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Saramago aún pregunta a sus lectores

Con el mar de Lanzarote a su izquierda y el jardín de su casa delante, José Saramago empezó a escribir la novela Alabardas, que dejó inacabada y que ahora ha publicado Alfaguara. La escribió en uno de los salones de su casa, en un sillón color teja en el que nunca antes había escrito ningún libro. Sentado en él, y para tocar un tema como el de la industria del armamento y el tráfico de armas, continuó la exploración de dos rutas literarias: más depuración en lo escrito y más sentido del humor e ironía.

En Alabardas el Nobel portugués (Azinhaga, 1922-Lanzarote, 2010) relata sobre el negocio armamentístico, sí, pero también le habla al lector: lo interpela, le cuenta una historia y en ella le pregunta por su posición y responsabilidad moral ante esa situación. O, como dice el poeta y ensayista Fernando Gómez Aguilera, “hurga en su conciencia, para incomodar, intranquilizar y depositar en el ámbito personal el desafío de la regeneración: la eventualidad, si bien escéptica, de encarrilar la alternativa de un mundo más humano”.

Todo empezó a tomar cuerpo el 15 de agosto de 2009, tras la publicación de Caín, con la primera nota de trabajo de Saramago: “Es posible, quien sabe, que quizá pueda escribir otro libro. Sobre una antigua preocupación: por qué nunca se ha producido una huelga en una fábrica de armas”. Alcanzó a escribir tres capítulos que dejó en su ordenador, con copias impresas en una carpeta roja sobre el escritorio. Y en otro documento de Word esbozó parte de la historia protagonizada por Artur Paz Semedo, que “trabaja desde hace casi 20 años en el servicio de facturación de armamento ligero y municiones de una histórica fábrica de armas”. Un hombre separado de su mujer, “no porque él lo hubiese querido, sino por decisión de ella, que, por ser convencida militante pacifista, acabó no pudiendo soportar ni un día más sentirse ligada por los lazos de la obligada convivencia doméstica”. Pura coherencia.

Una historia de esas que encadenan al mundo, a gobiernos, empresas y ciudadanos, y que nace de otra pregunta: ¿vendió la empresa donde trabaja Artur Paz Semedo armas a los fascistas de la Guerra Civil española? Eso es Alabarda, título extraído de la tragicomedia Exortaçao da Guerra, del dramaturgo Gil Vicente. Una novela en la que el escritor no solo cambió de lugar a la hora de escribir y ahondó en otros registros, sino que debido a su enfermedad alteró su rutina creativa y escribió cada vez que pudo. En otros tiempos, recuerda Pilar del Río, su viuda, “dedicaba la mañana a la correspondencia, escribir artículos de prensa o conferencias, mientras que en las tardes escribía novelas. Pero en el último tiempo el tiempo ya no tenía horas. ‘El tiempo aprieta’, decía”.

A Saramago le alcanzó ese tiempo, y lo escrito en esa premura se ve ahora en 149 páginas. Se ha publicado en una edición especial que incluye los apuntes del autor, un artículo de Roberto Saviano y un texto de Gómez Aguilera, y todo embellecido con los dibujos de Günter Grass: lobos rabiosos y asustados, sombras fantasmales, piernas y brazos en marcha militar, sembradíos de armas, cuervos…

Imágenes que acompañan un libro, como escribe Saviano, “de páginas que son un criptograma del murmullo continuo de las misteriosas revelaciones que recibimos. Como un manual de traducción de sonidos, percepciones e indignaciones. Las revelaciones que he visto en Artur son las mismas de todos los hombres y mujeres que se han defendido de la idiotez comprendiendo los dos caminos que existen: quedarse aquí, soportando la vida, charlando con ironía, tratando de acumular algo de dinero y familia y poco más, o bien otra cosa”.

Cuatro años después de muerto su autor, Alabardas llega a las librerías con los sentimientos encontrados de Pilar del Río. Desde el principio tuvo claro que lo publicaría: “El lector tiene derecho a conocer aquello que ocupaba al autor que admiraba y por qué le preocupaba tanto. Más en un hombre como Saramago que estaba entre la vida y la muerte”. Incluso así, cuando podía, escribía dos hojas diarias. En la impresora hacía dos copias, una para su carpeta roja y otra para su mujer, y al día siguiente matizaba o corregía. Lo sorprendente, cuenta Del Río, eran la bonhomía y la ligereza y el humor que quería transmitir un hombre muy enfermo que no sabía si podía acabar el libro.

El resultado es un diálogo continuado de José Saramago con los lectores, en esta Alabardas que escribió en un sitio inédito para él, con ordenador, en su sillón color teja y frente a la mejor obra de la casa, según él: dos ventanas. Una, con vista al mar y la isla de Fuerteventura y, la otra, con los árboles del jardín que Pilar y él plantaron juntos.