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‘Tengo una visión pesimista y realista de las cosas’

Claustrofóbico, alarmista, tímido, desesperanzado... Son algunos de los calificativos con los que se autodefine este       genial cineasta. A sus casi 80 años vuelve con una nueva película, otra más en un dilatado currículo

/ 9 de noviembre de 2014 / 04:00

Los chistes, la angustia existencial, el autoanálisis, la lucidez. Los pensamientos sombríos, los requiebros, la falta de esperanza, el buen humor. El cine de Woody Allen contiene todos estos elementos, Woody Allen se compone de todos ellos, y todos ellos aparecen a lo largo de esta entrevista que se celebra en un lujoso hotel de París. A punto de cumplir los 80 años, el viejo Allan Stewart Königsberg, mago de la palabra cinematográfica, reverenciado director y agudo comediante, autor de películas deslumbrantes como Manhattan, Annie Hall, Zelig o Delitos y faltas, entre muchas otras, acude fiel a su cita anual con las pantallas, un compromiso del que no se ha apeado más que dos veces desde el año 1966. Una película al año. Su compulsión en la elaboración de largometrajes no tiene parangón. Y ya van 46 películas detrás de la cámara.

Magia a la luz de la luna, su nueva entrega, la historia de un mago interpretado por Colin Firth que intenta desenmascarar a una médium (Emma Stone) en la Francia de los años 20. El hombre que sueña con arañas, según confiesa, y cuya película favorita es El ladrón de bicicletas, del maestro De Sica, responde ligeramente repantingado en una butaca de la habitación 205 del hotel Le Bristol. Habla con cierta lentitud, lúcido y pesimista. De vez en cuando, detrás de sus palabras, emerge su sonrisa de niño pillo.

—A través del mago Stanley Crawford, el protagonista de su nueva película, usted describe a un hombre que quiere escapar de la realidad para abrazar la magia. ¿Hace usted lo mismo?

—Sí, pero no podemos. A los dos nos gustaría que hubiera algo mágico en el universo, en la vida, pero, desafortunadamente, parece que lo que ves es lo que hay.

—O sea, que es usted tan racional como el personaje.

—Totalmente.

—¿Y qué supone esto en su vida?

—Significa que la mayor parte del tiempo estás deprimido, en vez de estar feliz. Es triste la condición del ser humano, tener que pasar por esto…

—¿A qué se refiere?

—Vivimos en un mundo que no tiene sentido, ni propósito. Somos mortales, y todas las preguntas importantes… Para mí lo importante no ha sido nunca quién es el presidente de Estados Unidos, esas cuestiones van y vienen. Las preguntas importantes se quedan con nosotros y no tienen respuesta. ¿Por qué estamos aquí? ¿Qué estamos haciendo aquí? ¿De qué va esto? ¿Por qué es importante que envejezcamos, por qué morimos? ¿Qué significa la vida? Y si no significa nada, ¿de qué sirve? Ésas son las grandes cuestiones que nos vuelven locos, no tienen respuesta, y uno tiene que seguir adelante y olvidarse de ellas.

—Usted ha abordado todas estas cuestiones a lo largo de su filmografía. A medida que pasa el tiempo, ¿las afronta uno de un modo distinto?

—Alguna gente sí; alguna gente cambia. Yo no he cambiado lo suficiente; ojalá hubiera podido cambiar más. Hay gente cuyos puntos de vista se modifican según pasan las décadas. Empiezan creyendo en Dios y cuando son mayores ya no creen porque la vida les ha desilusionado. A otros les pasa lo contrario, se hacen mayores y empiezan a creer en Dios porque su experiencia les lleva a la conclusión de que hay un poder superior, que hay algo más…

—No es su caso.

—No, yo no creo. Tengo una visión pesimista y realista de las cosas. Como Colin Firth en esta película, creo que lo que ves es lo que hay.

—En un momento dado de la película, el personaje interpretado por Emma Stone dice algo como: “Todos necesitamos mentiras para poder vivir”. ¿Necesitamos mentiras para vivir?

—Sí; Nietzsche lo dijo; Freud lo dijo; Eugene O’Neill lo dijo en una de sus obras. Necesitamos espejismos, la vida es demasiado terrible de afrontar y no podemos afrontar la verdad de lo que es la vida porque es demasiado horrible. Cada ser humano posee un mecanismo de negación para sobrevivir. La única manera de sobrevivir es negar, ¿negar el qué?: negar la realidad. La vida es una situación tan trágica que solo negando la realidad sobrevives.

—¿Siempre le pareció tan trágica la vida?

—Sí, desde que fui capaz de pensar, desde que tenía cinco años, siempre me pareció tremendamente trágica.

—¿Por qué?

—Porque pude ver lo que era desde una edad temprana. Pude ver que naces, que no sabes por qué naces, que vives un número de años, impredeciblemente, puedes morir en cualquier momento, puedes morir a los cinco años o a los 15 o a los 50, nunca vas a sentirte seguro y relajado, siempre tienes que estar alerta; e incluso con esto, finalmente, vas a morir; estás condenado a muerte desde el nacimiento; consigues una pena de muerte en el instante en que naces, así que ¡muchas gracias! ¿Y todo para qué?

—Usted viene haciendo una película al año desde 1966, con dos excepciones. ¿Cómo lo hace?

—No se debe confundir la cantidad con la calidad. He estado sano, gracias a Dios, y sigo trabajando, es agradable. Pero esto no dice nada de la calidad de las películas. Si me dijera que he estado haciendo grandes filmes, uno tras otro, desde 1966, eso sería un logro.

—Bueno, de hecho es algo por lo que se le critica: por hacer muchas películas y, tal vez, no tan buenas como las que rodaba en los años 70. ¿Qué opina sobre esto?

—No pienso nada, no significa nada para mí. Hay gente que me dice que Match Point; Midnight in París; Vicky, Cristina, Barcelona y Blue Jasmine son las mejores películas que he hecho en mi vida. ¿Qué más da lo que piense la gente? Da igual.

—Y usted ¿qué piensa? He leído que es tan perfeccionista que cada vez que ve una de sus películas, no le gusta. ¿Está especialmente orgulloso de alguna de ellas?

—Oh, sí; creo que he hecho algunas películas buenas; no, grandes películas, pero sí películas buenas.

—¿Cuáles serían ésas para usted?

—La rosa púrpura del Cairo es una buena película; Zelig, también; Balas sobre Broadway…

—¿Qué hace que una cinta sea buena?

—Para mí una buena película es cuando estoy en casa, tengo una idea, la escribo, la filmo, la monto, le pongo la música y digo: “¡Salió como yo quería, es exactamente lo que quería!”.

—Más de una vez ha dicho usted que rodar es una manera de escapar de sus ansiedades.

—Sí, me permite no pensar en cuestiones sombrías. Pienso en si podré contratar a Emma Stone para la película, o a Colin Firth; si deberé rodarla en el sur de Francia o en Boston. Esos problemas triviales se pueden solucionar, y si no se solucionan, nadie me mata; si todo sale mal, mal, mal, el resultado es, simplemente, que tengo una mala película. Los otros problemas, los que no puedo resolver, sí que me matan.

—En Woody Allen: un documental, realizado en 2011, gente que trabajó con usted le describía como una persona tímida, un poco adolescente, hipocondriaco, lleno de fobias. ¿Es así?

—Hasta cierto punto. No estoy lleno de fobias, tengo algunas. No voy por túneles, soy claustrofóbico. No soy un hipocondriaco; más bien un alarmista: no imagino que estoy enfermo, pero si veo una cosa pequeñita aquí, una picadura de mosquito, pienso que es un tumor cerebral. Tengo peculiaridades, pero no son peligrosas…

—Tímido…

—Sí, siempre luché contra esto. Ojalá no hubiera sido tan tímido, hubiera tenido una vida mejor si no llego a serlo.

—Ha rodado la mayor parte de sus últimos largometrajes en Europa. ¿Lo ha hecho para poder mantener su independencia?

—No. Fue por cuestiones de financiación, al principio. Siempre he sido independiente, siempre he tenido el corte final, nunca, nunca, nunca han tocado mis películas, desde la primera que rodé.

—¿Siempre ha sido libre?

—Completamente, libre al 100%.

—¿Tuvo esto algún coste?

—Mientras mis películas no salgan muy caras, les da igual lo que haga. Tuve problemas para conseguir dinero y me propusieron que si hacía Match Point en Londres, me la financiaban, así que fui y me gustó. Luego llamaron de España para que hiciera una película en Barcelona.

—Suele usted decir que en Europa le consideramos un intelectual porque lleva gafas de pasta, pero que en realidad no lo es…

—Sí, eso es lo que la gente dice.

—O sea, que usted no es un intelectual.

—No soy un intelectual, pero la gente piensa que lo soy porque tengo el aspecto que se atribuye a los intelectuales. Pero éstos no tienen un aspecto especial; tienen el mismo que los levantadores de pesas o que los jugadores de béisbol… Hace años, si leías mucho, se te estropeaba la vista, y si llevabas gafas era porque leías mucho, porque eras una persona de libros. Pero yo no soy un intelectual.

—Después de venir tanto a Europa para sus películas, ¿no echa de menos Nueva York, como ciudad, para rodar?

—No, no demasiado. De vez en cuando me gustaría hacer una película en Nueva York, porque estoy loco por la ciudad de Nueva York, pero no es que me vaya a Sudán o a Libia a rodar; voy a hacer películas a Barcelona, Londres, París, Roma…

—Sigue usted sin acudir a la entrega de los Oscar. ¿Por qué?

—No soy una persona de premios. Se puede decir cuál es la película favorita de uno, pero no cuál es la mejor película. ¿Quién puede decir eso? Son valoraciones personales, no significan nada. Para los Oscar, la gente hace campaña y gasta millones de dólares para comprar esos premios.

—En otro orden de cosas, señor Allen, ¿a usted qué le preocupa del mundo en el que vivimos, del rumbo que ha tomado nuestra civilización?

—Soy muy pesimista porque el problema del mundo es que depende de la gente. Si miras la historia, ves que la gente no ha hecho un buen trabajo administrándolo, cuidándolo, viviendo en él. No tengo muy claro que el mundo vaya a sobrevivir; no hay muchas razones para el optimismo en estos momentos, tal vez en unos años haya mejores perspectivas.

—¿No encuentra usted ningún motivo para la esperanza?

—Bueno, hay una porción de la gente que es agradable. Pero o no hay suficiente, o son demasiado pasivos, o la tarea es abrumadora; o los malos tienen más ambición y energía. Pero es difícil hallar un punto luminoso en la historia de la humanidad.

—¿La gente, en general, no es buena?

—La gente, en general, está asustada. Y cuando están asustados, actúan equivocadamente, se comportan mal. Es la condición humana, la trágica condición de la existencia, la gente está ansiosa y asustada, no tiene nada en lo que creer, ni tiene esperanza, y la vida es muy complicada, y se comportan mal. Si mañana quedara claro que la vida tiene sentido, o que hay un dios en el universo, seguro que la gente actuaría mejor, y la situación cambiaría para mejorar radicalmente. No es que la gente sea inherentemente mala, es que tiene miedo y por eso se comporta mal.

—¿Lo tiene usted?

—Yo estoy tan asustado como todo el mundo, más que la mayoría; y soy una de las personas que se comportan decentemente a pesar de todo. Hay gente así, pero no demasiada.

—Al ritmo que sigue rodando, no parece que tenga usted pensado retirarse del cine.

—No tengo planes de retirarme en estos momentos. Pero puedo volver a mi habitación y me puede dar un infarto y quedar mal, y entonces me retiraría. Si la salud aguanta, si estoy sano y la gente quiere poner dinero para mis películas, no me retiraré. Si enfermo o la edad me ralentiza de un modo que me avergüence, o no consigo dinero para mis películas, pues me retiraré.

—Y a estas alturas de la vida, usted ¿qué quiere?

—No lo sé. Dos camareras de cócteles de 20 años.

—¿Nada más?

—¡No necesito nada más!

—¿Nada más?

—No, ¡estoy en forma!

Allen

Nacido en Broo-klyn (Nueva York) el 1 de diciembre de 1935, dio sus primeros pasos como monologuista en los años 60. Su primera película, como guionista y actor fue ¿Qué tal, Pussycat? Su primer largometraje, Toma el dinero y corre, en 1969. Nunca acude a la gala de los Oscar, no cree en esos premios, pero Hollywood sí cree en él: ha recibido un total de 24 nominaciones a lo largo de su carrera, 16 como guionista. Y ha logrado cuatro estatuillas.

En su nueva película vuelve a transitar por el terreno de la comedia ligera. Magia a la luz de la luna, ambientada en la Costa Azul de los años 20, supone el fichaje de la magnética actriz Emma Stone. La máquina de hacer películas no se detiene.

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Evgeny Morozov: ‘Los datos (de las personas) son una de las más preciadas mercancías’

El ensayista, uno de los principales investigadores del mundo en las implicaciones sociales y políticas de la tecnología, afirma que el modelo de negocios de las grandes compañías del sector tecnológico en el mundo se basa en la creación de necesidades que solo le sacan dinero a los usuarios. Este tipo de análisis de la tecnología del experto han encontrado oídos en todo el planeta y se han convertido en parte de un discurso político con vocación transformadora.

/ 22 de febrero de 2016 / 14:18

A sus casi 32 años, el intelectual bielorruso Evgeny Morozov se ha convertido en uno de los principales investigadores mundiales de las implicaciones sociales y políticas de la tecnología. En su último libro La locura del solucionismo tecnológico (2015), el experto carga contra los peligros de internet y el discurso tecnoutópico.

— ¿Existe una narrativa, muy extendida, sobre la idea de compartir en internet; las empresas tecnológicas nos invitan a hacerlo constantemente. ¿Diría que como consecuencia de ello compartimos más?

— Silicon Valley hizo una especie de alianza en los setenta con intelectuales. Siempre habrá gente, a los que llamaré idiotas útiles, que intentarán capturar el zeitgeist (espíritu de la época). Habrá libros, conferencias y charlas para que esos intelectuales puedan hacer de portavoces de la causa. Silicon Valley promueve mininarrativas. Nos habla de la web 2.0 y, cuando se agota, habla del internet de las cosas, de la economía colaborativa… Identifican pequeños fragmentos, ocupan el debate durante dos años y luego salen con una nueva historia. No hay mucho contenido en esas narrativas. He trabajado durante suficiente tiempo en esto como para decir que son tonterías. Después de la economía colaborativa vendrá la economía solidaria, de los cuidados. Lo que nos dicen estas empresas es falso. Cuando voy por ahí diciendo que para entender a Silicon Valley hay que mirar a Wall Street, al Pentágono, a las finanzas, a la geopolítica o al imperialismo, les resulta incómodo escucharlo porque prefieren hablar de los fondos de capital riesgo, de los emprendedores, del garaje de Steve Jobs, del LSD… NdE. La región estadounidense de Silicon Valley aloja a muchas de las mayores corporaciones de tecnología del mundo y a miles de pequeñas empresas emergentes del rubro. Morozov utiliza el nombre para referirse a las compañías tecnológicas más influyentes del planeta.

— Los dispositivos llamados inteligentes, ¿nos pueden convertir en estúpidos?

— Hay que impugnar la palabra inteligente. Me gusta aplicar una perspectiva histórica. Muchos de los dispositivos inteligentes que nos rodean reflejan intereses y compromisos de la gente que los fabrica o configura. El motivo por el que la gente comprueba una y otra vez su Facebook o Twitter en el teléfono es que los sistemas han sido diseñados para crear esas dependencias. El modelo de negocio de este tipo de servicios es así. Cuantos más clics hago, más valioso soy (…). Cuantos más clics míos consiguen, más dinero hacen conmigo, lo que hace que diseñen los servicios para maximizar esos clics.

Yo tengo una perspectiva cínica, banal y racional de que el dinero es lo que rige el mundo. Y eso explica el modo en que se conciben los servicios. ¿Que ese sistema nos distrae y dificulta que nos centremos? Por supuesto. ¿Es un problema de los dispositivos inteligentes? No. Es cuestión del modelo de negocio.

Me niego a creer que no haya otra manera de generar comunicación entre la gente sin generar distracción. Sería la derrota final de la imaginación. Debemos ser capaces de soñar y pensar en términos que no estén definidos por Silicon Valley. Para mí, en este punto, las empresas de tecnología son como las cadenas de comida rápida, las casas de apuestas o los casinos: crean y manufacturan una adicción que luego tiene unas consecuencias. En el caso de las tecnológicas, la distracción.

— La directora de Operaciones de Facebook, Sheryl Sandberg, dice que esa red social nos ayuda a expresar nuestro auténtico yo. Esta plataforma probablemente cambia el modo en que nos percibimos a nosotros mismos o cómo nos construimos, ¿qué opina?

— Facebook es un servicio que se basa en hacernos sentir ansiosos, sobre nosotros, nuestros amigos, nuestro lugar en la sociedad. La gente invierte mucha energía en actualizar la información, la ansiedad es la moneda que lo rige. En este sentido, está claro que tu ser en esa red social afecta a cómo te concibes a ti mismo, cómo ves tu relación con los amigos, cómo te presentas ante otros…

— ¿Quiere decir que cuanto más lo usa uno, más ansioso es?

— No digo que sea una relación lineal, aunque probablemente podría ser así. Debe de haber un momento en que se llegue a una meseta de ansiedad y, en ese punto, te medicas, te suicidas o te calmas (risas). Es la psicopatología del hipercapitalismo.

— ¿En qué consiste la psicopatología del hipercapitalismo?

— ¡Es una explotación de tus más queridas e íntimas relaciones! Tu ­amistad con otras personas para beneficio de una gigantesca compañía norteamericana. Con Facebook es menos visible. Ni siquiera concebimos que sea posible organizar un proyecto de resistencia a estas empresas. Atacar a esa red ahora es atacar al capitalismo más avanzado. Frente a los que propondrían un cambio en el algoritmo de Facebook, yo soy más drástico: construiría una alternativa a esa red con dinero ­público en vez de aceptar que la única manera de organizar las comunicaciones es a través de esta firma.

— En ese afán de Silicon Valley de intentar solucionar cada problema al que se enfrenta el ser humano, parece que Whats­App intentara buscar una solución para nuestra soledad.

— Silicon Valley te venderá cualquier cosa que le permita hacer dinero. Si es con la soledad, te venderá herramientas para hacer dinero con tu soledad.

Pocas cosas, hoy en día, no están sujetas al mercantilismo. Silicon Valley crea problemas con una mano que intenta solucionar con la otra vendiéndonos nuevos productos.

— A menudo le han calificado de tecnoescéptico o tecnófobo. Pero en su nuevo libro se llama a sí mismo “hereje digital”.

— Sí, usé ese término. Era un modo de posicionarme frente a los debates contemporáneos sobre Silicon Valley. Lo cierto es que si por hereje se entiende a alguien que dice cosas que son peligrosas, subversivas y que van contra la corriente del debate, soy un hereje, aunque solo sea por naturaleza sociológica.

Pero mi herejía se ha extendido a otros temas; ya no soy un hereje digital, ahora estoy más confortable siéndolo en la política y la economía.

— Su discurso en los últimos tiempos está muy orientado hacia la cuestión de los datos. ¿Qué es lo que hace que el debate en torno a este asunto sea para usted crucial?

— Estamos en una era en que son algo en torno a lo que emergen nuevos modelos de negocio y nuevas formas de explotación.

— Pero la gente, en general, no parece excesivamente preocupada por ceder sus datos.

— Lo importante es identificar los puntos de explotación, aunque ésta se haga de manera que resulte placentera.

— ¿Google y Facebook nos están explotando?

— Explotan los datos que generamos para hacer dinero con ellos; lo cual tiene muchas otras consecuencias, como el modo en que esto facilita la vigilancia.

Para mí, Google quiere ser el nuevo Estado del bienestar y el nuevo partido político. Quieren reunir tantos datos como puedan. Y, proactivamente, luchan contra las enfermedades; proactivamente, quieren que estés más sano; proactivamente, quieren que aprendas cosas que no habrías aprendido de ningún otro modo; generan tiempo libre para ti y solo tendrás acceso a él si usas su sistema. En ese sentido, se convierten en el vehículo a través del cual se genera un tipo de avance social. Mi miedo es que ya no haya marcha atrás. Ellos poseen la infraestructura, tienen los datos. Y si se quiere poner en marcha un servicio alternativo, será complicado.

— ¿Qué es lo que se hace con nuestros datos?

— En las últimas cinco décadas, los datos se han convertido en una de las más preciadas mercancías. Tu seguro quiere saber qué posibilidades tienes de enfermar; tu banco quiere saber qué probabilidades tienes de no pagar tu hipoteca. Hay un mercado gigante de la venta de datos, no solo de tipo digital: si no miras lo que firmas cuando ofreces datos, es más que posible que acaben siendo agregados en una base administrada por un puñado de firmas norteamericanas.

— ¿Y qué es lo que se debería hacer con ellos?

— Hay tres opciones. Una es el statu quo: que un par de monopolios, Google y Facebook, continúen recopilando aún más información sobre nuestra vida para que pueda ser integrada en dispositivos inteligentes: mesas inteligentes, termostatos inteligentes; cualquier cosa que tenga un sensor generará un dato. Google Now (asistente virtual incorporado en dispositivos móviles) es el paradigma de un sistema que intenta hacer acopio de todos esos datos para hacer predicciones y darte ideas. Si sabe que vas a volar te recuerda que hagas el check in, te dice el tiempo que te va a hacer. Es el discurso de Google en términos de movilidad social: dar a los pobres los servicios que los ricos ya reciben.

— ¿Cuáles son las otras dos?

— La segunda es seguir a los disrruptores. Hay compañías que chupan nuestros datos y los convierten en dinero. Una solución es que cada cual capture sus propios datos y los integre en un perfil, dando acceso a quien quiera y cobrando por ello. De ese modo, uno se convierte en un empresario. Y la tercera opción aún no está muy articulada, pero debería ser perseguida. Los datos, en un buen marco político, económico y legal, pueden llevarnos a servicios fantásticos. El único futuro del transporte público es una combinación de datos, algoritmos y sensores que determinan dónde está la gente y a dónde quiere ir.

— ¿Y de quién serían los datos?

— Habría que oponerse a que el paradigma de la propiedad privada se extienda a los datos. Ha habido esfuerzos de comercializar hasta el aire, y hay que oponerse. Los datos, sin la capacidad de analizarlos, no son gran cosa. Hoy en día solo algunas grandes empresas son capaces de estudiarlos. Esa información debería estar bajo un control público, que no significa un control del Estado, sino de los ciudadanos. La reciente fascinación en Europa por esa idea del común, que no tiene nada que ver con la de los comunes, es un marco sano. La gente podría ceder esos datos voluntariamente, pero siendo propietaria de éstos.

— Esta es una postura política, ¿qué es lo que le interesa del común?

— Mi propio cambio político y filosófico de los últimos años ha ocurrido porque de pronto resultó obvio para mí que no puedes ganar batallas a Silicon Valley de modo disperso. Puedo escribir una reseña al día, pelearme con esta gente en ­Twitter, y eso no cambia nada. La única manera de cambiar las cosas es empotrarte en los procesos políticos y económicos que pueden cambiar las cosas de verdad. Para mí significa que tengo que adoptar una posición realista y sobria sobre lo que es posible alrededor de los que intentan impugnar lo que Silicon Valley, Washington, Wall Street y el Pentágono intentan en el globo.

— ¿Y qué es lo que están intentando hacer?

— Dinero. Tengo una explicación de cómo funciona todo: un puñado de empresas marcan el tempo y el ritmo al que funciona el mundo. Son las que influyen en los textos que se están aprobando de los tratados transatlánticos que están a punto de firmarse en Europa y Estados Unidos. Esos tratados están redactados para proteger a las empresas y no a los ciudadanos. En este sentido, soy cínico, o realista, acerca de cómo está distribuido el poder en el mundo en estos días. A Google y Facebook les gustaría expandirse a otras zonas del globo para acumular más usuarios, más datos, venderles más anuncios. Pero es muy difícil que haya gente que haga una lectura política de ambas compañías porque los ven o como inofensivos e inocentes, o como heraldos del poscapitalismo, o como plataformas para evitar la hegemonía de los medios. Facebook es bueno, piensa la gente, porque nos permite enviar mensajes al margen del dominio de los periódicos y la Tv. Incluso los movimientos políticos que intentan desafiar la dominación de la ideología neoliberal en estos días no pueden hacer una lectura sobria de Silicon Valley.

— ¿Usted qué quiere cambiar?

— Yo quiero cambiar muchas cosas. El proyecto de oponerse al poder de las grandes empresas, que tradicionalmente ha sido una prerrogativa de la izquierda, ya no entiende cómo funciona el dominio hoy, porque no hacen un buen análisis de la tecnología, y no son capaces de construir o reclamar infraestructuras que han sido entregadas con las privatizaciones. Sin una lectura política adecuada de cómo encaja Silicon Valley en todo esto, no pueden oponerse al poder de las empresas (…). Muchos actores que intentan oponerse al capitalismo neoliberal hoy tienen un problema para comprender la que, para mí, es la característica más importante del capitalismo hoy en día: su naturaleza de fenómeno propulsado por las tecnologías digitales de la información.

— Y entonces…

— La menos ambiciosa de mis tareas sería, al menos, poner estas cuestiones sobre la mesa para que puedan reflexionar sobre ellas quienes están oponiéndose al actual neoliberalismo comandado por las grandes empresas; conseguir que lo escuchen algunas personas que están inmersas en una gran confusión sobre el estado de las cosas actual, que ni siquiera discuten nada porque creen que la vieja división de la tribu de la izquierda ya pasó, que piensan que el capitalismo va a ser reemplazado por una economía colaborativa, una sociedad pospoder, muy horizontal…

— Parece que usted ahora cuestionara más el neoliberalismo que a Silicon Valley.

— Es un buen resumen. Para mí Silicon Valley es un efecto, y no la causa, del neoliberalismo. Hay algunos cambios estructurales del capitalismo que están conectados con la tecnología. Sería incorrecto pensar que todos los demás factores que han dado forma al paisaje en el que se hace política se hayan vuelto obsoletos. Es importante tener clara la conexión de Silicon Valley con el Ejército norteamericano, que aún provee buena parte del dinero.

— ¿Y esto qué implica?

— Que el factor tradicional de análisis para explicar el mundo, que fue siempre la guerra, la militarización, no ha desaparecido. Silicon Valley actualmente representa a algunas fuerzas estructurales que fueron identificadas hace tiempo. La guerra, Wall Street… ¿De dónde viene todo ese dinero que se invierte en estúpidas startups (empresas emergentes)? Es increíble ver que cualquiera que quiera crear una aplicación en Silicon Valley pueda levantar $us 10 millones en una tarde. Hay que entender los cambios en la economía global. ¿Por qué se ha redirigido tanto dinero de la economía real, fábricas, inversiones en el sector productivo, hacia el capital financiero especulativo? Nuestros fondos de pensiones ya no se invierten en bonos del Estado seguros, sino en otros fondos que reinvierten en firmas de capital riesgo que reinvierten en startups. Se puede focalizar el análisis en Silicon Valley, pero hay que entender lo que lo hace posible.

Perfil

Nombre:Evgeny Morozov

Profesión: Escritor y periodista

Experto en los efectos de la tecnología en la sociedad

Nacido en Soligorsk (Bielorrusia, 1984), Mozorov es profesor de la Universidad de Stanford (Estados Unidos) especializado en el estudio de las implicaciones sociales y políticas de la tecnología. Estudió en la Universidad Americana de Bulgaria y después de una estancia en Alemania, emigró a suelo norteamericano, donde ha colaborado en varios centros tecnológicos y universidades. Sus reflexiones críticas se publican en El País, The Economist, Newsweek, The Wall Street Journal, The International Herald Tribune, The Boston Globe, Le Monde, Frankfurter Allgemeine Zeitung, The San Francisco Chronicle, Prospect y Dissent, así como en la CNN, CBS, SkyNews, CBC, Al Jazeera International, France 24, Reuters TV, NPR y en la BBC, entre muchos otros medios.

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Evgeny Morozov: ‘Los datos (de las personas) son una de las más preciadas mercancías’

El ensayista, uno de los principales investigadores del mundo en las implicaciones sociales y políticas de la tecnología, afirma que el modelo de negocios de las grandes compañías del sector tecnológico en el mundo se basa en la creación de necesidades que solo le sacan dinero a los usuarios. Este tipo de análisis de la tecnología del experto han encontrado oídos en todo el planeta y se han convertido en parte de un discurso político con vocación transformadora.

/ 22 de febrero de 2016 / 14:18

A sus casi 32 años, el intelectual bielorruso Evgeny Morozov se ha convertido en uno de los principales investigadores mundiales de las implicaciones sociales y políticas de la tecnología. En su último libro La locura del solucionismo tecnológico (2015), el experto carga contra los peligros de internet y el discurso tecnoutópico.

— ¿Existe una narrativa, muy extendida, sobre la idea de compartir en internet; las empresas tecnológicas nos invitan a hacerlo constantemente. ¿Diría que como consecuencia de ello compartimos más?

— Silicon Valley hizo una especie de alianza en los setenta con intelectuales. Siempre habrá gente, a los que llamaré idiotas útiles, que intentarán capturar el zeitgeist (espíritu de la época). Habrá libros, conferencias y charlas para que esos intelectuales puedan hacer de portavoces de la causa. Silicon Valley promueve mininarrativas. Nos habla de la web 2.0 y, cuando se agota, habla del internet de las cosas, de la economía colaborativa… Identifican pequeños fragmentos, ocupan el debate durante dos años y luego salen con una nueva historia. No hay mucho contenido en esas narrativas. He trabajado durante suficiente tiempo en esto como para decir que son tonterías. Después de la economía colaborativa vendrá la economía solidaria, de los cuidados. Lo que nos dicen estas empresas es falso. Cuando voy por ahí diciendo que para entender a Silicon Valley hay que mirar a Wall Street, al Pentágono, a las finanzas, a la geopolítica o al imperialismo, les resulta incómodo escucharlo porque prefieren hablar de los fondos de capital riesgo, de los emprendedores, del garaje de Steve Jobs, del LSD… NdE. La región estadounidense de Silicon Valley aloja a muchas de las mayores corporaciones de tecnología del mundo y a miles de pequeñas empresas emergentes del rubro. Morozov utiliza el nombre para referirse a las compañías tecnológicas más influyentes del planeta.

— Los dispositivos llamados inteligentes, ¿nos pueden convertir en estúpidos?

— Hay que impugnar la palabra inteligente. Me gusta aplicar una perspectiva histórica. Muchos de los dispositivos inteligentes que nos rodean reflejan intereses y compromisos de la gente que los fabrica o configura. El motivo por el que la gente comprueba una y otra vez su Facebook o Twitter en el teléfono es que los sistemas han sido diseñados para crear esas dependencias. El modelo de negocio de este tipo de servicios es así. Cuantos más clics hago, más valioso soy (…). Cuantos más clics míos consiguen, más dinero hacen conmigo, lo que hace que diseñen los servicios para maximizar esos clics.

Yo tengo una perspectiva cínica, banal y racional de que el dinero es lo que rige el mundo. Y eso explica el modo en que se conciben los servicios. ¿Que ese sistema nos distrae y dificulta que nos centremos? Por supuesto. ¿Es un problema de los dispositivos inteligentes? No. Es cuestión del modelo de negocio.

Me niego a creer que no haya otra manera de generar comunicación entre la gente sin generar distracción. Sería la derrota final de la imaginación. Debemos ser capaces de soñar y pensar en términos que no estén definidos por Silicon Valley. Para mí, en este punto, las empresas de tecnología son como las cadenas de comida rápida, las casas de apuestas o los casinos: crean y manufacturan una adicción que luego tiene unas consecuencias. En el caso de las tecnológicas, la distracción.

— La directora de Operaciones de Facebook, Sheryl Sandberg, dice que esa red social nos ayuda a expresar nuestro auténtico yo. Esta plataforma probablemente cambia el modo en que nos percibimos a nosotros mismos o cómo nos construimos, ¿qué opina?

— Facebook es un servicio que se basa en hacernos sentir ansiosos, sobre nosotros, nuestros amigos, nuestro lugar en la sociedad. La gente invierte mucha energía en actualizar la información, la ansiedad es la moneda que lo rige. En este sentido, está claro que tu ser en esa red social afecta a cómo te concibes a ti mismo, cómo ves tu relación con los amigos, cómo te presentas ante otros…

— ¿Quiere decir que cuanto más lo usa uno, más ansioso es?

— No digo que sea una relación lineal, aunque probablemente podría ser así. Debe de haber un momento en que se llegue a una meseta de ansiedad y, en ese punto, te medicas, te suicidas o te calmas (risas). Es la psicopatología del hipercapitalismo.

— ¿En qué consiste la psicopatología del hipercapitalismo?

— ¡Es una explotación de tus más queridas e íntimas relaciones! Tu ­amistad con otras personas para beneficio de una gigantesca compañía norteamericana. Con Facebook es menos visible. Ni siquiera concebimos que sea posible organizar un proyecto de resistencia a estas empresas. Atacar a esa red ahora es atacar al capitalismo más avanzado. Frente a los que propondrían un cambio en el algoritmo de Facebook, yo soy más drástico: construiría una alternativa a esa red con dinero ­público en vez de aceptar que la única manera de organizar las comunicaciones es a través de esta firma.

— En ese afán de Silicon Valley de intentar solucionar cada problema al que se enfrenta el ser humano, parece que Whats­App intentara buscar una solución para nuestra soledad.

— Silicon Valley te venderá cualquier cosa que le permita hacer dinero. Si es con la soledad, te venderá herramientas para hacer dinero con tu soledad.

Pocas cosas, hoy en día, no están sujetas al mercantilismo. Silicon Valley crea problemas con una mano que intenta solucionar con la otra vendiéndonos nuevos productos.

— A menudo le han calificado de tecnoescéptico o tecnófobo. Pero en su nuevo libro se llama a sí mismo “hereje digital”.

— Sí, usé ese término. Era un modo de posicionarme frente a los debates contemporáneos sobre Silicon Valley. Lo cierto es que si por hereje se entiende a alguien que dice cosas que son peligrosas, subversivas y que van contra la corriente del debate, soy un hereje, aunque solo sea por naturaleza sociológica.

Pero mi herejía se ha extendido a otros temas; ya no soy un hereje digital, ahora estoy más confortable siéndolo en la política y la economía.

— Su discurso en los últimos tiempos está muy orientado hacia la cuestión de los datos. ¿Qué es lo que hace que el debate en torno a este asunto sea para usted crucial?

— Estamos en una era en que son algo en torno a lo que emergen nuevos modelos de negocio y nuevas formas de explotación.

— Pero la gente, en general, no parece excesivamente preocupada por ceder sus datos.

— Lo importante es identificar los puntos de explotación, aunque ésta se haga de manera que resulte placentera.

— ¿Google y Facebook nos están explotando?

— Explotan los datos que generamos para hacer dinero con ellos; lo cual tiene muchas otras consecuencias, como el modo en que esto facilita la vigilancia.

Para mí, Google quiere ser el nuevo Estado del bienestar y el nuevo partido político. Quieren reunir tantos datos como puedan. Y, proactivamente, luchan contra las enfermedades; proactivamente, quieren que estés más sano; proactivamente, quieren que aprendas cosas que no habrías aprendido de ningún otro modo; generan tiempo libre para ti y solo tendrás acceso a él si usas su sistema. En ese sentido, se convierten en el vehículo a través del cual se genera un tipo de avance social. Mi miedo es que ya no haya marcha atrás. Ellos poseen la infraestructura, tienen los datos. Y si se quiere poner en marcha un servicio alternativo, será complicado.

— ¿Qué es lo que se hace con nuestros datos?

— En las últimas cinco décadas, los datos se han convertido en una de las más preciadas mercancías. Tu seguro quiere saber qué posibilidades tienes de enfermar; tu banco quiere saber qué probabilidades tienes de no pagar tu hipoteca. Hay un mercado gigante de la venta de datos, no solo de tipo digital: si no miras lo que firmas cuando ofreces datos, es más que posible que acaben siendo agregados en una base administrada por un puñado de firmas norteamericanas.

— ¿Y qué es lo que se debería hacer con ellos?

— Hay tres opciones. Una es el statu quo: que un par de monopolios, Google y Facebook, continúen recopilando aún más información sobre nuestra vida para que pueda ser integrada en dispositivos inteligentes: mesas inteligentes, termostatos inteligentes; cualquier cosa que tenga un sensor generará un dato. Google Now (asistente virtual incorporado en dispositivos móviles) es el paradigma de un sistema que intenta hacer acopio de todos esos datos para hacer predicciones y darte ideas. Si sabe que vas a volar te recuerda que hagas el check in, te dice el tiempo que te va a hacer. Es el discurso de Google en términos de movilidad social: dar a los pobres los servicios que los ricos ya reciben.

— ¿Cuáles son las otras dos?

— La segunda es seguir a los disrruptores. Hay compañías que chupan nuestros datos y los convierten en dinero. Una solución es que cada cual capture sus propios datos y los integre en un perfil, dando acceso a quien quiera y cobrando por ello. De ese modo, uno se convierte en un empresario. Y la tercera opción aún no está muy articulada, pero debería ser perseguida. Los datos, en un buen marco político, económico y legal, pueden llevarnos a servicios fantásticos. El único futuro del transporte público es una combinación de datos, algoritmos y sensores que determinan dónde está la gente y a dónde quiere ir.

— ¿Y de quién serían los datos?

— Habría que oponerse a que el paradigma de la propiedad privada se extienda a los datos. Ha habido esfuerzos de comercializar hasta el aire, y hay que oponerse. Los datos, sin la capacidad de analizarlos, no son gran cosa. Hoy en día solo algunas grandes empresas son capaces de estudiarlos. Esa información debería estar bajo un control público, que no significa un control del Estado, sino de los ciudadanos. La reciente fascinación en Europa por esa idea del común, que no tiene nada que ver con la de los comunes, es un marco sano. La gente podría ceder esos datos voluntariamente, pero siendo propietaria de éstos.

— Esta es una postura política, ¿qué es lo que le interesa del común?

— Mi propio cambio político y filosófico de los últimos años ha ocurrido porque de pronto resultó obvio para mí que no puedes ganar batallas a Silicon Valley de modo disperso. Puedo escribir una reseña al día, pelearme con esta gente en ­Twitter, y eso no cambia nada. La única manera de cambiar las cosas es empotrarte en los procesos políticos y económicos que pueden cambiar las cosas de verdad. Para mí significa que tengo que adoptar una posición realista y sobria sobre lo que es posible alrededor de los que intentan impugnar lo que Silicon Valley, Washington, Wall Street y el Pentágono intentan en el globo.

— ¿Y qué es lo que están intentando hacer?

— Dinero. Tengo una explicación de cómo funciona todo: un puñado de empresas marcan el tempo y el ritmo al que funciona el mundo. Son las que influyen en los textos que se están aprobando de los tratados transatlánticos que están a punto de firmarse en Europa y Estados Unidos. Esos tratados están redactados para proteger a las empresas y no a los ciudadanos. En este sentido, soy cínico, o realista, acerca de cómo está distribuido el poder en el mundo en estos días. A Google y Facebook les gustaría expandirse a otras zonas del globo para acumular más usuarios, más datos, venderles más anuncios. Pero es muy difícil que haya gente que haga una lectura política de ambas compañías porque los ven o como inofensivos e inocentes, o como heraldos del poscapitalismo, o como plataformas para evitar la hegemonía de los medios. Facebook es bueno, piensa la gente, porque nos permite enviar mensajes al margen del dominio de los periódicos y la Tv. Incluso los movimientos políticos que intentan desafiar la dominación de la ideología neoliberal en estos días no pueden hacer una lectura sobria de Silicon Valley.

— ¿Usted qué quiere cambiar?

— Yo quiero cambiar muchas cosas. El proyecto de oponerse al poder de las grandes empresas, que tradicionalmente ha sido una prerrogativa de la izquierda, ya no entiende cómo funciona el dominio hoy, porque no hacen un buen análisis de la tecnología, y no son capaces de construir o reclamar infraestructuras que han sido entregadas con las privatizaciones. Sin una lectura política adecuada de cómo encaja Silicon Valley en todo esto, no pueden oponerse al poder de las empresas (…). Muchos actores que intentan oponerse al capitalismo neoliberal hoy tienen un problema para comprender la que, para mí, es la característica más importante del capitalismo hoy en día: su naturaleza de fenómeno propulsado por las tecnologías digitales de la información.

— Y entonces…

— La menos ambiciosa de mis tareas sería, al menos, poner estas cuestiones sobre la mesa para que puedan reflexionar sobre ellas quienes están oponiéndose al actual neoliberalismo comandado por las grandes empresas; conseguir que lo escuchen algunas personas que están inmersas en una gran confusión sobre el estado de las cosas actual, que ni siquiera discuten nada porque creen que la vieja división de la tribu de la izquierda ya pasó, que piensan que el capitalismo va a ser reemplazado por una economía colaborativa, una sociedad pospoder, muy horizontal…

— Parece que usted ahora cuestionara más el neoliberalismo que a Silicon Valley.

— Es un buen resumen. Para mí Silicon Valley es un efecto, y no la causa, del neoliberalismo. Hay algunos cambios estructurales del capitalismo que están conectados con la tecnología. Sería incorrecto pensar que todos los demás factores que han dado forma al paisaje en el que se hace política se hayan vuelto obsoletos. Es importante tener clara la conexión de Silicon Valley con el Ejército norteamericano, que aún provee buena parte del dinero.

— ¿Y esto qué implica?

— Que el factor tradicional de análisis para explicar el mundo, que fue siempre la guerra, la militarización, no ha desaparecido. Silicon Valley actualmente representa a algunas fuerzas estructurales que fueron identificadas hace tiempo. La guerra, Wall Street… ¿De dónde viene todo ese dinero que se invierte en estúpidas startups (empresas emergentes)? Es increíble ver que cualquiera que quiera crear una aplicación en Silicon Valley pueda levantar $us 10 millones en una tarde. Hay que entender los cambios en la economía global. ¿Por qué se ha redirigido tanto dinero de la economía real, fábricas, inversiones en el sector productivo, hacia el capital financiero especulativo? Nuestros fondos de pensiones ya no se invierten en bonos del Estado seguros, sino en otros fondos que reinvierten en firmas de capital riesgo que reinvierten en startups. Se puede focalizar el análisis en Silicon Valley, pero hay que entender lo que lo hace posible.

Perfil

Nombre:Evgeny Morozov

Profesión: Escritor y periodista

Experto en los efectos de la tecnología en la sociedad

Nacido en Soligorsk (Bielorrusia, 1984), Mozorov es profesor de la Universidad de Stanford (Estados Unidos) especializado en el estudio de las implicaciones sociales y políticas de la tecnología. Estudió en la Universidad Americana de Bulgaria y después de una estancia en Alemania, emigró a suelo norteamericano, donde ha colaborado en varios centros tecnológicos y universidades. Sus reflexiones críticas se publican en El País, The Economist, Newsweek, The Wall Street Journal, The International Herald Tribune, The Boston Globe, Le Monde, Frankfurter Allgemeine Zeitung, The San Francisco Chronicle, Prospect y Dissent, así como en la CNN, CBS, SkyNews, CBC, Al Jazeera International, France 24, Reuters TV, NPR y en la BBC, entre muchos otros medios.

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Evgeny Morozov: ‘Los datos (de las personas) son una de las más preciadas mercancías’

El ensayista, uno de los principales investigadores del mundo en las implicaciones sociales y políticas de la tecnología, afirma que el modelo de negocios de las grandes compañías del sector tecnológico en el mundo se basa en la creación de necesidades que solo le sacan dinero a los usuarios. Este tipo de análisis de la tecnología del experto han encontrado oídos en todo el planeta y se han convertido en parte de un discurso político con vocación transformadora.

/ 22 de febrero de 2016 / 14:18

A sus casi 32 años, el intelectual bielorruso Evgeny Morozov se ha convertido en uno de los principales investigadores mundiales de las implicaciones sociales y políticas de la tecnología. En su último libro La locura del solucionismo tecnológico (2015), el experto carga contra los peligros de internet y el discurso tecnoutópico.

— ¿Existe una narrativa, muy extendida, sobre la idea de compartir en internet; las empresas tecnológicas nos invitan a hacerlo constantemente. ¿Diría que como consecuencia de ello compartimos más?

— Silicon Valley hizo una especie de alianza en los setenta con intelectuales. Siempre habrá gente, a los que llamaré idiotas útiles, que intentarán capturar el zeitgeist (espíritu de la época). Habrá libros, conferencias y charlas para que esos intelectuales puedan hacer de portavoces de la causa. Silicon Valley promueve mininarrativas. Nos habla de la web 2.0 y, cuando se agota, habla del internet de las cosas, de la economía colaborativa… Identifican pequeños fragmentos, ocupan el debate durante dos años y luego salen con una nueva historia. No hay mucho contenido en esas narrativas. He trabajado durante suficiente tiempo en esto como para decir que son tonterías. Después de la economía colaborativa vendrá la economía solidaria, de los cuidados. Lo que nos dicen estas empresas es falso. Cuando voy por ahí diciendo que para entender a Silicon Valley hay que mirar a Wall Street, al Pentágono, a las finanzas, a la geopolítica o al imperialismo, les resulta incómodo escucharlo porque prefieren hablar de los fondos de capital riesgo, de los emprendedores, del garaje de Steve Jobs, del LSD… NdE. La región estadounidense de Silicon Valley aloja a muchas de las mayores corporaciones de tecnología del mundo y a miles de pequeñas empresas emergentes del rubro. Morozov utiliza el nombre para referirse a las compañías tecnológicas más influyentes del planeta.

— Los dispositivos llamados inteligentes, ¿nos pueden convertir en estúpidos?

— Hay que impugnar la palabra inteligente. Me gusta aplicar una perspectiva histórica. Muchos de los dispositivos inteligentes que nos rodean reflejan intereses y compromisos de la gente que los fabrica o configura. El motivo por el que la gente comprueba una y otra vez su Facebook o Twitter en el teléfono es que los sistemas han sido diseñados para crear esas dependencias. El modelo de negocio de este tipo de servicios es así. Cuantos más clics hago, más valioso soy (…). Cuantos más clics míos consiguen, más dinero hacen conmigo, lo que hace que diseñen los servicios para maximizar esos clics.

Yo tengo una perspectiva cínica, banal y racional de que el dinero es lo que rige el mundo. Y eso explica el modo en que se conciben los servicios. ¿Que ese sistema nos distrae y dificulta que nos centremos? Por supuesto. ¿Es un problema de los dispositivos inteligentes? No. Es cuestión del modelo de negocio.

Me niego a creer que no haya otra manera de generar comunicación entre la gente sin generar distracción. Sería la derrota final de la imaginación. Debemos ser capaces de soñar y pensar en términos que no estén definidos por Silicon Valley. Para mí, en este punto, las empresas de tecnología son como las cadenas de comida rápida, las casas de apuestas o los casinos: crean y manufacturan una adicción que luego tiene unas consecuencias. En el caso de las tecnológicas, la distracción.

— La directora de Operaciones de Facebook, Sheryl Sandberg, dice que esa red social nos ayuda a expresar nuestro auténtico yo. Esta plataforma probablemente cambia el modo en que nos percibimos a nosotros mismos o cómo nos construimos, ¿qué opina?

— Facebook es un servicio que se basa en hacernos sentir ansiosos, sobre nosotros, nuestros amigos, nuestro lugar en la sociedad. La gente invierte mucha energía en actualizar la información, la ansiedad es la moneda que lo rige. En este sentido, está claro que tu ser en esa red social afecta a cómo te concibes a ti mismo, cómo ves tu relación con los amigos, cómo te presentas ante otros…

— ¿Quiere decir que cuanto más lo usa uno, más ansioso es?

— No digo que sea una relación lineal, aunque probablemente podría ser así. Debe de haber un momento en que se llegue a una meseta de ansiedad y, en ese punto, te medicas, te suicidas o te calmas (risas). Es la psicopatología del hipercapitalismo.

— ¿En qué consiste la psicopatología del hipercapitalismo?

— ¡Es una explotación de tus más queridas e íntimas relaciones! Tu ­amistad con otras personas para beneficio de una gigantesca compañía norteamericana. Con Facebook es menos visible. Ni siquiera concebimos que sea posible organizar un proyecto de resistencia a estas empresas. Atacar a esa red ahora es atacar al capitalismo más avanzado. Frente a los que propondrían un cambio en el algoritmo de Facebook, yo soy más drástico: construiría una alternativa a esa red con dinero ­público en vez de aceptar que la única manera de organizar las comunicaciones es a través de esta firma.

— En ese afán de Silicon Valley de intentar solucionar cada problema al que se enfrenta el ser humano, parece que Whats­App intentara buscar una solución para nuestra soledad.

— Silicon Valley te venderá cualquier cosa que le permita hacer dinero. Si es con la soledad, te venderá herramientas para hacer dinero con tu soledad.

Pocas cosas, hoy en día, no están sujetas al mercantilismo. Silicon Valley crea problemas con una mano que intenta solucionar con la otra vendiéndonos nuevos productos.

— A menudo le han calificado de tecnoescéptico o tecnófobo. Pero en su nuevo libro se llama a sí mismo “hereje digital”.

— Sí, usé ese término. Era un modo de posicionarme frente a los debates contemporáneos sobre Silicon Valley. Lo cierto es que si por hereje se entiende a alguien que dice cosas que son peligrosas, subversivas y que van contra la corriente del debate, soy un hereje, aunque solo sea por naturaleza sociológica.

Pero mi herejía se ha extendido a otros temas; ya no soy un hereje digital, ahora estoy más confortable siéndolo en la política y la economía.

— Su discurso en los últimos tiempos está muy orientado hacia la cuestión de los datos. ¿Qué es lo que hace que el debate en torno a este asunto sea para usted crucial?

— Estamos en una era en que son algo en torno a lo que emergen nuevos modelos de negocio y nuevas formas de explotación.

— Pero la gente, en general, no parece excesivamente preocupada por ceder sus datos.

— Lo importante es identificar los puntos de explotación, aunque ésta se haga de manera que resulte placentera.

— ¿Google y Facebook nos están explotando?

— Explotan los datos que generamos para hacer dinero con ellos; lo cual tiene muchas otras consecuencias, como el modo en que esto facilita la vigilancia.

Para mí, Google quiere ser el nuevo Estado del bienestar y el nuevo partido político. Quieren reunir tantos datos como puedan. Y, proactivamente, luchan contra las enfermedades; proactivamente, quieren que estés más sano; proactivamente, quieren que aprendas cosas que no habrías aprendido de ningún otro modo; generan tiempo libre para ti y solo tendrás acceso a él si usas su sistema. En ese sentido, se convierten en el vehículo a través del cual se genera un tipo de avance social. Mi miedo es que ya no haya marcha atrás. Ellos poseen la infraestructura, tienen los datos. Y si se quiere poner en marcha un servicio alternativo, será complicado.

— ¿Qué es lo que se hace con nuestros datos?

— En las últimas cinco décadas, los datos se han convertido en una de las más preciadas mercancías. Tu seguro quiere saber qué posibilidades tienes de enfermar; tu banco quiere saber qué probabilidades tienes de no pagar tu hipoteca. Hay un mercado gigante de la venta de datos, no solo de tipo digital: si no miras lo que firmas cuando ofreces datos, es más que posible que acaben siendo agregados en una base administrada por un puñado de firmas norteamericanas.

— ¿Y qué es lo que se debería hacer con ellos?

— Hay tres opciones. Una es el statu quo: que un par de monopolios, Google y Facebook, continúen recopilando aún más información sobre nuestra vida para que pueda ser integrada en dispositivos inteligentes: mesas inteligentes, termostatos inteligentes; cualquier cosa que tenga un sensor generará un dato. Google Now (asistente virtual incorporado en dispositivos móviles) es el paradigma de un sistema que intenta hacer acopio de todos esos datos para hacer predicciones y darte ideas. Si sabe que vas a volar te recuerda que hagas el check in, te dice el tiempo que te va a hacer. Es el discurso de Google en términos de movilidad social: dar a los pobres los servicios que los ricos ya reciben.

— ¿Cuáles son las otras dos?

— La segunda es seguir a los disrruptores. Hay compañías que chupan nuestros datos y los convierten en dinero. Una solución es que cada cual capture sus propios datos y los integre en un perfil, dando acceso a quien quiera y cobrando por ello. De ese modo, uno se convierte en un empresario. Y la tercera opción aún no está muy articulada, pero debería ser perseguida. Los datos, en un buen marco político, económico y legal, pueden llevarnos a servicios fantásticos. El único futuro del transporte público es una combinación de datos, algoritmos y sensores que determinan dónde está la gente y a dónde quiere ir.

— ¿Y de quién serían los datos?

— Habría que oponerse a que el paradigma de la propiedad privada se extienda a los datos. Ha habido esfuerzos de comercializar hasta el aire, y hay que oponerse. Los datos, sin la capacidad de analizarlos, no son gran cosa. Hoy en día solo algunas grandes empresas son capaces de estudiarlos. Esa información debería estar bajo un control público, que no significa un control del Estado, sino de los ciudadanos. La reciente fascinación en Europa por esa idea del común, que no tiene nada que ver con la de los comunes, es un marco sano. La gente podría ceder esos datos voluntariamente, pero siendo propietaria de éstos.

— Esta es una postura política, ¿qué es lo que le interesa del común?

— Mi propio cambio político y filosófico de los últimos años ha ocurrido porque de pronto resultó obvio para mí que no puedes ganar batallas a Silicon Valley de modo disperso. Puedo escribir una reseña al día, pelearme con esta gente en ­Twitter, y eso no cambia nada. La única manera de cambiar las cosas es empotrarte en los procesos políticos y económicos que pueden cambiar las cosas de verdad. Para mí significa que tengo que adoptar una posición realista y sobria sobre lo que es posible alrededor de los que intentan impugnar lo que Silicon Valley, Washington, Wall Street y el Pentágono intentan en el globo.

— ¿Y qué es lo que están intentando hacer?

— Dinero. Tengo una explicación de cómo funciona todo: un puñado de empresas marcan el tempo y el ritmo al que funciona el mundo. Son las que influyen en los textos que se están aprobando de los tratados transatlánticos que están a punto de firmarse en Europa y Estados Unidos. Esos tratados están redactados para proteger a las empresas y no a los ciudadanos. En este sentido, soy cínico, o realista, acerca de cómo está distribuido el poder en el mundo en estos días. A Google y Facebook les gustaría expandirse a otras zonas del globo para acumular más usuarios, más datos, venderles más anuncios. Pero es muy difícil que haya gente que haga una lectura política de ambas compañías porque los ven o como inofensivos e inocentes, o como heraldos del poscapitalismo, o como plataformas para evitar la hegemonía de los medios. Facebook es bueno, piensa la gente, porque nos permite enviar mensajes al margen del dominio de los periódicos y la Tv. Incluso los movimientos políticos que intentan desafiar la dominación de la ideología neoliberal en estos días no pueden hacer una lectura sobria de Silicon Valley.

— ¿Usted qué quiere cambiar?

— Yo quiero cambiar muchas cosas. El proyecto de oponerse al poder de las grandes empresas, que tradicionalmente ha sido una prerrogativa de la izquierda, ya no entiende cómo funciona el dominio hoy, porque no hacen un buen análisis de la tecnología, y no son capaces de construir o reclamar infraestructuras que han sido entregadas con las privatizaciones. Sin una lectura política adecuada de cómo encaja Silicon Valley en todo esto, no pueden oponerse al poder de las empresas (…). Muchos actores que intentan oponerse al capitalismo neoliberal hoy tienen un problema para comprender la que, para mí, es la característica más importante del capitalismo hoy en día: su naturaleza de fenómeno propulsado por las tecnologías digitales de la información.

— Y entonces…

— La menos ambiciosa de mis tareas sería, al menos, poner estas cuestiones sobre la mesa para que puedan reflexionar sobre ellas quienes están oponiéndose al actual neoliberalismo comandado por las grandes empresas; conseguir que lo escuchen algunas personas que están inmersas en una gran confusión sobre el estado de las cosas actual, que ni siquiera discuten nada porque creen que la vieja división de la tribu de la izquierda ya pasó, que piensan que el capitalismo va a ser reemplazado por una economía colaborativa, una sociedad pospoder, muy horizontal…

— Parece que usted ahora cuestionara más el neoliberalismo que a Silicon Valley.

— Es un buen resumen. Para mí Silicon Valley es un efecto, y no la causa, del neoliberalismo. Hay algunos cambios estructurales del capitalismo que están conectados con la tecnología. Sería incorrecto pensar que todos los demás factores que han dado forma al paisaje en el que se hace política se hayan vuelto obsoletos. Es importante tener clara la conexión de Silicon Valley con el Ejército norteamericano, que aún provee buena parte del dinero.

— ¿Y esto qué implica?

— Que el factor tradicional de análisis para explicar el mundo, que fue siempre la guerra, la militarización, no ha desaparecido. Silicon Valley actualmente representa a algunas fuerzas estructurales que fueron identificadas hace tiempo. La guerra, Wall Street… ¿De dónde viene todo ese dinero que se invierte en estúpidas startups (empresas emergentes)? Es increíble ver que cualquiera que quiera crear una aplicación en Silicon Valley pueda levantar $us 10 millones en una tarde. Hay que entender los cambios en la economía global. ¿Por qué se ha redirigido tanto dinero de la economía real, fábricas, inversiones en el sector productivo, hacia el capital financiero especulativo? Nuestros fondos de pensiones ya no se invierten en bonos del Estado seguros, sino en otros fondos que reinvierten en firmas de capital riesgo que reinvierten en startups. Se puede focalizar el análisis en Silicon Valley, pero hay que entender lo que lo hace posible.

Perfil

Nombre:Evgeny Morozov

Profesión: Escritor y periodista

Experto en los efectos de la tecnología en la sociedad

Nacido en Soligorsk (Bielorrusia, 1984), Mozorov es profesor de la Universidad de Stanford (Estados Unidos) especializado en el estudio de las implicaciones sociales y políticas de la tecnología. Estudió en la Universidad Americana de Bulgaria y después de una estancia en Alemania, emigró a suelo norteamericano, donde ha colaborado en varios centros tecnológicos y universidades. Sus reflexiones críticas se publican en El País, The Economist, Newsweek, The Wall Street Journal, The International Herald Tribune, The Boston Globe, Le Monde, Frankfurter Allgemeine Zeitung, The San Francisco Chronicle, Prospect y Dissent, así como en la CNN, CBS, SkyNews, CBC, Al Jazeera International, France 24, Reuters TV, NPR y en la BBC, entre muchos otros medios.

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Vivir en modo piloto automático

El ensayista Nicholas Carr teme que la tecnología nos robe empleos, libertad y capacidades

/ 5 de octubre de 2014 / 04:00

A pesar de estar equipado con el más avanzado sistema de navegación del momento, en 1995 el transatlántico Royal Majesty encalló en un banco de arena de la isla de Nantucket, Estados Unidos, con 1.500 pasajeros a bordo. Afortunadamente, no hubo heridos. La antena del GPS se averió, el barco fue desviándose progresivamente de su trayectoria y ni el capitán ni la tripulación se dieron cuenta del problema: ¿cómo se va a equivocar la máquina? El prestigioso ensayista norteamericano Nicholas Carr utiliza este episodio para ilustrar hasta qué punto hemos depositado nuestra fe en las nuevas tecnologías, que no siempre resultan infalibles y que, en algunos casos, pueden arrastrarnos a lugares a los que no queríamos llegar.

En su nuevo libro, Atrapados: cómo las máquinas se apoderan de nuestras vidas recién publicado por Taurus– Carr explica que hemos caído en una excesiva automatización, y hemos externalizado parte de nuestras capacidades. La tecnología guía nuestras búsquedas de información, nuestra conversación en las redes, nuestras compras y nuestra relación con los amigos, y nos descarga de labores pesadas. Todo ello nos conduce a lo que Carr denomina complacencia automatizada: confiamos en que la máquina lo resolverá todo, nos encomendamos a ella como si fuera todopoderosa, y dejamos nuestra atención a la deriva. A partir de ese momento, si surgen problemas, ya no sabemos cómo resolverlos. La historia del Royal Majesty se convierte en una metáfora: hemos puesto el GPS y hemos perdido el rumbo.

El experto estadounidense —exdirector de la Harvard Business Review y exasesor editorial de la Enciclopedia Británica— afirma que “estamos embrujados por las tecnologías ingeniosas. Las adoptamos muy rápido porque pensamos que están a la moda o porque creemos que nos descargarán de trabajo, y no nos paramos a pensar cómo cambian nuestro comportamiento”. Y usa un ejemplo bien sencillo: “gracias a los correctores automáticos hemos externalizado nuestras habilidades ortográficas. Cada vez escribimos peor. Desaprendemos”.

El discurso tecno-escéptico de Carr puede ser rebatido desde muchos flancos. No son pocas las voces que se alzarán diciendo que esas mismas tecnologías están permitiendo expandir la capacidad de comunicación de las gentes, las posibilidades de aprender o incluso de organizarse para cambiar las cosas y comprometerse con el mundo. El propio Carr matiza su discurso alabando las inmensas posibilidades que la red ofrece para acceder a información y comunicarse. Pero hay costes asociados.

Mantener la atención en el nuevo escenario tecnológico, de hecho, no es cosa fácil. Los estímulos y distracciones que almacenan los teléfonos inteligentes que acarreamos o las pantallas a las que estamos conectados nos impiden centrarnos. Nos hacen sobrevolar las cosas. Pasar de una otra, sin ton ni son, en un profundo viaje hacia la superficialidad.

Carr sostiene que la automatización en la que nos hallamos inmersos conduce, por ejemplo, a una sociedad con médicos de atención primaria que emplean entre el 25 y el 55 por ciento de su tiempo mirando a la pantalla en vez de prestar atención a la narración del paciente; a arquitectos que utilizan plantillas que propician uniformidad urbanística, y a financieros que delegan operaciones en la máquina que, cuando falla, pasa factura.

Ante estas dudas, hay quien ya ha empezado a dar pasos atrás en el proceso de automatización. Enero de 2013, la Administración Federal de Aviación de Estados Unidos instaba a las compañías aéreas a que incentivaran las operaciones de vuelo manuales. Las investigaciones sobre accidentes e incidentes en vuelo, explica Carr, indicaban que los pilotos se habían vuelto demasiado dependientes de la navegación automática.

Para Carr, la automatización supone, además, una amenaza para el empleo y convierte a los trabajadores en accesorios de la máquina, en ejecutores de labores cada vez más mecánicas, al externalizarse capacidades intelectuales: “No solo supone una amenaza para el sustento de la gente, sino que nos convierte en observadores más que en actores. Nuestra experiencia y múltiples estudios psicológicos demuestran que implicarse es la forma de estar satisfecho en el trabajo”. Por un lado, las empresas potencian la automatización en pro de la eficiencia y la cuenta de resultados. Y por otro, los trabajadores aceptan de buen grado estas tecnologías porque “nos ofrecen la ilusión de que tendremos más tiempo libre”.

Carr rechaza que en este caso se trate del viejo miedo a la máquina de los tiempos de la Revolución Industrial: “Hay una gran diferencia: los ordenadores pueden hacer ahora muchos más tipos de trabajo: no solo se hacen con los de producción, mediante robots, sino que se hacen con los analíticos. Esta vez asistiremos a una pérdida neta de empleos”.

Pero lo principal es que los adelantos tecnológicos se conviertan, como teme Carr, en una amenaza para nuestra libertad: “La libertad empieza con la libertad de pensamientos, que significa la habilidad de controlar tu propia mente, a qué prestas atención, qué consideras importante. Y ahora que llevamos computadoras encima todo el tiempo, las empresas de software y de internet saben muy bien qué es lo que atrapa nuestra atención”.

Este poder de control escapa a nuestro conocimiento. “Facebook determina con sus algoritmos lo que ves de tus amigos, y lo mismo pasa con una búsqueda en Google. Pero como no informan de sus algoritmos, no sabemos qué intenciones tienen, por qué nos enseñan una cosa y no la otra”, argumenta Carr. Que las grandes compañías tengan estos datos nuestros no supone necesariamente que los vayan a usar torticeramente, pero “tampoco podemos estar seguros de ello”.

El ensayista, que rechaza la etiqueta de tecnófobo, considera que el problema es que las máquinas están diseñadas por tecnólogos que sólo se preocupan por saber hasta dónde es capaz de llegar la máquina, y no de qué modo puede ésta expandir nuestras capacidades. “Las innovaciones tecnológicas no van a parar. Pero podemos pedir que den prioridad al ser humano, ayudándonos a tener una vida plena en vez de apoderarse de nuestras capacidades”.

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Vivir en modo piloto automático

El ensayista Nicholas Carr teme que la tecnología nos robe empleos, libertad y capacidades

/ 5 de octubre de 2014 / 04:00

A pesar de estar equipado con el más avanzado sistema de navegación del momento, en 1995 el transatlántico Royal Majesty encalló en un banco de arena de la isla de Nantucket, Estados Unidos, con 1.500 pasajeros a bordo. Afortunadamente, no hubo heridos. La antena del GPS se averió, el barco fue desviándose progresivamente de su trayectoria y ni el capitán ni la tripulación se dieron cuenta del problema: ¿cómo se va a equivocar la máquina? El prestigioso ensayista norteamericano Nicholas Carr utiliza este episodio para ilustrar hasta qué punto hemos depositado nuestra fe en las nuevas tecnologías, que no siempre resultan infalibles y que, en algunos casos, pueden arrastrarnos a lugares a los que no queríamos llegar.

En su nuevo libro, Atrapados: cómo las máquinas se apoderan de nuestras vidas recién publicado por Taurus– Carr explica que hemos caído en una excesiva automatización, y hemos externalizado parte de nuestras capacidades. La tecnología guía nuestras búsquedas de información, nuestra conversación en las redes, nuestras compras y nuestra relación con los amigos, y nos descarga de labores pesadas. Todo ello nos conduce a lo que Carr denomina complacencia automatizada: confiamos en que la máquina lo resolverá todo, nos encomendamos a ella como si fuera todopoderosa, y dejamos nuestra atención a la deriva. A partir de ese momento, si surgen problemas, ya no sabemos cómo resolverlos. La historia del Royal Majesty se convierte en una metáfora: hemos puesto el GPS y hemos perdido el rumbo.

El experto estadounidense —exdirector de la Harvard Business Review y exasesor editorial de la Enciclopedia Británica— afirma que “estamos embrujados por las tecnologías ingeniosas. Las adoptamos muy rápido porque pensamos que están a la moda o porque creemos que nos descargarán de trabajo, y no nos paramos a pensar cómo cambian nuestro comportamiento”. Y usa un ejemplo bien sencillo: “gracias a los correctores automáticos hemos externalizado nuestras habilidades ortográficas. Cada vez escribimos peor. Desaprendemos”.

El discurso tecno-escéptico de Carr puede ser rebatido desde muchos flancos. No son pocas las voces que se alzarán diciendo que esas mismas tecnologías están permitiendo expandir la capacidad de comunicación de las gentes, las posibilidades de aprender o incluso de organizarse para cambiar las cosas y comprometerse con el mundo. El propio Carr matiza su discurso alabando las inmensas posibilidades que la red ofrece para acceder a información y comunicarse. Pero hay costes asociados.

Mantener la atención en el nuevo escenario tecnológico, de hecho, no es cosa fácil. Los estímulos y distracciones que almacenan los teléfonos inteligentes que acarreamos o las pantallas a las que estamos conectados nos impiden centrarnos. Nos hacen sobrevolar las cosas. Pasar de una otra, sin ton ni son, en un profundo viaje hacia la superficialidad.

Carr sostiene que la automatización en la que nos hallamos inmersos conduce, por ejemplo, a una sociedad con médicos de atención primaria que emplean entre el 25 y el 55 por ciento de su tiempo mirando a la pantalla en vez de prestar atención a la narración del paciente; a arquitectos que utilizan plantillas que propician uniformidad urbanística, y a financieros que delegan operaciones en la máquina que, cuando falla, pasa factura.

Ante estas dudas, hay quien ya ha empezado a dar pasos atrás en el proceso de automatización. Enero de 2013, la Administración Federal de Aviación de Estados Unidos instaba a las compañías aéreas a que incentivaran las operaciones de vuelo manuales. Las investigaciones sobre accidentes e incidentes en vuelo, explica Carr, indicaban que los pilotos se habían vuelto demasiado dependientes de la navegación automática.

Para Carr, la automatización supone, además, una amenaza para el empleo y convierte a los trabajadores en accesorios de la máquina, en ejecutores de labores cada vez más mecánicas, al externalizarse capacidades intelectuales: “No solo supone una amenaza para el sustento de la gente, sino que nos convierte en observadores más que en actores. Nuestra experiencia y múltiples estudios psicológicos demuestran que implicarse es la forma de estar satisfecho en el trabajo”. Por un lado, las empresas potencian la automatización en pro de la eficiencia y la cuenta de resultados. Y por otro, los trabajadores aceptan de buen grado estas tecnologías porque “nos ofrecen la ilusión de que tendremos más tiempo libre”.

Carr rechaza que en este caso se trate del viejo miedo a la máquina de los tiempos de la Revolución Industrial: “Hay una gran diferencia: los ordenadores pueden hacer ahora muchos más tipos de trabajo: no solo se hacen con los de producción, mediante robots, sino que se hacen con los analíticos. Esta vez asistiremos a una pérdida neta de empleos”.

Pero lo principal es que los adelantos tecnológicos se conviertan, como teme Carr, en una amenaza para nuestra libertad: “La libertad empieza con la libertad de pensamientos, que significa la habilidad de controlar tu propia mente, a qué prestas atención, qué consideras importante. Y ahora que llevamos computadoras encima todo el tiempo, las empresas de software y de internet saben muy bien qué es lo que atrapa nuestra atención”.

Este poder de control escapa a nuestro conocimiento. “Facebook determina con sus algoritmos lo que ves de tus amigos, y lo mismo pasa con una búsqueda en Google. Pero como no informan de sus algoritmos, no sabemos qué intenciones tienen, por qué nos enseñan una cosa y no la otra”, argumenta Carr. Que las grandes compañías tengan estos datos nuestros no supone necesariamente que los vayan a usar torticeramente, pero “tampoco podemos estar seguros de ello”.

El ensayista, que rechaza la etiqueta de tecnófobo, considera que el problema es que las máquinas están diseñadas por tecnólogos que sólo se preocupan por saber hasta dónde es capaz de llegar la máquina, y no de qué modo puede ésta expandir nuestras capacidades. “Las innovaciones tecnológicas no van a parar. Pero podemos pedir que den prioridad al ser humano, ayudándonos a tener una vida plena en vez de apoderarse de nuestras capacidades”.

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