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Nicomedes Suárez Araúz: Cocina de la amnesia

El poeta beniano revisita la Amazonía para volver a crear el mundo a partir de unas recetas olvidadas

/ 9 de noviembre de 2014 / 04:00

Un día de la primavera de 1993, mientras Kristine Cummings —esposa del poeta Nicomedes Suárez Araúz (Beni, 1946)— buscaba un libro en la Biblioteca Neilson del Smith College (Massachussets, Estados Unidos), descubrió por casualidad, dentro de un grueso volumen de geografía, un sobre de papel manila. El sobre contenía un pequeño libro: la minuciosa descripción de las condiciones socioeconómicas de la región amazónica boliviana hacia 1912. Al primer asombró del hallazgo, se sumó inmediatamente otro: el autor resultó ser Rodolfo Araúz Marañón, abuelo materno del poeta Suárez Araúz.

La lectura de ese informe está en el origen de Recetario amazónico de Dios, el nuevo libro de poemas de Suárez Araúz que la Editorial 3.600 ha reeditado en La Paz. A la memoria de la vida y la obra de su abuelo que fue un defensor de la Amazonía y de sus habitantes —estudió en el King’s College de Londres, completó un título de ingeniería civil en la Sorbona, fue Cónsul General de Bolivia en Belém do Para, Brasil—, Suárez Araúz sumó otra memoria, la de su madre, “cuyas recetas regionales inspiraron la retórica culinaria” del libro, como él mismo confiesa.

“Antes de ese día primaveral de 1993 —cuenta Suárez Araúz—, la Amazonía había sido para mí apenas una patria cuyo recuerdo nostálgico inspiró gran parte de mi creación literaria. Desde aquella fecha ha sido la inquietud fundamental de mi vida.”

El recetario amazónico de Dios prolonga con una gracia particular los trazos generales que gobiernan la obra poética de Suárez Araúz, desde por lo menos Los escribanos de Loén (1974). Es decir, la invención de un territorio y de una historia, que no es otra —que no puede ser otra— que la Amazonía íntima de Suárez Araúz.

En el caso del poeta beniano, la palabra invención tiene una carga precisa, muy borgeana. No en vano Jorge Luis Borges escribió: “Afirmar que Nicomedes Suárez es un escritor mítico genuino no es un elogio baladí. Concebir de los sueños, mitificar, es la cualidad primordial del verdadero escritor. Otra es trascender la mera ingenuidad, crear, como él lo hace, con la imaginación”.

El hallazgo casual de un libro, cuya lectura da origen a otro, es un recurso literario de larga data. Baste recordar que Cervantes no escribió el Quijote. Él mismo cuenta que encontró el manuscrito en un mercado, lo compró y mandó a traducirlo. Baste recordar cierto Manuscrit trouvé à Saragosse. Modernamente, Borges hizo del recurso una de las diabluras de su obra. Suárez Araúz se siente, con toda comodidad, parte de esa familia literaria.

Los escribanos de Loén —acaso el libro que está en el centro de toda su obra— y  Cartas a la Amnesia, ambos publicados por primera vez en 1974, son también los resultados de un manuscrito encontrado.

En 1965, Suárez Araúz, en un lugar perdido —nunca el vocablo fue más preciso— de la Amazonía boliviana fue testigo de la exhumación de un inquietante hallazgo. Al excavar los cimientos de la primera iglesia de Loén, tal el nombre del perdido lugar, para reforzarlos, se tropezó con una canoa de madera incorruptible cubierta con una lámina metálica. El objeto (bastaría “olvidar” la “b” para que la “barca” se convierta en “arca”) había sido enterrado para proteger, durante las represalias indígenas, las reliquias  de la iglesia y los libros guardados de sus depósitos.

Entre esos libros —por supuesto— estaban, intactos, los 22 volúmenes producto de la “ociosidad hacendosa” de los escribanos de Loén del siglo XVI y, para mayor fortuna, un volumen complementario debido a un “incorregible diarista” que da cuenta de por qué y cómo fueron escritos.

Estos escribanos —según las Relaciones y comentarios de Gonzalo Mendoza de Arroyos (1538-1600), un cronista contemporáneo a los hechos— tenían como tarea la transcripción de las crónicas históricas de la región de Loén que les eran dictadas por su Oficial Mayor Abelardo Núñez de Arce.

Éste se ausentó a España en vista oficial. Su ausencia, sin embargo, se prolongó varios años porque habiendo naufragado en el mar Caribe fue esclavizado por los aborígenes de una isla. Durante su ausencia, los escribanos, sin la dirección de su Oficial Mayor y ante la ausencia de material para su oficio, cayeron en el pasatiempo de crear juegos lingüísticos que después compilaron bajo el título de Altas cosas.

El diarista menciona algunos de los procedimientos utilizados por los escribas en sus juegos lingüísticos: utilizar en sus escritos solo partes individuales de la oración, verbigracia solo artículos o solo sustantivos; escribir solo el verso final de supuestos poemas después de haber imaginado todo el poema; redactar un escrito o componer un poema y a su lado otro con los precisos antónimos de las palabras del primero; ingeniar escritos en que el dicho y el hecho en la lectura fueran el mismo acto… Para satisfacción del curioso lector, estos textos, que los escribanos titularon Komas o Cartas a la amnesia, están transcritos, a su vez, por Suárez Araúz en Cartas a la Amnesia y Los escribanos de Loén.  

Más allá de esta historia apócrifa está su metáfora. Esos escribas, sin la versión europea que les era dictada por su Oficial Mayor quedaron librados a su propia invención. Esto quiere decir, como lo ha hecho notar José Manuel Rodeiro, que la literatura de América —y también su historia— nace en los intersticios de la memoria o sea, fundamentalmente, del olvido.

Ante el vacío, la imaginación —“como un actor sin guión” diría Suárez— se libera. “América —otra vez Suárez— es la tierra abierta a la invención irrestricta porque no está circunscrita a un pasado omnipresente, inamovible”. Renan, uno de los autores frecuentados por Suárez, se preguntó en un arrebato de alto romanticismo: ¿Qué es una nación? para concluir que los fundamentos de una nación están en el olvido de los hechos históricos.

Simétricamente, Suárez se pregunta: “¿Qué es ser boliviano?”. Y, borgianamente, responde: “Es un acto de voluntariedad”. Y sigue: “Es creer que existe en el espacio y en el tiempo una entidad geopolítica que se llama Bolivia. Más aún, es creer en la mitología que esconde al pasado, es vivir en los intersticios del tiempo, en la intrahistoria perdida, en la amnesia”.  

“Mi nostalgia creó mi mundo poético —ha dicho más de una vez Suárez—. Soy simplemente un hijo de Loén, un boliviano de la Amazonía, un mojeño, un movima”. Y como tal, se podría añadir, “condenado” a inventar cada palabra y cada fragmento de la historia.  

Para información del curioso lector, en 1997, en Santa Cruz de la Sierra, se publicó una antología de la  poesía de Nicomedes Araúz bajo el título de  Loén: Amazonía-Amnesis-América que contiene, antes de este Recetario amazónico de Dios, lo central de la obra.

Recetario Amazónico de Dios

Una muestra del nuevo libro de Nicómedes Suárez Araúz (Beni, 1946) publicado por la editorial 3600

Nicómedes Suárez Araúz – poeta

Orquídeas amazónicas
Se agarra un pedazo de luz del alba
y se dobla la punta
dándole forma de bastoncito.
Se le agrega goma
para que prenda la bolita de masa
preparada de antemano.
Con ésta se hará el pistilo.

A un poquito más de masa
se le pone tinta verde bajita.
de este pedazo se forma el            
receptáculo
que se coloca en la parte inferior
de la orquídea.

Una vez cortados los pétalos
se adelgazan los extremos de la masa
con los dedos y se pegan alrededor
del pistilo. Se pintan con colores
bajitos,
blanco, rosa, celeste, violeta,
agregándoles
como gracia unos lunarcitos y bordes oscuros.

Las flores y los moradores del río
siempre se ponen a secar parados
ya sea contra un pedazo de cielo
o de masa verde.

Se pueden hacer del tamaño
que se desee con solo variar
el molde cortador de masa.

La forma normal de estas flores
es de tres sépalos y tres pétalos
sin contar el primero
que cayó en 1542
cuando Francisco de Orellana y sus huestes
Irrumpieron en mi río.
Dulce de limón
A Martín Espada, defensor
de los desposeídos

Se toman limones maduros
que sean de buena corteza.
Se raspa la corteza del día,
procurando que no quede nada amargo.

Se exprime el jugo,
y se deja limpia la corteza
sin ninguna pulpa.

Se deja en agua fría,
cambiándole con frecuencia
en este clima cálido.

Se hace almíbar pasando el día
y poniendo un tanto igual de azúcar,
y luego se pone a fuego lento.

Como todos los dulces,
una vez estando el almíbar a punto,
se sumergen las cáscaras de limón en él
y se cuece hasta convencerse
que ya está a punto.

De esta manera saldrá el sol,
cada mañana, dulce, sin amargura,
entre chozas incendiadas
y los Yanomami infectados
con virus mortales
por los dioses blancos.

Gelatina de patas
En una asadera poner las patas en el horno.
Una vez que sueltan los nervios
ya no tienen grasa.

Se aumentan cien hectáreas de selva condensada
cuando la gelatina está por cuajar.

Para desmontar cien leguas de selva
basta tomarse un vaso de gelatina.

Salsa inglesa
Se deslíe en un poco de agua
mostaza, y azúcar molida
y yemas de sol.

Se baten bien y se agregan
unas libras esterlinas.

Una vez unidas
se le juntan leche
y vinagre, poniendo
poco a poco.

Se esparce la mezcla
en el río de 1850
para que baje hasta la boca
del Amazonas y cruce, más allá,
hasta Liverpool.

Desde allí bajarán
las semillas de goma hasta Malasia
y la costumbre amazónica
de tomar té cada día
a las cinco en punto de la tarde.

Tinta del escritor amazónico
Se mezcla agua tibia
con zumo de limón
y leche ácida.

Se disuelve la noche
en el Río Negro.
Se añade petróleo
en el Río Napo.

En Iquitos, al Amazonas
se le añaden escarabajos,
alguaciles, cepes, arañas,
y escorpiones pulverizados.

Estando lista la tinta
se inscriben en el cielo
con caligrafía renacentista
una bandada de buitres
que limpiarán de carne
los esqueletos de los días.

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Las ‘Claudinas’ de la novela boliviana

Acaba de ponerse en circulación la segunda edición del estudio clásico de sociología de la literatura boliviana de Salvador Romero Pittari

/ 5 de abril de 2015 / 04:00

Salvador Romero Pittari fue lo que podríamos llamar un sociólogo de las ideas. Le interesó cómo éstas se forman, se reciben y se difunden. Y en ese proceso, los intelectuales ocupan un lugar central. Fue también, entonces, un  sociólogo de los intelectuales y de la vida intelectual.  

La primera obra de Romero Pittari que apunta en esta dirección titula La recepción académica de la sociología en Bolivia (1997). El autor se pregunta por qué en Bolivia a principios del siglo XX se siguieron ciertas corrientes  en las Ciencias Sociales en lugar de otras igualmente posibles. Y como buen sociólogo indaga los factores que determinaron esas elecciones, entre ellas el papel de las editoriales que privilegiaron la publicación y difusión de ciertos autores, y la formación de grupos y asociaciones, donde se manifestaban “microclimas intelectuales favorables a la selección de unos y no de otros autores”.

Inmediatamente, las mismas preocupaciones lo llevaron al estudio de la literatura, específicamente de la novela de las primeras décadas del siglo XX, la cual, según sus propias palabras, “expresó la sensibilidad moderna, ganada a las nuevas corrientes artísticas y morales, a la razón y la ciencia positiva”. De esas lecturas nació Las Claudinas, libros y sensibilidades a principios del siglo XX en Bolivia (1998), cuya segunda edición acaba de poner en circulación Plural Editores. En este libro Romero Pittari trata de la llegada de las ideas de la modernidad a través de la novela boliviana del primer cuarto de siglo.

Finalmente en 2009 publicó El nacimiento del intelectual en Bolivia, un libro que de alguna manera refunde los anteriores e inscribe la problemática de la génesis de ciertas ideas del pensamiento social y de las concepciones y las prácticas literarias en un horizonte más amplio y ambicioso. Ese horizonte es el de los intentos para poner al país en los senderos de la modernidad que encarnaron los pensadores y escritores nacidos alrededor de 1879 —fecha fatídica de la pérdida del Litoral— y que comenzaron a exponer públicamente sus ideas y obras en las dos primeras décadas del siglo XX.

“El propósito —dice Romero Pittari en el capítulo inicial— es analizar las condiciones de aparición del intelectual, su formación, sus modalidades de acción y compromiso, la difusión y recepción de su obra, los estilos de relación con los pares, con la sociedad, sus reclamos de status, de legitimidad”.

Las Claudinas, libros y sensibilidades a principios del siglo XX en Bolivia es, entonces, un momento de una reflexión sociológica más amplia —la de las ideas y de los intelectuales en Bolivia en los albores del siglo XX, campo en el cual el trabajo de Romero es sin duda singular—. Pero al mismo tiempo es un momento privilegiado de su obra. Por lo menos por razones. En primer lugar, es un estudio pero que adquiere la forma de un ensayo. Tiene la información y la demostración de ideas propias de un estudio pero tiene la ligereza del ensayo. Es decir tiene una preocupación por la escritura. En segundo lugar, por el método. Las relaciones entre la literatura y la sociedad constituyen un viejo problema. Con demasiada frecuencia se ha reducido esa relación a la de un espejo: la literatura refleja a la sociedad. Con demasiada frecuencia también se ha proclamado la total autonomía de la creación literaria respecto a la sociedad. Salvador Romero Pittari supo ubicar su mirada de sociólogo en el punto preciso: puede hacerle decir mucho a la novela sobre la sociedad pero respetando escrupulosamente sus especificidades. “La literatura no se reduce a reflejar los estados de la sociedad, como pretenden algunas opiniones, ella constituye, con frecuencia, el lugar donde se manifiestan los signos precursores de las transformaciones de los ideales de los hombres y de sus intercambios sociales”, dice Romero. Y en tercer lugar, por el hallazgo que está inscrito en su título. Tres personajes femeninos de tres novelas, que por feliz coincidencia llevan el mismo nombre, Claudina, le sirven para llevar a sus últimas consecuencias una de sus reflexiones: el encholamiento.   

“Este libro —dice Romero de Las Claudinas…— trata de la llegada de las ideas de la modernidad a través de la novela boliviana del primer cuarto de siglo, de las sensibilidades nuevas en la sociedad boliviana a caballo entre dos siglos, agrupadas bajo la enseña del progreso.” El sociólogo fija su atención en algunos autores: Jaime Mendoza (En las tierras del Potosí), Armando Chirveches (Celeste. La casa solariega, La Virgen del lago), Demetrio Canelas (Aguas estancadas), Enrique Finot (El cholo Portales), Adolfo Costa Du Rels (La Miski Simi) y Carlos Medinacelli (La Chaskañawi).

“¿En qué medida —se pregunta sobre el corpus de su investigación— ese conjunto de autores generacionalmente distintos constituye una unidad referida a la recepción de los temas de la modernidad en la sociedad boliviana?”.

“Sin postular la existencia de una intencionalidad o de una escuela compartida, explícita o implícita     —responde Romero—, entre los autores, cada uno con estilo y preocupaciones estéticas e ideológicas propias, no resulta arbitrario hablar de una época, pues los autores admiten aproximaciones entre ellos que ponen en evidencia temas recurrentes, como el del progreso o el del héroe moderno, distanciado de las tradiciones, con una subjetividad exacerbada, enfermiza, el cuestionamiento del pasado y sus valores de cuño colonial, no desprovisto de ambivalencia.  Estos escritores exhiben el influjo de la modernidad con distinta fuerza, aceptación y uso.”

“Las obras presentan las ideas científicas, literarias, artísticas llegadas con el siglo —advierte el autor— que buscan reemplazar el romanticismo, el conservadurismo hasta entonces dominantes, los personajes y grupos que las defienden o rechazan, el uso que les dan en sus prácticas sociales.  No puede negarse el carácter convencional del corte introducido con el siglo XX, pero tampoco puede ignorarse el sentimiento de ruptura experimentado por los hombres con la entrada de  la centuria.”  

Hay, sin embargo, un asunto de esa sensibilidad que le interesa particularmente a Romero: el encholamiento, un fenómeno social ampliamente tratado en la novela boliviana de principios del siglo XX que se relaciona en un horizonte más profundo con el mestizaje y en uno más cercano con la movilidad y la estratificación social. Y junto al encholamiento, a Romero le interesa indagar en el carácter decadente de la sociedad finisecular y sus inevitables componentes subjetivos: el pesimismo, o “la enfermedad del siglo” que caracteriza a una parte importante de los protagonistas masculinos de esas novelas.    

Las consecuencias del encholamiento tienen una arista subversiva. “El encholamiento —dice el sociólogo— puso en entredicho las relaciones entre rangos sociales distintos, antes que entre grupos raciales diferentes. Se acompañó de un estigma, de una reprobación social dada por los de arriba que abarcó más allá de la tacha de ilegitimidad de las uniones y de los hijos, un juicio moral de la persona envuelta en esas relaciones”.

Ese tipo de relaciones y sus consecuencias las estudia con detalle en tres poderosos personajes femeninos —las Claudinas— de tres novelas: En las tierras del Potosí (1911) de Jaime Mendoza, La Miski Simi (1923) de Adolfo Costa Du Rels y La Chaskañawi (1947) de Carlos Medinacelli.   

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Las ‘Claudinas’ de la novela boliviana

Acaba de ponerse en circulación la segunda edición del estudio clásico de sociología de la literatura boliviana de Salvador Romero Pittari

/ 5 de abril de 2015 / 04:00

Salvador Romero Pittari fue lo que podríamos llamar un sociólogo de las ideas. Le interesó cómo éstas se forman, se reciben y se difunden. Y en ese proceso, los intelectuales ocupan un lugar central. Fue también, entonces, un  sociólogo de los intelectuales y de la vida intelectual.  

La primera obra de Romero Pittari que apunta en esta dirección titula La recepción académica de la sociología en Bolivia (1997). El autor se pregunta por qué en Bolivia a principios del siglo XX se siguieron ciertas corrientes  en las Ciencias Sociales en lugar de otras igualmente posibles. Y como buen sociólogo indaga los factores que determinaron esas elecciones, entre ellas el papel de las editoriales que privilegiaron la publicación y difusión de ciertos autores, y la formación de grupos y asociaciones, donde se manifestaban “microclimas intelectuales favorables a la selección de unos y no de otros autores”.

Inmediatamente, las mismas preocupaciones lo llevaron al estudio de la literatura, específicamente de la novela de las primeras décadas del siglo XX, la cual, según sus propias palabras, “expresó la sensibilidad moderna, ganada a las nuevas corrientes artísticas y morales, a la razón y la ciencia positiva”. De esas lecturas nació Las Claudinas, libros y sensibilidades a principios del siglo XX en Bolivia (1998), cuya segunda edición acaba de poner en circulación Plural Editores. En este libro Romero Pittari trata de la llegada de las ideas de la modernidad a través de la novela boliviana del primer cuarto de siglo.

Finalmente en 2009 publicó El nacimiento del intelectual en Bolivia, un libro que de alguna manera refunde los anteriores e inscribe la problemática de la génesis de ciertas ideas del pensamiento social y de las concepciones y las prácticas literarias en un horizonte más amplio y ambicioso. Ese horizonte es el de los intentos para poner al país en los senderos de la modernidad que encarnaron los pensadores y escritores nacidos alrededor de 1879 —fecha fatídica de la pérdida del Litoral— y que comenzaron a exponer públicamente sus ideas y obras en las dos primeras décadas del siglo XX.

“El propósito —dice Romero Pittari en el capítulo inicial— es analizar las condiciones de aparición del intelectual, su formación, sus modalidades de acción y compromiso, la difusión y recepción de su obra, los estilos de relación con los pares, con la sociedad, sus reclamos de status, de legitimidad”.

Las Claudinas, libros y sensibilidades a principios del siglo XX en Bolivia es, entonces, un momento de una reflexión sociológica más amplia —la de las ideas y de los intelectuales en Bolivia en los albores del siglo XX, campo en el cual el trabajo de Romero es sin duda singular—. Pero al mismo tiempo es un momento privilegiado de su obra. Por lo menos por razones. En primer lugar, es un estudio pero que adquiere la forma de un ensayo. Tiene la información y la demostración de ideas propias de un estudio pero tiene la ligereza del ensayo. Es decir tiene una preocupación por la escritura. En segundo lugar, por el método. Las relaciones entre la literatura y la sociedad constituyen un viejo problema. Con demasiada frecuencia se ha reducido esa relación a la de un espejo: la literatura refleja a la sociedad. Con demasiada frecuencia también se ha proclamado la total autonomía de la creación literaria respecto a la sociedad. Salvador Romero Pittari supo ubicar su mirada de sociólogo en el punto preciso: puede hacerle decir mucho a la novela sobre la sociedad pero respetando escrupulosamente sus especificidades. “La literatura no se reduce a reflejar los estados de la sociedad, como pretenden algunas opiniones, ella constituye, con frecuencia, el lugar donde se manifiestan los signos precursores de las transformaciones de los ideales de los hombres y de sus intercambios sociales”, dice Romero. Y en tercer lugar, por el hallazgo que está inscrito en su título. Tres personajes femeninos de tres novelas, que por feliz coincidencia llevan el mismo nombre, Claudina, le sirven para llevar a sus últimas consecuencias una de sus reflexiones: el encholamiento.   

“Este libro —dice Romero de Las Claudinas…— trata de la llegada de las ideas de la modernidad a través de la novela boliviana del primer cuarto de siglo, de las sensibilidades nuevas en la sociedad boliviana a caballo entre dos siglos, agrupadas bajo la enseña del progreso.” El sociólogo fija su atención en algunos autores: Jaime Mendoza (En las tierras del Potosí), Armando Chirveches (Celeste. La casa solariega, La Virgen del lago), Demetrio Canelas (Aguas estancadas), Enrique Finot (El cholo Portales), Adolfo Costa Du Rels (La Miski Simi) y Carlos Medinacelli (La Chaskañawi).

“¿En qué medida —se pregunta sobre el corpus de su investigación— ese conjunto de autores generacionalmente distintos constituye una unidad referida a la recepción de los temas de la modernidad en la sociedad boliviana?”.

“Sin postular la existencia de una intencionalidad o de una escuela compartida, explícita o implícita     —responde Romero—, entre los autores, cada uno con estilo y preocupaciones estéticas e ideológicas propias, no resulta arbitrario hablar de una época, pues los autores admiten aproximaciones entre ellos que ponen en evidencia temas recurrentes, como el del progreso o el del héroe moderno, distanciado de las tradiciones, con una subjetividad exacerbada, enfermiza, el cuestionamiento del pasado y sus valores de cuño colonial, no desprovisto de ambivalencia.  Estos escritores exhiben el influjo de la modernidad con distinta fuerza, aceptación y uso.”

“Las obras presentan las ideas científicas, literarias, artísticas llegadas con el siglo —advierte el autor— que buscan reemplazar el romanticismo, el conservadurismo hasta entonces dominantes, los personajes y grupos que las defienden o rechazan, el uso que les dan en sus prácticas sociales.  No puede negarse el carácter convencional del corte introducido con el siglo XX, pero tampoco puede ignorarse el sentimiento de ruptura experimentado por los hombres con la entrada de  la centuria.”  

Hay, sin embargo, un asunto de esa sensibilidad que le interesa particularmente a Romero: el encholamiento, un fenómeno social ampliamente tratado en la novela boliviana de principios del siglo XX que se relaciona en un horizonte más profundo con el mestizaje y en uno más cercano con la movilidad y la estratificación social. Y junto al encholamiento, a Romero le interesa indagar en el carácter decadente de la sociedad finisecular y sus inevitables componentes subjetivos: el pesimismo, o “la enfermedad del siglo” que caracteriza a una parte importante de los protagonistas masculinos de esas novelas.    

Las consecuencias del encholamiento tienen una arista subversiva. “El encholamiento —dice el sociólogo— puso en entredicho las relaciones entre rangos sociales distintos, antes que entre grupos raciales diferentes. Se acompañó de un estigma, de una reprobación social dada por los de arriba que abarcó más allá de la tacha de ilegitimidad de las uniones y de los hijos, un juicio moral de la persona envuelta en esas relaciones”.

Ese tipo de relaciones y sus consecuencias las estudia con detalle en tres poderosos personajes femeninos —las Claudinas— de tres novelas: En las tierras del Potosí (1911) de Jaime Mendoza, La Miski Simi (1923) de Adolfo Costa Du Rels y La Chaskañawi (1947) de Carlos Medinacelli.   

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‘Debemos reflexionar sobre lo que estamos haciendo’

Amparo Canedo pone el foco en el trabajo cotidiano de los periodistas: ¿es o no es inclusivo? Su libro se presenta este miércoles, a las 11.00, en el paraninfo de la Universidad Católica

/ 15 de marzo de 2015 / 04:00

A la comunicadora y periodista Amparo Canedo le parece que una salida a la situación actual del periodismo escrito es que éste sea cada vez más inclusivo. Y en busca de esa inclusividad emprendió una investigación, calificada como pionera por José Luis Aguirre Alvis en el prólogo al libro que recoge los resultados de la indagación: Pasado, presente y futuro del periodismo, publicado por la Universidad Católica Boliviana y Plural. En el inicio de sus pesquisas, Canedo —magíster en comunicación estratégica— se hizo algunas peguntas: ¿Qué tipo de periodismo puede evitar una mayor caída del tiraje de los periódicos? ¿Qué cambios deberíamos hacer en el periodismo para que éste responda mejor a las expectativas y necesidades de la población? ¿Qué tipo de perfil deberían tener los periodistas? En su libro está algunas propuestas.   

—El tema del libro es la práctica periodística ‘inclusiva’. ¿Cuáles son los alcances de este concepto?

—Una de las críticas a los medios de comunicación es que no deberían ser llamados de ese modo porque, en realidad, no comunican, sino únicamente informan y lo hacen de manera unilateral, sin siquiera tomar en cuenta las necesidades y expectativas de la población. Este cuestionamiento aún hoy puede ser escuchado de labios de muchos comunicadores. Sin embargo, una de las cosas que intento demostrar en mi libro es que esto no tiene por qué ser así. Tal vez por eso el comunicador José Luis Aguirre ha llamado a esta investigación pionera en su especie porque dice que hablar del periodismo inclusivo es algo novedoso e indica que en Bolivia no existe antecedente de esto.

Cuando nació en 1979 la propuesta del comunicador boliviano Luis Ramiro Beltrán de la comunicación  horizontal, él mismo dejó establecido que, en realidad, si los periodistas y medios quisieran, podrían establecer un diálogo con la población. Sin embargo, la comunicación horizontal tuvo eco en el área de la comunicación y el desarrollo que terminó desarrollando esa línea hasta desembocar en lo que hoy se llama comunicación inclusiva; pero no en el periodismo.
La base de esa comunicación inclusiva (que se asienta en gran medida en el respeto de los derechos humanos) es la misma que planteo recuperar desde el periodismo porque es la planteada en los códigos de ética periodísticos. A partir de ese lugar se pueden tender y articular puentes entre diferentes áreas de la comunicación, pero siempre y cuando la o el periodista cumpla sus códigos de ética que le mandan a ser un guardián de los derechos humanos de las y los ciudadanos.

Entonces, lo que se hace en la investigación publicada ahora con auspicio de la Universidad Católica Boliviana y Plural Editores es mostrar, primero, que es posible dialogar desde los medios; pero para que esto se efectúe desde un escenario más inclusivo, debemos primero revisar las herramientas con las que contamos y trabajamos todos los días las y los periodistas. Me refiero, por ejemplo, a la estructura de la pirámide invertida que heredamos del siglo XIX y que habiéndose alimentado de la corriente positivista terminó no solo siendo muy estrecha, sino excluyente. Por eso, propongo que revisemos desde el concepto de la noticia. Al respecto debo aclarar que no se trata de una idea loca. Ya en los años 80 este planteamiento fue hecho por personajes de talla mundial que habían hablado de la necesidad de revisar el concepto de la noticia porque lo consideraban muy estrecho.

Después de explicar todo esto en más de 70 páginas del libro, lanzo la propuesta de 27 indicadores de inclusividad creados a partir de los códigos de ética y pensados desde el trabajo cotidiano del periodista, porque el otro problema que existe es que los códigos de ética únicamente contienen principios y no cables a tierra para el trabajo cotidiano de las y los periodistas. ¿Qué significa esto? Es como tener una ley sin reglamento. Precisamente por ello, los 27 indicadores que planteo tienen que ver con el trabajo periodístico cotidiano. A futuro podrían existir más o menos porque, además, estos indicadores van muy de la mano del desarrollo de la democracia.

—La indagación no solo tiene una dimensión conceptual y teórica sino, sobre todo, empírica. Ese decir que ha indagado sobre la inclusividad (o no) de la práctica periodística en medios concretos y en un tiempo concreto. ¿Con qué criterios ha conformado ese corpus de estudio?

—Propongo 27 indicadores de inclusividad en el periodismo. Los apliqué  en la prensa paceña para identificar a las secciones más inclusivas de cuatro periódicos La Razón, El Diario, Página Siete y La Prensa. Después de aplicar los indicadores en artículos de todas las secciones, con la ayuda de una escala de medición llamada Likert, los datos fueron incorporados en un programa que es usado en las encuestas grandes denominado SPSS. El programa arrojó como resultados que las secciones más inclusivas son: Sociedad y Cultura de Página Siete, y Seguridad e Informe Especial de La Razón. Debo aclarar que si bien estas secciones salieron como las más inclusivas, aún están lejos de ser cien por ciento inclusivas.

—Al inicio de su investigación se preguntaba, ¿qué cambios deberíamos hacer en el periodismo para que éste responda mejor a las expectativas y necesidades de la población? Hecha la investigación, ¿tiene una respuesta?

—Primero, las y los periodistas debemos reflexionar sobre lo que estamos haciendo y revisar los conceptos, los géneros y, en general, todo lo que hacemos cotidianamente. Por ejemplo, yo les diría que tan importante como el “qué” de la noticia es el “por qué”, es decir los procesos que desembocan en un hecho. En segundo lugar pondría como herramienta central del actual y futuro periodista a la investigación, sobre todo para quienes trabajan en prensa porque es su plus valioso frente a la televisión, la radio e incluso internet; aunque últimamente existen excelentes investigaciones en medios de la red como, por ejemplo, Animal Político, La Silla Vacía o SoloLocal.

Tercero, creo que debemos dejar de producir como si fuéramos máquinas. Hay periódicos en los que les dan a los editores demasiadas páginas para ser resueltas en el día con pocos periodistas que ni siquiera están muy bien entrenados. ¿Qué puede resultar de esta forma de periodismo? Cuarto: está muriendo una forma de hacer periodismo y de relacionarse con la sociedad. Hay que conectarse con la gente y las nuevas tecnologías son, en ese sentido, una gran oportunidad. No debemos tener miedo.

Finalmente, es absurdo que pensemos que podemos responder, desde un solo medio, a todas las expectativas y necesidades de una sociedad porque sería un trabajo titánico y muy costoso. Por un lado queremos parecer nacionales y no terminamos de ser ni siquiera locales. Es interesante observar cómo los medios en internet son, más bien, muy locales a pesar de que uno esperaría que fueran lo contrario por el alcance de la red.

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Kafka, la metamorfosis

Hace cien años se publicó por primera vez una de las narraciones más extrañas de la literatura universal

/ 8 de marzo de 2015 / 04:00

Una mañana, al despertar de un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se encontró en la cama transformado en un insecto monstruoso.” Es apenas la primera oración del relato La metamorfosis de Franz Kafka, pero lo que dice y sobre todo la manera cómo lo hace fueron suficientes para cambiar el curso de la literatura del siglo XX.     

Kafka lo escribió a fines de 1912 —no fue un escritor precoz, tenía entonces 29 años—, lo publicó por primera vez en 1915 en una revista alemana y un año después, en 1916, apareció en forma de libro.

La metamorfosis es, sin duda, la obra más conocida del escritor praguense (1883-1924). Pero esa popularidad mundial ha condenado al relato a ser, en el mejor de los casos, un paradigma del cuento fantástico y, en el peor —pero el más frecuente— una especie de símbolo o alegoría de otra cosa: ¿Qué quiere decir Kafka con esta historia?

(La respuesta —ya se sabe— es muy sencilla: quiere decir que una mañana, al despertar de un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se encontró en la cama transformado en un insecto monstruoso).

Pero La metamorfosis no es un hecho aislado. Es parte de algo que con toda propiedad se puede llamar ‘el mundo’ de Franz Kafka. Es un mundo desconcertante, ciertamente, y no pocas veces intolerable, pero no es mundo fantástico y menos alegórico. Algún día se escribirá la historia de las lecturas de la obra de Kafka. Esa historia será al mismo tiempo la historia del desconcierto frente a su obra. En esas hipotéticas páginas es posible que encuentren un lugar estos singulares casos.   

En los cursos de literatura europea que dio en las universidades de Cornell y Wellesley, cuando se refugió en Estados Unidos, Vladimir Nabokov habló frecuentemente de La metamorfosis. Pero antes de entrar en materia, insistía en rechazar dos opiniones. “La primera es la opinión de Max Brod —decía Navokov refiriéndose al amigo y albacea literario de Kafka— según la cual la única categoría aplicable a los escritos de Kafka, para la comprensión, es la santidad y no la literatura… No creo que pueda encontrarse implicaciones religiosas en el genio de Kafka. La otra opinión que quiero rechazar es la freudiana. Sus biógrafos freudianos sostienen por ejemplo que La metamorfosis se basa en las complejas relaciones de Kafka con su padre, y en su perenne sentimiento de culpa; afirman además que, en el simbolismo mítico, los hijos están representados por bichos. La chinche, dicen ellos, es un símbolo muy apropiado para caracterizar el sentimiento de inutilidad frente al padre”.

 “Me interesan las chinches —concluye el perspicaz autor de Lolita—, no las chinchonerías; así que rechazo esta clase de disparates”.

Mientras tanto a Nabokov le interesa, por ejemplo, establecer con absoluta precisión en qué clase de bicho se ha convertido Samsa.
Jorge Luis Borges se declaró enfáticamente un tardío discípulo de Kafka. Sin duda lo leyó en alemán en su adolescencia ginebrina, en los años del esplendor expresionista. Durante décadas, desde los años 40 cuando apareció en la colección Cuadernos de la Quimera, la traducción de La metamorfosis que se leía en Sudamérica se la atribuía a Borges. No hay tal. Solo fue el autor del prólogo.

Para Borges, dos ideas, o más bien dos obsesiones, rigen la obra de Kafka: la subordinación y el infinito. “En casi todas sus ficciones —escribe— hay jerarquías y esas jerarquías son infinitas”. El motivo de la infinita postergación es igualmente importante, asegura Borges. Y aporta varios ejemplos: en un cuento, un mensaje imperial no llega nunca, debido a las personas que entorpecen el trayecto del mensajero; en otro, un hombre  muere sin haber conseguido visitar un pueblito próximo. En el más memorable de todos, dice Borges —La edificación de la muralla china, 1919—, el infinito es múltiple: “para detener el curso de ejércitos infinitamente lejanos, un emperador infinitamente remoto en el tiempo y en el espacio ordena que infinitas generaciones levanten infinitamente un muro infinito que dé la vuela a su imperio infinito”.

Harold Bloom en El canon occidental asevera que Kafka es el escritor que mejor representa al siglo XX, al que llama “la edad caótica”. Asombrosamente, Bloom —tan agudo en tantas partes de su libro—, limita la discusión de la obra de Kafka a determinar la medida de su judaísmo, una versión aggiornada de  la lectura religiosa que nació con Max Brod. La ley, la culpa, lo indestructible afanan la mente del crítico canónico. Es decir, la larga sombra del mesianismo. ¿Qué se puede decir al respecto?

El gran Irwin Howe, en un texto de los 50 del siglo XX sobre la intelectualidad de Nueva York (la intelectualidad judía de Nueva York, por supuesto), recuerda un chiste judío. Los vecinos designan a un hombre para que haga guardia en la puerta de la ciudad a la espera del Mesías. “Bueno —dice el guardián—, no pagan bien pero el trabajo es seguro”. Si algún día —Yaveh no lo permita— Bloom es exonerado de Yale, podría aspirar al puesto del guardián.       

A los diez años de la muerte de Kafka (1934). Walter Benjamin escribió un ensayo sobre al autor de La condena. Ese texto es clave porque le permitió al mismo tiempo afinar su perspectiva crítica, iluminar la obra de Kafka —leerla como un lenguaje de gestos, entre otros hallazgos— y ‘escabullirse’ de los inevitables tópicos judíos de la obra de Kafka vistos por un escritor inclinado a la mística judía en las páginas de una revista judía.

El juicio final se acerca y no hay tiempo para entrar en detalles. Baste decir, por ejemplo, que Benjamin argumenta que la relación del mundo de Kafka con la tradición judía no se establece en torno a la Ley sino a través de la escritura. Y eso le permite escarbar, quizás como nadie, en las tensiones entre la vida (el mundo) y la escritura (la literatura) que gobernaron la existencia del praguense.

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Kafka, la metamorfosis

Hace cien años se publicó por primera vez una de las narraciones más extrañas de la literatura universal

/ 8 de marzo de 2015 / 04:00

Una mañana, al despertar de un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se encontró en la cama transformado en un insecto monstruoso.” Es apenas la primera oración del relato La metamorfosis de Franz Kafka, pero lo que dice y sobre todo la manera cómo lo hace fueron suficientes para cambiar el curso de la literatura del siglo XX.     

Kafka lo escribió a fines de 1912 —no fue un escritor precoz, tenía entonces 29 años—, lo publicó por primera vez en 1915 en una revista alemana y un año después, en 1916, apareció en forma de libro.

La metamorfosis es, sin duda, la obra más conocida del escritor praguense (1883-1924). Pero esa popularidad mundial ha condenado al relato a ser, en el mejor de los casos, un paradigma del cuento fantástico y, en el peor —pero el más frecuente— una especie de símbolo o alegoría de otra cosa: ¿Qué quiere decir Kafka con esta historia?

(La respuesta —ya se sabe— es muy sencilla: quiere decir que una mañana, al despertar de un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se encontró en la cama transformado en un insecto monstruoso).

Pero La metamorfosis no es un hecho aislado. Es parte de algo que con toda propiedad se puede llamar ‘el mundo’ de Franz Kafka. Es un mundo desconcertante, ciertamente, y no pocas veces intolerable, pero no es mundo fantástico y menos alegórico. Algún día se escribirá la historia de las lecturas de la obra de Kafka. Esa historia será al mismo tiempo la historia del desconcierto frente a su obra. En esas hipotéticas páginas es posible que encuentren un lugar estos singulares casos.   

En los cursos de literatura europea que dio en las universidades de Cornell y Wellesley, cuando se refugió en Estados Unidos, Vladimir Nabokov habló frecuentemente de La metamorfosis. Pero antes de entrar en materia, insistía en rechazar dos opiniones. “La primera es la opinión de Max Brod —decía Navokov refiriéndose al amigo y albacea literario de Kafka— según la cual la única categoría aplicable a los escritos de Kafka, para la comprensión, es la santidad y no la literatura… No creo que pueda encontrarse implicaciones religiosas en el genio de Kafka. La otra opinión que quiero rechazar es la freudiana. Sus biógrafos freudianos sostienen por ejemplo que La metamorfosis se basa en las complejas relaciones de Kafka con su padre, y en su perenne sentimiento de culpa; afirman además que, en el simbolismo mítico, los hijos están representados por bichos. La chinche, dicen ellos, es un símbolo muy apropiado para caracterizar el sentimiento de inutilidad frente al padre”.

 “Me interesan las chinches —concluye el perspicaz autor de Lolita—, no las chinchonerías; así que rechazo esta clase de disparates”.

Mientras tanto a Nabokov le interesa, por ejemplo, establecer con absoluta precisión en qué clase de bicho se ha convertido Samsa.
Jorge Luis Borges se declaró enfáticamente un tardío discípulo de Kafka. Sin duda lo leyó en alemán en su adolescencia ginebrina, en los años del esplendor expresionista. Durante décadas, desde los años 40 cuando apareció en la colección Cuadernos de la Quimera, la traducción de La metamorfosis que se leía en Sudamérica se la atribuía a Borges. No hay tal. Solo fue el autor del prólogo.

Para Borges, dos ideas, o más bien dos obsesiones, rigen la obra de Kafka: la subordinación y el infinito. “En casi todas sus ficciones —escribe— hay jerarquías y esas jerarquías son infinitas”. El motivo de la infinita postergación es igualmente importante, asegura Borges. Y aporta varios ejemplos: en un cuento, un mensaje imperial no llega nunca, debido a las personas que entorpecen el trayecto del mensajero; en otro, un hombre  muere sin haber conseguido visitar un pueblito próximo. En el más memorable de todos, dice Borges —La edificación de la muralla china, 1919—, el infinito es múltiple: “para detener el curso de ejércitos infinitamente lejanos, un emperador infinitamente remoto en el tiempo y en el espacio ordena que infinitas generaciones levanten infinitamente un muro infinito que dé la vuela a su imperio infinito”.

Harold Bloom en El canon occidental asevera que Kafka es el escritor que mejor representa al siglo XX, al que llama “la edad caótica”. Asombrosamente, Bloom —tan agudo en tantas partes de su libro—, limita la discusión de la obra de Kafka a determinar la medida de su judaísmo, una versión aggiornada de  la lectura religiosa que nació con Max Brod. La ley, la culpa, lo indestructible afanan la mente del crítico canónico. Es decir, la larga sombra del mesianismo. ¿Qué se puede decir al respecto?

El gran Irwin Howe, en un texto de los 50 del siglo XX sobre la intelectualidad de Nueva York (la intelectualidad judía de Nueva York, por supuesto), recuerda un chiste judío. Los vecinos designan a un hombre para que haga guardia en la puerta de la ciudad a la espera del Mesías. “Bueno —dice el guardián—, no pagan bien pero el trabajo es seguro”. Si algún día —Yaveh no lo permita— Bloom es exonerado de Yale, podría aspirar al puesto del guardián.       

A los diez años de la muerte de Kafka (1934). Walter Benjamin escribió un ensayo sobre al autor de La condena. Ese texto es clave porque le permitió al mismo tiempo afinar su perspectiva crítica, iluminar la obra de Kafka —leerla como un lenguaje de gestos, entre otros hallazgos— y ‘escabullirse’ de los inevitables tópicos judíos de la obra de Kafka vistos por un escritor inclinado a la mística judía en las páginas de una revista judía.

El juicio final se acerca y no hay tiempo para entrar en detalles. Baste decir, por ejemplo, que Benjamin argumenta que la relación del mundo de Kafka con la tradición judía no se establece en torno a la Ley sino a través de la escritura. Y eso le permite escarbar, quizás como nadie, en las tensiones entre la vida (el mundo) y la escritura (la literatura) que gobernaron la existencia del praguense.

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