Escritores vagabundos
Philippe Ollé-Laprune dedica un libro a los escritores que dejaron sus patrias y se asentaron en otras tierras
La Academia de Ciencias de Ultramar de Francia, para su revista trimestral, me encarga la crítica periódica de los libros impresos en francés sobre temas latinoamericanos. Entre las últimas obras entregadas, ha llamado mi atención un aporte de Philippe Ollé-Laprune, actual director de la publicación Líneas de fuga, en México. En efecto, bajo el título original de Europe-Amerique latine. Les ecrivains vagabonds (Editions de la Difference, 2014, 187 páginas) el autor registra a los literatos que de uno a otro costado del Atlántico han migrado por diversos motivos, pero con un común denominador: escapar de sus propias realidades en busca del paraíso perdido. Entre ellos figuran Rubén Darío, Octavio Paz, Miguel Ángel Asturias, Luis Cardoza y Aragón, Alejandro Carpentier, Ernesto Sábato, Jorge Luis Borges, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Julio Ramón Ribeyro, Severo Sarduy, Manuel Puig, Fernando Vallejo, Juan Gelman, Juan Carlos Onetti, Roberto Bolaño, César Moro, César Vallejo, Eduardo Galeano, Pablo Neruda, Gonzalo Rojas, Guillermo Cabrera Infante, D. H. Lawrence, Stefan Zweig, Georges Bernanos, Antonin Artaud, Malcom Lowry, Witold Gombrowicz, Roger Caillois, Henri Michaux… y sí, muchos puntos suspensivos porque han quedado en el tintero otros trabajadores de la pluma omitidos como Jorge Edwards, Augusto Céspedes, Edmundo Camargo, Mario Vargas Llosa, Jorge Azis, Romain Gary, Augusto Roa Bastos, Rubén Barreiro Saguier, quienes también se trasplantaron entre las dos riberas.
OBRAS. Olle-Laprune en su ensayo constata que a fines del siglo XIX y durante todo el siglo XX, los intercambios constantes dieron origen a obras mayores, fruto de ese mutuo enriquecimiento. En verdad, la impaciencia por ver el mundo, principalmente Europa y particularmente París, impulsó a varios escritores latinos que alcanzaron fama a procurarse cargos diplomáticos, como Rubén Darío, Pablo Neruda, Augusto Céspedes, Julio Ramón Ribeyro, Rubén Barreiro Saguier, para citar a algunos. Los más, invocaron razones políticas para autoexilarse y muchos fueron desterrados por las dictaduras de turno.
Ninguna de esas razones los exime de creer que el vagar por tierras ignotas les promete “una dosis de libertad o una ilusión de libertad que exalta los valores que interpretan”. Para Ollé-Laprune, la comparación entre Europa y América Latina es emblemática, “en tanto los dos territorios se inscriben en una lógica histórica de semejanza-desemejanza. Una parece ser la caricatura de la otra”.
Estudiando a varios autores, el narrador estima que “la contemplación lleva al europeo a dimensiones inusitadas que le transportan a tiempos míticos. A la inversa, su análogo oriundo de esas tierras ve en los paisajes europeos la marca de la civilización a la que aspira sordamente… como Cortázar y Ribeyro en París, Cabrera Infante en Londres u Onetti en Madrid”. Desde la ribera de enfrente, Graham Greene descubre México y el polaco Witold Gombrowicz que huye de la gran guerra hasta Buenos Aires se queda allí donde produce y se mimetiza en el medio argentino.
Como estudios de caso, para consolidar sus conclusiones, Ollé-Laprune se detiene con mayor holgura en ciertos elegidos como Malcom Lowry en su periplo mexicano y, bajo el capítulo “Navegando en un vaso”, analiza la vida y la obra de escurridizo Julio Ramón Ribeyro, de quien fui interlocutor cuando se desempeñaba como delegado del Perú ante la Unesco. Era la época en que los gobiernos latinoamericanos designaban como sus representantes a ilustres hombres de letras. Entre ellos, cultivé la amistad de Jorge Edwards, del argentino Jorge Azis, del cineasta cubano Alfredo Guevara, del paraguayo Rubén Barreiro Saguier, y last but not least del portentoso Augusto Céspedes (el Chueco), cuyo humor amargo desestabilizaba a sus homólogos y encolerizaba a los peones de la burocracia unesquiana, enfundados en su mediocre solemnidad. Años antes pasaron por esas funciones los nóbeles Pablo Neruda y Miguel Ángel Asturias. También en modestas tareas de traducción ganaban sus moneditas vitales jóvenes expatriados como Julio Cortázar o Mario Vargas Llosa.
Entre todas las excursiones de esos notables trashumantes, sobresale la analogía que se hace de los dos césares peruanos contemporáneos, cuya obra trascendió a la posteridad: César Moro y César Vallejo. Ambos emigran porque perciben en su país “un inmenso sentimiento de distancia con la realidad”. El primero, más joven (1903), se inventa a sí mismo, comenzando por cambiarse oficialmente su verdadero nombre de Alfredo Quispez (¿o Quispe?) Asín a César Moro, apodo que adopta legalmente. De familia relativamente acomodada, se dedica a la pintura y a la danza, estudiando al mismo tiempo la lengua francesa que lo cautiva. Pronto decide, a sus 22 años, navegar hasta Francia donde expone sus telas que no se venden y lo obligan a moverse de hotel en hotel dejando cuentas impagas. Logra sentarse en la mesa de los cafés en que se asoman surrealistas conocidos como Paul Eluard o André Breton. Ajeno a la promoción de su obra poética, ésta no será reconocida sino después de su muerte, por su temática obsesiva del amor, acaso para esconder su homosexualidad. La gran hazaña de Moro es su perfecta inmersión en la lengua gala, que la confisca como propia y en la que escribe sus poemas, con elegancia y maestría: “L’ amour dedicase a l’amour / Les jourssans pluie…”. Moro se inscribe en la angosta lista de escritores que, como Nabokov, Conrad o Brodsky, logran celebridad escribiendo excelsamente en un idioma extranjero. Víctima de una leucemia irreparable, Moro murió en Lima en 1956.
VALLEJO. El otro César, el gran César Vallejo (1892), como el mismo dice nació un día que Dios estuvo enfermo. Provinciano y pobre, experimentó muy joven 112 días de prisión por alterar el orden público, lo que marca su ruta de solidaridad con los de abajo. Militante comunista, visita tres veces la Unión Soviética y se enfrasca en una defensa frontal del lado de la República Española, cuyo trágico desenlace lo registra en su clásico España, aparta de mí este cáliz. Contrariamente a Moro, Vallejo alcanza notoriedad temprana cuando publica a sus 27 años, Los heraldos negros y a sus 30, Trilce.
Los dos césares habitan París en el mismo periodo pero no se cruzan porque cada cual tiene un sendero de vida diferente y, en mi criterio, arrastran hasta la capital francesa las brechas sociales que existían en el Perú de antaño. Como Moro, Vallejo también canta a la lluvia: “Me moriré en París, con aguacero / un día del cual tengo ya el recuerdo/ Me moriré en París —y no me corro— / tal vez un jueves, como es hoy, de otoño…”
Vallejo murió en la clínica del Boulevard de Arago, con la lluvia del Viernes Santo 24 de marzo de 1938. Sus restos reposan en el cementerio parisino de Montparnase, bajo una lápida que dice: He nevado tanto, para que duermas, recuerdo de su viuda Georgette quien, con ayuda de André Coyné, recogió póstumamente su obra poética que lo catapulta como la referencia más elevada de la poesía latinoamericana del siglo pasado.
Como se anota, el intercambio no planeado de exilios a ambos costados del Atlántico provoca “la fascinación mutua que se alimenta de ecos y de discordancias”, pero que arroja el saldo positivo que se refleja en las obras maestras fabricadas por estos y aquellos vagabundos por los paraísos imaginarios que los unos encuentran en Europa y los otros en la América Latina.