Es realmente reconfortante, en el mundo del cine boliviano, descubrir una película que sobresale muy por encima de todo lo producido desde La nación clandestina (1990) de Jorge Sanjinés. Y cuando una obra cinematográfica (o literaria, o pictórica, o musical) alcanza niveles de calidad más que notables, hay que decirlo en voz alta y sin mezquindades: Yvy Maraey-Tierra sin mal (2013) de Juan Carlos Valdivia es una hermosa película, magnífica a todo nivel. Yvy Maraey-Tierra sin mal es, para mí, la mejor película boliviana de los últimos 23 años. Para comenzar, es de un cuidado profesional admirable. Guión, fotografía, actuación, dirección, producción y todos los aspectos de esta película son impecables. Se debe enfatizar sobre todo la actuación, un defecto perenne del cine boliviano. Actores principales y secundarios mantienen un nivel de actuación admirable. Así los personajes y las escenas son creíbles; los diálogos no suenan falsos; la energía de los actores se transmite entre ellos y a los espectadores. Pero también la fotografía es excelente: los paisajes del Chaco boliviano son sobrecogedores. Y para terminar estas primeras impresiones digamos que el guión armoniza, con un ritmo y una cadencia consumados, el mundo geográfico y cultural del mundo guaraní con la revelación de las interioridades de los protagonistas de la película.

INDIGENISMO. Yvy Maraey es una película que se podría clasificar dentro del indigenismo cinematográfico boliviano, pero solo en la medida en que lo renueva y, de alguna manera, desplaza completamente la representación del indígena y renueva el diálogo de la cultura occidental con las culturas indígenas. Yvy Maraey inaugura en el cine una nueva manera de ver, pensar, hablar con el indígena en Bolivia. No es casual que el film se centre en los guaraníes y no en las etnias dominantes como la aymara y la quechua. Pues al hacer de los guaraníes su foco de atención, YvyMaraey muestra que el cine indigenista referido exclusivamente a las etnias andinas, y que por décadas era considerada la autoridad de la representación de la situación del mundo indígena en la sociedad boliviana, en el siglo XXI, es solo una provincia de la diversidad cultural boliviana.

No trato de quitar ningún mérito a la obra de Jorge Sanjinés, el gran representante del indigenismo cinematográfico boliviano (y latinoamericano), sino señalar que la obra de Valdivia trasciende y supera los parámetros en los que Sanjinés basaba su obra, para ampliar y complejizar la forma de representar el mundo indígena en sus relaciones con el mundo criollo boliviano. En nuestra literatura Alcides Arguedas funda el indigenismo literario con Wuata Wuara (1904) y Raza de bronce (1919) —y cuya continuación cinematográfica es Ukamau (1966) de Sanjinés—, y Jaime Saenz lo cierra con su ensayo El aparapita (1968), que es la representación del indio ya no en el campo sino en la ciudad, del indio devenido habitante urbano. Algo similar ocurre con la película de Valdivia: cierra un ciclo del indigenismo cinematográfico, el de Sanjinés, que ahora deberemos llamar tradicional, para abrir un mundo vasto de nuevas miradas cinematográficas sobre las relaciones interculturales en Bolivia.

El argumento de YvyMaraey es el viaje de Andrés, un cineasta, al Chaco boliviano motivado por su deseo de hacer una película sobre los guaraníes. Este viaje tiene dos caras: una, el viaje geográfico; y la otra, el viaje de búsqueda interior del protagonista. El origen del interés de Andrés en los guaraníes es otra película, unos fragmentos de un supuesto documental filmado al comienzo del siglo XX, hacia 1910, por el antropólogo sueco Erland Nordenskiöld (1877-1932). Las imágenes de Nordenskiöld mostrarían el lugar de uno de los mitos fundacionales de los guaraníes: la tierra sin mal. Esta tierra es un lugar utópico donde se viviría en abundancia, sin enfermedades, ni carencias. Se puede señalar, desde el inicio de la película, dos características importantes: una, la intertextualidad en la película de Valdivia, es decir, el diálogo entre textos fílmicos, a saber, una película documental motiva la creación de otra película. Esto se traducirá, como veremos más adelante, en una reflexión sobre el cine como lenguaje que busca representar al indígena.
El otro aspecto es la búsqueda personal del protagonista de una tierra sin mal, de un espacio mítico y utópico que tendría respuestas para cierta inquietud existencial de Andrés. En ese espacio mítico y utópico viviría un ser humano también “sin mal”, algo así como un buen salvaje que, quizás, le proveería al cineasta con algunas de las respuestas que espera encontrar.

En este sentido, la película de Valdivia retoma un tema tan antiguo como la existencia misma de Latinoamérica. Recordemos que el buen salvaje es una invención de la mirada europea sobre los indígenas americanos que ya está en el Diario de a bordo de Cristóbal Colón, como han señalado Tzvetan Todorov  y otros estudiosos. Las imágenes del documental de Nordenskiöld parecen repetir esta imagen del indígena como un buen salvaje en su paraíso precolombino. Pero Valdivia no repite esa mirada eurocéntrica, sino que la desmonta, la deconstruye. Su mirada a los guaraníes está más cerca del relato de Alvar Núñez Cabeza de Vaca sobre su estadía de cerca de ocho años (1528-1537) con los indios del sur de lo que hoy es Estados Unidos. Naufragios (1542) es considerado uno de los primeros textos antropológicos sobre los indígenas americanos, pero es también el primer testimonio de la asimilación de un europeo a las culturas indígenas.

A diferencia de la mayoría de las crónicas de la conquista que miraban al indígena como un buen salvaje que podía ser asimilado a la civilización europea (por supuesto, sin preguntarle si estaban de acuerdo), o como un mal salvaje (agresivo, caníbal, inhumano) que debía ser combatido y exterminado o esclavizado, Cabeza de Vaca, al fracasar su expedición de conquista, debe aprender la vida, lengua y cultura de varias tribus de la región para asegurar su sobrevivencia. Su aprendizaje y asimilación de las culturas indígenas lo transforman de tal manera que jamás puede volver a ser un español tradicional, es decir, eurocéntrico, conquistador, cruel, codicioso.

Éste es el tema de Yvy Maraey, la transformación del protagonista, un citadino, Andrés, un karaí como lo llaman en guaraní, en indio, por la comprensión y vivencia de esa cultura. Aunque el argumento está centrado en el viaje de búsqueda, descubrimiento y transformación del cineasta, su guía, Yari, quien parecería no estar en un proceso de búsqueda similar, acaba descubriendo aspectos de sí mismo desconocidos o reprimidos, y algunos de sus propios prejuicios sobre los karaí como Andrés. Así Valdivia le da una vuelta más al tema: no solo el karaí Andrés sufre las consecuencias de ese viaje de transformación e iniciación, sino que su guía, Yari, un guaraní, también lo hace. Este debe aprender que ese karaí no es solo un blanquito citadino del que uno se puede y debe aprovechar, sino que es un ser humano, tan humano como cualquier guaraní. Así pues Yari tiene algo que aprender de Andrés, como éste de aquél.

La relación entre los dos protagonistas es, pues, de espejo. Su convenio contractual inicial, de relación de trabajo, ser uno guía del otro, se convierte poco a poco, en relación de desafío y afirmación así como de cuestionamiento de sus respectivas identidades, para transformarse en amistad profunda que no borra similitudes ni diferencias. Ésta es la discusión crítica de la película: qué significa reconocer al otro, al de otra cultura, de otra lengua y otras creencias; cómo lograr de verdad ese tópico, tan manoseado hoy en día, como es el de la convivencia en la diversidad cultural. El aporte de Valdivia es el de enraizar esa discusión sociológica y política, fuertemente ideológica, en la realidad de dos seres humanos, dos bolivianos en muchos aspectos absolutamente distantes, que buscando respuestas a sus propias inquietudes, las descubren en el otro, en ese otro inicialmente despreciado o resentido.

Existe una expresión en inglés, to go native, nacida del trabajo antropológico de campo, que se refiere en términos amplios a que para comprender de verdad una cultura hay que llegar a ser “nativo”, volverse indígena. Se podría pensar que para llegar a la tierra sin mal haría falta una transformación tan profunda que sería una especie de going native. Y, en efecto, la película parecería estar centrada en la pregunta de si puede el karaí volverse guaraní o no. Pero Valdivia plantea algo menos ideológico que el going native y esencialmente más humano. Deja de lado, pues, esas discusiones antropológicas que han oscurecido muchas veces las relaciones entre diferentes culturas y se centra en cómo dos personajes de culturas diferentes construyen su relación personal. Por eso la película enfatiza no tanto los modos y peculiaridades de esas identidades, a pesar de que se nos muestra en casi todo el film variedad de aspectos de las culturas orientales de Bolivia, sino el que individuos de diferentes culturas pueden establecer relaciones que les permitan conocerse, superar estereotipos creados desde la Colonia, para poder hablarse, quererse, cuidarse. No el mantenimiento colonial del dominio de lo occidental sobre lo indígena, ni la revancha del indígena sobre el opresor de siglos, ni siquiera una hermandad al estilo del padre Las Casas o de las misiones jesuíticas, sino un enfrentamiento crítico y amoroso, como el de la verdadera amistad.

Ahora bien, Yvy Maraey no es una simple historia de amistad. Es cierto, al final de la película los protagonistas son amigos, pero son algo más, pues ha ocurrido una transformación espiritual.

Hacia el final del viaje, Andrés enferma y Yari tiene que curarlo. Pero para que Yari pueda curarlo, debe reconocer y aceptar plenamente su condición de guaraní que parece haber perdido en parte viviendo en la ciudad. Este reconocimiento de su identidad guaraní es asumir la tradición chamánica de su familia y oficiar de médico chamán. El reconocimiento de lo más profundo de su cultura, su creencia religiosa, es requisito para salvar de la muerte al que está deviniendo su amigo. Entonces la relación entre ambos es más profunda que la de simple amistad pues tiene que ver con la vida y la muerte.
En este sentido, el viaje de los dos protagonistas es un viaje iniciático, de descubrimiento espiritual. Para volver a Cabeza de Vaca, una de las transformaciones más importantes de su viaje es justamente cuando ese cristiano conquistador debe convertirse en chamán indígena para curar enfermos y resucitar muertos mezclando su fe cristiana con el rito chamánico indígena. De forma similar pero, otra vez con una vuelta más en la película de Valdivia, es Yari quien debe aceptar su condición religiosa guaraní para salvar a su amigo karaí, quien está aferrado con desesperación a su tradición de médicos occidentales y pide que lo lleven a un hospital. Es como si Yari debiera asumir la fe de los dos para que el acto chamánico sea efectivo y Andrés no muera.

La relación entre esos dos bolivianos cambia de una de contrato utilitario comercial a una de amistad y hermandad profunda. Ambos han descubierto al “otro”, y han podido trascender sus propias subjetividades, quizás a la manera como Emmanuel Levinas lo explica. Este filósofo judío-francés entiende que nada hay tan afectivamente turbador para una conciencia que encontrar a otra persona, al otro. Este encuentro, un mirarse cara a cara, demanda una respuesta y esa respuesta es el comienzo de un diálogo que es el inicio de la intersubjetividad, es decir de la responsabilidad como experiencia afectiva inmediata de trascendencia y fraternidad. Carlos Fuentes en El tuerto es rey (1970) expresaba una idea similar: “amar es ser responsable del otro”. Y desde el momento de la curación chamánica, hay un lazo entre ambos que es de profundo amor y responsabilidad del uno por el otro.

CINE. Otro aspecto importante de Yvy Maraey es la reflexión sobre los lenguajes representativos. Como ya señalamos, es una película con un intertexto literario fuerte. Baste mencionar, además de los trabajos del antropólogo Nordenskiöld, el relato en voz-off de los mitos guaraníes (que implica una larga bibliografía de estudios sobre los guaraníes) y las imágenes de textos que escribe Andrés con una lujosa plumafuente en hojas que luego recorta y forma como una especie de collage de frases. Pero hay también en Yvy Maraey una dimensión metalingüística, es decir, una reflexión cinematográfica sobre el hecho mismo de hacer cine y, en especial, de la validez del cine (o de cualquier otro lenguaje simbólico) para hablar de culturas como las guaraníes sin ser instrumentos de contaminación y destrucción.

La reflexión de Valdivia escapa a la tradicional discusión de que si solo los indios deberían hablar de los indios dada la inevitable relación colonial entre culturas occidentales u occidentalizadas y culturas indígenas. En uno de sus momentos más irónicos, posmodernos, siglo XXI, el realizador asediado por estas dudas de que si su posible película sobre los guaraníes tal vez participe en la destrucción de esa cultura, encuentra en mitad de la selva a un grupo de jóvenes guaraníes que ya están haciendo su propia película sobre los guaraníes, y sin preocuparse mucho de discusiones teóricas sobre representación simbólica e indígenas.

Comparado con la preocupación de Sanjinés, en los años 70 del siglo pasado, por la creación de un lenguaje cinematográfico que reflejara el pensamiento aymara o quechua, la libertad de estos jóvenes indios hablando de sí mismos por medio de un lenguaje cinematográfico tomado directamente de Hollywood, como sugieren las imágenes de su película, es maravillosamente refrescante. Es quizás el momento de afirmación más fuerte de la película sobre la libertad de los pueblos de hacer y contar su historia. Si unos jóvenes guaraníes, educados en la cultura occidental boliviana, quieren contar su historia con los instrumentos y lenguajes occidentales que han aprendido y que aman, ¿quién (o qué ideología) tiene derecho a decirles que no lo hagan?

Los lenguajes representativos son un tema importante de la película de Valdivia, pero también lo es el lenguaje como comunicación. En otro momento irónico de la película, en un encuentro entre indios aymaras y los protagonistas, la comunicación debe realizarse en castellano. Ni los aymaras entienden guaraní ni Yari ni Andrés entienden aymara. Ningún lenguaje en sí es más importante que los demás, su importancia radica en su capacidad de comunicación, y ahí el castellano tiene un sitio privilegiado en la sociedad boliviana. Asimismo la idea del lenguaje indígena como tesoro de verdades y poderes absolutos se viene abajo en otra escena, cuando Andrés revela ante una comunidad guaraní, y para la sorpresa de Yari, que él sabe hablar guaraní, y que es tan bilingüe como su guía.

Para terminar, quiero señalar el final abierto de Yvy Maraey. Un protagonista interesante de la película es el vehículo, un moderno y lujoso Jeep Wrangler 4×4 que les sirve a Andrés y Yari para internarse en el mundo guaraní, por caminos apenas abiertos en la selva. Cabe recordar todas las connotaciones sociales y cinematográficas de los vehículos motorizados. Socialmente, en Bolivia van desde símbolos de estatus social y económico hasta de poder político y sindical (el poder de los transportistas en Bolivia es bien conocido, por ejemplo). Cinematográficamente, en el mundo occidental, la lista de películas que tienen a autos y camiones como elementos de sus tramas es larguísima; en Bolivia, se me vienen a la memoria dos películas: Mi socio (1982) de Paolo Agazzi, y Cuestión de fe (1995) de Marcos Loayza.

En Yvy Maraey, el vehículo motorizado es un instrumento esencial para el viaje pero es también objeto de discordia entre los protagonistas. Yari exige que se le dé uso público, a lo cual a veces accede Andrés, pero a veces no. Esta negativa ocasiona una de las rupturas más radicales entre los dos. A pesar de estos incidentes, gracias a este vehículo pueden llegar a lo más recóndito de la selva guaraní. Pero allí lo deben dejar para iniciar a pie el tramo final del viaje, el que los lleve al mundo de la tierra sin mal. A la vuelta de ese recorrido final, encuentran que el coche ha sido desarmado por un grupo de indígenas: está sin puertas, ni ruedas, ni luces. Pero nada se ha robado, contrariamente a lo que se esperaría en Bolivia, donde un coche abandonado sería presa fácil de los ladrones.

FINAL. Los indígenas están ahí, rodeados de un coche que han desarmado sin finalidad utilitaria aparente, transformado en parte de la selva. Una puerta, por ejemplo, cuelga de una rama. No se trata de un acto de destrucción, ni de aprovechamiento económico, sino de una metáfora de todo aquello que la película ha ido mostrando: la deconstrucción de una serie de supuestos y estereotipos de la sociedad boliviana, desde la idea del indio como buen salvaje hasta aquella de que los karaís son a priori incapaces de entender a los indios.

¿Se podrá armar de nuevo ese vehículo para retornar y contar esta experiencia que han vivido juntos karaís y guaraníes? Esta imagen del auto desarmado que cierra Yvy Maraey es una pregunta que deja Valdivia a los espectadores. La respuesta está, sin duda, en cómo la sociedad boliviana quiera rearmarse, reinventarse a sí misma, en estas épocas de supuesto cambio.