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Escritura y conversación

Texto leído en la presentación de la revista El Zorro Antonio, editada por la carrera de Literatura de la Universidad Mayor de San Andrés

/ 16 de noviembre de 2014 / 04:00

En algunos pueblos, mejor si calurosos, aún puede verse, con suerte, un poco de esa vieja y hermosa costumbre que se tenía, al caer la tarde, de sacar sillas, o sillones largos, a la acera y mirar la calle, la vida, charlar con el vecino, invitar a sentarse al amigo que pasaba… Quizá finiquitados, ya, esos viejos placeres de la conversación pura, de la copucha y de la broma, la repetición de hechos o memorias, todas esas cosas, en fin, que van siendo envueltas en la penumbra de la hora.

De pronto, se ha formado un pequeño grupo (de dos o más personas), un suelto y abierto círculo, en el que la vida funda sin querer un pequeño oasis, en el que contar alivia, escuchar asombra y de por sí se participa, por solo estar parado, o sentado por ahí, en un mínimo, muy diminuto, acto de salvación de algo que se salva. ¿Qué es lo salvado? Quién supiera. En todo caso, es lo que crea un aura, un tembloroso, tímido resplandor, en el perímetro de quienes charlan ahí afuera, en la acera, cuando la penumbra.

Esa es, para mí, sino una metáfora de lo que es una revista, por lo menos su antecedente más honroso, su genealogía más pura. De ahí, también, proviene su carta de ciudadanía, sustentada en ese carácter de colectivo, aún si minicolectivo de una revista, y que es también, por qué no, como un colectivo, como se les decía antes (góndola en Cochabamba) a esos armatostes rodados que hoy aún, tan hermosos, desastrados y fielmente azules, de la línea M, la línea 2, la línea Ch, tercos siguen circulando por aquí mismo, Sopocachi. Hace decenas de años que cumplen con su ruta. Han durado más que todas las revistas existentes y existidas en La Paz. Estas líneas gloriosas a las que me refiero, ¿estarían ya habilitadas en La Paz, hacia los años sesenta? Habría que ser sonso para dudarlo. ¿Y quiénes tomarían, allá entonces, esos colectivos? Apuesto, doble contra sencillo, que serían Jorge Canelas, Jaime Saenz, Enrique Arnal, Alberto Villalpando, mi padre, de nombre Eduardo y, más que seguro, también Jesús Urzagasti, a quien le hace hoy un homenaje esta revista, El Zorro Antonio.

Los imagino un domingo a todos ellos juntos, tan jóvenes entonces, viajando en la línea 2, e imagino para colmo, y seguro que es verdad, que en la precaria radio del colectivero están tocando entonces Los Beatles, The Beatles, están tocando y se los escucha en todo el colectivo: In a yellow Submarine, in a yellow submarine… Pero el submarino, o el glorioso colectivo azul, ya se va perdiendo, quizá cerca de la calle Catacora…

Antes de que lo haga, sin embargo, revisemos los bolsillos de aquellos pasajeros. Uno de ellos trae una revista en su saco. Es de esos sacos de alpaca, además, muy desafiantemente elegantes y que esos caballeros, conste, supieron inventar, hacerse hacer y usar. Igual, en un bolsillo, encontramos una revista (por llamarla así). Se llamaba Nova, la dirigía el eternamente intragable Fernando Diez de Medina. Quien la llevaba en el bolsillo, ese domingo de 1963 o algo así, era mi padre. Es que acababa de salir un articulillo suyo, bajo el título, que ahora nos parece un tanto pomposo, de Carta abierta a H.A. Murena. Lo leo hoy, y digo: ¡por Dios, qué bien escrito! Ahora bien, H.A. Murena, ese grande y si quieren hasta misterioso escritor argentino, ni bien llegó a Bolivia, al tiro encontró y apretó la mano de Jesús Urzagasti. A todo esto, Urzagasti, de muy joven, había recién escrito Tirinea. Y, como él mismo no se cansaba de repetírmelo, mi padre había sido el primer lector de Tirinea,  el primero que se dio cuenta de que se trataba de algo serio. Hasta aquí, no hay ni el más mínimo margen de error en lo dicho. Demos por cierto, en todo caso y sin dudar, que existió ese domingo, que  esos pasajeros tomaron ese colectivo azul en el que se escuchaba The yellow, yellow submarine y, esto es muy importante para nosotros: que también había una revista, si bien doblada, si bien alojada en un bolsillo muy bonito.

¿Y qué hago ahora con mi padre, en un domingo circulando con sus amigos, llevando en su bolsillo el artículo que publicó en lo que entonces se llamaba o consideraba una revista? ¿En qué parada dejo a mi padre, quitándole al mismo tiempo, de las manos, la revista? Pues el nombre de mi padre quedará además, aplastado y conservado, por mucho que olvidado, entre las toneladas de papel que las hemerotecas, pacientes, acumulan.

¿Pero no es acaso ése el destino de la mayoría de quienes escriben en revistas? Al cabo de poco tiempo, nadie recordará esos nombres. Basta ver, para ello, el destino de esa gran cantidad de revistas que, en un lindo trabajo, rescató Omar Rocha del olvido y las hemerotecas. Y, si bien se los tragó el olvido, no por ello dejamos de percibir, ahora, algo heroico que reunió a unos jóvenes que se confabularon, un día, para sacar una revista y que pasados los años, se nos hace como una barca de escritores ya perdidos, cuya navegación, ya silenciosa, prosigue en la penumbra empolvada de viejas bibliotecas.

Entre la fugacidad y una pizca de heroísmo pues, aparecen y desaparecen revistas, autores, escritores aposentados o incipientes. Entre las reapariciones de revistas, no es necesario decirlo, está, hoy, El Zorro Antonio. Nos queda decir: Ojalá dure muchos años, regularmente, navegando segura con su carga de escritores y escrituras, resistiendo oleajes difíciles, disfrutando de los más calmos. ¡A la salud de El Zorro Antonio!

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Texto leído en la presentación de la revista El Zorro Antonio, editada por la carrera de Literatura de la Universidad Mayor de San Andrés

/ 16 de noviembre de 2014 / 04:00

En algunos pueblos, mejor si calurosos, aún puede verse, con suerte, un poco de esa vieja y hermosa costumbre que se tenía, al caer la tarde, de sacar sillas, o sillones largos, a la acera y mirar la calle, la vida, charlar con el vecino, invitar a sentarse al amigo que pasaba… Quizá finiquitados, ya, esos viejos placeres de la conversación pura, de la copucha y de la broma, la repetición de hechos o memorias, todas esas cosas, en fin, que van siendo envueltas en la penumbra de la hora.

De pronto, se ha formado un pequeño grupo (de dos o más personas), un suelto y abierto círculo, en el que la vida funda sin querer un pequeño oasis, en el que contar alivia, escuchar asombra y de por sí se participa, por solo estar parado, o sentado por ahí, en un mínimo, muy diminuto, acto de salvación de algo que se salva. ¿Qué es lo salvado? Quién supiera. En todo caso, es lo que crea un aura, un tembloroso, tímido resplandor, en el perímetro de quienes charlan ahí afuera, en la acera, cuando la penumbra.

Esa es, para mí, sino una metáfora de lo que es una revista, por lo menos su antecedente más honroso, su genealogía más pura. De ahí, también, proviene su carta de ciudadanía, sustentada en ese carácter de colectivo, aún si minicolectivo de una revista, y que es también, por qué no, como un colectivo, como se les decía antes (góndola en Cochabamba) a esos armatostes rodados que hoy aún, tan hermosos, desastrados y fielmente azules, de la línea M, la línea 2, la línea Ch, tercos siguen circulando por aquí mismo, Sopocachi. Hace decenas de años que cumplen con su ruta. Han durado más que todas las revistas existentes y existidas en La Paz. Estas líneas gloriosas a las que me refiero, ¿estarían ya habilitadas en La Paz, hacia los años sesenta? Habría que ser sonso para dudarlo. ¿Y quiénes tomarían, allá entonces, esos colectivos? Apuesto, doble contra sencillo, que serían Jorge Canelas, Jaime Saenz, Enrique Arnal, Alberto Villalpando, mi padre, de nombre Eduardo y, más que seguro, también Jesús Urzagasti, a quien le hace hoy un homenaje esta revista, El Zorro Antonio.

Los imagino un domingo a todos ellos juntos, tan jóvenes entonces, viajando en la línea 2, e imagino para colmo, y seguro que es verdad, que en la precaria radio del colectivero están tocando entonces Los Beatles, The Beatles, están tocando y se los escucha en todo el colectivo: In a yellow Submarine, in a yellow submarine… Pero el submarino, o el glorioso colectivo azul, ya se va perdiendo, quizá cerca de la calle Catacora…

Antes de que lo haga, sin embargo, revisemos los bolsillos de aquellos pasajeros. Uno de ellos trae una revista en su saco. Es de esos sacos de alpaca, además, muy desafiantemente elegantes y que esos caballeros, conste, supieron inventar, hacerse hacer y usar. Igual, en un bolsillo, encontramos una revista (por llamarla así). Se llamaba Nova, la dirigía el eternamente intragable Fernando Diez de Medina. Quien la llevaba en el bolsillo, ese domingo de 1963 o algo así, era mi padre. Es que acababa de salir un articulillo suyo, bajo el título, que ahora nos parece un tanto pomposo, de Carta abierta a H.A. Murena. Lo leo hoy, y digo: ¡por Dios, qué bien escrito! Ahora bien, H.A. Murena, ese grande y si quieren hasta misterioso escritor argentino, ni bien llegó a Bolivia, al tiro encontró y apretó la mano de Jesús Urzagasti. A todo esto, Urzagasti, de muy joven, había recién escrito Tirinea. Y, como él mismo no se cansaba de repetírmelo, mi padre había sido el primer lector de Tirinea,  el primero que se dio cuenta de que se trataba de algo serio. Hasta aquí, no hay ni el más mínimo margen de error en lo dicho. Demos por cierto, en todo caso y sin dudar, que existió ese domingo, que  esos pasajeros tomaron ese colectivo azul en el que se escuchaba The yellow, yellow submarine y, esto es muy importante para nosotros: que también había una revista, si bien doblada, si bien alojada en un bolsillo muy bonito.

¿Y qué hago ahora con mi padre, en un domingo circulando con sus amigos, llevando en su bolsillo el artículo que publicó en lo que entonces se llamaba o consideraba una revista? ¿En qué parada dejo a mi padre, quitándole al mismo tiempo, de las manos, la revista? Pues el nombre de mi padre quedará además, aplastado y conservado, por mucho que olvidado, entre las toneladas de papel que las hemerotecas, pacientes, acumulan.

¿Pero no es acaso ése el destino de la mayoría de quienes escriben en revistas? Al cabo de poco tiempo, nadie recordará esos nombres. Basta ver, para ello, el destino de esa gran cantidad de revistas que, en un lindo trabajo, rescató Omar Rocha del olvido y las hemerotecas. Y, si bien se los tragó el olvido, no por ello dejamos de percibir, ahora, algo heroico que reunió a unos jóvenes que se confabularon, un día, para sacar una revista y que pasados los años, se nos hace como una barca de escritores ya perdidos, cuya navegación, ya silenciosa, prosigue en la penumbra empolvada de viejas bibliotecas.

Entre la fugacidad y una pizca de heroísmo pues, aparecen y desaparecen revistas, autores, escritores aposentados o incipientes. Entre las reapariciones de revistas, no es necesario decirlo, está, hoy, El Zorro Antonio. Nos queda decir: Ojalá dure muchos años, regularmente, navegando segura con su carga de escritores y escrituras, resistiendo oleajes difíciles, disfrutando de los más calmos. ¡A la salud de El Zorro Antonio!

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