Tu aliento invita a hundir la ciudad fuera del tiempo
para conocerte mejor en la basura
y percibir en el río un sentido de la muerte
que prevalezca en la vida.

Es la ciudad un recinto donde ocurre la vida. Un encuentro de señales que se anuncian entre los cercos de arcilla por donde discurrimos en una actitud de entrega. Un pájaro se detiene en su sombra. Un niño se persigna anticipando el día. Las laderas se iluminan para iniciarse nuevamente en los pañuelos y presagiar las cosas nuevas. Más tarde, allá, en el advenimiento, tu piel se me hará nuevamente visible y me reclamará su derecho al fuego. Entonces yo te nombraré en voz alta y te seguiré buscando y encontrando en la hora de los abismos y los ríos de la tarde para prolongarte más allá de la memoria y la soledad, y abarcarnos, una vez más, en la generosidad de nuestros sentidos más abiertos.

No evoco a Guillermo cuando lo evoco en la soledad del tiempo que corre en una sola dirección sin detenerse; tampoco en las estaciones aletargadas del espacio, que se hacen constante claridad y penumbra hasta olvidar su nombre en la rutina. Lo evoco en el arriba y en el abajo, en el adentro de la exaltación y el fervor con que nos reconocimos el uno al otro, en nuestros 17 años, en las noches cerradas y los vertiginosos amaneceres de la vieja casona de la calle Ecuador, leyendo en voz alta las solicitudes de aquel poeta alicantino que viviera y muriera atormentado por el amor a todo: “Aunque bajo la tierra, mi humilde cuerpo esté, escríbeme a la tierra que yo te escribiré”.

Y es que evocar a Guillermo Bedregal García es un acto sonoro, verbal, púdico; es una ofrenda de agua y tacto. Guillermo había hecho de la evocación un sortilegio lento que permanentemente lo aproximaba y alejaba de un ámbito, su ciudad de La Paz, que imaginó, prefiguró y amó antes aun de conocerla y de la que hizo su lugar de ser, su vértigo y su reposo. Allí, ajeno a las predicciones, eligió escrupulosamente a sus amigos, buscó el amor y lo encontró más de una vez, y contuvo su aliento cuando supo que sería en las alturas donde terminaría su paso fugaz por el mundo.

Había vivido casi la mitad de su corta vida fuera de su país, renovándose en la distancia y aprendiendo, pacientemente, a construir y a cuidar. De ahí que después de cada una de sus breves estancias en Bolivia, Guillermo dedicara mucho tiempo a despedirse. Vivir distanciado de su centro había producido en él un cierto temor a olvidar y a ser olvidado. Si hubo alguien que se despedía intensamente de todo y de todos, ése fue Guillermo.

Es así que en una ciudad enorme, una estación de trenes nos despidió una tarde de marzo de 1972. Tiempo atrás habíamos iniciado un peregrinaje que definiría, en gran medida y sin saberlo, nuestra tarea en el mundo. Otros pueblos y ciudades, otras quietudes, otros hombres y mujeres, otras sensaciones, otras palabras, nos habían enseñado a mirar más allá de lo que hasta entonces nos lo había permitido nuestra frágil realidad apenas algo más que adolescente. No lo volvería a ver hasta fines de 1973, cuando regresó definitivamente a vivir en Bolivia, pocos meses antes de su muerte.

Muchos fuimos los que desde el momento de su fallecimiento, aquel octubre de 1974, albergamos ese silencioso deseo interior: la de ver reunida, alguna vez, su obra poética. Pero con el paso del tiempo, aquel deseo se convirtió en una solicitud constante ya no solo de quienes estuvimos a su lado sino también de quienes nunca llegaron a conocerlo, de nuevas generaciones, de jóvenes poetas, de estudiantes, de lectores conmovidos por la esporádica lectura de alguno de sus poemas que deslizaba la prensa ocasionalmente, intrigada por la obra de aquel poeta muerto a sus 20 años, que había dejado, en ediciones ya agotadas y enigmáticas, un testimonio excepcional de profundidad y lúcido desgarro.

Años después, en la cocina de su casa abierta y mientras urdíamos un almuerzo sublime de bienvenida a un amigo común, Corina Barrero, su esposa, me propuso iniciar una edición de la obra poética inédita de Guillermo. Al pasar del tiempo, junto a algunos manuscritos del poeta, recibí de Corina los poemas de Empiezo a visitarme, quizás la última entrega que Guillermo le hiciera antes de morir, transcritos y mecanografiados por ella misma.  
Fue entonces que junto al trabajo incondicional de Rodolfo Ortiz y al esmero conmovedor de Corina, nos propusimos iniciar, hasta ver concluida, aquella tarea de tantas maneras deseada durante tanto tiempo. Así se inició el complejo trabajo de edición de esa poesía escrita hacía casi tres décadas.

Ordenados cuidadosa y temáticamente, aquellos poemas exponían, paso a paso, las más recónditas percepciones del mundo y de los dos últimos años de vida de Guillermo. Su lectura envolvente era un constante desplazamiento de la niñez al amor, de la muerte a la humedad de los abismos, de los murmullos a la ciudad subterránea, en un itinerario que transitó resueltamente con la certidumbre de un animal en arrebato.

En aquellos textos volví a percibir su respiración agitada, el tartamudeo de su voz, por lo general emocionada, los ojos profundos y verdaderos, diciendo, desde lo invisible, que ya estaba de vuelta, que ya no se marcharía.

La obra poética de Guillermo Bedregal García es la ratificación de que, más allá del desasosiego de los tiempos que corren, siempre será posible reunirnos y encontrarnos alrededor de aquellas memorias perturbadoras que fueron capaces de mostrarnos opciones de vida fundadas en la convicción y el amor, y que, más allá de toda consideración, la poesía es el triunfo sobre la soledad y la zozobra.

Debo confesar que frecuento la nostalgia no por el vano ejercicio del recuerdo paralítico sino porque encuentro en ella un permanente sonido de inicio que me susurra cosas nuevas y me induce a la búsqueda y a las renovaciones más limpias y auténticas.

Ocres por el tiempo, hay voces que perduran en los rincones y les dan cobijo. Pero no es la rememoración de aquellas palabras la que provoca mi recurrencia a la contemplación de los instantes. Son otros los modos que he aprendido de hacer pervivir a mis amigos muertos. No es tampoco una necesidad testimonial, de seguimiento de mi rastro disperso, la que me convoca a menudo a acercarme a la temperatura desbordante de querer buscarnos y, en ocasiones, acaso de encontrarnos. Es, más bien, un profundo sentido de gratitud el que me excede cada vez que me aproximo al lugar en el que las imágenes de esas almas selladas para siempre continúan, imperturbables, su diálogo atemporal, ya más allá de toda materia, de todo desamparo.

Gratitud por habérseme dado el atravesarme en el camino aún balbuceante de aquellas vidas junto a las que, sin piedad alguna, nos sacudimos mutuamente los huesos en sus regiones más ocultas.

Escuché decir que uno de los sentidos mayores de la poesía, y por lo que se hace indispensable a la existencia, es su capacidad única para nombrar, devolvernos y honrar aquel mundo intocado e inviolado, aquél esencial y primigenio que no precisa de nosotros, ni de nuestras manos, ni de nuestra ciencia, ni de nuestras distorsiones; que está ahí, en una labor eterna de complementariedad y en equidad con sus vientos, sus piedras y sus mares, con lo más virulento de sus inclemencias. Aprendí entonces que en ese privilegio insigne que tiene la poesía, de tributo y agradecimiento a la naturaleza, también se aloja, por tanto, la celebración y consumación del último momento de la existencia. Aprendí que la poesía es el espacio en el que se desvanecen todos los límites, todas las muertes y todos los tiempos, y porque cuando ocurre, ella, la poesía, ocurre en la totalidad o no es nada.

Hoy, a 40 años de aquel frágil relámpago, sigo sintiendo, con la misma intensidad, la solidez de ese lugar de convergencias, de sentidos renovadores, al que puedo llegar desnudo, despojado de mí mismo, al poeta, a preguntar, a contemplar, a agradecer, por sobre todo, a agradecer.

La palidez

Guillermo Bedregal García (1954-1974)

Desde esta palidez me he propuesto llamarte.
Ya me estoy acabando en la voz,
son demasiados intentos de luz para nada.
Sólo la palidez te contiene.
Hasta los cerros te han dibujado con una aureola de ciudad.

Y yo apenas he tenido un olor de vida
que era poco menos que tu mirada.
Apenas un sonido de antigüedad que desde algún lugar
ascendía,
esfumándose en la breve estación de estos árboles.
Tampoco quiero llenarte; sólo tu vacío será visible.
Sólo una braza ahondada en la lejanía contendrá tu respiración
y desde el olvido, esta palidez te irá creciendo,
hasta variar tu evocación donde he muerto muchas veces,
donde mis vértebras son el aire de la tarde,
donde te he esperado hasta quedarme sin huellas.

Un fantasma deshojado con un atardecer en la boca
y la noción de precipicio en tu silencio,
te anunciará que la palidez necesita de tu respiración,
que los muros de la ciudad que desciende
serán más pálidos con tu atmósfera.

Que una ventana seca de olvido —donde relato mi vida de lluvia—,
quiere dejar de evocarte,
quiero perderte en la distancia como un eco
para ganarte en el vacío, ahora con la palidez
que te refleja en mi memoria.