Nicomedes Suárez Araúz: Cocina de la amnesia
El poeta beniano revisita la Amazonía para volver a crear el mundo a partir de unas recetas olvidadas
Un día de la primavera de 1993, mientras Kristine Cummings —esposa del poeta Nicomedes Suárez Araúz (Beni, 1946)— buscaba un libro en la Biblioteca Neilson del Smith College (Massachussets, Estados Unidos), descubrió por casualidad, dentro de un grueso volumen de geografía, un sobre de papel manila. El sobre contenía un pequeño libro: la minuciosa descripción de las condiciones socioeconómicas de la región amazónica boliviana hacia 1912. Al primer asombró del hallazgo, se sumó inmediatamente otro: el autor resultó ser Rodolfo Araúz Marañón, abuelo materno del poeta Suárez Araúz.
La lectura de ese informe está en el origen de Recetario amazónico de Dios, el nuevo libro de poemas de Suárez Araúz que la Editorial 3.600 ha reeditado en La Paz. A la memoria de la vida y la obra de su abuelo que fue un defensor de la Amazonía y de sus habitantes —estudió en el King’s College de Londres, completó un título de ingeniería civil en la Sorbona, fue Cónsul General de Bolivia en Belém do Para, Brasil—, Suárez Araúz sumó otra memoria, la de su madre, “cuyas recetas regionales inspiraron la retórica culinaria” del libro, como él mismo confiesa.
“Antes de ese día primaveral de 1993 —cuenta Suárez Araúz—, la Amazonía había sido para mí apenas una patria cuyo recuerdo nostálgico inspiró gran parte de mi creación literaria. Desde aquella fecha ha sido la inquietud fundamental de mi vida.”
El recetario amazónico de Dios prolonga con una gracia particular los trazos generales que gobiernan la obra poética de Suárez Araúz, desde por lo menos Los escribanos de Loén (1974). Es decir, la invención de un territorio y de una historia, que no es otra —que no puede ser otra— que la Amazonía íntima de Suárez Araúz.
En el caso del poeta beniano, la palabra invención tiene una carga precisa, muy borgeana. No en vano Jorge Luis Borges escribió: “Afirmar que Nicomedes Suárez es un escritor mítico genuino no es un elogio baladí. Concebir de los sueños, mitificar, es la cualidad primordial del verdadero escritor. Otra es trascender la mera ingenuidad, crear, como él lo hace, con la imaginación”.
El hallazgo casual de un libro, cuya lectura da origen a otro, es un recurso literario de larga data. Baste recordar que Cervantes no escribió el Quijote. Él mismo cuenta que encontró el manuscrito en un mercado, lo compró y mandó a traducirlo. Baste recordar cierto Manuscrit trouvé à Saragosse. Modernamente, Borges hizo del recurso una de las diabluras de su obra. Suárez Araúz se siente, con toda comodidad, parte de esa familia literaria.
Los escribanos de Loén —acaso el libro que está en el centro de toda su obra— y Cartas a la Amnesia, ambos publicados por primera vez en 1974, son también los resultados de un manuscrito encontrado.
En 1965, Suárez Araúz, en un lugar perdido —nunca el vocablo fue más preciso— de la Amazonía boliviana fue testigo de la exhumación de un inquietante hallazgo. Al excavar los cimientos de la primera iglesia de Loén, tal el nombre del perdido lugar, para reforzarlos, se tropezó con una canoa de madera incorruptible cubierta con una lámina metálica. El objeto (bastaría “olvidar” la “b” para que la “barca” se convierta en “arca”) había sido enterrado para proteger, durante las represalias indígenas, las reliquias de la iglesia y los libros guardados de sus depósitos.
Entre esos libros —por supuesto— estaban, intactos, los 22 volúmenes producto de la “ociosidad hacendosa” de los escribanos de Loén del siglo XVI y, para mayor fortuna, un volumen complementario debido a un “incorregible diarista” que da cuenta de por qué y cómo fueron escritos.
Estos escribanos —según las Relaciones y comentarios de Gonzalo Mendoza de Arroyos (1538-1600), un cronista contemporáneo a los hechos— tenían como tarea la transcripción de las crónicas históricas de la región de Loén que les eran dictadas por su Oficial Mayor Abelardo Núñez de Arce.
Éste se ausentó a España en vista oficial. Su ausencia, sin embargo, se prolongó varios años porque habiendo naufragado en el mar Caribe fue esclavizado por los aborígenes de una isla. Durante su ausencia, los escribanos, sin la dirección de su Oficial Mayor y ante la ausencia de material para su oficio, cayeron en el pasatiempo de crear juegos lingüísticos que después compilaron bajo el título de Altas cosas.
El diarista menciona algunos de los procedimientos utilizados por los escribas en sus juegos lingüísticos: utilizar en sus escritos solo partes individuales de la oración, verbigracia solo artículos o solo sustantivos; escribir solo el verso final de supuestos poemas después de haber imaginado todo el poema; redactar un escrito o componer un poema y a su lado otro con los precisos antónimos de las palabras del primero; ingeniar escritos en que el dicho y el hecho en la lectura fueran el mismo acto… Para satisfacción del curioso lector, estos textos, que los escribanos titularon Komas o Cartas a la amnesia, están transcritos, a su vez, por Suárez Araúz en Cartas a la Amnesia y Los escribanos de Loén.
Más allá de esta historia apócrifa está su metáfora. Esos escribas, sin la versión europea que les era dictada por su Oficial Mayor quedaron librados a su propia invención. Esto quiere decir, como lo ha hecho notar José Manuel Rodeiro, que la literatura de América —y también su historia— nace en los intersticios de la memoria o sea, fundamentalmente, del olvido.
Ante el vacío, la imaginación —“como un actor sin guión” diría Suárez— se libera. “América —otra vez Suárez— es la tierra abierta a la invención irrestricta porque no está circunscrita a un pasado omnipresente, inamovible”. Renan, uno de los autores frecuentados por Suárez, se preguntó en un arrebato de alto romanticismo: ¿Qué es una nación? para concluir que los fundamentos de una nación están en el olvido de los hechos históricos.
Simétricamente, Suárez se pregunta: “¿Qué es ser boliviano?”. Y, borgianamente, responde: “Es un acto de voluntariedad”. Y sigue: “Es creer que existe en el espacio y en el tiempo una entidad geopolítica que se llama Bolivia. Más aún, es creer en la mitología que esconde al pasado, es vivir en los intersticios del tiempo, en la intrahistoria perdida, en la amnesia”.
“Mi nostalgia creó mi mundo poético —ha dicho más de una vez Suárez—. Soy simplemente un hijo de Loén, un boliviano de la Amazonía, un mojeño, un movima”. Y como tal, se podría añadir, “condenado” a inventar cada palabra y cada fragmento de la historia.
Para información del curioso lector, en 1997, en Santa Cruz de la Sierra, se publicó una antología de la poesía de Nicomedes Araúz bajo el título de Loén: Amazonía-Amnesis-América que contiene, antes de este Recetario amazónico de Dios, lo central de la obra.
Recetario Amazónico de Dios
Una muestra del nuevo libro de Nicómedes Suárez Araúz (Beni, 1946) publicado por la editorial 3600
Nicómedes Suárez Araúz – poeta
Orquídeas amazónicas
Se agarra un pedazo de luz del alba
y se dobla la punta
dándole forma de bastoncito.
Se le agrega goma
para que prenda la bolita de masa
preparada de antemano.
Con ésta se hará el pistilo.
A un poquito más de masa
se le pone tinta verde bajita.
de este pedazo se forma el
receptáculo
que se coloca en la parte inferior
de la orquídea.
Una vez cortados los pétalos
se adelgazan los extremos de la masa
con los dedos y se pegan alrededor
del pistilo. Se pintan con colores
bajitos,
blanco, rosa, celeste, violeta,
agregándoles
como gracia unos lunarcitos y bordes oscuros.
Las flores y los moradores del río
siempre se ponen a secar parados
ya sea contra un pedazo de cielo
o de masa verde.
Se pueden hacer del tamaño
que se desee con solo variar
el molde cortador de masa.
La forma normal de estas flores
es de tres sépalos y tres pétalos
sin contar el primero
que cayó en 1542
cuando Francisco de Orellana y sus huestes
Irrumpieron en mi río.
Dulce de limón
A Martín Espada, defensor
de los desposeídos
Se toman limones maduros
que sean de buena corteza.
Se raspa la corteza del día,
procurando que no quede nada amargo.
Se exprime el jugo,
y se deja limpia la corteza
sin ninguna pulpa.
Se deja en agua fría,
cambiándole con frecuencia
en este clima cálido.
Se hace almíbar pasando el día
y poniendo un tanto igual de azúcar,
y luego se pone a fuego lento.
Como todos los dulces,
una vez estando el almíbar a punto,
se sumergen las cáscaras de limón en él
y se cuece hasta convencerse
que ya está a punto.
De esta manera saldrá el sol,
cada mañana, dulce, sin amargura,
entre chozas incendiadas
y los Yanomami infectados
con virus mortales
por los dioses blancos.
Gelatina de patas
En una asadera poner las patas en el horno.
Una vez que sueltan los nervios
ya no tienen grasa.
Se aumentan cien hectáreas de selva condensada
cuando la gelatina está por cuajar.
Para desmontar cien leguas de selva
basta tomarse un vaso de gelatina.
Salsa inglesa
Se deslíe en un poco de agua
mostaza, y azúcar molida
y yemas de sol.
Se baten bien y se agregan
unas libras esterlinas.
Una vez unidas
se le juntan leche
y vinagre, poniendo
poco a poco.
Se esparce la mezcla
en el río de 1850
para que baje hasta la boca
del Amazonas y cruce, más allá,
hasta Liverpool.
Desde allí bajarán
las semillas de goma hasta Malasia
y la costumbre amazónica
de tomar té cada día
a las cinco en punto de la tarde.
Tinta del escritor amazónico
Se mezcla agua tibia
con zumo de limón
y leche ácida.
Se disuelve la noche
en el Río Negro.
Se añade petróleo
en el Río Napo.
En Iquitos, al Amazonas
se le añaden escarabajos,
alguaciles, cepes, arañas,
y escorpiones pulverizados.
Estando lista la tinta
se inscriben en el cielo
con caligrafía renacentista
una bandada de buitres
que limpiarán de carne
los esqueletos de los días.