desierto, donde lo mejor y lo peor de los hombres se enmarcan en la majestuosidad de los horizontes ilimitados sumidos en la eternidad de una nada abrasadora.

Como en el mar —con el que tanto comparte—, en el desierto la conquista es una empresa inútil, un empeño absurdo que se mide en vanidad y se castiga con la desesperación. También hay belleza allí, una belleza sin bondad ni dulzura, insensible e inútil, peligrosa, inhumana, hecha de espejismos, punteada de parajes inalcanzables y palmerales prohibidos. Todo esto lo he leído, claro, porque en todos los lugares en que me he acercado al desierto, en Egipto, en Túnez, en Marruecos, en Siria, apenas si he dado unos pasos en él, sobrecogido por su amenazadora inmensidad. El desierto, que deshidrata los cuerpos e incendia las almas.

La primera imagen que me viene a la cabeza al pensar en la aventura del desierto  es un pequeño fortín blanco de la Legión Extranjera francesa perdido en la inmensidad refulgente de las arenas, el puesto avanzado de Zinderneuf donde se desarrollan los episodios centrales de Beau Geste, la gran novela de P. C. Wren, en torno a la que orbita todo el imaginario del desierto.

El escritor nos dice que el fuerte se encontraba bastantes días e interminables marchas al sur de Dourgala, en el Sahara argelino, cerca de la frontera con Marruecos, tras pasar pegando tiros el oasis de El Rassa. Allí llegan, con sus fusiles Lebel, los tres hermanos Geste —John, Michael (Beau) y Digby—, soldados de la séptima compañía del 1º Régiment Étranger, tras salir del famoso cuartel general de Sidi bel Abbès y marchar cantando Voilà du Boudin hasta Ain Sefra para proseguir hasta el desierto, “donde reinaba bastante agitación”.

Por supuesto en Zinderneuf, “lugar espantoso parecido a un horno”, las cosas se complican. El comandante Reouf se suicida —efecto del aislamiento, el cafard y la “enfermedad horrible”, la sífilis imagino, que como no hubiera contraído de una camella en ese puesto remoto…—. También se mata su sucesor, el teniente Debussy, un alma sensible. Y asciende a responsable del puesto el malvado adjudant Lejaune, del que la novela explica que había sido expulsado del servicio del Congo belga “por las brutalidades y atrocidades que cometía y que excedían del límite fijado por los alegres oficiales del rey Leopoldo” (!). El avieso Lejaune, que blasfema como nadie y al que en la famosa versión cinematográfica (1939) de Beau Geste protagonizada por Gary Cooper le cambiaron el nombre por Markoff, que ciertamente suena más siniestro. El momento culminante de la historia es el asalto al fuerte por una multitudinaria harka tuareg, con la cruel estrategia de Lejaune de colocar a los legionarios muertos en las troneras para aparentar que los defensores mantienen su número. La peli de William Wellman que a mí siempre me ha parecido el acabose de la iconografía legionaria resulta que se filmó en Yuma, Arizona…  

El libro de P. C. Wren (1875-1941) nos explica algunas de las grandes aventuras reales de la Legión Extranjera, no sin antes subrayar el autor cómo Beau Geste significó que el legionario, con su quepis de cogotera flameante, sus pantalones blancos, su faja y su largo abrigo (en cambio, no llevaban calcetines, iban descalzos dentro de las botas engrasadas), se convirtiera en un ícono de la aventura, un estereotipo de héroe popular al nivel del cowboy o el detective. Ah, la mística de la légion. “¿Qué hacías en la vida civil?”, le preguntó el coronel Paul Rollet a un veterano legionario, un vieux moustache, en Sidi bel Abbès en los años 20 “Era general, mon colonel”. Tropas formadas para hacer el trabajo sucio en escenarios duros, los legionarios se enfrentaban en África a un enemigo rudo e inmisericorde que sólo te cogía prisionero con la peor de las intenciones. Los legionarios tampoco solían coger prisioneros; en realidad, era preferible que te mataran rápido a que te dejaran vivo sin medios en el desierto.

No sólo sufrían los hombres en las guerras del desierto: durante la conquista de la región del Touat, al sur del Gran Mar de Arena occidental, entre 1900 y 1903 se calcula que murieron ¡60 mil camellos! En el curso de la campaña, una columna de 400 legionarios atravesó a pie el mencionado océano de dunas doradas a 54 grados a la sombra (y no había sombra). Tras 72 días de marcha sobre uno de los terrenos más hostiles del planeta, solo se pusieron enfermos —no consta cuántos de insolación— media docena de los soldados: unos tipos duros.

De entre todos los valientes luchadores del desierto déjenme destacar al oficial de caballería Henry Marie Just de Lespinasse de Bournazel, del 22º de Spahis, un aristócrata alto, rubio y guapo. En El Mers, tras recibir una herida en el cuero cabelludo que le cubrió la cara de sangre, cabalgó solo contra los bereberes que huyeron ante el Hombre Rojo (llevaba además la túnica escarlata del regimiento), al que parecía imposible matar. Tras innumerables aventuras, encontramos al capitán De Bournazel en 1932 en la operación contra el último reducto de los clanes rebeldes de los Ait Atta en el Djebel Sahro.

El militar avanza a la cabeza de sus goums cuando es herido en el estómago. Trasladado moribundo a la tienda médica, el elegante jinete, dandi hasta el final, se señala las ropas ensangrentadas y desgarradas y dice al médico: “Qué contrariedad morir así de sucio, Doc”.

El desierto tiene sus héroes, sus mártires, sus santos y sus pecadores. Incluso sus reinas (la Antinea de La Atlántida de Pierre Benoit). Pero pocos personajes rivalizan con el gran patrón de las dunas, Lawrence de Arabia. ¿Qué queda por decir de este tipo extravagante y atormentado, excepcional propagandista de sí mismo y a la vez su principal denostador, una de las personalidades más complejas y enigmáticas que ha dado el siglo XX? Abro al azar Los siete pilares de la sabiduría, que leo como otros la Biblia, y vuelvo a extasiarme con su prosa cargada de una hiriente poesía, enraizada en el barro carnal de la humanidad, pero apuntada como un rifle hacia los astros. Era Lawrence un hombre hipersensible en el que la vanidad y el ansia de fama y trascendencia luchaban a brazo partido con su miedo a la insignificancia y al rechazo. Se catapultó al peor lugar del mundo en medio de una guerra espantosa librada por las gentes más rudas para regresar sin más respuestas que las cicatrices de bala, las pesadillas y un aura de fama que juzgaba tan fraudulenta como sus vestiduras blancas  de miembro del Estado Mayor del jerife de la Meca. “Yo no soy un hombre de acción”, repetía el Emir Dinamita, el ícono de la guerra en el desierto, el detonador de Feisal. Era el único capaz de sintetizar la revuelta árabe con un poema de amor. “Te amaba y por eso tomé aquellas oleadas de hombres en mis manos / y escribí mi voluntad en el cielo con las estrellas”.

Lawrence me pone al borde de las lágrimas, y no es el humo de la pólvora sobrevolando la ruina de las locomotoras turcas, ni el viento del desierto cargado de arena y desengaño. Es el espectáculo de alguien que trató de ir más allá de lo que le permitía su propia naturaleza, y lo consiguió. Eso le hizo grande, pero desde luego no más feliz. En la mejor biografía de las muchas que he leído de Lawrence (¡incluso tengo una escrita por Alistair MacLean!), la de Michael Asher (Lawrence, the uncrowned king of Arabia, Viking, 1998), el autor se adentra en el alma del personaje y certifica que en el fondo había una enorme debilidad y, sorprendentemente, miedo. Se le aflojaba el vientre y se ponía enfermo cada vez que entraba en acción. Si no fuera porque suena a anatema, diríamos que era un cobarde. Y montar en camello le provocaba graves forúnculos.

Rastreándolo durante dos años no sólo en los documentos, sino en los grandes escenarios de su vida (del Wadi Rum a Clouds Hill, pasando por Deraa y Damasco), Asher entiende bien a Lawrence: no en balde ha sido también soldado irregular (miembro del SAS, unidad tan imbuida del espíritu del gran genio de las incursiones), ha vivido con los beduinos y ha cruzado el Sahara de Oeste a Este a pie y en camello. Para Asher, la explicación última de la personalidad de Thomas Edward Lawrence, Ned para la familia, radica en la relación con su madre, Sarah Lawrence, de la que heredó el cabello rubio, los ojos azules y la mandíbula proyectada, y que le pegaba al chico.

El hijo de la señora Lawrence

Sarah tuvo cuatro hijos ilegítimos, todos varones, con Thomas Chapman, un rico aristócrata casado que renunció a su vida anterior para, pese al escándalo, irse con ella, que era la institutriz de sus cuatro hijas. Mujer de carácter y de firmes convicciones morales y religiosas, aunque hizo lo que hizo, controlaba a sus hijos, estaba obsesionada con la pureza de éstos y chocaba con la personalidad individualista, sensible, obstinada y secretista de Ned, al que administraba frecuentemente castigos físicos para doblegar su voluntad. Asher opina que el masoquismo de T. E. Lawrence y el trastorno de flagelación que padeció —tras la guerra le pagaba a un hombre llamado John Bruce para que lo azotara— no provenían de sus traumáticas experiencias bélicas, sino que estaban arraigados en su personalidad desde niño con la tendencia al autocastigo y al autodesprecio que le provocaban la conflictiva relación con su madre. Ciertamente, la guerra intensificó esas pulsiones y les ofreció un marco propicio.

Tenía un miedo terrible al dolor, pero al mismo tiempo trataba de controlarlo infligiéndoselo él mismo, lo que le daba sensación de poder. Ese masoquismo incluía una carga de exhibicionismo: no se trataba de sufrir en silencio. ¡Hay que ver qué complicados pueden ser los héroes! Lawrence desarrolló un fuerte desagrado por su cuerpo y el sentimiento de ser físicamente inadecuado. Pese a su increíble capacidad de resistencia, resultado de un obsesivo adiestramiento, se consideraba poco masculino y de hecho se le ha descrito con frecuencia como de aspecto aniñado y hasta afeminado. No le atraían los cuerpos de las mujeres, sino los de los hombres. En todo caso, tenía horror a la intimidad física del sexo. La única vez que se enamoró, según los indicios, fue de S. A., las iniciales que aparecen en la conmovedora dedicatoria de Los siete pilares de la sabiduría, y que se cree que corresponden a Salim Ahmad, apodado Dahoum, un jovencito aguador árabe al que cobró afecto durante sus excavaciones en Siria antes de la I Guerra Mundial y con el que vivió una relación muy romántica. Es difícil decir si pasaron a mayores.

Asher encuentra que mucho de lo truculento que explicó Lawrence es producto de su fantasía y ansias de martirio, y especialmente de su impulso de humillación y autodegradación, que le resultaba tranquilizador: “El hombre puede ascender a cualquier altura, pero hay un nivel animal por debajo del cual no puede ya caer”.

Lawrence, sostiene Asher, no tenía estómago para matar a un hombre a sangre fría. Tampoco era un sádico capaz de dar la orden de no hacer prisioneros durante el ataque a la columna turca en Tafas. En cambio, parece ser cierto que Lawrence regresó con gran coraje sobre sus pasos y salvó la vida a su sirviente Gassim, caído del camello durante la travesía de El al Houl, la desolada extensión del Nefud que hubo que atravesar para atacar Aqaba (en la película de 1962 de David Lean protagonizada por Peter O’Toole, el rescatado y el ejecutado eran la misma persona, para mayor dramatismo).

Muchos de los misterios de la personalidad del coronel Lawrence quedaron sin resolver para siempre cuando murió, seis días después de sufrir un accidente con su motocicleta Brough Superior de 1.000 cc, el 13 de mayo de 1935. Es difícil decir quién fue realmente Lawrence de Arabia, pero su lucha contra el desierto y contra sí mismo refleja algunas de nuestras luces y sombras, de nuestras dudas y anhelos secretos. “Aquel crepúsculo era feroz, estimulante, bárbaro”, escribió en una ocasión, “reanimaba los colores del desierto como una pincelada mientras que lo que yo ansiaba era debilidad, frescores y brumas grises, que el mundo no tuviese aquella claridad cristalina, aquella definición de lo acertado y lo equivocado”.

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