Icono del sitio La Razón

Instrucciones para recordar a Julio Cortázar

Nació hace un siglo, el 26 de agosto de 1914, con el nombre de Julio Florencio Cortázar Descotte. Lo primero que hay que recordar, entonces, es ese hecho del cual —como sabe todo el mundo— derivan todos los demás.

Muchos años después, frente a una máquina de escribir, el escritor Julio Cortázar habría de recordar sus primeros años: “Nací en Bruselas en agosto de 1914. Signo astrológico, Virgo; por consiguiente, asténico, tendencias intelectuales, mi planeta es Mercurio y mi color el gris (aunque en realidad me gusta el verde). Mi nacimiento fue un producto del turismo y la diplomacia; a mi padre lo incorporaron a una misión comercial cerca de la legación argentina en Bélgica, y como acababa de casarse se llevó a mi madre a Bruselas. Me tocó nacer en los días de la ocupación de Bruselas por los alemanes, a comienzos de la primera guerra mundial. Tenía casi cuatro años cuando mi familia pudo volver a la Argentina; hablaba sobre todo francés, y de él me quedó la manera de pronunciar la ‘r’, que nunca pude quitarme. Crecí en Banfield, pueblo suburbano de Buenos Aires, en una casa con un gran jardín lleno de gatos, perros, tortugas y cotorras: el paraíso. Pero en ese paraíso yo era Adán, en el sentido de que no guardo un recuerdo feliz de mi infancia; demasiadas servidumbres, una sensibilidad excesiva, una tristeza frecuente, asma, brazos rotos, primeros amores desesperados.”
Luego, Julio creció. Y mucho. En realidad, nunca dejó de hacerlo. Padecía un mal que consiste, precisamente, en eso: el sujeto nunca deja de crecer. Decir, entonces, que Cortázar era enorme no solo es una referencia literaria.

De joven, en Buenos Aires, estudió para maestro y traductor y quiso ser poeta. Presencia, su primer libro publicado bajo el pseudónimo de Julio Denis en 1938, está integrado por una serie de sonetos. Enseñó en las provincias y, a mediados de los 40, en la Universidad de Cuyo, Mendoza.

Para Cortázar, 1946 —el joven escritor se acercaba a la edad de Cristo— fue un año importante. En la Argentina triunfó el peronismo y sus diferencias con ese movimiento político lo llevaron a renunciar a su cátedra. No quería pagar el precio de “descamisarse” para conservar el puesto. Pero, en la otra mano, ese mismo año publicó su cuento Casa tomada en la revista Anales de Buenos Aires dirigida entonces por Jorge Luis Borges.

Cinco años después, en 1951, reunió sus primeros relatos bajo el título de Bestiario e inmediatamente se fue a París. Entonces se dedicó a lo que quería hacer: escribir, escribir, escribir, aunque para ganarse la vida trabajaba de traductor. Su versión de los cuentos de Poe es considerada la mejor en nuestra lengua. En 1963, la publicación de Rayuela lo convirtió en una figura internacional. Ese mismo año visitó por primera vez la Cuba de Castro.

Empeñó toda su simpatía a la revolución caribeña, pese al curso autoritario que tomó muy pronto, como más tarde lo haría con la revolución sandinista de 1979 en Nicaragua. Cortázar murió en 1984. Aunque tenía 70 años, todos los que habían leído así sea una sola página suya lamentaron que haya partido siendo tan joven.

CUENTISTA. Cortázar será recordado por sus cuentos. Cortázar será recordado por Rayuela. Incluso sus lectores más devotos suelen tomar partido. Habrá que recordar, sin embargo, que escribió sobre todo cuentos. Es una cuestión cuantitativa —ocho libros en 30 años, desde Bestiario (1951) hasta Deshoras (1982)— pero también cualitativa. Cortázar es —la crítica no ha dejado de insistir— uno de los grandes cuentistas del siglo XX. Tenía una elevada conciencia de las exigencias del género y en su escritura casi siempre lograba llegar a esas alturas.

En “Del cuento breve y sus alrededores” (La vuelta al día en ochenta mundos, 1967) escribió: “De una manera que ninguna técnica podría enseñar o proveer, el gran cuento breve condensa la obsesión de la alimaña, es una presencia alucinante que se instala desde las primeras frases para fascinar al lector, hacerlo perder contacto con la desvaída realidad que lo rodea, arrástralo a una sumersión más intensa y avasalladora. De un cuento así se sale como de un acto de amor, agotado y fuera del mundo circundante, al que se vuelve poco a poco con una mirada de sorpresa, de lento reconocimiento, muchas veces de alivio y otras tantas de resignación.”

Habrá que recordar cuántas veces uno mismo salió de sus cuentos como se sale de un acto de amor. Cualquier afortunado puede hacer su propia lista, en la que, seguramente, no faltarán Casa tomada, Los venenos, La noche boca arriba, Axolótl, Las babas del diablo, El perseguidor, El otro cielo, Queremos tanto a Glenda…  

¿Cómo funcionan los cuentos de Cortázar? Borges, en el prólogo a una antología de sus relatos, escribió las palabras precisas:  
“Los personajes de la fábula son deliberadamente triviales. Los rige una rutina de casuales amores y de casuales discordias. Se mueven entre cosas triviales: marcas de cigarrillo, vidrieras, mostradores, whisky, farmacias, aeropuertos y andenes. Se resignan a los periódicos y a la radio. La topografía corresponde a Buenos Aires o a París y podemos creer al principio que se trata de meras crónicas. Poco a poco sentimos que no es así. Muy sutilmente el narrador nos ha atraído a su terrible mundo, en que la dicha es imposible. Es un mundo poroso, en el que se entretejen los seres; la conciencia de un hombre puede entrar en la de un animal o la de un animal en un hombre. También se juega con la materia de la que estamos hechos, el tiempo. En algunos relatos fluyen y se confunden dos series temporales.”  

Para mayor fortuna de sus lectores, Cortázar también practicó otra forma de cuento, una forma breve, fantástica y absurda, deudora en igual medida de las fábulas de Kafka y del humor surrealista. Son las historias de cronopios, esos seres húmedos y verdes que existen para escándalo de las buenas costumbres y los bienpensantes.

¿Pero qué son los cronopios? Ni el propio Cortázar lo sabía a ciencia cierta, pero en una entrevista de 1977 contó cómo nacieron: “Yo estaba en París en 1952 y fui a un concierto donde había un gran homenaje a Igor Stravinski… Vino el entreacto y todo el mundo salió a tomar café. Yo estaba solo y no tuve ganas de salir y me quedé. Entonces de golpe tuve la sensación de que había en el aire personajes indefinibles, una especie de globos que yo los veía de color verde, muy cómicos, muy divertidos y muy amigos que andaban por ahí circulando. Y su nombre era cronopios, se llamaban cronopios y venían así.” Cortázar los guardó en secreto durante muchos años. Las Historias de cronopios y de famas se publicaron recién en 1962.

RAYUELA. En 1959, Cortázar publicó Las armas secretas, su tercer libro de cuentos. En ese volumen figura El perseguidor, un relato extenso —una nouvelle dirían los franceses— cuyo personaje, Jhonny Carter, es un músico de jazz inspirado en la figura del legendario Charlie “Bird” Parker. Ese relato es —su autor solía repetirlo— no solo el más ambicioso que emprendió hasta entonces y en el que puso sus mejores conocimientos del género sino también un límite. Un límite del mundo creativo cultivado hasta entonces, un límite de una manera de entender la realidad y un límite incluso de una determinada manera de asumir el arte. Ese mundo “poroso” al que alude Borges cuando habla de sus relatos se abre en este cuento a una dimensión extrema —como la música de Carter/Parker— cuyo conocimiento exige la renuncia a toda certidumbre. Exige dar un salto.

Cortázar dio ese salto. Emprendió la escritura de Rayuela. A fines de 1959, en una carta a Jean Bernabé, le confiesa sus nuevas andanzas: “La verdad, la triste o hermosa verdad, es que cada vez me gustan menos la novelas, el arte novelesco tal  como se lo practica en estos tiempos. Lo que estoy escribiendo ahora será (si lo termino alguna vez) algo así como una antinovela, la tentativa de romper los moldes en que se petrifica ese género.”

Pero no se trataba solamente de una ruptura formal sino también de la ruptura con una manera de encarar la realidad. “Lo que creo —le dice a Bernabé— es que la realidad cotidiana en la que creemos vivir es apenas el borde de una fabulosa realidad reconquistable, y que la novela, como la poesía, el amor o la acción, deben proponerse penetrar en esa realidad”.

Rayuela —que se publicó en 1963— es la tentativa de Cortázar de subvertir el arte novelesco y de penetrar en esa fabulosa realidad. Y lo hace poniendo en acción diversos mecanismos. Una estructura que renuncia a la linealidad, al principio de causa y efecto, y funciona con la lógica de la superposición de fragmentos del collage. Una novela que no es una sino muchas: el lector —partícipe de su construcción— puede seguir un orden alternativo. Una trama superficial —la más típicamente novelesca: la historia de la Maga y Oliveira— que se resquebraja en todo momento, que se niega a punta de ironía y se abre a los abismos metafísicos. Una novela —a través del personaje Morelli— que contiene su propia teoría, que se deconstruye, que contiene su propia negación.

Rayuela convirtió a Cortázar —que hasta entonces era lo que hoy llaman un “escritor de culto”— en un autor famoso. Rayuela, entre otras cosas, fue el detonador del llamado boom de la narrativa latinoamericana de los años 60 y 70. Pero no es seguro que el éxito de Rayuela fuera del agrado de su autor. Lo que Cortázar quería era hacer estallar lo novelesco en las manos del lector con un gesto de radical experimentación narrativa. Pero lo que quedó en la memoria de la mayoría de los lectores de entonces —y mucho más en los de ahora— es lo más trivialmente novelesco de Rayuela: esa historia que comienza con la famosa frase: “¿Encontraría a la Maga?”

MÚSICA. No es aconsejable recordar a Cortázar sin un adecuado fondo musical —mucho menos ahora que las palabras deben tener un eco nostálgico—. Toda su obra está atravesada por la música. Especialmente por el jazz, pero no únicamente. Rayuela es, a su modo, una enciclopedia del jazz previo a A Kind of Blue de Miles Davis (1959). En su obra, sin embargo, la música no es solo un elemento referencial. Está entretejida en lo más profundo de su proyecto narrativo. El relato El perseguidor es donde puede explorarse más claramente la relación entre la música y la escritura. Charlie Parker, el músico en el que está inspirado su personaje llevó la improvisación —elemento fundamental del jazz moderno— hasta alturas no antes alcanzadas. La improvisación es, en el ámbito de la escritura de Cortázar, una metáfora de la escritura. “El fluir de la invención permanente —dijo en una entrevista— me pareció una lección para la escritura, para darle libertad y no repetir partituras”. Si alguna utopía del lenguaje hubo en la obra de Cortázar fue la de una escritura que funcionara con esa paradójica mezcla de rigor y libertad, de retorno y fuga, como funciona la improvisación en el jazz.  

Pero eso no es todo. En una carta a Gregory Rabassa —el traductor de Rayuela al inglés— del 15 de agosto de 1967, comentando la muerte de John Coltrane, Cortázar escribió: “El jazz sigue siendo mi chamán, mi gran intercesor en los momentos duros. Como Webern, en otro plano: una música de pasaje, una especie de perspectiva vertiginosa hacia todo lo que no nos atrevemos a ser”. Ahí está todo. Cortázar tenía una idea trascendente de la literatura: la literatura debía permitirnos abrir una grieta en la realidad cotidiana y alienada para atisbar al otro lado, debía ser un pasaje para saltar a la otra orilla, una llave para abrir la puerta y salir a jugar.