Sunday 14 Apr 2024 | Actualizado a 23:53 PM

Gunnar Mendoza, ‘artesano de la cultura’

El historiador y archivista pervive en la memoria de sus hijos como un hombre que amó intensamente a su patria

/ 7 de septiembre de 2014 / 04:00

Nunca es fácil hablar del padre, del padre de ​uno, y lo es menos si el padre ha sido Gunnar Mendoza. Existe, sin embargo, remedio a esta situación y consiste en hacerlo de modo sencillo y verdadero, como él fue.

El destino dispuso que el ​día cuando Gunnar Mendoza falleció ninguno de sus hijos estuviera a su lado. Lo que falló entonces fue la fortaleza de los hombres en semejante momento de adversidad. Y cuando hubo que realizar esos postreros y dolorosos deberes que hay que cumplir con los muertos, los ​hombres que, felizmente, se hicieron cargo de la situación preguntaron a mi madre con qué terno iba a enterrarse a Gunnar Mendoza. Y ella contestó: “Con chompita: a él no le gustaba andar de terno”. Y así fue.

Gunnar Mendoza era de chompita, con ese diminutivo que, en labios de la gente de esta tierra, puede otorgar vida a cualquier cosa. Y si esa peculiar indumentaria sorprende a alguien, en Sucre era una presencia tradicional que la gente acogía con benevolencia: el Director de la Biblioteca y Archivos Nacionales de chompita. Pero esto nunca resultó una afectación, porque era, finalmente, una natural forma de vestir en él, acostumbrado como estaba después de las incontables chompas que le tejiera su madre, doña Matilde Loza, oriunda de Chayanta, en el corazón mismo del norte potosino donde conociera al joven médico Jaime Mendoza y a quien sobrevivió como su viuda por 40 años, en el benigno clima de Sucre.

Pero hay que oír los signos reveladores de lo que realmente fue Gunnar Mendoza y uno que debe mencionarse en esta ocasión es que, en realidad, jamás tuvo título alguno. Asistió, por supuesto, a universidades, aquí y en otros países, y recibió doctorados honoris causa de las más importantes casas superiores de estudios de Bolivia. Pero nunca se graduó en nada; ni como doctor en leyes ni como historiador.

Él mismo se definía como “artesano de la cultura”. Un artesano de chompita, el hijo de una chola, que sin tener título alguno se nos escurre hasta alcanzar el centro mismo del escenario, únicamente para demostrarnos lo que se puede hacer en este país, solo queriendo y poniendo empeño, siendo solo el hombre y su esfuerzo.

Para él, la historia y la archivística —con la indulgencia de los distinguidos historiadores y archivistas— fueron en realidad medios; constituían el sitio que le había asignado el destino para cumplir con su deber, exactamente como al soldado le toca una trinchera. Por aquello del rescate de nuestra memoria colectiva, debemos estar agradecidos que un día de abril de 1944 aquel joven osado se instalara en la vetusta dirección de lo que es ahora la importante institución que nos ha legado; pero la obstinación con la que Gunnar Mendoza se dedicó a su labor durante 50 años rebasa los límites de cualquier disciplina haciéndolas todas intrascendentes ante la pureza de su afán, que es lo que lo hace ​grande. Habría hecho lo mismo en cualquier lugar donde hubiese estado. Si hubiera sido el humilde portero de un edificio, con seguridad que ahora estaríamos contemplando maravillados el resultado de una silenciosa revolución en la ciencia de administrar multifamiliares, gracias a su tesón.

Ese esfuerzo titánico y sostenido sin pausa durante medio siglo, que constituyó el ejercicio de su artesanado cultural en Sucre, y que ha sido unánimemente descrito como “morir al pie del cañón”, estuvo efectiva y conscientemente concebido a la medida de la gravedad de la realidad que cotidianamente vivimos en Bolivia. Fue una respuesta a la debilidad de nuestro empeño, a la inconsecuencia que observamos por doquier, al egoísmo que impregna nuestros actos y a la frivolidad con que asumimos nuestras responsabilidades. La vida de Gunnar Mendoza es un chompazo sobre nuestros consuetudinarios defectos nacionales.

Quizás no es la clase de sacrificio que puede realizar cualquiera; no es quizás esta la clase de esfuerzo que se pueda pedir al ciudadano medio. Pero justamente, gracias al ejemplo de Gunnar Mendoza, nos damos cuenta de que podemos y debemos ser menos ciudadanos medios cada día; es decir, menos lo que nos hemos acostumbrado a ser: defensores renuentes de nuestros respectivos cañones. Y aunque no muramos finalmente al pie de ellos, debemos resistir con todas nuestras fuerzas, superándonos nosotros mismos, siendo lo mejor que podemos.

Esa es la enseñanza más importante de Gunnar Mendoza: que un hombre, que el hombre, que el ser humano, antes que sus títulos, su vestimenta o su origen es, debe ser, el fiel reflejo de su voluntad, su constancia y su determinación. Es un mensaje rebosante de optimismo para todo joven boliviano, que nos hace recuperar la fe en nuestras propias posibilidades corno pueblo y como nación; como lo que somos.

Y en homenaje a la dimensión de su entrega, a la sencillez con que la hizo —trabajador de la historia, maestro archivista— y a esa profunda humanidad que fue la impronta que dejaba en todo, hay estos versos de su padre —mi abuelo Jaime— grabados en la lápida de la tumba donde descansan ambos, bajo el cielo intensamente azul de Sucre, que constituyen la divisa de la estirpe que ellos crearon: “Tal es mi sola ambición./ Mi solo anhelo de gloria:/ el vivir no en la memoria/ pero sí en el corazón.”

Homenaje a G. mendoza

Centenario
Estas páginas de homenaje han sido posibles gracias a la colaboración y gestión de artículos de Gonzalo Molina Echeverría, Secretario del Comité Centenario Gunnar Mendoza Loza.

Un hombre sensible

Ignacio Mendoza Pizarro – Sociólogo y Abogado

La relación entre los tres hijos y mi padre se caracterizó por una ejemplaridad constante, en el sentido de que estaba la impronta de mi abuelo Jaime Mendoza y ese tipo de herencia intelectual y moral establecía una huella indeleble en todos nosotros. A través de mi padre vibraba ese espíritu de amor a la patria, de compromiso social y de interés por los problemas de la comunidad. En los almuerzos y sobremesas siempre hacía un comentario general, como un balance de situaciones que se habían dado con amigos, en el trabajo o en la ciudad. No estaba divorciada la preocupación histórica también en general, aunque era difícil llevarla al terreno doméstico. Recuerdo con mucha nostalgia los paseos con mi padre en los alrededores de la ciudad. A “los baños” como llamamos en Sucre, íbamos mis hermanos y mis primas, entre ellas Matilde Casazola. Disfrutábamos de la naturaleza y el paisaje. Esos momentos han sido los más plenos de vinculación familiar, de acercamiento.

Como hombre público tenía que ser bastante riguroso, incluso Ramiro Paz Cerruto, que fue un buen amigo de él, lo describió como un emperador en su reino, en el Archivo Nacional; pero eso le daba una imagen muy adusta, de una persona hermética e introvertida. La verdad es que mi padre era un hombre extremadamente sensible. Le gustaba mucho la música y tocar la guitarra. Su padre, Jaime Mendoza, fue el que le enseñó a tocarla y él me transmitió ese gusto. Disfrutaba también de la bohemia chuquisaqueña, porque participó y me introdujo en la Academia de la Mala Lengua Chuquisaqueña, una agrupación de intelectuales transgresores que en medio de aficiones literarias y libaciones solíamos reunimos para comentar la vida cotidiana. Por supuesto que allí menudeaban las bromas, las canciones de mi padre y esa fina ironía que lo caracterizaba a través de sus comentarios contundentes y mordaces. Le gustaba el tango e interpretaba huayños, yaravíes, bailecitos y taquiraris. No puedo olvidar aquellos años en los que yo era dirigente estudiantil y participaba en las marchas y movilizaciones. A veces me sentía muy incómodo, porque en medio del conflicto veía entre los que observaban la figura de mi padre, que estaba un poco, como quien dice, a la zaga de los acontecimientos viendo que no me pasara nada.

Comparte y opina:

Gunnar Mendoza, ‘artesano de la cultura’

El historiador y archivista pervive en la memoria de sus hijos como un hombre que amó intensamente a su patria

/ 7 de septiembre de 2014 / 04:00

Nunca es fácil hablar del padre, del padre de ​uno, y lo es menos si el padre ha sido Gunnar Mendoza. Existe, sin embargo, remedio a esta situación y consiste en hacerlo de modo sencillo y verdadero, como él fue.

El destino dispuso que el ​día cuando Gunnar Mendoza falleció ninguno de sus hijos estuviera a su lado. Lo que falló entonces fue la fortaleza de los hombres en semejante momento de adversidad. Y cuando hubo que realizar esos postreros y dolorosos deberes que hay que cumplir con los muertos, los ​hombres que, felizmente, se hicieron cargo de la situación preguntaron a mi madre con qué terno iba a enterrarse a Gunnar Mendoza. Y ella contestó: “Con chompita: a él no le gustaba andar de terno”. Y así fue.

Gunnar Mendoza era de chompita, con ese diminutivo que, en labios de la gente de esta tierra, puede otorgar vida a cualquier cosa. Y si esa peculiar indumentaria sorprende a alguien, en Sucre era una presencia tradicional que la gente acogía con benevolencia: el Director de la Biblioteca y Archivos Nacionales de chompita. Pero esto nunca resultó una afectación, porque era, finalmente, una natural forma de vestir en él, acostumbrado como estaba después de las incontables chompas que le tejiera su madre, doña Matilde Loza, oriunda de Chayanta, en el corazón mismo del norte potosino donde conociera al joven médico Jaime Mendoza y a quien sobrevivió como su viuda por 40 años, en el benigno clima de Sucre.

Pero hay que oír los signos reveladores de lo que realmente fue Gunnar Mendoza y uno que debe mencionarse en esta ocasión es que, en realidad, jamás tuvo título alguno. Asistió, por supuesto, a universidades, aquí y en otros países, y recibió doctorados honoris causa de las más importantes casas superiores de estudios de Bolivia. Pero nunca se graduó en nada; ni como doctor en leyes ni como historiador.

Él mismo se definía como “artesano de la cultura”. Un artesano de chompita, el hijo de una chola, que sin tener título alguno se nos escurre hasta alcanzar el centro mismo del escenario, únicamente para demostrarnos lo que se puede hacer en este país, solo queriendo y poniendo empeño, siendo solo el hombre y su esfuerzo.

Para él, la historia y la archivística —con la indulgencia de los distinguidos historiadores y archivistas— fueron en realidad medios; constituían el sitio que le había asignado el destino para cumplir con su deber, exactamente como al soldado le toca una trinchera. Por aquello del rescate de nuestra memoria colectiva, debemos estar agradecidos que un día de abril de 1944 aquel joven osado se instalara en la vetusta dirección de lo que es ahora la importante institución que nos ha legado; pero la obstinación con la que Gunnar Mendoza se dedicó a su labor durante 50 años rebasa los límites de cualquier disciplina haciéndolas todas intrascendentes ante la pureza de su afán, que es lo que lo hace ​grande. Habría hecho lo mismo en cualquier lugar donde hubiese estado. Si hubiera sido el humilde portero de un edificio, con seguridad que ahora estaríamos contemplando maravillados el resultado de una silenciosa revolución en la ciencia de administrar multifamiliares, gracias a su tesón.

Ese esfuerzo titánico y sostenido sin pausa durante medio siglo, que constituyó el ejercicio de su artesanado cultural en Sucre, y que ha sido unánimemente descrito como “morir al pie del cañón”, estuvo efectiva y conscientemente concebido a la medida de la gravedad de la realidad que cotidianamente vivimos en Bolivia. Fue una respuesta a la debilidad de nuestro empeño, a la inconsecuencia que observamos por doquier, al egoísmo que impregna nuestros actos y a la frivolidad con que asumimos nuestras responsabilidades. La vida de Gunnar Mendoza es un chompazo sobre nuestros consuetudinarios defectos nacionales.

Quizás no es la clase de sacrificio que puede realizar cualquiera; no es quizás esta la clase de esfuerzo que se pueda pedir al ciudadano medio. Pero justamente, gracias al ejemplo de Gunnar Mendoza, nos damos cuenta de que podemos y debemos ser menos ciudadanos medios cada día; es decir, menos lo que nos hemos acostumbrado a ser: defensores renuentes de nuestros respectivos cañones. Y aunque no muramos finalmente al pie de ellos, debemos resistir con todas nuestras fuerzas, superándonos nosotros mismos, siendo lo mejor que podemos.

Esa es la enseñanza más importante de Gunnar Mendoza: que un hombre, que el hombre, que el ser humano, antes que sus títulos, su vestimenta o su origen es, debe ser, el fiel reflejo de su voluntad, su constancia y su determinación. Es un mensaje rebosante de optimismo para todo joven boliviano, que nos hace recuperar la fe en nuestras propias posibilidades corno pueblo y como nación; como lo que somos.

Y en homenaje a la dimensión de su entrega, a la sencillez con que la hizo —trabajador de la historia, maestro archivista— y a esa profunda humanidad que fue la impronta que dejaba en todo, hay estos versos de su padre —mi abuelo Jaime— grabados en la lápida de la tumba donde descansan ambos, bajo el cielo intensamente azul de Sucre, que constituyen la divisa de la estirpe que ellos crearon: “Tal es mi sola ambición./ Mi solo anhelo de gloria:/ el vivir no en la memoria/ pero sí en el corazón.”

Homenaje a G. mendoza

Centenario
Estas páginas de homenaje han sido posibles gracias a la colaboración y gestión de artículos de Gonzalo Molina Echeverría, Secretario del Comité Centenario Gunnar Mendoza Loza.

Un hombre sensible

Ignacio Mendoza Pizarro – Sociólogo y Abogado

La relación entre los tres hijos y mi padre se caracterizó por una ejemplaridad constante, en el sentido de que estaba la impronta de mi abuelo Jaime Mendoza y ese tipo de herencia intelectual y moral establecía una huella indeleble en todos nosotros. A través de mi padre vibraba ese espíritu de amor a la patria, de compromiso social y de interés por los problemas de la comunidad. En los almuerzos y sobremesas siempre hacía un comentario general, como un balance de situaciones que se habían dado con amigos, en el trabajo o en la ciudad. No estaba divorciada la preocupación histórica también en general, aunque era difícil llevarla al terreno doméstico. Recuerdo con mucha nostalgia los paseos con mi padre en los alrededores de la ciudad. A “los baños” como llamamos en Sucre, íbamos mis hermanos y mis primas, entre ellas Matilde Casazola. Disfrutábamos de la naturaleza y el paisaje. Esos momentos han sido los más plenos de vinculación familiar, de acercamiento.

Como hombre público tenía que ser bastante riguroso, incluso Ramiro Paz Cerruto, que fue un buen amigo de él, lo describió como un emperador en su reino, en el Archivo Nacional; pero eso le daba una imagen muy adusta, de una persona hermética e introvertida. La verdad es que mi padre era un hombre extremadamente sensible. Le gustaba mucho la música y tocar la guitarra. Su padre, Jaime Mendoza, fue el que le enseñó a tocarla y él me transmitió ese gusto. Disfrutaba también de la bohemia chuquisaqueña, porque participó y me introdujo en la Academia de la Mala Lengua Chuquisaqueña, una agrupación de intelectuales transgresores que en medio de aficiones literarias y libaciones solíamos reunimos para comentar la vida cotidiana. Por supuesto que allí menudeaban las bromas, las canciones de mi padre y esa fina ironía que lo caracterizaba a través de sus comentarios contundentes y mordaces. Le gustaba el tango e interpretaba huayños, yaravíes, bailecitos y taquiraris. No puedo olvidar aquellos años en los que yo era dirigente estudiantil y participaba en las marchas y movilizaciones. A veces me sentía muy incómodo, porque en medio del conflicto veía entre los que observaban la figura de mi padre, que estaba un poco, como quien dice, a la zaga de los acontecimientos viendo que no me pasara nada.

Comparte y opina: