Silvia Rivera la memoria, la historia, la política
La socióloga ha sido premiada por su trayectoria intelectual, cuyos principales hitos recorre en esta entrevista
Es socióloga por profesión, historiadora por oficio y cineasta por pasión. Y maestra. Lo fue en la UMSA por más de 30 años. Y ahora, fuera de la institucionalidad académica, participa de una comunidad de trabajo y conocimiento que autodenomina El Colectivo.
Se llama Silvia Rivera Cusicanqui y nació en La Paz en 1949. En una encuesta de La Razón en 2013, su libro Oprimidos pero no vencidos: luchas del campesinado aymara y quechua 1900-1980 (1984) fue escogido como uno de los más influyentes de los últimos 30 años. El Programa de Investigación Estratégica en Bolivia (PIEB) acaba de otorgarle el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales por su trayectoria intelectual.
En un café de Sopocachi, Rivera accede, sin mayores protocolos, a repasar los hitos de esa trayectoria.
— Hace 30 años se publicó Oprimidos pero no vencidos, que puso en el centro de la historia a indios y campesinos. ¿Cuál es su origen?
— De alguna manera ese libro fue mi manera de saldar cuentas con la izquierda. Con esa izquierda patronal, que no se cuestiona su vida privada, esa vieja izquierda señorial que incomprendió al katarismo pero que después lo manipuló y lo usufructuó. Esa ceguera se fue transformando con la caída del Muro de Berlín y el fin de la guerra fría que justificaba un cierto antiimperialismo. Recién entonces se les abrieron los ojos sobre el indio y comenzaron a reconocer que es un actor político y no una retaguardia de la vanguardia proletaria.
— Junto a su contenido histórico el libro introduce algunos conceptos —memoria corta y memoria larga, colonialismo interno— que se han convertido en patrimonio de los estudios sociales…
— No son conceptos enteramente míos. Yo había visto la tapa de La memoria colectiva, el libro de Halbwachs que solo después busqué y leí. La sola tapa me golpeó con algo que yo ya estaba pensando: que hay historicidades distintas, tantas como hay memorias. Y eso lo comprobé con los estudiantes de mi curso: la gente que tenía mejor memoria eran o los indios o los oligarcas. La gente intermedia practicaba una política de olvido, porque ser mestizo es olvidarse de lo que uno es o de lo que eran los padres o los abuelos. La idea de colonialismo interno es una idea katarista, un patrimonio común de tantas discusiones que teníamos en la CSUTCB (Confederación Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia) con Genaro Flores, con Víctor Hugo Cárdenas, con Simón Yampara… Yo la he usado en tanto katarista. El libro está planteado de un modo narrativo. He recuperado la historia india y campesina hasta la ruptura del katarismo con el Estado del 52 a partir de otros libros e investigaciones. El capítulo que es más originalmente mío es el último, sobre el katarismo. Porque yo he sido testigo presencial de ese proceso.
— El libro no ha perdido su poder de influencia…
— Lamentablemente con un poder que ya viene a ser redundante. Muchos citan ese libro, pero no aplican la idea de colonialismo interno a Chaparina, al ejército, a la megaminería. En sus manos la idea se congela en el pasado. Por eso digo: Ya es hora de pensar otras cosas.
— En 1988 apareció Los artesanos libertarios y la ética del trabajo. Este libro, junto a las investigaciones del Taller de Historia Oral Andina (THOA) sobre el cacique apoderado Santos Marca Tula, marca un giro a la historia oral.
— Los artesanos libertarios y la ética del trabajo lo hicimos Zulema Lehm y yo. Encontramos y hablamos con los últimos sobrevivientes, hombres y mujeres, del movimiento anarquista. Fue una puesta en público de algo absolutamente escondido de nuestra historia. La historia de Santos Marca Tula, como la otra, también estaba escondida. Ese trabajo se hizo con Esteban Ticona, Tomás Huanca, Marcelo Fernández, Ramón Conde… Era un núcleo muy fuerte por su postura sobre el mundo indígena. Iban a las comunidades a hablar con la gente y volvían llenos de polvo. Así salió ese libro.
— Pero la historia oral no solo es una metodología, también tiene una dimensión epistemológica y crítica respecto al hacer historiográfico…
— Sí, yo he hecho unas reflexiones teóricas sobre la historia oral. La historia oral puede ser manejada simplemente como vehículo de un discurso del lamento en una ONG: Te oigo tus penas y luego te doy de comer. Pero también tiene un potencial crítico: apunta a descubrir voces que no necesitan transitar por la escritura pero que tienen análisis, tiene propuestas, tienen un bagaje de conocimientos sobre el cosmos, sobre la vida, sobre la organización de la sociedad que, en mi opinión, son alternativos para todas las sociedades. Son una suerte de buen vivir. Pero ese bagaje después se volvió un capital simbólico y una plusvalía simbólica de la que apropiaron los poderes estatales. Pero, en ese momento, todo eso sucedía fuera del Estado.
— Aunque las cosas suceden simultáneamente y no de manera lineal, a inicios de los 90 las tensiones en torno a la palabra, presentes tanto en la idea de colonialismo como de la historia oral, devienen en una preocupación —y ocupación— por la imagen. Y eso marca su hacer…
— Fue una respuesta al hecho de que mi libro Oprimidos pero no vencidos estaba siendo usado en las escuelas de cuadros del MIR y del MNR. Me dolió, le estaba dando armas al enemigo. Entonces decidí callarme un rato. Dejé el THOA y me refugié en los Yungas donde planté coca, hortalizas y me dediqué a la imagen. Lo hice porque de alguna manera la escritura me resultaba insuficiente o frustrante. ¿Qué podía decir si estaban usando mi propio libro para legitimarse? Ahora puedo criticar ese uso desde una postura que trabaja otras temáticas —como la micropolítica, el hacer con el cuerpo, la cuestión de lo manual y lo intelectual—, pero en esa época yo estaba sola. Así, primero intenté hacer un homenaje a Adrián Patiño (Kunuskiw), pero resultó un ejercicio de primaria. Después hice, ante el dolor por la masacre de Todos Santos (1979), Wut Walanti o Lo irreparable. Fue mi trabajo de secundaria. Y Sueño en el cuarto rojo, que ya es un trabajo, digamos, de profesionalización. Me he realizado como cineasta cuando he visto que vendían esa película pirata en la calle.
— Junto a esa práctica hay una reflexión, una sociología de la imagen. Por ejemplo sus trabajos sobre los dibujos de Guamán Poma de Ayala en la Colonia, sobre los dibujos de Melchor María Mercado en los albores de la República, sobre las fotografías oficiales de la Revolución de 1952…
— Con esa reflexión se trataba de descolonizar la mirada, de mirar de otra forma, un poco mirar desde el mundo mítico, mirar lo que va más allá de lo visible. Y eso se traduce en una búsqueda y en una identificación con autores, con La nación clandestina de Jorge Sanjinés, con el álbum de Melchor María Mercado, con la obra de Guamán Poma. Con Guamán empecé a tejer una mirada de lo colonial pero con una genealogía propia. Lo que yo digo es que Guamán Poma es un sociólogo de la imagen y el teórico del colonialismo, y su teoría son dibujos. Lo mismo Melchor María Mercado, por la manera cómo trabaja las alegorías de los siete pecados capitales o hace un inventario, una visión de lo que era Bolivia, que entonces era todavía una hipótesis remota. Su Bolivia incluía huitotos desnudos, mujeres que fumaban puros en Moxos, trajinantes en los caminos y tantos otros seres. Antonio Mamani Álvarez en su autobiografía, titulada El camino perdido, cuenta que tuvo un momento en que perdió el rumbo y se metió al MNR. Y publica una foto de esa época. Esa misma foto aparece en el álbum de la Revolución, pero sin nombre ni apellido. Es anónimo porque es indio. Mi ensayo es un desmontaje de los recursos retóricos que se usan en ese libro para que el público se compre la idea de que en Bolivia nadie tiene más personalidad que el mestizo-criollo-líder y que nadie puede hablar a su nombre sino subordinándose al partido. Es un desmontaje pero también se trata de mirar su actualidad. Esa es la otra parte del método: cuando se recupera el pasado desde el presente, el sentido del pasado cambia
— La crítica de la idea de mestizo está presente en muchas de sus indagaciones. En 2010, en torno a la exposición Principio Potosí, plantea una nueva discusión e introduce el concepto de lo ch’ixi, que vendría a ser el mestizo liberado de su vergüenza, de la vergüenza que le da su lado indio…
— Sí, pero esa discusión tiene sus antecedentes. En los 80 publiqué un ensayo titulado La identidad de un mestizo, en torno a un manifiesto de 1929 escrito por el dirigente anarquista Luis Cusicanqui. Ahí ya reflexiono sobre el contenido fuertemente indio del mestizaje: el sujeto, en lugar de olvidarse de ese contenido indio, más bien lo pone en relieve y lo saca a la luz con orgullo. Ahí veo el origen de la idea de lo ch’ixi. Es descubrir una amalgama muy compleja. No es fusión, ni hibridez, ni sincretismo. Es como un choque energetizante de radicales opuestos. En lo ch’ixi hay una idea de radicalidad.
Es la contradicción entre dos epistemes que tienen que llegar a algún tipo de compromiso o mancha, espacio intermedio en el cual deciden mancharse uno al otro sin dejar de lado la diferencia que está batallando en su subjetividad. No llega a haber un tercero que sea la síntesis de la contradicción, como en el mestizaje del nacionalismo o el melting pot de los gringos. En contrapartida a lo ch’ixi, hay un mestizaje poco consciente de ese conflicto, pero que sale en la vida cotidiana cuando dices, por ejemplo, que te sale el indio, o cuando la gente tiene que emborracharse para hablar o cuando hay resentimiento y a la vez megalomanía o sea elementos de un complejo de autodesconocimiento.